EL REINO DEL SUR
La ciudad de Tarsios constituía la capital del reino del Sur y una de las pocas urbes habitables en sus inhóspitos territorios. Nunca tuvo un gobernante estable. Desde que uno de los pedazos de la espada de Thandor fuera llevado hasta allí, la maldad se había adueñado de aquellas tierras y, con el paso del tiempo, se acrecentó hasta apoderarse de todo el reino. Un día, un sabio mago llegó hasta la capital de Surtham, procedente del Norte, con la misión de vigilar las tierras cercanas a la capital y velar por la seguridad de sus criaturas. Desconociendo los peligros que le amenazaban, el hechicero recorrió las peligrosas tierras de Tarsios, ajeno a los poderes que empezaban a apoderarse de él. Poco a poco, se fue envenenando por el espíritu del príncipe, y al igual que toda la región quedó sumido en la oscuridad y las tinieblas. Sus recuerdos fueron borrados y su mente se convirtió en el cerebro del maligno, que hizo crecer en él su voluntad de dominar los reinos y le convirtió así en su esclavo.
El hechicero Gérodas había sido tiempo atrás un bondadoso mago. Ahora se había convertido en el instrumento del malvado príncipe para reunir y dirigir su ejército, formado en su origen por los guerreros del Sur, hasta que, con la ayuda del ‘Libro del dragón’, pudiera conjurar un buen número de criaturas. Con aquella multitud de hombres y bestias, doblegaría a los otros reinos y se convertiría en el rey único.
Por el momento, hasta que Thandor pudiera retornar a la vida, el mago era el único gobernante de Surtham, y su primer cometido había sido realizado con éxito. El reino de los enanos había sido invadido y el ‘Libro del dragón’ recuperado.
Varios días después de su victoria en las minas, Gérodas regresaba a la fortaleza de Tarsios, alzando victorioso el trofeo de la batalla, ante la mirada de los hombres de su ejército, que le reverenciaban a su paso.
Después de atravesar el puente que cruzaba un amplio foso lleno de aguas venenosas, el hechicero alcanzó la muralla que rodeaba la fortaleza, cuyas cuatro torres se alzaban entre la oscuridad y se perdían en medio de una espesa niebla que se extendía hasta las tierras más cercanas.
Al ver llegar al mago, los soldados abrieron las puertas y Gérodas subió por las escaleras que conducían a la torre más alta, situada en medio de la construcción. Se encerró en una sala que utilizaba para reunirse con sus capitanes y elaborar sus planes. En aquella estancia, bajo una urna de cristal protegida por un fuerte hechizo, se encontraba uno de los pedazos de la espada de Thandor, la empuñadura, enterrada en el Sur mucho tiempo atrás. En ella había quedado atrapada la voluntad del príncipe, que no era otra que dominar el mundo conocido. Y así había hecho con el reino del Sur. Su voluntad se había extendido por todo Surtham y había corrompido a sus criaturas y acabado con todos aquellos que no se postraran ante su poder.
Al fondo de la sala, Gérodas había colocado un majestuoso trono de plata, donde el hechicero acostumbraba a sentarse para recibir a sus capitanes y exploradores. El resto del mobiliario que componía aquella sala no resultaba de un valor fuera de lo común. Entre las negras paredes, compuestas de roca extraída de algunos volcanes situados más al sur, destacaba una alta chimenea, cuyo fuego iluminaba intensamente una buena parte del salón. En el otro extremo, en el muro detrás del trono del mago, un enorme estandarte cubría casi toda la pared. En él se podía ver claramente la gigantesca cabeza de un dragón negro, que destacaba sobre el color rojizo de la tela.
El hechicero, tomando el ‘Libro del dragón’, pronunció unas extrañas palabras e intentó descubrir sus hechizos. Pero no tuvo éxito, ya que sus páginas habían sido fuertemente selladas. Gérodas no tenía la sabiduría suficiente como para poder llegar hasta el contenido de aquel poderoso objeto. «¿Por qué no puedo abrirlo?», se preguntaba defraudado. Entonces tuvo una visión; sólo había una forma de llegar hasta los conocimientos que ocultaban aquellas páginas: reunir los tres pedazos de la espada para así resucitar a Thandor. Él sí que podría abrir el libro y convocar a todas las criaturas de las que hablaba para someter a los reinos. Guardó el libro en el interior de un discreto cajón escondido bajo la urna donde reposaba la empuñadura de Thandor. Allí debía esperar hasta que llegara el momento de forjar la espada de su amo y devolverle el poder que un día había tenido.
El hechicero se dirigió hasta su trono, donde se dejó caer, exhausto. Su aspecto denotaba el cansancio, fruto del agotador viaje de vuelta tras derrotar al rey Hortum y sus enanos. Estirado sobre su cómodo asiento, dejó que su mirada comenzara a desvanecerse, hipnotizada por el baile del fuego de la chimenea, que extendía el calor por toda la sala. Gérodas comenzó a buscar en su memoria la forma más rápida de conseguir los otros dos pedazos de la espada de su señor, ocultos en los reinos de Estham y Oestham. Gracias al ejército que estaba reuniendo, con la ayuda de los guerreros de su reino, las bestias que guardaba en las profundidades de su fortaleza y las criaturas que sus poderes podrían llegar a conjurar, estaba convencido de que no tardaría mucho en reunir las tres piezas de la espada de Thandor.
Mientras el hechicero se perdía en sus cavilaciones, uno de sus guardianes entró en la sala.
—Majestad, tenéis visita.
Gérodas se incorporó del trono.
—¿De quién se trata? —preguntó, intrigado.
Creo que es uno de los soldados que han luchado con vos en la mina.
El mago se sorprendió al escuchar la respuesta. Pensaba que ningún hombre más había sobrevivido a los enanos. No había visto salir a nadie de la mina durante el tiempo que él estuvo allí.
—Hazle pasar.
El guardián se retiró, y en pocos segundos entró un soldado que parecía estar herido. Su paso era lento, ya que cojeaba ligeramente de su pierna derecha.
—Mi señor. Soy uno de los pocos supervivientes de la batalla en las minas.
—Continúa —le dijo el hechicero, interesado por lo que aquel hombre tenía que decirle.
—Durante la lucha recibí un fuerte golpe en la cabeza y quedé inconsciente, tendido sobre el suelo. Al recobrar el conocimiento, me vi solo entre las sombras de la mina, perdido. No conseguí encontrar a nadie más con vida en el interior de la montaña, así que me puse en camino, desorientado, sin saber a dónde me conducirían las estrechas galerías. Después de avanzar durante bastante tiempo, al fin encontré un pasillo que conducía hacia la luz, y fue allí donde lo descubrí.
—¿Qué es lo que descubriste? —preguntó Gérodas, dirigiéndose al soldado.
—El paso hacia el reino del Oeste, mi señor. Un camino a través de la mina que conduce hacia el mismo corazón del reino.
—¿Un paso a través de la mina?
—Sí. Una de las galerías conducía hasta una brecha abierta en la roca, que comunicaba la mina con el exterior.
—Y… ¿la viste? ¿Llegaste hasta la ciudad de Iscia?
—No, mi señor. Descubrí algunas de las ruinas de las que hablaban los hombres del reino, pero no llegué a encontrar rastro de vida. No quise aguardar mucho tiempo en aquel lugar desconocido, así que decidí que lo mejor sería regresar lo antes posible para poder informaros del hallazgo, ya que, si no me equivoco, durante todo este tiempo hemos creído que no había ninguna forma de llegar hasta Oestham sin tener que atravesar el Mar Thánatos.
—Hiciste bien en no poner tu vida en peligro en tierras desconocidas. Tú mismo lo has dicho: nada se sabe de los salvajes pueblos de Estham desde hace mucho tiempo. Quién sabe si los hombres del Oeste no se han unido bajo una misma bandera y tienen la capacidad suficiente para poner en peligro nuestros propósitos.
El hechicero empezó a pensar. El hallazgo de la entrada al reino a través de las minas facilitaría mucho la consecución de sus planes.
El reino del Oeste había sido esplendoroso, mucho tiempo atrás. Sin embargo, una época de duros enfrentamientos por el poder lo habían convertido en un conjunto de pequeños pueblos, todos independientes, sin rey. La única ciudad que quedaba bajo un gobernante era Iscia, la antigua capital. En ella se había ocultado otro pedazo de la espada de Thandor, el siguiente que el hechicero estaba dispuesto a recuperar para su señor.
El único obstáculo que Gérodas había visto para llevar a cabo su plan, era la entrada a Oestham. Las montañas eran demasiado peligrosas. Formaban una larga cordillera de techos puntiagudos, con estrechas rocas que los hacían imposibles de atravesar. La incursión a través del reino tenía que hacerse atravesando el mar, bordeando las tierras que quedaban entre sus indomables aguas: la Isla de las Sombras, como se había llamado desde la antigüedad. Había muchas leyendas sobre ella. Según se decía en algunos de los viejos manuscritos, nadie había logrado llegar al otro lado de la isla, a través de las peligrosas aguas del Mar Thánatos.
Con el paso abierto gracias a las galerías de las minas, no sería muy difícil llegar hasta Iscia. Si el reino del Oeste seguía desunido, los hombres del Sur no tardarían en hacerse con el segundo pedazo de la espada.
—¿Serías capaz de llegar de nuevo hasta los pasadizos que conducen a Oestham?
—Sí. Recuerdo cada uno de los caminos y los corredores que atraviesan la mina.
—Entonces, llama a los exploradores. Tomad los caballos más rápidos que encontréis y volved hasta la mina. Cruzad sus caminos y llegad al Oeste. Acercaos a la ciudad de Iscia. Quiero que me informéis de todo lo que veáis o escuchéis. Si los pueblos de aquel reino han vuelto a unirse o siguen distanciados. O si tienen nuevo rey. Si todo permanece igual que hace unos años, no tendremos ninguna dificultad para llegar hasta el corazón del reino.
—¿Os referís a Iscia?
—Más bien a los restos que se conservan de lo que un día constituyó una gran ciudad. Dudo mucho que la capital haya sido reconstruida y que sobre sus viejas ruinas se levante ahora alguna ciudad. Parte con premura. El tiempo juega a nuestro favor, ya que nos introduciremos en Oestham mucho antes de lo que tenía previsto.
—De acuerdo, mi rey.
—La recompensa será cuantiosa para ti y tus hombres si regresáis pronto con la información que necesito.
—Gracias, mi señor.
El soldado se retiró rápidamente, en busca de algunos de los mejores exploradores de la ciudad.
Mientras, Gérodas comenzó a pasear por la sala, trazando nuevos planes. La suerte parecía sonreírles en cada paso que daban. Primero, la recuperación del libro mágico y la destrucción del reino enano. Ahora, el hallazgo del paso hacia Oestham. Era una gran oportunidad que no debían desaprovechar. Gérodas no guardaba muchos recuerdos del reino del Oeste. Hacía mucho tiempo que no pisaba por aquellas tierras, pues sus viajes siempre le habían conducido a Surtham, lugar al que había sido destinado en uno de los consejos que había tenido lugar en el bosque de los magos. Lejanos quedaban ya los recuerdos de sus viejos amigos, los grandes hechiceros, que habían jurado defender la paz entre los reinos. Su memoria había desterrado la antigua amistad que le había unido a hombres sabios como Elendor, con quien tantas veces había compartido gratos momentos e increíbles aventuras.
Hacía mucho tiempo que los hombres del Sur no pisaban Iscia, la más antigua de las ciudades de Oestham, que había quedado reducida a un conjunto de ruinas. En las profundidades del antiguo palacio del gobernador, en una cámara subterránea, se encontraba una parte de la hoja de la espada de Thandor. Si la ciudad seguía igual que años atrás, ahora no tendría ningún obstáculo que le impidiera hacerse con el segundo pedazo. Llevando los dos trozos hasta el cuerpo del príncipe, con sus poderes quizá pudiera dotarle de vida, aunque le faltara todavía una parte de su espíritu.
En una habitación situada no muy lejos de la sala del trono, había sido llevado el cadáver de Thandor, enterrado en el antiguo cementerio de Tarsios. Situado bajo una lápida y ataviado con los restos del uniforme que llevaba puesto en su último combate, aguardaba el momento de despertar y volver al lugar que un día vio cómo su poder se multiplicaba hasta alcanzar proporciones descomunales. Según los antiguos escritos, cuando el cuerpo del príncipe se uniera al espíritu, juntos volverían a ser uno, y Thandor volvería a la vida.
Este pensamiento le incitaba a invadir lo antes posible el reino del Oeste, a través de la mina de los enanos. Sin embargo, si los exploradores traían buenas noticias no tendría que movilizar hasta allí su ejército. Bastaría con unos cuantos hombres para recuperar su ansiado tesoro, pasando desapercibidos para los pueblos salvajes de Oestham.
El hechicero se asomó al balcón de la torre para comprobar el estado de sus ejércitos, a los que había convocado. En los alrededores de la fortaleza se encontraban numerosos campamentos llenos de hombres venidos de todo el Sur, así como algunas criaturas que había conjurado: grandes lagartos, pequeños dracos que aguardaban en los bosques cercanos, enormes lobos encerrados en las profundidades de su castillo… Pero lo mejor estaba por llegar. Cuando Thandor volviera a la vida, si su poder era lo suficientemente grande, conseguiría abrir el ‘Libro del dragón’ y leer sus hechizos, y formar así el ejército más poderoso que jamás se hubiera visto en las Tierras Antiguas.
Bajo la torre, Gérodas pudo divisar las espadas curvas de las tribus que habían acudido desde las tierras más cercanas a los volcanes. Los herreros de Tarsios trabajaban sin descanso forjando cascos, armaduras y todo tipo de armamento para distribuirlo posteriormente entre todos los guerreros. Por los caminos que llegaban a la ciudad, todavía se acercaban grupos de hombres armados que acudían al reclamo del hechicero, portando llamativos estandartes, altas lanzas y numerosos obsequios de valor con los que los líderes de aquellos pueblos esperaban ganarse el favor del hechicero.
Gérodas lo tenía casi todo preparado para lanzarse a la conquista de los reinos. Tan sólo quedaba esperar noticias del Oeste para decidir la mejor maniobra de ataque.