3

¡Son las ocho de la mañana! Estamos entrando a la estación de Santa Lucía. Por favor, vayan despertando. ¡En veinte minutos llegaremos a Venecia! —gritó el interventor.

Maurizio dejó escapar un profundo suspiro. No recordaba qué había estado soñando durante la madrugada, pero la sensación de malestar que recorría su cuerpo no evidenciaba nada bueno. Intentó incorporarse con torpeza, retirando de su rostro las huellas que la noche deja a su paso. Se sentó, con los pies colgando de la litera, protegidos por los calcetines de color verde pistacho que días atrás le regaló Donna. Así era ella: sorprendente.

—Dios, este maldito cacharro no ha funcionado —farfulló contrariado mientras agitaba su teléfono móvil como si estuviese en el interior de una coctelera.

Entreabriendo los ojos con gran esfuerzo, doloridos por la luz que se colaba entre las tensas costuras de los dos estores, tiró lentamente de la cuerda. Reconocía aquel lugar: estaba entrando en la estación de Santa Lucía. Dando un respingo se incorporó del durísimo colchón y saltó al suelo. Apenas le quedaban dos minutos para asearse mínimamente. Si Toscanelli era fiel a su manera de actuar, en la misma salida de la estación ya lo estaría esperando alguien para llevarlo hasta el viejo maestro.

—¡Maldición!, lo que me faltaba —refunfuñó al contemplar a tres orondas mujeres que aguardaban su turno en la cola del retrete.

El joven interventor, como si disfrutara de la desesperación que afloraba al rostro de Maurizio, volvió a anunciar, más bien a gritar, la inminente llegada a Venecia. Y éste, haciendo un tremendo esfuerzo para mantener los ojos abiertos, balanceándose como si estuviera bebido, se volvió y enfiló con rapidez el pasillo que conducía hasta su compartimento. Ya en el interior, abrió la vieja maleta y, preso de un incipiente estrés, empezó a coger cuanto se ubicaba en el perímetro de sus brazos sin atender demasiado a lo que iba introduciendo en la misma. Únicamente dejó sobre la mesita plegable que había bajo el ventanal el teléfono, una deteriorada libreta Moleskine que lo acompañaba en todo momento desde que estudiaba en la universidad, y su inseparable Nikon FM3A de 135 milímetros, una joya con muchos años pero bastante más fiable que su memoria.

El tren se fue deteniendo despacio hasta que finalmente el agudo chirrido de los frenos determinó que el viaje había acabado. Maurizio salió del compartimento entrecerrando los párpados, como si todo cuanto había alrededor le resultara de gran interés. Y es que tras muchas noches de baños alcohólicos había aprendido a disimular esos estados que en ocasiones se prolongan más de lo deseado dejando los ojos entreabiertos, y a esquivar la imaginación de aquellos que se cruzaban a su paso, tan hinchada como sus ojeras.

Minutos después logró salvar el último escollo: un enorme alemán de aspecto afable que permanecía encajado junto a la puerta del vagón. Pero al fin pisaba Venecia. El olor, la humedad, el color de las techumbres de las casas, el trazado de sus callejas… La euforia se apoderó de su espíritu; en instantes así se sentía libre. Disfrutaba de cada segundo, como el niño que se despierta el día de Reyes, consciente de que amaba su trabajo; más aún cuando Toscanelli se hallaba detrás de alguna empresa.

Tan ensimismado se encontraba que no percibió el gesto que un hombre de no más de cuarenta años, fuerte como un toro y sin cabello, le hizo desde el otro extremo de la pequeña plaza. Ahora sí, se cercioró de que las llamadas de atención iban dirigidas a su persona. Sin dudarlo se encaminó con determinación hacia donde lo aguardaba su desconocido anfitrión. Una vez estuvieron frente a frente, ambos esbozaron sus más amplias sonrisas.

—Buenos días, soy Maurizio. Imagino que lo habrá enviado el profesor Toscanelli para recogerme —expresó con falsa contundencia.

—Buenos días, doctor Roncalli. Sí, efectivamente, soy supervisor del equipo que está trabajando en el proyecto para el que ha sido requerida su presencia. Si no le importa podemos marchar sin más demora hacia la zona. Ya sabe que aunque Venecia es pequeña los desplazamientos siempre acarrean dificultades inesperadas —apostilló el desconocido, con voz ronca pero muy agradable.

—Por cierto, soy el padre Luvoslav Blavatsky. Disculpe mi despiste, pero la insistencia del profesor para que saliéramos cuanto antes de la estación me ha hecho olvidar la mínima cortesía. Hay un gran revuelo después de que la noticia haya sido publicada hoy. Imagino que ya habrá leído los periódicos… Los arqueólogos, que a veces pecan de impacientes con tal de colocar su nombre en las primeras planas… —masculló, sin imaginar que Roncalli no sabía absolutamente nada de lo que le estaba hablando, entre otros motivos porque hacía apenas unos minutos que había regresado de su viaje por las estepas oníricas.

—¿Noticia? No, la verdad es que no he tenido tiempo de leer los diarios. Ha sido una noche de duro trabajo, porque estoy terminando mi próximo libro… —se apresuró a decir.

Aquel hombre ignoró su intento de justificación; tenía prisa. Sin previo aviso, cogió la maleta de Maurizio y con un gesto de la mano izquierda lo invitó a que lo acompañara.

Poco después se encontraban navegando por el Gran Canal a bordo de uno de los muchos vaporetti que servían de principal medio de transporte para turistas y habitantes en la ciudad de los canales. El puente de Rialto, la casa de Byron, el palacio encantado de Casanova… Al navegar el canalazzo siempre miraba de soslayo la tétrica estructura del palacio Cà Dario. No le gustaba aquel edificio, y menos aún la historia maldita que parecía impregnar sus centenarias piedras. Entre sus paredes eran muchas las muertes que se habían producido, todas ellas en circunstancias extrañas; todas sin distingo de sexo o posición social. El último en caer, recordó, fue Raúl Gardini, un rico empresario de la industria química italiana que lo compró por un precio irrisorio. Según dijeron los medios, sus más allegados le advirtieron que el lugar parecía estar tomado por unas «extrañas energías» que odiaban a quienes profanaban el silencio del palacio, y que se revolvían atacando a los incautos que decidían adquirirlo, sin ser conscientes de que el edificio, como un potro desbocado, se negaba una y otra vez a ser domado. El señor Gardini, tiempo después, enloqueció. Y fueron muchas las madrugadas que se agarró al teléfono con desesperación, buscando el consuelo de la voz amiga, pretendiendo con ello escapar del horror que se estaba cebando con su existencia. Muchos pensaron que había perdido la cordura; pocos, que el influjo maligno de Cà Dario estaba haciendo de las suyas y ya había marcado una muesca más en su particular salón de trofeos. Gardini se quitó la vida un frío día de invierno, descerrajándose un tiro en la sien. Los que fueron testigos del terrible suceso, advirtieron que ascendía veloz por la escalera acristalada, profiriendo gritos, con los ojos desencajados, preso de una locura que lo llevó hasta las puertas de la muerte. Y después, ciego de horror, decidió atravesarlas…

La ciudad no había perdido un ápice de esa magia que la hizo famosa ya en tiempos pasados, cuando el carnaval era la mejor de las terapias para combatir los horrores de las grandes epidemias en las que los muertos se apilaban en calles y canales. Pero Maurizio no veía más allá de lo que a finos trazos dibujaba en su cabeza; no más allá de las palabras que frente a la estación había pronunciado el padre Luvoslav.

—Doctor Roncalli, mire, sobre esa silla hay un ejemplar de L’Estampa di Venecia. Seguro que dice algo al respecto —anunció, pausado, sorprendido por el exagerado respingo que el arqueólogo dio para «cazar» antes que nadie aquellas hojas colocadas anárquicamente.

Maurizio, ajeno a la sorpresa inicial del sacerdote, fue pasando con voracidad las páginas del periódico.

—¡Ahí lo tiene! —exclamó.

Por unos instantes la ansiedad se empezó a apoderar de su estado de ánimo. En aquel momento el arqueólogo era consciente de que el único remedio para lograr la calma se encontraba en el interior de la botella. Pasados unos minutos, ya más relajado, suspiró profundamente y comenzó a leer.

«ROMA, marzo, 14.- Una excavación arqueológica cerca de Venecia reveló los restos de una mujer del siglo XVI con la prueba de que había sido considerada un vampiro, dicen los expertos.

»Se piensa que el extraño entierro es resultado de un ritual antiguo. Insinúa que la leyenda de las criaturas míticas que chupan sangre estaba vinculada con la ignorancia medieval acerca de cómo se propagaban las enfermedades y de lo que pasa con los cuerpos en descomposición.

El esqueleto, bien conservado, ha sido hallado en la isla de Lazaretto Nuevo, al norte de la ciudad, junto a otros cadáveres enterrados en una tumba colectiva durante una epidemia que azotó Venecia entre 1550 y 1590.

»“Los vampiros no existen, pero los estudios preliminares de los restos muestran que las personas de la época creían que sí”, afirmó el arqueólogo de la Universidad de Roma Adriano Toscanelli, que ha tomado en segunda instancia la dirección de las excavaciones, después de que su antecesor, el profesor Borromini, fuese destituido fulminantemente sin que haya trascendido el motivo del repentino cese de funciones. “Por primera vez hemos encontrado evidencia de lo que podría ser un exorcismo contra un vampiro; vampira, en este caso”.

»Los textos medievales muestran que la creencia en los vampiros era alimentada por la apariencia perturbadora de los cadáveres en descomposición.

»Durante las epidemias, a menudo se volvían a abrir las tumbas colectivas para enterrar cadáveres frescos. Los excavadores veían entonces los cuerpos enterrados previamente, hinchados, con sangre saliendo de sus bocas y con un agujero inexplicable en la mortaja que les cubría la cara.

»“Todas estas características están relacionadas con la descomposición de los cuerpos”, afirmó Toscanelli. “Pero ellos veían una persona muerta, hinchada, cubierta de sangre y con un agujero en la mortaja, y entonces decían: ‘Este tipo está vivo, ha estado bebiendo sangre y comiéndose su mortaja’. La ciencia moderna ha concluido que la hinchazón de un cadáver obedece a la acumulación de gases, y que algunos fluidos salen de la boca por los órganos en descomposición”, aseguró Toscanelli. “La mortaja pudo haber sido consumida por bacterias alojadas en la boca del cadáver”, agregó.

»Sin embargo, los textos considerados científicos en esa época enseñaban que “los comedores de mortajas” eran vampiros que se alimentaban de la tela y que hacían hechizos para propagar la plaga y aumentar el número de sus miembros.

»“Para matar a las criaturas indeseadas había que clavar una estaca en el corazón, hecho popularizado por la literatura posterior, aunque en este caso no hemos encontrado restos de algo parecido”, finalizó Toscanelli».

Tras leer la última línea, Maurizio se mostraba aún más contrariado. Mientras el padre Luvoslav parecía disfrutar de la situación. No en vano él sí conocía los detalles del descubrimiento.

Y aquella noticia no ofrecía sino retales; y poco más…