15. Las lecciones necesarias
«Algunas cosas no se comprenden aprehendiéndolas, sino dejando que nos aprehendan.»
MADRE TERESA DE CALCUTA
Es muy frecuente que, cuando las cosas no suceden como nos gustaría que sucedieran, tendamos a rebelarnos, a frustrarnos y sobre todo a buscar un culpable o una solución fuera de nosotros.
La vida no está interesada en nuestro bienestar subjetivo, sino en que aprendamos de sus lecciones, para que así, poco a poco, despleguemos nuestro verdadero potencial y reconozcamos la esencia que se oculta tras la apariencia. La frase «en la vida no hay amigos, ni enemigos, sólo hay maestros», nos invita a pensar que, a veces, aquellas personas que menos nos agradan son las que más tienen que enseñarnos acerca de nosotros mismos. Ellas nos permiten reconocer, no pocas veces, la irascibilidad, la impaciencia y la falta de compasión que todavía anida en nuestro interior.
Hay una historia que nos puede ilustrar mucho sobre lo que acabo de decir.
Cerca de París había una comunidad espiritual que había sido fundada por Gurdieff. Este hombre había aprendido en diversos monasterios en los desiertos una serie de danzas y ritmos que, junto con otro tipo de enseñanzas, ayudaban a las personas a desarrollar su espiritualidad. En aquella comunidad, vivía un hombre mayor al que la gente no soportaba. Catalogado como huraño y desagradable, aquel hombre, a pesar de vivir entre ellos, no era aceptado como uno más. Un día, aquel hombre decidió que aquél no era su sitio y se marchó de allí. Al enterarse Gurdieff de lo ocurrido, salió a buscarle hasta que, finalmente, le encontró e intentó convencerle para que volviera, a lo que aquel hombre se negó en redondo. Finalmente, Gurdieff logró que volviera después de prometerle que le pagaría si volvía a vivir en la comunidad. Cuando la gente de ese lugar se enteró de que no sólo tenían que pagar a Gurdieff por vivir en la comunidad, sino que además ahora tenían también que pagar para que aquel ser tan incómodo viviera allí, se rebelaron contra aquella situación. Al enterarse de aquella reacción de sus discípulos, Gurdieff les citó a todos en una sala y les dijo:
—No habéis entendido nada. Tener un hombre así en esta comunidad es el mejor regalo que se os podía haber hecho, porque es la mejor manera de que aprendáis a desarrollar un espíritu compasivo, algo que ahora ninguno de los que estáis aquí habéis demostrado tener. Sin este espíritu, mis instrucciones de nada os servirán y, por eso, vosotros me tenéis que pagar a mí y yo pagarle a él.
No pocas veces, darnos cuenta de algunas de estas cosas resulta lo suficientemente doloroso como para que no queramos mirar. Nuestro cerebro está mucho más posicionado en evitar el dolor que en buscar la recompensa y, por eso, cuando intuimos que va a haber sufrimiento, solemos parar en seco y echar a correr. Invito al lector a que recuerde cómo se sintió después de hacer frente con valor a esa capa de sufrimiento que, sin duda, le ha envuelto en más de una ocasión y se dará cuenta probablemente de que, cuando lo hizo, algo cambió en su interior. Era como si se hubiera expandido, como si hubiera experimentado una evolución interior. Lo que hizo no fue algo distinto que trascender los límites de su identidad, los límites de su ego, y por eso tuvo, aunque fuera de una forma pasajera, una experiencia distinta de la realidad.
Cuando nos ocurre algo que no nos gusta, algo tan sencillo como podría ser perder un avión o que alguien nos dé una contestación dura, inmediatamente dotamos a ese evento de un significado. Este significado es el que tiene el poder para poner en marcha emociones negativas como la ira, la frustración o la angustia. Capturados por la emoción, es muy difícil salir de ella si no entendemos la raíz de lo que ha ocurrido y, por eso, la palabra clave es la aceptación, que no es sino la reconciliación con la realidad. Quisiera remarcar que la aceptación nada tiene que ver con la resignación, entre otras razones porque la resignación lleva a la inacción dolorosa al considerar que no hay nada que uno pueda hacer para darle la vuelta a las cosas.
La aceptación logra lo que nunca puede lograr la resignación, ya que, a diferencia de ésta, la aceptación impulsa a la acción, a la toma de responsabilidad, a ser uno plenamente consciente de que sí que es capaz de dar una respuesta a lo sucedido. En la aceptación, la acción que se pone en marcha no es para rebelarse con lo ocurrido, sino para rebelarse ante la idea de que uno no tiene opción de respuesta.
En el momento en el que yo me abro a la posibilidad de aceptar algo, también me estoy abriendo a la posibilidad de considerar que puede haber una oportunidad oculta en esa situación y que puedo buscar el otro lado de la moneda.
En una ocasión me invitaron a dar una conferencia en Santiago de Chile a un grupo de unos cien empresarios, que, a pesar de su gran valía personal y profesional, estaban pasando por una situación compleja ante los enormes cambios económicos que estaban ocurriendo a escala mundial.
La conferencia tenía que impartirla a las nueve y media de la mañana, al día siguiente al que volaba de Madrid a Santiago. Se suponía que llegaría, aproximadamente, a las diez de la noche, después de hacer una breve escala en el aeropuerto de Buenos Aires. El avión salió de Madrid y llegó puntual a Buenos Aires y, desde ahí, ya por la noche, despegué en hora rumbo a Santiago de Chile. A punto de comenzar el aterrizaje, el piloto nos dijo que, debido a la espesa niebla que había en el aeropuerto de Santiago, el avión tendría que aterrizar en Mendoza. La verdad es que yo no entendía el revuelo que empezó a haber en el avión. En mi ignorancia, creía que Mendoza estaría situada cerca de Santiago y que no habría ningún problema. Fue entonces cuando le pregunté al pasajero que tenía al lado, el cual con exquisita amabilidad me explicó que Mendoza pertenece a Argentina y que está separada de Santiago por la cordillera de los Andes. También me dijo que la travesía en coche era de unas ocho horas y que la carretera por la montaña era regular. Yo sentí como un nudo en el estómago, sobre todo cuando el comandante del avión, una vez que hubimos aterrizado, nos dijo que los primeros aviones de Mendoza a Santiago saldrían al día siguiente a partir de la una y media del mediodía. Al oír aquella nueva «buena noticia», el nudo se hizo aún más intenso, ya que parecía imposible que yo pudiera estar al día siguiente a las nueve y media de la mañana en Santiago. Una gran parte de los pasajeros empezó a irritarse y a hablar duramente a las azafatas, las cuales, además de haber sido extraordinariamente amables durante todo el viaje, no tenían nada que ver con lo sucedido, dado que se limitaban a realizar su trabajo. Así de irracionales podemos ser las personas.
Al salir del avión, hablé en el aeropuerto con el personal de tierra y nadie me dio ninguna alternativa que al menos a mí me sirviera. Estaba agotado después de un viaje de tantas horas y no me veía conduciendo un coche durante ocho horas por en medio de los Andes. Fue entonces cuando me di cuenta de que no estaba aceptando la situación, de que no me estaba reconciliando con la realidad, sino que me estaba revelando contra ella, lo cual estaba convocando a las emociones que menos me interesaba tener, emociones como la frustración o la desesperanza. En ese momento cambié radicalmente de actitud. No podía alterar lo que me estaba sucediendo, pero sí que podía cambiar mi respuesta. Entonces empecé a decirme a mí mismo que seguro que había una oportunidad escondida en el aparente problema y que si perseveraba la encontraría. Lo primero que empecé a experimentar fue un cambio radical en mis emociones. De la frustración fui pasando al interés y, poco a poco, a la ilusión por descubrir aquello valioso que de momento estaba velado. La desesperanza se convirtió en confianza de que encontraría un camino, aunque de momento no sabía dónde estaba. De repente tomé consciencia de una cosa que, de tan obvia, la había obviado, y era del contenido de mi conferencia, que no era otro que «el potencial humano frente a la incertidumbre». Yo sabía que el potencial inexplorado de las personas sólo se revela cuando estamos fuera de nuestra área de confort y nos encontramos frente a lo desconocido. Era una vez más una maravillosa ocasión para pasar de profesor a alumno y eso hizo que me sintiera entusiasmado frente a lo que se podía desplegar.
Una de las cosas que más me entristecía antes de emprender el viaje desde Madrid a Santiago de Chile era que, como tanto a la ida como a la vuelta iba a viajar de noche, me perdería contemplar el espectáculo grandioso de los Andes.
Gracias al apoyo incondicional de la organización que me había invitado a impartir la conferencia, se montó un sistema de transporte para que me recogieran en Mendoza, cambiara de coche en la frontera argentina y el otro coche me llevara desde allí hasta Santiago. Viajé toda la noche con dos conductores de una simpatía y humor extraordinarios, con lo cual ni me enteré del viaje. Además, pude contemplar extasiado lo que es el amanecer en la cordillera de los Andes y llegué a las nueve en punto a Santiago de Chile, justo media hora antes de que empezara la conferencia. Además, como me lo había pasado tan bien y había disfrutado tanto viendo los Andes, entré con una energía explosiva en el salón, lo cual me ayudó mucho a impartir la conferencia y a conectar con la audiencia.
Por eso, aunque me lleve más o menos tiempo aplicarlo, procuro no olvidar nunca que las mejores opciones para que se abra la puerta de la oportunidad no están en dejarme atrapar por reacciones o automatismos, por lógicos y razonables que me parezcan. La mejor oportunidad está en preguntarme: «¿Qué puede haber de valor en lo que me está ocurriendo?».
Hellen Keller, la mujer que, a pesar de quedarse ciega, sorda y muda siendo una niña, se graduó con honores por Radcliff, dijo: «Si miras al sol, no podrás ver la oscuridad».
Hay otro elemento que puede ayudarnos mucho a reducir la tensión en la que vivimos. Me refiero al agradecimiento y me gustaría ilustrar de lo que hablo contándole al lector otra historia.
Un hombre fue a consultar a su médico por una serie de dolores inespecíficos que tenía.
—Sí, doctor, estoy de lo más fastidiado; me duele todo el cuerpo, si es que todo me va mal en la vida, todo es un desastre.
El médico empezó a intuir que, tal vez, hubiera una cierta relación entre sus dolencias físicas y sus dolencias anímicas, ya que aquel hombre siguió quejándose de lo desastrosa que era su vida y de lo horrible que era todo.
Por eso, y como conocía algunos datos de su vida familiar y personal, le dijo:
—Le entiendo perfectamente, además, no sabe cómo lamento el fallecimiento de su mujer.
El hombre le miró con expresión de perplejidad.
—Pero, doctor, si mi mujer está estupendamente; alguien sin duda le ha debido informar mal.
—No sabe cuánto me alegro de que su mujer esté bien. Entonces el médico escribió en una hoja, mientras lo decía en alto: «Su mujer está viva».
—Por cierto, continuó el médico, siento que uno de sus hijos esté enfermo.
—Pero, doctor, qué raro está usted hoy; mis hijos afortunadamente están todos sanos.
—Sus hijos están sanos —comentó el doctor mientras lo escribía.
—No quisiera ahondar en la herida, pero lamento que haya perdido su trabajo.
—Doctor, no entiendo qué le pasa, pero…
En aquel momento el hombre comprendió lo poco que había valorado todo lo valioso que había en su vida y cómo se había dejado invadir por unos sentimientos que sólo podían tener su origen en una visión muy parcial de las cosas. Entonces se levantó, dio las gracias al médico y se marchó.
No tiene sentido que nos desgastemos tanto queriendo cambiar cosas que, de entrada, están fuera de nuestro alcance, me refiero a conflictos o problemas de orden mundial, y que nos sintamos tan impotentes a la hora de gestionar nuestros propios estados de ánimo. Decirle sí a la vida tiene que ver mucho con dejar de adoptar el papel de víctimas, dedicando nuestro valioso tiempo y energía a buscar culpables, y tomar responsabilidad a la hora de dar una respuesta a lo que nos sucede.
Resumen final
Frente a la resistencia o la resignación, están la aceptación y el agradecimiento. Tal vez porque ni la aceptación ni el agradecimiento parecen razonables es por lo que nos permiten acceder a lo que tampoco parece posible.