LA BATALLA EN LA MINA

 

 

Como acostumbraba a hacer todas las mañanas, Handric había salido al exterior, hacia uno de los profundos bosques que se encontraban no muy lejos de la mina. Acompañado siempre de su gran hacha, caminaba entre los árboles buscando alimentos y hierbas.  

              Estaba a punto de adentrarse en la parte más densa del bosque cuando, en medio del silencio, se escuchó un estruendo proveniente del otro extremo. Al volver por el pequeño sendero que se perdía entre los árboles, no tardó en descubrir de dónde procedía aquel ruido. Desde la altura de una de las montañas, pudo contemplar aterrado un numeroso ejército de jinetes vestidos con grandes cotas de mallas y calzas oscuras. Llevaban yelmos con formas extrañas que cubrían su rostro, y enormes espadas. Su temor fue en aumento cuando se dio cuenta de que toda aquella hilera de caballos se dirigía hacia la montaña bajo la cual estaba enclavada la gran mina.

              Empezó a correr hacia allí, sabiendo que si aquellos hombres descubrían la entrada a las galerías, pronto arrasarían con todo lo que encontraran a su paso en los pasadizos internos. Quizá los extraños caballeros sólo estaban de paso y se dirigían hacia el Este. De no ser así, llegaría demasiado tarde para evitar la tragedia.

              Mientras tanto, en el interior de las minas, todo parecía tranquilo. Pero pronto llegó la mala noticia.

              Cuando Hortum despertó, algunos de sus guardianes entraron sobresaltados a sus aposentos. Eran vigías que habían pasado la noche entre las montañas. Comenzaron a hablar a voces.

              Mi señor, tenéis que reunir a nuestro ejército lo antes posible.

              El rey, asustado ante aquellas palabras, trató de calmarles.

              Tomad algo de aire y explicaos. ¿Qué está ocurriendo?

              El más joven de ellos explicó a Hortum lo que habían visto la noche anterior.

              Estábamos de guardia, como cada noche, en la cima de la montaña más al sur de la mina. Pues, como nos dijiste, últimamente los humanos se estaban acercando demasiado. La madrugada transcurría tranquila, como casi siempre. De repente, a lo lejos, descubrimos un gran número de luces que crecía a medida que pasaba el tiempo. Nos dirigimos rápidamente hacia ellas, contemplándolas desde un punto lo suficientemente alejado como para no ponernos en peligro. Nuestras sospechas iniciales se confirmaron. Un gran ejército proveniente del Sur está avanzando por las llanuras cercanas a nuestras montañas.

              Tranquilizaos, quizá se dirijan al Norte, a luchar contra alguno de los otros reinos.

              Eso es imposible. Los caminos que están atravesando les conducen directamente hacia aquí, y las montañas obstaculizan cualquier intento de cruzar al otro lado del río. Para salir de Surtham tendrían que atravesar el paso de las Acadias, y no se han desviado por el camino que conduce hacia allí.

              El rey comprendió entonces la gravedad de la situación. Aquellos hombres se dirigían directamente hacia las minas. No sabía cómo habrían dado con su reino, pero estaban ya cerca, su llegada era inminente. Por desgracia para su pueblo, la tragedia de Amset estaba a punto de alcanzarles.

              Rápidamente, salió de la sala del trono, mientras daba instrucciones a sus guardias.

              Reunid a los arqueros de la zona Este. Decidles que acudan de inmediato al salón central. Llamad a los guardias de las armerías, que lleven consigo todas las armaduras, espadas y escudos que puedan cargar. Que los excavadores trasladen todas las rocas que puedan hasta la parte más alta, la que rodea el pasillo central. Que esperen allí hasta nueva orden. Mientras, iré en busca de mis capitanes.

              Todos salieron con rapidez de la sala, y en poco tiempo, casi todas las instrucciones dadas por el rey se habían llevado a cabo. Todo enano capaz de portar un arma estaba presto para la batalla.

              El rey Hortum, pese a estar asustado, organizó con rapidez a sus guardias, y en poco tiempo se encontraba cerca de la entrada, en compañía de sus dos capitanes, Faol y Rolth, a quienes empezó a explicar la estrategia que había diseñado tiempo atrás para poder enfrentarse a cualquier intento de asedio.

              Cuando esos malditos hombres derriben nuestras puertas, llegarán a la primera sala, donde tendrán que dejar sus caballos. Las estrechas galerías y las escaleras no les permitirán avanzar cómodamente hasta las siguientes. Situando los arqueros allí dijo señalando hacia una parte alta de las paredes—, desde aquellos huecos podréis disparar vuestras flechas con facilidad. Colocaremos algunas rocas en medio de las galerías para dificultar su paso. Que ningún hombre a caballo consiga llegar hasta la sala de las asambleas.

              ¿Qué ocurre si llegan hasta allí? preguntó Faol.

              Si llegan hasta la gran sala, nada les impedirá saquear nuestra mina, derribar sus muros y hundirla bajo las rocas. No pienso permitir que hagan caer las columnas y destruyan nuestro reino. Rápido, Faol, conduce a los arqueros. Rolth, tú guiarás a todo aquel que lleve hacha. Esperadme tras las primeras galerías para enfrentarnos cuerpo a cuerpo con ellos. Este reino continuará siendo de los Señores Enanos.

              No había terminado todavía de hablar cuando varios exploradores llegaron de los bosques, desde donde habían contemplado el ejército que se aproximaba. Se dirigieron al rey y empezaron a hablar.

              Mi señor, se acercan rápidamente. Llegarán en menos de media hora.

              ¿Cuántos son?

              Varios centenares de jinetes, seguidos de un gran número de hombres a pie. Son más de dos mil.

              Al oír aquello, el rey dio un paso atrás. El número de enanos aptos para el combate no llegaba a novecientos. Sin embargo, era consciente de que luchar en la mina le daba una gran ventaja sobre sus rivales. Las numerosas y estrechas galerías separarían a los hombres, y sería más fácil atacarles.

              Hay algo más dijo el otro explorador, intentando recuperar el aliento—. Les guía un anciano con una vara.

              ¿Un mago? preguntó el rey.

              Sin duda debe serlo, porque es quien realmente dirige a los hombres, un mago de cabellos y barbas oscuros, con una túnica negra en la que aparece bordado un emblema representado por un dragón negro.

              ¿Un dragón, dices?

              Sí, mi señor.

              «El libro», pensó el rey para sí mismo. Recordó los extraños dibujos que había visto en la parte exterior del extraño objeto, que ahora estaba guardado en sus aposentos. ¿Cómo habían llegado a saber los hombres de aquel hallazgo? Entonces, comprendió que los humanos no dudarían en acabar con todos ellos hasta lograr hacerse con el libro.

              El rey, acompañado de varios centenares de enanos equipados con sus grandes hachas y algunos con escudos, aguardaban en la parte de la sala que se encontraba más alejada de la puerta, junto a la roca, mientras que, en lo alto, los arqueros se disponían para lanzar una lluvia de flechas que, pasando por encima del rey y su guardia, alcanzaría a todo aquel que consiguiera atravesar las grandes puertas de la mina. En las salas que estaban al extremo de las galerías, otros cuantos enanos con armas arrojadizas esperaban en lo que constituía un segundo nivel, previo a la sala de las asambleas, considerada el corazón de la mina. Muy cerca de allí se encontraban los aposentos del rey, donde guardaba el libro que se convertiría en el motivo de la batalla que se avecinaba sin remedio.

              Sujetando con fuerza su gran hacha, Hortum daba las últimas instrucciones.

              Cerrad las puertas y acercaos lo más posible al muro. Aquí derribaremos a sus jinetes. Cuando abandonemos la sala a través de las galerías, haced caer las rocas desde lo alto y seguid disparando flechas. En este mismo lugar acabaremos con una gran parte de su ejército.  

              En menos de lo previsto, todos los enanos de la mina estaban perfectamente colocados, esperando que llegara el temido momento. Las grandes puertas, de varios metros de espesor, serían difíciles de derribar. La dureza de la roca podría retrasar la entrada de los humanos.

              Se hizo un estremecedor silencio en el interior de la mina. Tan sólo se escuchaba un suave sonido, el del fuego de las antorchas de la primera sala, que se agitaba por las corrientes de aire que atravesaban la estancia. La iluminación era algo tenue, pero los enanos estaban acostumbrados a la escasez de luz. Los guerreros de Hortum contenían la respiración, perfectamente alineados, sujetando con fuerza sus armas. Tras muchos años de paz, un nuevo ataque de los humanos volvía a traer el dolor a las minas de los enanos. El rey, situado en medio de todos ellos, terminaba de ajustarse el casco y la armadura, que durante muchos años habían permanecido felizmente guardados, esperando aquel momento. Hortum buscó con la mirada a cada uno de sus capitanes y se percató de que ellos también le observaban y esperaban cualquier orden suya. A continuación, miró a su alrededor y pudo contemplar el rostro acobardado de muchos de sus guerreros, que nunca habían empuñado un arma. Pese a tener el valor suficiente como para luchar por su reino, aquellos enanos carecían de la experiencia necesaria. No estaban preparados para resistir el sufrimiento de la batalla. Pero no tenían otra opción. Encerrados en el interior de la mina, las únicas alternativas eran luchar o morir.

              En pocos minutos, se empezó a escuchar un ruido en el exterior, cada vez más fuerte: el inconfundible sonido de un gran número de caballos galopando, que se acercaban velozmente. Los hombres habían llegado hasta el otro lado, trayendo consigo voluminosos arietes, hechos de metal en uno de los extremos. Los hombres del Sur se colocaron delante de la entrada a la mina y esperaron el momento de comenzar su ataque.

              Pronto comenzaron a oírse los primeros golpes contra las puertas, lo que aumentó el miedo entre muchos de los enanos que, sudorosos e impacientes, mantenían sus posiciones tal y como Hortum les había ordenado.

              De repente, como consecuencia de una fuerte voz, el golpeo de los arietes contra la puerta cesó. Era el anciano del que habían hablado los exploradores. El hechicero caminaba lentamente, con un bastón de color oscuro en una de sus manos. Abriéndose hueco entre los hombres, llegó hasta la gran puerta y ordenó retirar de allí los arietes, apartando a aquellos que se encontraban más cercanos a los muros.

              Cuando se quedó solo frente a la entrada, levantó su vara y empezó a hablar en un extraño lenguaje que ninguno de los hombres conseguía entender. Haciendo otro gesto con su brazo, dio un fuerte grito. Una fuerte luz salió de su vara y se estrelló contra la puerta. La roca se derritió lentamente, mientras aquel rayo se hacía cada vez más intenso.

              Llegaron los hombres que iban a pie, todos ellos equipados con grandes espadas. Tenían un aspecto aterrador, con vestiduras negras y cotas de malla. Sus yelmos, con diferentes formas, dejaban ver el mismo emblema que llevaba el brujo que les acompañaba: el dragón negro, que también estaba representado en los estandartes que portaban los guerreros que formaban la primera línea.

              La luz del hechicero no tardó mucho en hacer la primera grieta en la puerta, para sorpresa de los enanos, que veían cómo, en tan sólo unos segundos, su indestructible entrada empezaba a resquebrajarse y dejaba ver la luz del exterior.

              Hortum permanecía con uno de sus brazos en alto, sujetando su hacha, indicando a los arqueros que esperaran un instante antes de disparar contra sus enemigos.

              Unas rocas, procedentes de la parte alta de la puerta, se vinieron abajo y dejaron un agujero de algo más de un metro de diámetro.

              ¡Ahora! 

              El grito del rey provocó la primera descarga de flechas, la mayoría de las cuales atravesaron el agujero creado en la puerta y alcanzaron a los hombres que se encontraban más próximos a la entrada.

              Una segunda voz del hechicero provocó una fuerte explosión en las rocas, que se precipitaron hacia el interior de la mina. La puerta había caído y dejaba el paso libre a las tropas de los sureños, quienes, sedientos de sangre, se precipitaron hacia el interior, mientras el anciano aguardaba en la entrada.

              Una segunda descarga de flechas provocó la caída de hombres y caballos al suelo de la primera sala. Hortum y sus guardias, sin moverse de sus puestos, contemplaron cómo, entre la lluvia de flechas, los primeros hombres a caballo que lograban atravesar aquella gran cámara caían sobre ellos.

              Un estruendo se apoderó de la mina. El sonido de hachas, espadas y escudos se mezclaba con los alaridos de los primeros guerreros en caer.

              El rey, protegido por sus soldados, derribaba ferozmente con su arma a todos aquellos que osaban acercársele, ya fueran a caballo o a pie, mientras los arqueros situados en la parte alta de las rocas seguían abatiendo a los hombres que se adentraban en la mina. Los cuerpos de hombres, animales y enanos caídos empezaron a dificultar el paso del ejército humano.

              Los primeros ballesteros del ejército sureño atravesaron la entrada. Comenzaron a disparar a los arqueros enanos hasta hacerles caer desde lo alto.

              Hortum se vio acorralado. Muchos de los suyos habían sido abatidos mientras innumerables enemigos seguían invadiendo su reino. Comenzó a gritar a los guardianes que tenía a su alrededor.

              ¡Abandonad la sala! ¡Todos a las galerías!

              Todos los enanos que le acompañaban empezaron a dirigirse hacia los estrechos pasillos que conducían al segundo nivel, mientras los hombres a caballo les perseguían muy de cerca y derribaban a algunos de ellos. Cuando los últimos enanos atravesaron los corredores, empezaron a caer rocas desde la parte alta. Los guardias allí situados tapaban así el paso a muchos de los hombres, que caían de sus caballos, aplastados por las piedras.

              Los enanos que habían sobrevivido al primer ataque llegaron pronto a una segunda sala, en la que les aguardaban el capitán Rolth y sus soldados.

              Rápido, mi señor. Colocaos junto a mí. ¿Quedan muchos?

              El rey intentó recuperar el aire, se colocó junto a su capitán e hizo un gran esfuerzo por hablar. En su rostro, manchado por la sangre de sus enemigos, podía verse el temor a perder su reino. Decenas de enanos seguían llegando procedentes de las galerías, perseguidos por los hombres que, en su mayoría, llegaban corriendo. Pocos eran los jinetes que habían podido atravesar los estrechos corredores sobre sus caballos.

              Han logrado atravesar la primera sala. Siguen entrando hombres a la mina. No conseguiremos contenerles aquí. Los arqueros han derribado a muchos de ellos, pero son demasiados. No hemos logrado ver al brujo que les acompaña.

              No había terminado de hablar cuando una flecha le alcanzó en el hombro izquierdo y le hizo caer al suelo. El capitán Rolth le agarró del brazo e intentó incorporarle.

              ¡El rey está herido! Llevadle hasta el siguiente nivel.

              Nada más escuchar la orden, varios de los soldados intentaron levantar al rey.               Éste, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó.

              ¡No! ¡Dejadme y seguid luchando! No voy a permitir que mi pueblo muera mientras aguardo solitariamente mi final. Vienen buscando el libro, Rolth.

              ¿Qué libro?

              El que encontramos en las profundidades. Debe de ser uno de esos objetos mágicos que tantas veces hemos temido. No deben hacerse con él. No deben llegar hasta mis aposentos.

              Un fuerte ruido le hizo mirar hacia el otro extremo de la sala, en las galerías que había atravesado momentos antes. Los primeros hombres, con sus espadas en alto, entraban en la sala y rompían la defensa de los enanos colocados en la primera línea.

              Las tropas del Sur habían invadido las galerías. Llegaron también al lugar donde se habían colocado los arqueros enanos, en la parte más alta. Allí permanecía el otro capitán de Hortum, defendiendo aquella posición. Faol protegía con valor a sus guardias y acababa con todos los enemigos que intentaban alcanzarle. Su hacha atravesaba violentamente las armaduras y cotas de malla de sus rivales, mientras la mayoría de los arqueros eran derribados y precipitados metros abajo.

              ¡Retirada! ¡Hacia las galerías!

              Faol intentaba reagrupar a sus arqueros, miraba en todo momento hacia atrás. Cuando volvió la vista, no tuvo tiempo de reaccionar al ataque de uno de los hombres, cuya espada se clavó en el estómago del capitán enano, que cayó al suelo y murió en pocos segundos. El resto de arqueros no tardó en sucumbir. Ninguno quedó con vida.

              Mientras, en la sala del segundo nivel, Hortum y Rolth seguían luchando ante la avalancha de guerreros que se les echaba encima. Poco a poco, el número de hombres procedentes de las galerías iba siendo menor. El ejército del Sur se venía también abajo, gracias a los arqueros que les habían contenido en la entrada. Apenas quedaban en pie un centenar, mientras que los enanos no llegaban a ser más de veinte.

              Hortum, que desde el primer momento había pensado en una derrota segura, recuperó la esperanza.

              Si atraviesan esta sala, nuestra estirpe será aniquilada. ¿Vamos a permitir que eso ocurra?

              El grito de guerra por parte de sus soldados no se hizo esperar, y todos ellos se dirigieron velozmente hacia los últimos enemigos que les amenazaban, lanzando contra ellos sus armas arrojadizas. En aquel momento, varios hombres cayeron al suelo, heridos por las pequeñas hachas que los últimos enanos que guardaban la mina lanzaban sin cesar. El resto acabó chocando contra ellos, golpeaban hachas y espadas contra los escudos, caían muchos de los últimos guerreros de ambos ejércitos.

              Finalmente, un solo hombre quedó en pie, frente a Hortum, Rolth y tres enanos más. El humano, asustado por la agresiva mirada de sus enemigos, se dio la vuelta y echó a correr, hasta tropezar con un guerrero que hacía su aparición en aquella sala. El capitán de los hombres, miró al cobarde que trataba de huir y no dudó en atravesarle con su gran espada; cayó muerto a sus pies. No estaba solo, pues el hechicero que había guiado al ejército sureño le acompañaba, un poco más atrás. 

              Los enanos que guardaban al rey y su capitán se precipitaron sobre el humano, que medía más de dos metros y tenía una fuerza descomunal. Ante el ataque de sus adversarios, se cubrió con su gran escudo y les derribó con un par de movimientos. Sonriendo ante lo que ya consideraba una victoria segura, avanzó hacia los dos últimos enemigos.

              Rolth, mirando por última vez a su rey, levantó el hacha y se fue contra el capitán del Sur. Aguantó sus primeras embestidas, pero el escudo del enano no opuso resistencia a la espada del humano, que le hizo caer al suelo mientras hacía añicos su última defensa. Antes de que pudiera levantarse, sintió cómo la gran espada le hería de muerte en el pecho.

              Sólo quedaba Hortum. El rey, con ojos llorosos ante la muerte de su capitán, cogió uno de los escudos que había en el suelo y se puso en posición defensiva, ante la llegada del humano, cuya espada chocó con su hacha, mientras el anciano, situado a unos metros, contemplaba aquella lucha.

              Después de varios movimientos y ataques, el capitán logró golpear el brazo de Hortum, le hizo soltar su escudo y lo hizo caer al suelo. Cuando se disponía a rematarlo, el rey sacó una de sus hachas arrojadizas, alcanzó al capitán en medio de los ojos y lo hizo caer, sin vida.

              El anciano, expectante, empezó a burlarse del rey, aplaudiendo pausadamente.

              Una noble batalla, rey Hortum. Has defendido a tus guardias hasta el final. Sin embargo, tu reino se hunde ante tus ojos. Tendrás el honor de ser el último enano en haber pisado los Cuatro Reinos. Aunque nadie recordará la historia de tu pueblo, pues en cuanto el Libro del dragón esté en mi poder, ocultaré tu mina, y con ella toda tu raza desaparecerá para siempre.

              ¡No te lo permitiré! gritó el enano, poniéndose rápidamente en pie.

              ¿Acaso crees que puedes matar a uno de los grandes magos, al más poderoso de los hechiceros que habitan en los reinos?

              Y diciendo esto, lanzó un fuerte rayo contra el rey que le alcanzó de lleno. Hortum cayó al suelo, sangrando por el costado. Mirando fijamente a su adversario, intentó ponerse en pie, pero otro rayo de la vara del anciano le hizo caer de nuevo. En esta ocasión ya no podría levantarse. Dejando a su enemigo moribundo, el hechicero se dirigió presurosamente hasta los aposentos reales. No tardó en encontrar el libro.

              Mi señor estará orgulloso cuando le lleve esto.

              Después de contemplar durante varios minutos aquel trofeo, objeto de deseo por parte de quien le había enviado a acabar con los enanos, salió de los aposentos y volvió atrás. A su paso, echó una última mirada sobre el cuerpo del rey Hortum, que yacía sin vida junto a los de muchos de sus soldados.

              El reino enano ha llegado a su fin dijo el hechicero, prosiguiendo su camino.

              Los acontecimientos se habían desarrollado según lo planeado. Aunque no todos, pues cerca de la mina, el enano Handric, que había salido de ella poco antes que el anciano, se ocultaba entre los árboles, viendo cómo el mago caminaba hacia el Sur. Con los ojos envueltos en lágrimas juró vengarse de aquel hechicero. Aún quedaba un enano vivo en los Cuatro Reinos.