EL PUENTE DE IDUHIN
Durante varios días, Elendor y sus acompañantes recorrieron los bosques que les alejaban de Crossos, hacia el Sur. Los caminos por los que les conducía el anciano resultaban, en ocasiones, difíciles de transitar. Muchos de ellos parecían estar escondidos entre las montañas para que nadie pudiera atravesarlos. Por fortuna para el grupo, su guía conocía cada una de las sendas por las que el paso resultaba más cómodo y tranquilo. No eran muchos los peligros que podrían encontrar en el trayecto hasta llegar al bosque de los magos, pues las tierras del Norte, a diferencia de lo que sucedía en los demás reinos, no resultaban muy peligrosas.
Al cuarto día de viaje, el amanecer les sorprendió con una maravillosa visión. Después de alcanzar una extensa llanura, los primeros rayos de sol dejaron entrever un increíble paisaje.
Los miembros del grupo se detuvieron casi al mismo tiempo, contemplando boquiabiertos el paso del río Althuin, cuyo inmenso caudal de aguas transparentes transcurría silenciosamente no muy lejos del lugar donde se encontraban.
Pero no era el río lo que más llamaba la atención, sino la grandiosa construcción que se había levantado para poder atravesarlo de una a otra orilla.
Elendor observó con satisfacción las expresiones que se dibujaban en los rostros de sus amigos. Ninguno de ellos había contemplado antes una obra de tan extraordinario valor.
Arthuriem rompió el momentáneo silencio, con la pregunta que el anciano esperaba escuchar.
—Elendor, ¿qué es eso?
Al igual que sus compañeros, el pequeño de los Dogrian sentía una gran curiosidad por conocer el origen de tan increíble e intrigante edificación.
—Seguidme —respondió el mago, reanudando la marcha.
Una vez que llegaron hasta la orilla del río, se detuvieron ante un arco que constituía la entrada al monumental puente de Iduhin, en cuya parte más alta se había esculpido varias imágenes sobre la fachada.
El paso hacia la otra orilla se había construido con rocas de color claro. Levantado sobre siete pilares, medía alrededor de trescientos metros de largo hasta alcanzar el otro extremo del río, en la parte más ancha de su caudal.
—Éste —dijo Elendor— es el puente de Iduhin.
—¿Iduhin? —preguntó Meliat.
—Sí. Su nombre se debe a la antigua ciudad que un día descansó sobre este mismo lugar, una de las urbes más esplendorosas de nuestro reino, que fue la primera en sufrir la ira de Thandor. Comprendo que tú, Hadrain, no conozcas este lugar. Sin embargo, Meliat, ¿es la primera vez que escuchas el nombre de Iduhin?
La mirada del capitán le hizo darse cuenta de que así era.
—En ese caso, os contaré la historia de esta antigua ciudad, que un día fue la más importante de su tiempo. Sus extensiones de cultivos de vid convirtieron lo que en un principio había sido un pequeño pueblo de comerciantes en uno de los lugares más habitados de todo el Norte. Mirad bien la última imagen esculpida sobre el arco de entrada al puente.
—Un racimo de uvas —se apresuró a afirmar Gorgian.
—Exacto, un racimo de uvas, en recuerdo de lo único que queda de la ciudad.
—¿Qué fue lo que sucedió para que desapareciera? —preguntó Meliat.
—Iduhin era famosa por sus maravillosas construcciones de piedra, de un color blanco que no se podía encontrar en ninguna otra parte. También fue denominada la ‘Ciudad Luminosa’. Estas rocas eran traídas del interior de alguna de las extrañas montañas que se alzaban próximas al río. Por desgracia, Iduhin se encontraba cerca del único lugar por el que se podía llegar hasta Crossos. Thandor sabía que si quería conquistar todo el Norte, la primera ciudad que debía caer era ésta. Envió sus temibles ejércitos contra sus habitantes. Los hombres poco pudieron hacer frente a las bestias del príncipe. Los dragones de Thandor destruyeron toda la ciudad y la redujeron a escombros. El puente que tenéis ante vuestros ojos fue construido con algunos de sus restos. Como podéis comprobar, su colorido, además de su altura y longitud, le hace ser una de las obras más grandiosas de nuestro reino, levantada en honor de los que un día lucharon contra el príncipe. Ni un solo hombre logró sobrevivir a la furia de las tropas de Thandor. Sin embargo, gracias a las mujeres y niños que pudieron huir hacia el Norte, el rey Zorac fue capaz de organizar a sus ejércitos, con el tiempo suficiente como para rechazar las primeras embestidas de su hijo.
La estructura del puente era de una gran complejidad. Las piedras habían sido colocadas con extrema precisión, ya que no se había utilizado ningún material especial para unir unas con otras. Los siete pilares que sostenían el resto de la edificación eran prácticamente iguales, con rocas cada vez más grandes a medida que descendían hasta perderse entre las aguas del río, que transcurrían plácidamente entre los arcos que formaban aquellas gruesas columnas.
—Hasta aquí, hemos recorrido nuestro camino en su trayecto más seguro.
—¿Quieres decir que ahora comienza el verdadero peligro? —preguntó Hadrain mientras se aseguraba de que tenía bien localizada cada una de sus armas.
—Tranquilo, capitán. No es mi intención atemorizaros. Lo único que quiero decir es que este gran puente separa las rutas seguras que hemos dejado atrás de los caminos que pueden resultar más peligrosos. Hace mucho tiempo que no viajo por estas tierras, pero creo recordar haber visto criaturas salvajes en más de una ocasión, todas ellas en la otra orilla del río, a la que nos dirigimos. Es posible que nos crucemos con alguno de estos animales. No debéis olvidar que son criaturas que, por su instinto, pueden llegar a atacar si se sienten amenazadas o tienen hambre. Estad alerta, pues los grandes lobos fueron antaño unos habitantes muy comunes en Iduhin.
—¿Lobos? —preguntó Yunma, con voz temblorosa.
—Espero no estar en lo cierto. Quizá esas temibles criaturas abandonaron este lugar hace tiempo, pero es conveniente ser precavidos. Buscaremos un lugar seguro donde pasar la noche. Es más difícil encontrarse con esos monstruos durante el día.
—Son lobos —interrumpió Meliat con aire despreocupado.
—Sí. Son lobos —replicó Elendor—. Lobos de más de quinientos kilos de peso y casi tres metros de longitud, con enormes colmillos que serían capaces de arrancar el brazo o la pierna de un hombre de un solo bocado. Son peligrosos animales que siempre acechan en la oscuridad, escondidos entre los matorrales, esperando que su víctima pase cerca para abalanzarse sobre ella. Sus ojos rojizos son perfectamente perceptibles en la oscuridad, y les permiten ver en la noche casi con la misma claridad que durante el día.
La cara de Meliat cambió de expresión y comenzó a palidecer mientras Elendor describía aquellas temibles criaturas. Los lobos de Iduhin no eran como los que él había visto en alguna ocasión merodeando por alguna de las ciudades del Norte. En tiempos antiguos habían constituido una gran amenaza para los pueblos más alejados de Crossos, aunque en los últimos años no se recordaba ningún ataque por parte de estos extraños animales.
Sin decir una sola palabra, el capitán continuó su marcha, procurando permanecer lo más cerca posible del anciano, que intentaba transmitir su tranquilidad al resto del grupo.
Tras varias horas de camino, Elendor se detuvo en un claro del bosque.
—Mirad —dijo señalando una montaña que se alzaba a unos cuantos kilómetros—. Allí pasaremos la noche, en la montaña del Rey Muerto.
—¿Del Rey Muerto? —preguntó Arthuriem, algo asustado al oír el nombre.
El mago no pudo contener la risa al contemplar el sorprendido rostro del joven.
—No te preocupes. No hay ningún rey muerto en la montaña. Se llama así porque, si os fijáis bien en la silueta que dibuja, podréis comprobar que se asemeja a un rey tendido en el suelo con las manos sobre el pecho.
—¿Por qué un rey? —interrumpió Yunma.
—En la parte que se identifica con la cabeza sobresalen un par de picos que bien podrían asemejarse a una corona.
Tanto los hermanos como los capitanes miraban ensimismados aquella montaña. Elendor continuó caminando.
—Sigamos, antes de que nos alcance la oscuridad. Dentro de pocas horas descansaremos en unas rocas que se encuentran no muy lejos de la cima. Entre ellas hay una cueva que nos servirá de refugio. Allí encenderemos una hoguera y cenaremos algo.
La parte más baja de la montaña tenía un sendero que no presentaba ninguna dificultad. Sin embargo, a medida que se ascendía hasta la cima, el camino iba desapareciendo y dejaba en su lugar rocas por las que la marcha se hacía más pesada y peligrosa. En más de una ocasión tuvieron que detenerse a recuperar el aliento. El cansancio empezaba a hacer mella en ellos, especialmente en los jóvenes, cuyas piernas no estaban tan acostumbradas como las de los capitanes y Elendor.
Finalmente, a unos pocos metros, divisaron el agujero en la roca. Se trataba de una cueva de apenas cien metros de profundidad, lo suficiente como para pasar la noche resguardados del viento y del frío que azotaban la montaña.
Con las ramas de uno de los árboles que sobresalían entre los peñascos, juntaron algo de leña con la que encender un fuego. Posteriormente, sacaron unos trozos de carne que asaron en la hoguera.
Nadie habló durante la cena, que no duró mucho, debido al hambre que todos tenían.
Al comer el último trozo de pan, viendo cómo los hermanos se recostaban sobre la piedra mientras Hadrain les llevaba unas mantas, Elendor sacó su pipa y, después de encenderla, empezó a hablarles.
—¿Os acordáis de las historias que siempre os cuento en la plaza?
Los jóvenes asintieron con la cabeza, mientras Meliat y Hadrain terminaban de acomodarse en el suelo, alrededor de la hoguera, que de vez en cuando alimentaban con unas ramas.
—Como habréis comprobado durante nuestra estancia en el palacio, no son fruto de mi imaginación, sino que constituyen parte de nuestro pasado. Seguramente, algún día, todos vosotros podréis contar a vuestros hijos historias como éstas, relatos en los que, además, seguramente seáis los protagonistas.
Hadrain interrumpió al anciano.
—¿Qué tipo de historias, Elendor?
El mago, saboreando el aroma de la hierba de su pipa, miró fijamente al capitán del Este. Aquel hombre corpulento, de largos cabellos y barbas de color rojizo le observaba con la curiosidad propia de un niño, intrigado por el contenido de los relatos que solía contar.
—Historias de un viejo loco —respondió el anciano, contemplando cómo los hermanos Dogrian empezaban a reírse al escuchar aquellas palabras—. Cuentos de hadas, como decían algunos. Pero os aseguro que no hay una sola criatura de las que os he hablado que haya salido de mi imaginación.
—¿Qué criaturas? —preguntó Meliat, que apenas había hablado hasta el momento.
Elendor, tapándose los pies con una de las mantas, comenzó a describirles algunos de los más fabulosos seres que jamás habrían imaginado, pensando que aquellas explicaciones podrían resultarles de gran utilidad en algún momento determinado.
—Para empezar, aunque mis queridos ahijados ya me han oído hablar sobre él en alguna ocasión más, voy a describiros la criatura más maravillosa de todas, ya que, como descubrió el príncipe Siul, todavía existe: el dragón dorado. Si alguna vez conseguís ver este maravilloso dragón, no debéis tener miedo, pues este animal es símbolo de lo puro, de la razón y de la armonía de la naturaleza. Es un ser que, lejos de parecer una bestia, representa la criatura más inteligente que haya existido jamás. Mucho más de lo que podría llegar a ser un humano e incluso un hechicero.
El poder de este dragón es tan grande, que es capaz de leer la mente de todo aquel que se cruce en su mirada. Por eso mismo no debéis temer ante él, pues distingue perfectamente entre los hombres justos y los que son malvados. Es muy probable que, si Surtham declara la guerra al resto de reinos, tarde o temprano el dragón dorado intervenga en la contienda.
—Entonces —dijo Meliat—. ¿No deberíamos ir en busca de esta criatura?
—Eso es una de las cosas que vamos a debatir en el Consejo de los Magos.
—¿El Consejo de los Magos? —preguntó Hadrain.
—Sí. Una vez que hayamos llegado ante los ancianos, nos reuniremos con ellos, como se hacía antiguamente en los consejos, para debatir las actuaciones más adecuadas para salvaguardar nuestros reinos. Es probable que los grandes magos nos aporten valiosa información para poder encontrar al dragón, si es que aún está en algún lugar de nuestras tierras. Pero dejadme que termine de hablaros de esta criatura, ya que tiene muchas y extrañas características. Por ejemplo, os puedo asegurar que no veremos más de un dragón dorado. ¿Sabéis por qué?
Ninguno se atrevió a responder. Elendor, les aclaró aquellas últimas palabras.
—Si la sabiduría de este dragón es una de sus características más sorprendentes, hay otra que le hace constituirse como el ser más noble que haya existido. Su gran bondad reside en el sacrificio, pues todo dragón dorado debe morir para dar continuidad a su especie.
—¿Morir? —inquirió Meliat.
—Exacto. El último aliento del dragón es lo que da vida a la criatura que nacerá del huevo de color azulado que pone al morir. Sí, el ciclo de la vida tiene su lado más oscuro en esta especie. El dragón muere y da la vida por su hijo, que pronto crecerá y se convertirá en una espléndida criatura, hasta que, llegado el momento, haga lo mismo que su progenitor. Y así sucesivamente.
»Pero, es posible que antes de poder ver al dragón dorado os crucéis con otras muchas criaturas que, por desgracia, no son de la misma naturaleza.
—¿Qué clase de criaturas?
Elendor, llevándose la mano a la barba, no supo por dónde empezar a responder ante la pregunta que Yunma le acababa de hacer.
—Veréis. Si el enemigo se hace con el ‘Libro del dragón’, tendrá en sus manos un ejército difícil de vencer, al poder conjurar un gran número de bestias frente a algunas de las cuales el hombre no tiene mucho que hacer.
—Sin embargo, contamos con la ayuda de los magos. Ellos nunca nos abandonarán. ¿Verdad?
—No creo que todos los magos estén de nuestro lado, mi querido Meliat. Por desgracia, Thandor es capaz de corromper a cualquier criatura. El enemigo cuenta con esta ventaja. Sólo los magos conocían el destino de los pedazos de la espada del malvado príncipe. Ahora, nuestros adversarios podrían saber el lugar exacto en el que se encuentra dividido el espíritu del príncipe.
—¿Qué podemos hacer nosotros frente a todos esos poderes? —preguntó Arthuriem.
—Luchar —replicó Elendor—. Luchar por la libertad de nuestros pueblos y morir si fuera necesario, como lo hicieron nuestros padres, para que el día de mañana nuestras generaciones conozcan un mundo en paz como el que habéis conocido vosotros hasta ahora.
El anciano contempló el desolado rostro de sus compañeros. No podía ocultarles la verdad. Se enfrentaban a la gran amenaza de la Segunda Edad de los hombres, la misma que les había puesto en peligro en la Primera Edad.
—Como os decía antes, voy a describiros algunas de las fabulosas criaturas que lucharon en tiempos del rey Zorac, unas a su lado, y otras en su contra. Seguiré hablando de los dragones, ya que, al menos en los tiempos antiguos, había numerosas especies. Frente al dragón dorado, que representaba el sumo bien, se encontraba el dragón negro, una criatura imposible de controlar por parte del hombre, una bestia de instinto asesino que acababa con todo aquello que se le pusiera por delante, una criatura indomable incapaz de tratar con los humanos. Ni siquiera los hechiceros más poderosos podían tratar de razonar con semejante ser. Era el símbolo del mal y la destrucción. Es por eso que, antiguamente, los habitantes del Sur habían adoptado la cabeza del dragón negro como emblema para sus banderas y escudos. Cuando Thandor atacó a su padre, sus hombres llevaban ese símbolo, sembraban el miedo y arrasaban todo lo que encontraban a su paso. Después del dragón negro, os puedo hablar de otros muchos, pero ninguno tan maligno. Están los dragones de hueso, llamados así por los numerosos cuernos que ornamentan su cuerpo desde su cabeza hasta la cola, y que les hace parecer un esqueleto, vistos desde lejos. El poder de estos dragones está precisamente en su capacidad de ataque. Sus afilados cuernos les posibilitan el poder atacar con cualquier parte de su cuerpo, en especial con la cola, donde reside gran parte de su fuerza.
—¿Y qué sabes de los dragones rojos? —preguntó Yunma, acordándose de algunos de los dibujos que había visto en los escritos de la biblioteca.
—Los dragones rojos tienen una piel cubierta de escamas especialmente duras, que les hace ser difíciles de derribar. Al igual que las otras criaturas de las que os he hablado anteriormente, excepto el dragón dorado, no echan fuego por la boca. El poder de estos seres reside más bien en sus afilados dientes y sus grandes garras, que les hacen tener un ataque rápido y temible. Una de las pocas formas de acabar con el dragón rojo, según los antiguos manuscritos, era clavándole una espada a la altura del corazón, en el único lugar donde no tenía escamas y era más vulnerable.
Exceptuando a los dragones negros, el resto no tenían un carácter tan cruel y malvado. Eran animales salvajes, y como tales tenían un instinto agresivo que mostraban sobre todo si se veían en peligro. No tenían una naturaleza maligna. Sin embargo, su voluntad podía sucumbir ante los hechizos de los magos o los conjuros del Libro. Y eso fue lo que sucedió con una gran parte de ellos. Thandor les arrastró hasta la maldad y les sometió a sus deseos de destrucción, lo que les llevó a enfrentarse contra el resto de criaturas, ya fueran humanos, dragones o enanos.
—¿Enanos?
—Exacto, Hadrain. Comprendo tu sorpresa al oír hablar de los enanos, ya que nunca se ha visto ninguno en las tierras del Este. Las grandes llanuras y desiertos de vuestro reino constituyen un lugar bastante inadecuado para estos hombrecitos, más acostumbrados a vivir en el interior de las montañas, cerca de los bosques. Hubo un tiempo en que los enanos habitaron las Tierras Antiguas. Hace varios años, en la parte del sur más cercana al río, pude ver alguno de ellos.
Se hizo un breve silencio, roto de nuevo por las palabras del anciano.
—Otra de las criaturas más peligrosas era la serpiente alada, un gran reptil lleno de escamas y dotado de una extraordinaria visión y poderosas alas, que le convertía en uno de los animales más rápidos. No tenía garras ni colmillos, pero su picadura era letal, y su cuerpo anillado podía estrangular a sus enemigos en cuestión de segundos. Durante la batalla fueron utilizadas por las tropas de Thandor y fueron dirigidas por algunos de sus guerreros.
—¿Y qué sabes sobre la criatura de Thandor de la que nos hablaste? —interrumpió Gorgian.
—La hidra, un enorme reptil con varias cabezas y temibles garras. Afortunadamente, no tenía la piel tan dura como los dragones, pero podía atacar a varios enemigos a la vez.
Todos miraban al anciano con asombro e incredulidad.
—Sé que parezco exagerado al contar todas estas cosas, pero creedme, el ‘Libro del dragón’ tiene poderes tan antiguos como nuestras tierras, poderes que sobrepasan nuestro conocimiento. Incluso aquel que lee los conjuros del libro puede acabar presa de alguno de sus encantamientos.
El sueño se apoderaba de los hermanos, que intentaban mantener los ojos y oídos abiertos para escuchar a Elendor, pero finalmente cedieron ante el agotamiento. Cuando el anciano terminó de hablar, se dio cuenta de que Yunma y Arthuriem se habían quedado dormidos, y Gorgian no tardaría mucho en hacerlo. Era tarde, y tenían que descansar. Todavía les aguardaban varias jornadas de viaje por los caminos que atravesaban las montañas.
—Descansa, Meliat. Esta noche yo haré guardia —dijo Hadrain, mientras se levantaba para estirar las piernas.
—Pero, apenas dormiste ayer. Llevas varios días viajando. Debería ser yo quien se quede haciendo guardia esta noche mientras vosotros dormís.
—Soy un capitán de Estham, ¿recuerdas? Los hombres más duros de todos los reinos. Hazme caso.
—De acuerdo, me echaré a dormir. Si pasas sueño, avísame, ¿de acuerdo?
—Está bien, pero no te preocupes, no hará falta.
Meliat se echó hacia un lado cubriéndose con una manta, mientras el capitán Hadrain se acercaba a la entrada de la cueva, iluminada por el reflejo de la luz de la luna, que se elevaba en lo alto de un oscuro cielo despejado. Se sentó en una roca que había allí fuera, mientras contemplaba la maravillosa vista de los árboles bajo la montaña. Escuchó unos pasos ligeros, y muy pronto, junto a él se sentó Elendor, que comenzó a hablarle.
—Una noche maravillosa, ¿verdad?
—Sí. Si no fuera por el motivo que nos ha traído hasta aquí.
—En tiempos antiguos, un río de poco caudal transcurría por la parte baja de esta montaña. Permaneciendo en silencio se podía escuchar su sonido, que retumbaba en las rocas más cercanas. En más de una ocasión he pasado aquí la noche, exactamente donde nos encontramos sentados en este momento, hechizado por el sonido del agua, envuelto en mis pensamientos mientras recuerdo tiempos mejores que los que se aproximan.
—Todo ha cambiado. También en mi tierra son muchos los paisajes hermosos que se han perdido para siempre. Parece como si el tiempo se empeñara en destruir todo lo bello que conocemos.
—No es el tiempo, sino las malvadas intenciones del hombre lo que pone en peligro las tierras que hemos heredado. Por fortuna, quedan muchos valientes dispuestos a luchar. Quizá aún estemos a tiempo de evitar todo lo que os he dicho antes. Si encontramos el ‘Libro del dragón’ antes que nuestro enemigo. Estoy convencido de que la alianza entre nuestros reinos evitará la vuelta de Thandor.
Hadrain se acordó del incidente que había tenido con el anciano. Desde el primer momento en que le había visto hasta entonces, su impresión sobre el mago había cambiado de forma radical.
—Elendor, perdona por mi actitud de ayer, frente al rey y mi pueblo. Me siento avergonzado por mi comportamiento.
—No te preocupes. Por mi parte no ha sido más que un pequeño incidente sin importancia que está olvidado.
—Veo que los magos no conocen el rencor.
—Yo también veo que los caballeros del Este son honorables y valerosos. Dime, Hadrain, ¿cuánto tiempo llevas a las órdenes de tu príncipe?
—Desde que murió mi padre. Durante muchos años sirvió al rey. Por suerte, no murió en la batalla, sino que se apagó con la vejez. Muchas veces me pregunto si tendré esa misma suerte. No quisiera dejar solos a mis hijos. Quiero verles crecer y correr por nuestros bosques en libertad, como lo hice yo hace muchos años.
—No te preocupes, seguro que será así.
—Hazme un favor, Elendor.
—¿Sí?
—Prométeme que si me pasa algo, si no consigo volver a mi hogar, harás saber a mis hijos que su padre murió por defender a su pueblo, por librarle de la esclavitud.
—Volverás a tu pueblo, amigo mío.
—Prométemelo, amigo.
—De acuerdo. Si te ocurre algo, haré que tus hijos sepan que luchaste hasta el final por tu pueblo.
El anciano miró al capitán y pudo ver el miedo en sus ojos. Tal vez, al estar lejos de su reino, Hadrain sentía tristeza por no poder estar al lado de los suyos. En aquel momento, se acordó de los lobos de Iduhin, que había contemplado en alguna ocasión desde aquella misma cueva. Se echó la mano al interior de su túnica y extrajo algo guardado en un pequeño pedazo de tela.
Hadrain observaba atentamente los gestos del mago.
—¿Qué es eso?
Elendor terminó de desenrollar la tela y esparció su contenido en la entrada a la cueva. Eran unas pequeñas flores, de un color rojizo, que olían bastante mal.
—Es una planta que crece no muy lejos de aquí y que he recogido en los últimos días.
—¿Y para qué sirve?
—Nos permitirá descansar tranquilamente, con la seguridad de que ninguno de los lobos de Iduhin se acercará a la cueva. El fuerte olor de las flores les mantendrá alejados de la cueva.
—¿Cómo conoces todas esas cosas?
—Soy muy anciano, y he acumulado experiencia en mis viajes. Créeme, conozco muy bien todas estas tierras, su vegetación y sus criaturas.
Un bostezo le hizo interrumpir su charla. El cansancio empezaba a asaltarle también a él, que llevaba mucho tiempo sin hacer un viaje tan largo. Hadrain quiso persuadir al anciano de que debía retirarse a descansar.
—Será mejor que duermas, Elendor. No te preocupes por mí. Puedo aguantar sin reposar, al menos un día más.
—Bien, dormiré un poco. Avísanos cuando se haga de día. Hasta mañana, amigo.
—Que descanses, Elendor.
El anciano se incorporó haciendo un pequeño esfuerzo y entró de nuevo en la cueva. Se colocó al lado de Gorgian y se cubrió con el extremo de manta que les sobraba a los hermanos. En seguida, cayó en un profundo sueño.
A la mañana siguiente, terminarían de atravesar la montaña, hasta alcanzar uno de los espesos bosques que les conduciría a su destino, a través de algunos de los montes más altos y peligrosos.