DE REGRESO A CRÓTIDA
Tras varios días de viaje, Siul y sus hombres atravesaron el desierto de Gorian, que separaba el reino del Norte de Estham. Después de cruzar un sendero que rodeaba las montañas, se detuvieron para que los caballos pudieran tomar algo de agua en una fuente escondida entre los árboles. Desde allí se podía contemplar la capital del Este, que se alzaba majestuosa en medio de una vasta llanura.
La ciudad de Crótida, pese a ser la capital, no tenía grandes defensas. Una muralla rodeaba casi toda la ciudad, exceptuando una parte en la que unas gigantescas rocas impedían levantar allí construcción alguna. Los hombres del Este no se caracterizaban por la prudencia. No parecía que hubieran aprendido mucho de las guerras que habían mantenido con los bandidos del Sur. No habían reforzado sus ciudades, que resultaban vulnerables a cualquier ataque que pudieran sufrir. No obstante, los ejércitos siempre habían estado bien entrenados, y todo hombre del Este, desde pequeño, había seguido un cuidadoso proceso de adiestramiento para luchar por su pueblo en el momento que fuera necesario. Desde niños, los habitantes de Estham se habían acostumbrado a llevar con honor el emblema del león, símbolo de la fuerza de sus guerreros. Los pueblos del reino de Edmont contaban con un pasado lleno de héroes que habían dado su vida por la libertad, no sólo de Estham, sino de todos los reinos.
Mientras los herlais bebían de las cristalinas aguas de la fuente, el príncipe Siul descansaba, recostado sobre una de las rocas que se encontraban cercanas al manantial. En su mente, una preocupación le perseguía durante todo el viaje de regreso, incitándole a llegar lo antes posible a presencia de su padre. El ataque de los hombres del Sur parecía inminente, y su ciudad no disponía de defensas suficientes como para resistir. Uno de sus hombres, observó el rostro de seriedad del príncipe y se acercó hasta él.
—¿Creéis que los hombres de Northam llegarán a tiempo para ayudarnos a defender la ciudad?
Siul, levantó la cabeza y miró al soldado. Al igual que el resto de hombres, él también tenía serias dudas de que pudieran salvar la capital.
—Ésta será la mayor guerra que todo Estham haya sufrido jamás. ¿Contemplaste el poder del hechicero Elendor, en el palacio de Crossos?
El joven guerrero asintió con la cabeza, mientras el príncipe continuaba hablando.
—... Nos enfrentamos a poderes tan antiguos como nuestro reino, fuerzas que se escapan a nuestro conocimiento. Si un anciano, con un solo gesto, es capaz de doblegar a nuestro mejor capitán, imagina lo que puede hacer el príncipe del Sur si consigue volver a la vida.
—Nuestros guerreros son fuertes y hábiles. Lucharán con coraje hasta el último suspiro.
—¿Crees que están lo suficientemente preparados como para contemplar la magia de Thandor? Tengo muchas dudas. Ni siquiera estoy seguro de que el Norte acuda finalmente en nuestra ayuda.
—Pero… si no lo hacen…, si finalmente nuestro pueblo cae, ellos tampoco podrán ofrecer resistencia a nuestros enemigos.
—Nirtham, siéntate un instante. Voy a contarte una pequeña historia que tuvo lugar hace mucho tiempo. Mi padre solía contármela cuando era pequeño. Siempre creí que era producto de su imaginación, pero desde el mismo momento en que llegamos a Crossos, me di cuenta de que todo aquello era verdad.
Nirtham era uno de los soldados más jóvenes que formaban parte de la guardia personal de Siul. Pese a tener fuerza y valentía, carecía de la experiencia necesaria para conservar la calma en momentos decisivos. El príncipe del Este le valoraba como uno de sus hombres más leales, y sabía que llegado el momento podría contar con él para cualquier batalla. El joven, sentándose al lado de quien consideraba su mejor amigo, se quitó el casco que cubría su rizado cabello. Sus oscuros ojos se clavaron en los de Siul, que empezó a contarle lo que siempre había creído que era una leyenda o un cuento de su padre.
—Hace muchos años, durante el reinado del rey Zorac, un poder se alzó desde el Oeste. Un ambicioso hechicero, aprendiz del mismísimo rey, había viajado a lugares perdidos que se escondían más allá de los territorios conocidos por los humanos. Nadie sabe cómo logró llegar hasta allí ni qué es lo que hizo en aquel lugar. Un día que Zorac paseaba por los límites de su ciudad, pudo contemplar como, a lo lejos, un río oscuro atravesaba los caminos que conducían hasta la ciudad.
—¿Un río? —interrumpió Nirtham.
—Era un gran ejército, que oscurecía a su paso las tierras que atravesaba. Pero no eran sólo hombres quienes se alzaban contra el rey.
—Entonces, ¿qué eran?
—Animales; lobos, tigres… y bestias: grandes lagartos, serpientes y dragones.
—¿Qué clase de dragones?
—Enormes criaturas con poderosas garras y afilados colmillos. Un ejército que hacía temblar la tierra a su paso. Cuando el rey llegó hasta la ciudad para avisar a sus tropas, el hechicero y sus aliados estaban a tan sólo unos kilómetros. Por fortuna, las murallas de la ciudad eran altas y robustas, con torres situadas cada pocos metros, hechas de un material que podría aguantar cualquier ataque por parte de las bestias, incluidos los dragones. El rey llamó a sus hijos, que inmediatamente se colocaron en los puntos más altos de las murallas, desde donde pudieron contemplar el avance de sus enemigos. ¿Crees que se asustaron al ver lo que se avecinaba?
Nirtham se encogió de hombros.
—Ni uno solo de los hijos de Zorac perdió la calma. Todos ellos se prepararon para el combate dirigiendo a las tropas del Norte que, provistas de toda clase de armas se extendieron a lo largo de la muralla y se ocultaron entre las poderosas torres a esperar el momento oportuno para defender la ciudad.
—¿Qué ocurrió a continuación? —preguntó el joven soldado, ante el inesperado silencio de Siul, cuyos ojos se perdían en el horizonte.
—Las tropas del hechicero fueron derrotadas el primer día de combate. Los jóvenes hijos de Zorac, poderosos hechiceros al igual que su padre, derribaron a los dragones. El único que tuvo mayores problemas fue el príncipe Raifat, que en medio de la batalla sufrió el ataque de una de las bestias, que le clavó sus garras en el brazo derecho y le dejó una cicatriz en forma de arañazos. Pero no fue Raifat quien tuvo un mayor protagonismo en la batalla, sino otro de los hijos del rey, que derribó a casi la mitad de los dragones y a un gran número de bestias. Finalmente, también derrotó al hechicero que había osado traicionar a su pueblo y enfrentarse a su maestro.
—¿Quién era aquel gran guerrero?
—Mi padre nunca decía su nombre, pero una vez pude escuchar que luego fue él quien traicionó a su pueblo.
—¿Thandor?
—Exacto. Si él, sin la ayuda de nadie, pudo acabar con sus adversarios más poderosos, imagina lo que podrían hacer sus seguidores contra un ejército formado sólo por humanos.
—Quizá aquella historia no sea del todo cierta. En muchas ocasiones, las grandes hazañas son exageradas hasta convertirse en cuentos que en poco se asemejan a la realidad.
—No es sólo eso lo que me preocupa. Cuando llegamos a Crossos, ¿te fijaste en sus murallas?
—Eran increíbles. Sobre todo la exterior, la que rodea a la ciudad. Nunca he visto muros de semejante altura y grosor. Si tuviéramos en nuestras ciudades semejantes defensas, no habría ningún ejército que se atreviera a atacarnos.
—No digo las murallas que defienden la ciudad en estos momentos, sino las que lo hicieron hace muchos años.
—¿Las antiguas murallas de la ciudad? ¿Cómo es posible poder verlas? Fueron derribadas.
—No muy lejos de una de las puertas que dan acceso a la capital, mientras comíamos antes de dirigirnos al palacio de Davithiam, pude contemplar sus restos. Pregunté a uno de los campesinos y habló sobre las antiguas defensas de la ciudad, antes del ataque de Thandor a su padre. Observando las ruinas, comprobé que aquel hombre decía la verdad. Las antiguas murallas debían de tener, por lo menos, el doble de grosor que las actuales.
—Y nuestra ciudad…
—Nuestra ciudad se encuentra indefensa ante un posible ataque. ¿De qué nos sirve tener a los hombres más valerosos y fuertes de todos los reinos si no disponemos de la estructura necesaria para resistir a nuestros enemigos?
Nirtham no dijo nada. Se dio cuenta de que el príncipe tenía razón. Si la historia que le había relatado era cierta, ¿cómo podrían repeler el ataque de los hombres del Sur? ¿Cómo responder ante los poderes desconocidos que se ocultaban en Surtham?
El príncipe, apoyando su mano sobre el hombro del guerrero, se puso en pie y se dirigió hacia sus caballos y el resto de hombres, que descansaban no muy lejos, a la sombra de los árboles.
Reanudaron la marcha, y en menos de una hora llegaron a la puerta de la muralla, que fue abierta por los guardianes del rey.
El castillo de Edmont se encontraba en el medio de la ciudad, dentro de una gran plazoleta. Era un pequeño palacio que no tenía demasiadas defensas. Sus muros, de color claro, no eran muy altos si se les comparaba con las grandes murallas de Crossos. Tenía dos grandes torres con forma cilíndrica, dotadas de una pequeña ventana cada una de ellas, bien custodiadas por los arqueros del rey.
Siul y sus hombres atravesaron las callejuelas de la ciudad y llegaron a la entrada del palacio. Dejaron los caballos a los hombres que acudieron a su encuentro y entraron en busca de Edmont.
Allí vivía el rey con sus dos hijos: Siul y Arintia, la princesa heredera al trono. La reina había muerto unos años atrás, víctima de una extraña enfermedad que la había mantenido inmóvil en su lecho durante meses.
Edmont había sufrido mucho en los últimos años. Incluso su aspecto había quedado muy desmejorado, y su moral estaba muy baja. No conseguía pensar en otra cosa que no fuera la irreparable pérdida de su mujer.
El príncipe Siul, consciente de la angustia que atormentaba a su padre, no sabía qué hacer para convencerle de que había que reunir a los ejércitos y avisar a los guerreros lo antes posible. Tenían que conocer la maldad que se acercaba y estar preparados para ser llamados en cualquier momento.
Atravesaron un ancho pasillo que tenía grandes ventanales a los lados. Al fondo del mismo había una vieja puerta, que conducía a la sala del trono, una estancia con cuatro columnas a cada lado y dos pisos de altura. En el suelo, un maravilloso mosaico representaba un león bajo un fondo de color azul, emblema que se podía ver en los escudos y banderas que adornaban las paredes de la sala, constituidas por numerosas piedras rectangulares. Varias antorchas situadas en los cuatro lados y una gran lámpara central iluminaban intensamente el salón. En el extremo opuesto a la entrada estaba situado, sobre una ancha alfombra de color rojo, un hermoso trono tallado en madera de roble. A ambos lados, unas escaleras conducían al piso superior, un pasillo que rodeaba la sala en un segundo nivel y que siempre era custodiado por alguno de los soldados que formaban la guardia personal de Edmont.
Una vez dentro del salón, comprobaron que el rey estaba sentado en su trono, con la mirada perdida y casi dormido, extraviado en sus pensamientos.
Al verles, se levantó y caminó cansadamente hacia ellos.
—¿Qué noticias traes del Norte, hijo mío? —dijo con voz débil.
Después de hacer una reverencia a su padre, Siul comenzó a hablar sobre su encuentro con el rey y los soldados de Northam. El rey, que era un hombre orgulloso, no quedó muy conforme con algunas de las explicaciones del príncipe.
—¿Has aceptado la ayuda del rey Davithiam sin consultarlo antes conmigo? —el tono de sus palabras iba en aumento, mientras se sentaba de nuevo en el trono—. No necesitamos su ayuda para preservar nuestro pueblo. Siempre hemos vencido a los enemigos que se han acercado a nuestra ciudad.
—Pero, mi señor…
—¡Podemos defendernos solos! —gritó Edmont, levantándose de nuevo de su asiento y dirigiendo su enfurecida mirada contra Siul.
El príncipe, lejos de acobardarse frente a su padre, le habló en el mismo tono de voz.
—Si en todo este tiempo te hubieras preocupado de proteger a tu pueblo, ahora estaríamos todos más seguros.
—¿Qué querías que hiciera? Durante los últimos meses no he podido más que ver cómo tu madre se apagaba lentamente, sin poder hacer nada para salvar su vida.
Siul enmudeció ante la respuesta del rey. En cierto modo, su padre tenía razón. Pero también era cierto que si hubiera dejado de lado su orgullo habría fortalecido los lazos de unión con Davithiam.
Precipitadamente, Siul abandonó la sala, mientras su padre permanecía en silencio, una vez más sobre su trono, con ambas manos tapándose la cara. Cuando los hombres de Siul se marcharon, miró a su alrededor, se sintió solo y abatido, y lloró amargamente.
A la salida del palacio, el príncipe se sentó en las escaleras de la entrada, mientras sus guardias esperaban alguna orden.
—Mi padre está perdiendo la razón. Arrastrado por la angustia, es incapaz de decidir por sí mismo qué es lo mejor para su pueblo.
Siul dirigió su mirada a la ciudad. Ésta, que se extendía en todas las direcciones desde la plaza, le pareció más hermosa que nunca. Muchas de las casas y jardines habían tenido que ser reconstruidos en numerosas ocasiones por los ataques que habían sufrido. Ahora, Crótida atravesaba su momento más esplendoroso. Hacía mucho tiempo que ningún enemigo lograba alcanzar su entrada y hacer daño alguno a sus construcciones.
El príncipe respiró profundamente.
—Contemplad la plaza y sus hermosos árboles. Fijaos bien en los blancos edificios que nos rodean. Dentro de muy poco, todo lo que conocemos arderá en las llamas de la guerra. Si no hacemos nada, nuestra ciudad será derruida, y las mujeres y niños quedarán en manos de nuestros enemigos cuando hayan acabado con nosotros.
—¿Qué podemos hacer, príncipe? —preguntó, asustado, uno de sus hombres.
—Llamad a mi hermana. Decidle que me busque al atardecer. Estaré en las afueras de la ciudad. Allí se está mejor que entre estos muros.
Ante la triste mirada de sus guardianes, el príncipe Siul, cabizbajo, se perdió al otro extremo de la plaza.
Los soldados se quedaron en la entrada, hablando entre ellos.
—Confío en que la dama pueda hacer algo, o si no, nuestro reino se vendrá abajo.
—Estoy convencido de que, si hay que luchar, al menos mostrará más valor que el rey, y quizá más acierto.
—Vayamos en su busca. Con un poco de suerte, estará paseando entre los jardines que rodean la muralla de entrada.
Buscaron a la princesa, hasta que la encontraron paseando por el mercado. Le trasladaron el mensaje que habían recibido, a lo que Arintia asintió.
Al caer la tarde, Siul se encontraba paseando entre las murallas, esperando a su hermana, que no tardó en aparecer. Al verle, echó a correr hacia él para abrazarle, pero se detuvo al contemplar el frío rostro del príncipe.
—¿No te alegras de verme, hermano?
Siul tardó en reaccionar. Lentamente, se acercó a su hermana y le puso las manos en el hombro.
—Mi querida Arintia. Claro que me alegro de verte —exclamó al contemplar el entristecido rostro de la princesa.
—¿Qué te ocurre, Siul?
—Nada…, es que… Tengo la sensación de que tú eres la única que puede hacer algo. Nuestro padre parece tan… incapaz de gobernar. Su mente se pierde entre los oscuros recuerdos, y no le permiten ver la realidad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Arintia, inquieta.
—¿No te das cuenta? La muerte de nuestra madre está cegando la inteligencia del rey. Sumido en su pena, no es consciente del peligro que corremos. Los hombres del Sur no tardarán en reunir todos sus ejércitos, y cuando lo hayan hecho, caerán sin piedad sobre nosotros. Mira bien estos muros. ¿Acaso crees que estas… piedras van a frenar el avance de las tropas de Surtham? He ido en busca de ayuda. El rey Davithiam está dispuesto a mandarnos hombres, ¿y cómo me lo ha agradecido nuestro padre?...
La princesa intentaba contener las lágrimas mientras su hermano seguía hablando y perdiendo el control sobre sí mismo.
—Hiriéndome con su orgullo. Así es como el gran rey Edmont agradece la cooperación de nuestro reino vecino. Si no fuera por el juramento que hice al convertirme en capitán de Crótida, si no fuera por la promesa de defender a mi pueblo, abandonaría estas tierras para siempre.
Se hizo un incómodo silencio. Siul había terminado de descargar su ira, y ahora contemplaba las lágrimas que salían de los ojos de su hermana. La abrazó con fuerza, mientras intentaba tranquilizarla.
—He acudido a ti porque eres mi hermana y me comprendes mejor que nadie. Conoces los duros enfrentamientos que he tenido últimamente con nuestro padre, pero también sabes el cariño que siempre he sentido por él. Viéndole merodear por el palacio envuelto en su tristeza, ahora también siento lástima. Me esfuerzo por ayudar a mi pueblo, pero cada vez que lo hago, él me ataca con sus palabras.
—Nuestro padre te quiere más de lo que imaginas, Siul. Lo que ocurre es que ahora la tristeza le ciega. Durante estos días, ha estado constantemente preguntándose si estarías bien. Aunque no lo creas, sigues siendo su predilecto.
Siul giraba la cabeza a un lado y a otro, no conforme con lo que su hermana le decía.
—Escucha —dijo Arintia—. Mandaré exploradores al reino del Sur. Haré que refuercen nuestras fronteras y agruparemos a las tropas que están dispersas por el reino. Si viene ayuda del Norte, será bien recibida. Como princesa y heredera al trono, aconsejaré a nuestro padre llegado el momento. Recuperaremos nuestra antigua amistad con el rey Davithiam. Te lo prometo. Ahora, coge a algunos de tus hombres y recorre los pueblos del reino para reclutar soldados. Si hay una guerra, estaremos preparados para luchar… y vencer.
—Gracias —dijo Siul, y besó las manos de su hermana. Después, entró de nuevo en la ciudad y se perdió entre la gente.
La princesa observó cómo su hermano se alejaba. «Pobre Siul», pensó. «El más noble de los hombres del Este». Pese a estar siempre a la sombra de Arintia, la futura reina, siempre le había sido leal a ella y a su padre.