CAPÍTULO XIII
PAUL PERKINS entró en la comisaría.
No vio a nadie. Se sentó en la silla y empezó a liar un cigarrillo.
Ya le había prendido fuego cuando entró Roger Burton.
—Hola, marshal.
—Ya llegaron, Paul.
—¿Los otros hermanos Baker?
—Sí.
—¿Dónde están?
—Fueron vistos a unas seis millas del pueblo.
—Entonces, no deben tardar en aparecer por aquí.
—Eche a correr, Perkins.
—No, marshal. No voy a echar a correr.
—Pudo con Douglas Baker. Y también pudo con su hermano Monty, a pesar de que traía a dos pistoleros con él. Pero usted no puede enfrentarse solo a más de uno docena de forajidos.
Paul se encogió de hombros.
El marshal exhaló el aire de sus pulmones y miró al techo.
—¿Por qué tuvo que elegir mi pueblo? ¿Por qué no se va, Perkins? Dígame una razón exacta.
—Por Eva Foster.
Roger miró a Paul con el ceño fruncido.
—¿Quiere decir que se ha enamorado de ella?
—Sí.
Roger quedó unos minutos en silencio y luego se echó a reír. Se volvió hacia la pared y continuó riendo mientras golpeaba el muro con la mano.
—¿Lo encuentra gracioso, Roger?
—Sí, Paul. Ha sido lo más gracioso que he oído en mucho tiempo.
—¿Por qué?
—Porque yo también quiero a Eva Foster.
—Lo siento.
—Y ahora comprendo lo que le pasó a ella…
—¿Qué le pasó?
—Lo mismo que a usted. Sí, Paul, ahora comprendo muchas cosas. Eva se enamoró de usted.
—Ella no me dijo eso.
—No se lo dijo pero es la realidad. Curioso, muy curioso.
—Bueno, Roger, no es ningún problema para usted. Dese una vuelta por les alrededores. Vaya a cualquier sitio que le permita estar ausente cuatro o cinco horas del pueblo.
—¿Y qué hará usted entretanto?
—Me quedaré en la comisaría. Cuando lleguen los Baker, saldré a su encuentro.
—Hermoso, muy hermoso su sacrificio. Los Baker acabarán con usted y yo tendré el camino libre para llegar a Eva.
—Todo volverá a quedar como al principio.
Roger paseó de un lado a otro. Finalmente se detuvo y movió la cabeza. Caminó hacia la mesa y abrió un cajón del que extrajo una estrella.
—¿Qué hace, Roger?
—Levante la mano derecha, Paul.
—¿Para qué?
—Va a hacer un juramento.
—¿Me va a nombrar marshal?
—Haga el juramento y calle.
—De acuerdo.
—¿Jura hacer respetar la ley aunque la vida le vaya en ello?
—Lo juro.
—Paul Perkins, le nombro ayudante del marshal de Richmond City.
—¿Ayudante ha dicho?
—Eso es. Será mi ayudante.
—Pero usted se irá.
Roger le prendió la estrella en la solapa de Paul.
—Ahora es mi subordinado, Perkins. Y escuche esto. No me voy a ir. Me quedaré con usted.
—¿Está loco?
El marshal rio.
—La misma pregunta le hice yo a usted. De modo que si buscamos una respuesta lógica, llegaremos a la conclusión de que los dos estamos locos. Lo tenemos que estar para hacer frente a los Baker y a su gentuza.
—Oiga, Roger, yo le metí en este lío. ¿Por qué no me deja que intente sacarle de él?
—No puedo.
—¿No puede o no quiere?
—Oiga, Paul, usted me puede dar lecciones de habilidad con el revólver, pero no me puede dar lecciones con respecto a las obligaciones de un marshal No abandonaré mi pueblo para que unos forajidos se adueñen de él. No consentiré eso mientras yo viva.
Paul sonrió.
—Es usted grande.
Llamaron a la puerta. Entró Albert Goldman que, como siempre, tenía una botella en el bolsillo de la chaqueta.
—¡Jefe, voy a volver a mi juventud! ¿Qué le parece eso? ¡Voy a tener otra vez veinticinco años!
—Albert, ¿te has vuelto a emborrachar?
—¡Narices! ¡No estoy borracho!
Albert sacó la botella del bolsillo. El líquido no tema el color del whisky. Era de color rosa.
—¿Sabe lo que es esto, jefe? Lo que me va a quitar los años de encima. El líquido se llama «Eterna Juventud».
Paul se levantó de un salto.
—¿Dónde compró eso, Albert?
—En el callejón.
—¿Cuál callejón?
—El que hay al lado de la funeraria.
Paul echó a andar hacia la puerta.
—¡Paul! —exclamó el marshal—. ¿Vas a creer ese cuento? Es uno de esos vendedores callejeros que engaña a la gente. No se te ocurra gastar un centavo en lo que venda.
—Jefe, si yo le comprara un frasco a ese tipo, me tiraría a un pozo. Pero ahora soy el ayudante del marshal y no puedo permitir que se estafe a la gente.
Paul salió de la comisaría y se dirigió hacia el callejón. Antes de llegar oyó la voz de Joe Logan:
—Abuela Matilde, ¿cuántos frascos hemos vendido?
—Setenta y cinco.
—¡Damas y caballeros! ¡Sólo quedan veinticinco frascos! ¡Veinticinco oportunidades para recuperar la juventud!
Paul apareció por el callejón.
Vio casi medio centenar de ciudadanos, algunos de los cuales peleaban por llegar al pescante donde estaban Joe Logan y Matildita. Esta, como siempre, exhibía parte de sus encantos.
—¡No se maten, muchachos! —decía Joe Logan—. ¡Recuerden que tienen que estar vivos para ser jóvenes! ¡Dios mío, gracias por haberme dado esa oportunidad de hacer felices a tantas personas…! Matildita, dale pronto un frasco a ese viejo desdentado, a ver si echa pronto una dentadura nueva.
Paul se fue abriendo paso a codazos hasta llegar ante el pescante.
—Yo quiero otro frasco, buen hombre —dijo.
—Sí, señor, el caballero también tiene derecho a su frasco.
Joe Logan se quedó con la boca abierta al reconocer a su amigo.
—¡Paul!
—Hola, tunante.
Logan carraspeó.
—Profesor Logan, caballero.
—Preso Logan… Queda detenido en nombre de la ley.
Joe se echó a reír.
—Matildita, ¿has visto al bueno de Paul?
Matildita sonrió a Paul.
—Hola, encanto.
—Te voy a librar de él, Matildita.
Joe rezongó:
—Paul, quítate de en medio. Tengo que seguir vendiendo mis frascos. La gente está ansiosa por ser joven.
Paul se señaló la insignia.
—Dime qué es esto, Joe.
—¿Una estrella?
—Sí, una estrella y significa que soy una autoridad en Richmond City.
—No gastes bromas, Paul.
—No es una broma.
Joe habló en voz baja.
—De acuerdo, Paul. El diez por ciento.
—Si no bajas de ahí, te arranco yo a puñetazos.
—¿Es que me quieres buscar la ruina?
—Sólo quiero impedir que sigas timando a la gente.
—¿Tú, Paul? ¿Tú dices eso?
—Sí, yo digo eso.
Paul sacó el revólver y disparó al aire.
—¡Ciudadanos, lárguense! Y si quieren tener la cara hinchada, sólo tienen que rociarse con ese líquido… A cada uno de ustedes se le devolverá el importe del frasco en la comisaría. Pero no lo podrán hacer hasta mañana. ¡Vamos, lárguense!
Los ciudadanos, un poco asombrados al principio y luego murmurando por lo bajo, se fueron alejando.
—¡Maldita sea, Paul! —exclamó Joe Logan—. ¿Por qué me haces esto? Cría cuervos y te sacarán los ojos. ¿Cuántas veces le he dado de comer a este desgraciado, Matilde? ¿Cuántas veces le he dado de beber? ¡Y ahora me paga con mala moneda! ¡Eres un Judas, Paul! ¡Un Judas!
—Baja y calla.
Joe saltó del pescante.
—¿Vas a detener también a Matildita?
—No, a ella no. Matilde, será mejor que te alojes en el hotel de enfrente.
—De acuerdo, Paul.
Perkins cogió a Joe por el brazo
—Vamos, chico. A la cárcel.