LA GRUTA DE ARTHENIOS
Édargas y los capitanes Meliat y Hadrain, a lomos de sus caballos, avanzaban con rapidez por algunas de las llanuras situadas al sur del bosque de los magos.
A pesar de la velocidad de los corceles, los centauros estarían mucho más cerca que ellos de su destino común. Probablemente, estas criaturas mitad hombre y mitad caballo eran las más veloces recorriendo los bosques y llanuras, aunque eran más torpes viajando por terrenos pedregosos.
En poco más de un día de camino, llegaron a la entrada de la cueva de la que les había hablado Édargas. La gruta de Arthenios había sido el primer refugio de los hechiceros, en unos tiempos en los que el cese de las hostilidades entre los hombres les había permitido vivir en cualquier lugar sin sentirse amenazados. Ahora, ya sólo era un lugar de descanso para los viajeros y de resguardo para los bandidos que habitaban los bosques más solitarios.
Entraron en la cueva y encendieron una pequeña hoguera. Al prender la primera llama, Meliat y Hadrain se percataron de que aquella gruta era un tanto especial. El fuego se reflejaba en algún extraño metal que cubría el techo e iluminaba así toda la gruta. Sorprendidos por aquel fenómeno, se dieron la vuelta y miraron a Édargas, en espera de una respuesta.
El anciano, sonriendo ante el asombro de sus acompañantes, no les hizo esperar más.
—Orpicio. Un extraño metal que tiene la curiosa propiedad de absorber la luz y proyectarla con una mayor intensidad. Hace mucho tiempo, el Orpicio, descubierto por los señores enanos que habitaron estas tierras, fue utilizado para iluminar sus minas y palacios. Ayudaron a los hechiceros cubriendo la parte más alta de la gruta con este material para que pudieran iluminar toda la cueva fácilmente. Antiguamente, había varias salas en la cueva, pero con el paso del tiempo, después de que los magos dejaran de refugiarse aquí, los muros que separaban unas estancias de otras fueron derribados, y quedaron tan sólo los pasillos que recorren una pequeña parte de la montaña.
Édargas se acercó lentamente a la hoguera. Sus manos se habían quedado frías y enrojecidas por el viaje. La noche estaba a punto de caer y las temperaturas bajaban precipitadamente.
Los capitanes se sentaron junto a él y tomaron lo último que les quedaba de comida, unas raíces que repartieron entre los tres.
Édargas no pudo evitar contemplar el rostro de sus acompañantes al meterse en la boca las extrañas hierbas que les ofrecía.
—Estas raíces no se caracterizan precisamente por su buen sabor, pero confiad en mí: aparte de ser la única comida que nos queda, tienen propiedades que os ayudarán a recuperar fuerzas.
—¿A esto le llamas comida? —preguntó Meliat, poniendo cara de asco al masticar aquella sustancia.
—Bueno, es uno de los principales alimentos de los magos, y no nos ha ido nada mal.
—Deberías venir al Este —dijo Hadrain— y probar nuestros deliciosos manjares. Te aseguro que dejarías de comer estas cosas tan extrañas.
Sentados junto al fuego, mientras los caballos permanecían fuera de la cueva atados a un árbol, se echaron las mantas por encima, hasta entrar en calor.
Meliat no pudo reprimir su curiosidad por más tiempo y miró al anciano, cuyos verdes ojos reflejaban el fuego de la hoguera.
—Édargas, ¿qué es exactamente el paso de las Acadias?
El anciano, recogiendo una ramilla que había en el suelo, empezó a explicarles el motivo y la finalidad del levantamiento de aquella construcción.
—Cuando Thandor fue derrotado, los herederos de Zorac fueron compasivos con muchos de los siervos del malvado príncipe al perdonarles la vida. Ninguno de ellos fue asesinado. Sin embargo, fueron condenados al olvido, y cuando se les devolvió a su reino, los hijos de Zorac se pusieron de acuerdo y ordenaron que se cubriera la única salida del reino de Surtham levantando un conjunto de murallas en el paso.
—¿Cómo es exactamente el paso? —preguntó Hadrain.
Édargas comenzó a hacer dibujos en el suelo arenoso de la cueva, mientras les describía el lugar al que partirían la mañana siguiente.
—El paso era, en un principio, un estrecho camino que se encontraba entre dos montañas rocosas, a cuya cima resultaba imposible acceder. Desde el camino se podían contemplar unas grandes rocas que había en lo alto de esas montañas, que más bien parecían acantilados. Aquellas enormes piedras de forma redondeada fueron llamadas ‘Acadias’. El extremo sur del sendero moría en una gran llanura. Aquel fue el lugar elegido, donde serían alzadas las murallas que servirían para aislar a los sureños. Debido a la amplia superficie de la llanura, situada entre las dos montañas, se levantaron tres murallas, de las cuales la más alta era la última, de unos cinco metros de grosor en su parte más elevada, para facilitar su vigilancia por los hombres que se colocaban entre las almenas.
Édargas acompañaba su descripción con los trazados en la arena, señalando los puntos más importantes de aquellos muros.
—La muralla situada al sur tenía pequeñas ventanas desde las cuales, a una distancia de diez metros del suelo, los arqueros podían disparar a sus objetivos y defender la construcción a dos niveles diferentes, desde las ventanas y en las almenas, situadas a más de treinta metros de altura. Justo detrás, dos torres se alzaban por encima de la gran pared. La llanura quedó, pues, dividida en dos superficies por las tres murallas que se extendían de una montaña a otra. En una de aquellas partes se habían construido unos barracones donde permanecía buena parte del ejército que custodiaba el paso. La segunda y tercera muralla eran menos altas que la situada más al sur y, al igual que en esta otra, también se accedía a ella por escaleras de piedra construidas en la parte de atrás. El paso de las Acadias ha servido para contener la mayor parte de los ataques procedentes del Sur. Sin embargo, han sido muchos los bandidos que han logrado atravesar las montañas hacia el Este arriesgando su vida entre los picos de sus cumbres.
—¿Qué podemos encontrarnos allí cuando lleguemos? —preguntó Hadrain, que ahora comprobaba sus armas.
—Si los hombres del Sur cuentan con la ayuda de Gérodas, va a ser una dura batalla. El hechicero habrá convocado a una multitud de enemigos, y mucho me temo que no habrá sólo humanos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir… que Gérodas es poderoso. Tiene una gran capacidad para conjurar criaturas salvajes, como los grandes lobos de Surtham y otros seres. No os extrañe encontraros con criaturas que no habíais visto nunca, son muchos los hechizos que influyen sobre la naturaleza y pueden transformarla.
—¿Crees que lograremos detenerles? —inquirió Meliat, con tono de preocupación.
—Sinceramente, me temo que no. Los ejércitos del Sur, pese a no estar muy organizados, son numerosos. Aun contando con la ayuda de los centauros, si el rey del Este no envía refuerzos, caminamos hacia una derrota casi segura. Lo único que podremos hacer es demorar su avance, no impedirlo. Pero no os preocupéis. Le dije a Elendor que os devolvería con vida…, y así será. Ahora descansad. En menos de veinticuatro horas estaremos en el paso, y necesitaréis todas vuestras fuerzas.
—A media noche, despiértame para relevarte. Tú también debes dormir algo —contestó Meliat.
—De acuerdo, pero ahora dormid vosotros.
Diciendo esto, se puso en pie y caminó hacia la salida de la gruta, mientras Meliat apagaba el fuego y dejaba la cueva sumida en la oscuridad. En poco tiempo, él y Hadrain cayeron en un profundo sueño.
Édargas, cogió algo de hierba y se dirigió hacia los caballos, que estaban a unos doscientos metros de allí, para que comieran algo antes de dormir. Acariciando sus crines suavemente, contempló durante unos minutos la única luz que iluminaba las montañas desde allí: una oronda luna llena que se alzaba en medio del cielo despejado.
—Habéis hecho todo este largo camino casi sin descanso —decía Édargas a los caballos mientras comían—. Pero mucho me temo que mañana la noche no nos traerá la calma que tenemos ahora. Descansad, mis preciadas criaturas.
El mago se dio la vuelta para dirigirse de nuevo a la cueva, pero entonces escuchó un ruido. Algo se había movido entre unos matorrales, no muy lejos de él. En un primer momento, tuvo la sensación de que podría haber alguien más allí. Sin embargo, luego pensó que eran imaginaciones suyas. «Creo que necesito descansar», se dijo, mientras se echaba la mano a la espalda. El día había sido muy duro. Con paso lento, se dirigió a la cueva, donde permaneció despierto, apoyado contra la pared sin saber que, como había pensado en un primer momento, no estaban solos. Allí había alguien más.