CAPÍTULO XV
El chinito esbozó una sonrisa, y se pasó la lengua por los labios como un gato antes de despachar el plato de leche.
—Le felicito, señor Temple. Es usted un hombre con muchas agallas.
—¿Cómo debo llamarlo, chino?
—Ling.
—No se me olvidará. Me gustan los nombres cortos.
—Lo celebro, aunque no va a tener mucho tiempo para conservarlo en la memoria.
—Eh, chino, esto es una pistola —dije.
—No puede hacer nada contra mí, ni contra los miembros de «Supermundo».
—Es una buena arma.
—Dispare, señor Temple. Apreté el gatillo.
Se produjo el estampido y la bala chocó contra el muro de plástico o de lo que fuese, salió rebotada y se clavó en la pared.
—Siga disparando —dijo Ling.
No me interesaba seguir disparando porque aquellas balas rechazadas podrían venir hacia mí. Había imaginado desde hacía tiempo que aquel muro sería insalvable para los proyectiles de mi pistola, pero quise probar.
—¿Está ya convencido, señor Temple? —rió el chino.
Dominique estaba a mi lado. La atraje hacia mí y le apoyé el cañón de la pistola en la sien.
—Ling, ella es mi prisionera.
—Enhorabuena.
—Si no me deja el paso libre, le vuelo la cabeza.
Hubo un silencio. Sentí que el corazón de Dominique latía muy aprisa. El chino y sus cuatro compañeros de mesa estaban imperturbables.
—¿Qué espera, señor Temple? Mátela.
—¡No! —gritó Dominique.
—Apriete el gatillo, señor Temple —dijo Ling—. Ella ha cometido muchas torpezas en este asunto. Dejó que Ana Martin hablase. Consintió que usted investigase el caso. Debió impedir que ustedes se moviesen de Nueva York. Debió hacerlos desaparecer cuando llegaron a París… Son demasiados fallos.
Dejé colgar el brazo y Dominique dio un suspiro de alivio.
—¿Por qué no la mata, Temple? —preguntó el chino.
—Quizá porque ha caído en desgracia con ustedes.
—Es usted un estúpido sentimental, pero, de todas formas, Dominique no se va a salvar porque ya la condenamos a muerte.
—¡No, señor Ling! —gritó Dominique—. ¡No puede hacer eso conmigo!
—A callar.
—He trabajado para «Supermundo» desde que me enrolaron.
—Un fallo en «Supermundo», equivale a una traición.
—Oiga, Ling —intervine—, eso no es lo que hablamos ella y yo.
—¿Qué hablaron?
—Que yo iba a pertenecer a su organización. Le dije a Dominique que quería charlar con usted y es a lo que vine.
—¿Por qué?
—Yo prefería recibir instrucciones del supremo jefe. Soy un hombre que tiene la cabeza sobre los hombros. Las mujeres son caprichosas, ya lo sabe…
—Ha hecho una mala defensa de su causa, señor Temple.
—¿Por qué dice eso?
—Conozco muy bien a los tipos de su clase, señor Temple. Pelean hasta el fin por lo que ellos creen justo. Usted no es de los que se venden.
Sí, como él decía la sentencia era firme, una sentencia de muerte. Me saqué el naipe de la manga porque ya nada podía hacer. Las balas no habían podido nada contra aquel muro, debido a la materia conque estaba fabricado, pero quizá pudiesen con una cerradura.
Pegué un balazo a la cerradura y la puerta se abrió.
Dominique estaba más muerta de miedo que yo, pero ahora demostró que su instinto de conservación estaba muy adelantado. Abrió la puerta y salió al corredor.
Yo demostré que mi instinto de conservación era también bueno, y corrí detrás de ella.
Oí la vez rabiosa de Ling a mis espaldas.
—¡Que no se escape ninguno!
Dos tipos de cabeza rapada aparecieron por el fondo del corredor y los dos se pusieron a soltar plomo.
Entre ellos y yo se interpuso Dominique, y fue ella quien recibió las balas. Luego me llegó el turno y apreté el gatillo con alegría.
Los dos fulanos se vinieron abajo sin protestar.
La puerta del fondo había quedado abierta y corrí por allí, olvidándome del ascensor.
Un muchacho me estaba esperando con una metralleta, y me habría partido en dos si no me dejo caer en el suelo. De bruces, le receté los comprimidos y él, muy tontamente, los tragó por la boca.
Entre una pistola y una metralleta, la elección no es difícil.
Atrapé la metralleta y lo hice en un buen momento, porque dos calvos más aparecieron por una puerta a la izquierda.
No les di tiempo ni a enviarme un saludo. Solté un chorro de plomo hirviente y los calvos se pusieron a danzar en un estilo muy poco ortodoxo.
Luego salté por el hueco.
Los cinco miembros de «Supermundo» se pusieron a hacer cosas raras. La mayoría de ellos trataron de sacar pistolas.
Tal como estaban las cosas, procedí de la forma más ineducada, haciendo ladrar la metralleta.
Dos fulanos salieron volando por encima de la mesa y chocaron contra el muro de plástico. Ya eran pingajos.
Otros dos se doblaron sobre los sillones y, para ese entonces, ya estaban faltos de ojos, nariz y otros apéndices.
Me reservé para el final a Ling, porque fue el único que conservó la serenidad. Por algo era el supremo jefe. Se puso una mano sobre el pecho e hizo una reverencia.
—Es usted un gran enemigo.
De pronto se llevó la mano a la boca y tragó algo.
—¿Qué ha hecho, Ling?
—Vuelvo al Cosmos.
—¿Quiere decir que se ha envenenado?
—Sí. Otra vez me convertiré en átomos que viajarán por el espacio. Todo es divisible, pero todo se vuelve a juntar… Volveré, señor Temple. Téngalo por seguro que volveré. El mundo y yo tendremos una nueva cita.
Se derrumbó, chocó contra el brazo del sillón y cayó definitivamente en el suelo, boca arriba.
Había un teléfono sobre la mesa, y me puse a componer el número del Deuxiéme Bureau.
* * *
Los muchachos del Deuxiéme Bureau tenían trabajo aquella noche. La casa de modas era una de las tapaderas de la organización.
Sin embargo, se podía decir que «Supermundo» había entrado en el período de liquidación a falta de sus socios.
El comandante Ferniot jefe de la investigación Estratégica, sección del Servicio de Contraespionaje francés, un simpático hombre; estaba sentado al otro lado de la mesa y Ana y yo nos encontrábamos frente a él.
Ferniot dijo:
—Iban a matar al general durante la inauguración de un hospital en Claremont… Gracias a ustedes, eso no ocurrirá… Siento mucho que un miembro de nuestro propio servicio estuviese mezclado. Pero no es preciso que eso se cite y sé que puedo contar con la discreción de ustedes.
—Sí, comandante —dije—. Y ahora, si no nos necesita, Ana y yo quisiéramos darnos una vuelta por París antes de tomar el avión.
Sonó el teléfono y Ferniot, después de escuchar un momento, dijo:
—Para usted, señor Temple —sacudió un dedo en su oído y agregó mientras me alargaba el receptor—: Ese hombre parece muy enfadado.
Supe quién era y grité por el micro:
—¡No ladre, señor Strassman!
—Eh, señor Temple, ¿dónde está Ana?
—Conmigo, sana y salva.
—¿Cuándo la traerá?
—En seguida, señor Strassman, pero no puedo enviársela por medio de un cohete. Colgué, y Ana y yo nos despedimos del comandante Ferniot.
Ya fuera del despacho, en el corredor, Ana me obligó a detenerme.
—Jonathan, se me ha ocurrido algo para que no vuelva al colegio.
—¿Qué cosa?
—Casarme contigo.
Se puso de puntillas, me besó en los labios y echó a andar por el corredor. Yo no pude seguirla porque estaba como si me hubiesen clavado al suelo.
Solté una maldición porque aquella chica llamada Ana era un ciclón, y si a ella se le había metido en la cabeza casarse conmigo, ¿quién demonios lo iba a impedir?
FIN