CAPÍTULO XIV
Abandonamos la sala en donde se estaba celebrando la fiesta y caminamos por un corredor.
Vi dos puertas a la derecha, pero Dominique no se detuvo ante ninguna de ellas. Más allá había un ascensor. Subimos en él.
Para entonces ya me estaba llamando idiota y media docena de lindezas más. Sin embargo, tenía que sonreír a Dominique.
—¿Hay sesión plenaria, querida?
—Sí.
Y yo estaba allí, solo, pero tenía una pistola. Lástima que no me hubiese traído el rifle de cañón largo, pero hubiese abultado mucho.
Salimos del ascensor, y alguien que surgió por la derecha me golpeó en el cuello.
Me tambaleé hacia la pared de enfrente, primero porque me estaba ahogando y, en segundo término, porque me convenía alejarme de aquel elefante que me había golpeado con la trompa.
Choqué el hombro contra la pared y me di impulso para volverme. Siempre se completa el giro con la pistola en la mano, gracias a que uno antes ha ido tomando precauciones haciendo los movimientos precisos.
Nunca me había fallado.
Esta vez fue la primera. El elefante me volvió a trompear.
A decir verdad me pegó un patadón en la muñeca y la pistola se fue por el aire. Luego el tipo se me echó encima dispuesto a convertirme en picadillo.
Le vi la cara. Era feo, y no tenía un solo cabello. Su cabeza estaba rapada, como una bola de billar. Poseía un cuello de un búfalo, y su tórax era enorme, pero lo más interesante eran sus manos de estrangulador.
Y yo era el tipo que él iba a estrangular. Ya iba a cazarme por el cuello.
Me dejé caer y levanté los pies.
El tipo se fue por el aire, en un giro completo, pero el muy condenado sabía caer y lo hizo de espaldas.
Me lancé en zambullida sobre la pistola, pero antes de que llegase junto al arma, un piececito muy mono pegó un patadón, alejándola cinco metros por el corredor.
Dominique, la dueña del piececito, rió.
—Pelea como un hombre.
Habría peleado aunque ella no me hubiese dado aquel consejo, porque el tipo que estaba a mi lado soltó un bufido, y la oleada de aire casi me derribó.
Giré hacia él, y lo vi a un par de metros, las piernas arqueadas, los brazos separados del cuerpo.
Me recordó al genio de la lámpara de Aladino, y por unos momentos busqué en la mente una palabra útil para que aquel monstruo desapareciese. No, no lo iba a conseguir de modo que abandoné el intento.
El sujeto ya estaba en marcha.
—Pártelo en dos, Ubu —dijo Dominique.
Ubu soltó unos gruñidos ininteligibles.
Entonces comprendí lo que pasaba. Era una bestia que no había leído a Darwin, y, por tanto, se perdió la oportunidad para evolucionar y convertirse en un hombre, y lo peor del caso era que yo no tenía tiempo para convencerle de que debía irse a la selva.
Avanzó hacia mí con los ojos chispeantes, la boca entreabierta, soltando baba.
—Eh, Ubu —dije—, vuelve a la jaula y te llevaré un puñado de castañas. Arrugó la nariz. No le gustaban las castañas.
Saltó como un auténtico gorila, con los pies por delante, me los plantó en el pecho y me derribó.
Creí que ya no podría levantarme, todas mis costillas se habían quebrado, el corazón me había salido por la espalda. Tenía que ser así, porque no podía llevar ni una brizna de oxígeno a mis pulmones.
No sé de dónde saqué fuerzas para ponerme en pie.
El tipo atacaba otra vez. Me lancé sobre él de cabeza y le solté un testarazo.
Un tipo normal habría tenido bastante para irse al otro mundo. Pero Ubu no era un tipo normal. Logré hacerle caer, pero quedóse sentado, perplejo porque un mosquito se hubiese atrevido a darle un picotazo. Aproveché su desquite para pegarle un puntapié en la mandíbula.
Fui yo el que lancé un aullido de dolor, porque creí que el muy cochino me había partido el pie.
Ubu se sintió muy molesto por aquellos golpes. Me pegó un manotazo.
Esta vez logré evitar que me pillase de lleno, pero rodé por el corredor, llegué junto a la pistola, y la cogí.
Ubu lanzó un chillido, y echó a correr.
—Quieto —le dije.
¿Probaron a detener un tren con una pistola, un orangután gigante con un rifle, un dinosaurio con una honda?
Apreté el gatillo.
El proyectil golpeó en el pecho de Ubu, y él siguió corriendo hacia mí. Disparé otra vez a la cabeza.
Su cara no estaba protegida y un obús siempre es un obús. Se quedó quieto, soltó unos gruñidos y se desplomó.
Creí que yo también iba a caer porque habían bastado tres golpes de Ubu para que tuviese la impresión de que había estado boxeando treinta asaltos con Casius Clay, el ídolo de mi amigo Jim Dapple.
Dominique echó a correr.
—Párate, nena, o hay otra bala para ti.
Se detuvo porque mi voz sonaba amenazadora.
—Yo no sabía que él estaba aquí —dijo.
—Claro, tú eres una pobre muchacha ingenua, y no sabías que te metías en la boca del lobo, pero ahora vas a obedecer, cariño. ¿Dónde está el jefazo, o ya olvidastes que veníamos a eso?
—Jonathan, márchate.
—No.
—Lo digo por tu bien. Ahora puedes llegar a la calle…
—No quiero perderme el espectáculo, y hasta ahora sólo vi un número.
—Como tú quieras.
—Déjate de trampas, Dominique. A la próxima no lo cuentas. Fui junto a ella.
Dominique miró una puerta que había a la derecha.
—Tengo prisa, nena.
Ella abrió aquella puerta y la empujé al interior.
Nos encontramos en una espaciosa sala muy bien decorada, con muebles caros, pero todos los objetos que había allí eran de procedencia oriental.
Sin embargo, no vi ninguna persona.
—No me digas que el jefe se hizo invisible, dulzura… De pronto se oyó un zumbido.
Miré hacia arriba. Algo estaba bajando del techo, una especie de cristal o de pared de plástico.
No me fié.
—Nena, hay que salir de aquí ahora mismo.
Dominique trató de abrir la puerta por la que habíamos llegado.
—No se abre —dijo.
—Otro truco, ¿eh?
—Intenta abrirla tú.
La aparté a un lado y presioné el tirador. No, esta vez ella había dicho la verdad. La puerta no se podía abrir. Seguía oyendo aquel zumbido siniestro. La pared de cristal iba a dividir la habitación en dos sectores.
Dominique quiso echar a correr para pasar al otro lado, pero yo la atrapé.
—Quédate aquí, cariño.
Forcejeó conmigo, pero yo no la dejé libre.
La pared siguió bajando hasta que llegó al suelo. Entonces dejó de oírse el zumbido. Seguíamos solos en aquella habitación ahora dividida por un muro transparente.
Al otro lado se abrió una puerta y empezaron a entrar hombres. Conté cuatro. Uno era alto, con cara de alemán, otro moreno, con aspecto de latino, un suegro, otro tipo con una gran cabellera. Todos vestían con trajes de buen paño, y eran elegantes.
Se fueron sentando alrededor de una mesa.
Entonces entró el quinto hombre. Era un chino, aunque vestía como un occidental, robusto, de talla mediana.
Los cuatro que lo habían precedido saludaron con una reverencia. El chino se sentó en el centro de la mesa, me miró sonriente y dijo:
—Bienvenido a la sesión plenaria de «Supermundo», señor Temple.