CAPÍTULO XIII
—Soy Marcel Gros —dijo mi prisionero.
—Señor Gros, usted sabe que sólo puede marcar este número en caso de una emergencia grave —dijo Dominique.
—Ya se produjo la emergencia grave.
—¿Qué pasa, señor Gros? —preguntó Dominique.
—Se trata de Pierre Surmont… está muerto.
—¿Cómo?
Le hice una nueva señal a Marcel.
—Pierre Surmont ha sido muerto por Jonathan Temple.
—¿De qué está hablando, señor Gros? ¡Usted era responsable de Jonathan Temple!
—Todo salió bien, hasta que llegamos aquí.
—¿Y qué pasó ahí?
—Jonathan Temple mató a Pierre Surmont, y huyó con Ana Martin…
—¿Qué hacía usted entretanto?
—Me dejó sin sentido.
—Señor Gros, ha faltado gravemente a su deber.
—Lo sé.
—Se reunirá conmigo inmediatamente.
—¿Dónde debo ir?
—¿Conoce la casa de modas de Marie Galante?
—Desde luego.
—Se celebra una fiesta con motivo de un desfile de modelos. Habrá mucha gente. Nos veremos allí…
—De acuerdo.
—Le espero dentro de una hora.
—No faltaré.
—Señor Gros, ¿se encuentra bien?
—Perfectamente. Sólo sufrí una pequeña herida en la cabeza.
—¿Hay alguien con usted?
—Nadie. Bueno, sólo el cadáver de Pierre Surmont. ¿He de ocuparme de él?
—No. Los criados sabrán qué hacer. Después de esto, Dominique colgó.
Habían quedado aclaradas unas cuantas cosas, pero la más importante de todas era la relativa a los criados. Seguro que nos estaban esperando.
Como si hubiesen oído la voz de ataque, se abrió la puerta, y entró el patilludo con un rifle de largo alcance.
Comprendí sus intenciones de probar su puntería, pero no le di tal satisfacción.
Apreté el gatillo, y le mandé un obús que le sentó muy mal porque fue alcanzado en mal sitio, entre la barbilla y la nariz.
Marcel estaba todavía en el sillón y no tuvo oportunidad para hacer nada contra mí.
—Levántate, Marcel, y ve delante de nosotros.
—Me matarán los otros criados.
—Si lo hacen, te lo habrás buscado.
—Jonathan, no puedes hacer esto conmigo.
—A callar, y ve delante.
—Deja al menos que lleve un arma. Te doy mi palabra de que dispararé contra ellos y no contra vosotros.
—Apelación rechazada —le dije y lo obligué a que se levantase.
Echó a andar con paso vacilante, hacia la puerta mirando al paso el cadáver de Pierre Surmont y el del criado.
Al llegar al hueco, se detuvo y volvió la cabeza implorante.
Atrapé el rifle que había utilizado el criado y entonces le lancé la pistola a Marcel, el cual la alcanzó al vuelo.
Me apuntó con el arma, pero yo lo estaba apuntando con el rifle.
—Recuérdalo, Marcel, lo vas a utilizar contra ellos.
—Seguro.
—Entonces, sal.
Marcel echó a andar y lo hizo con precaución. Se acercó al hueco y se detuvo mirando hacia el vestíbulo. De pronto hizo fuego.
Se oyó un grito y un cuerpo cayó de lo alto de la escalera y se estrelló en el suelo. Marcel volvió la cabeza.
—Ya lo ves. Cacé a uno de ellos.
En ese momento sonó otro disparo. Marcel soltó un grito y se derrumbó.
El hueco quedó libre, y pude ver al individuo que había alcanzado a Marcel. Estaba detrás de una columna y se disponía a disparar contra mí.
Apreté el gatillo del rifle y sonó un cañonazo.
El tipo voló por el aire como un espantapájaros impulsado súbitamente por un huracán. Golpeó contra la barandilla de la escalera y parte de él se quedó allí, y el resto cayó abajo.
Se hizo un silencio en la casa.
La servidumbre había quedado muy reducida porque tres criados, o lo que fuesen, se habían ido al infierno con su amo.
Me acerqué a Marcel y lo vi con los ojos abiertos. Había recibido el plomo en la boca del estómago. Ni siquiera se había quejado. Después de todo, él había querido finalizar su vida.
Ana estaba a mi lado.
—¿No quedará más gente? —preguntó.
—No lo sé, pero ponte detrás de mí. No podemos quedarnos aquí el resto del año.
—Sí, Jonathan.
Salimos de la habitación y nos pusimos a caminar hacia el vestíbulo. No veíamos a nadie.
Llegamos al vestíbulo.
Fue entonces cuando vi al tipo que estaba en lo alto.
Disparamos casi al mismo tiempo, pero yo le gané por una décima de segundo, lo bastante para desviar su brazo.
Su proyectil golpeó contra la puerta por encima de mi cabeza.
El fulano ya no podía hacer ningún disparo porque mi rociada de plomo le había pillado de lleno la cabeza.
—Aprisa, Ana.
La muchacha abrió la puerta y los dos salimos.
Cerré la puerta y dije:
—Aquí van a trabajar en grande los de las pompas fúnebres.
Miramos por los alrededores del auto, pero no se veía ningún enemigo. Nos metimos en el coche de Marcel Gros, y Ana lo puso en marcha.
Poco después estábamos otra vez en la carretera, de regreso a la ciudad de las luces.
—¿A quién vas a pedir ayuda, ahora, Jonathan?
—A nadie.
—Debes intentarlo otra vez con Deuxiéme Bureau.
—Oh, sí, claro. Pediré auxilio a otro funcionario del Deuxiéme Bureau, y nos levantará la tapa de los sesos.
—No puedes creer en serio que todo el mundo está con ellos.
—No, pero ya no podemos elegir. Las agujas del reloj corrieron mucho y seguirán sin detenerse. Tendré que resolver esto por mi propia cuenta.
—Inclúyeme a mí.
—No, nena, desde ahora quedas excluida.
—¿Qué quieres decir?
—Que te apartarás de esto.
—No puedes dejarme fuera. Tú no puedes contra todos.
Le sonreí. Era muy valiente aquella muchacha, pero había llegado el momento de pegar fuerte y duro, y lo haría mucho mejor si Ana no estaba cerca de mí.
—Te voy a dejar en un hotel, pequeña.
—Como tú quieras.
—Así me gusta. Que seas obediente.
Le dije por donde tenía que ir y poco después llegamos al hotel Sicilia.
Conocía al dueño, Jacques Cossard, un argelino que, cuando se armó lo del norte de Africa, emigró a París y compró aquel negocio.
Jacques era un grandullón con cara de gorila.
Me apretó la mano y estuvo a punto de dejarme manco. Hice las presentaciones y luego dije:
—Ana se va a quedar contigo hasta mañana, Jacques: No quiero que salga a la calle por ningún concepto.
Ana protestó:
—Eh, quiero conocer París. Es la primera vez que estoy aquí. No puedo marcharme sin pasear por sus calles.
—Ya habrá tiempo para eso.
Hizo un gesto de niña que se queda sin postre como castigo.
—Está bien, Jonathan. Me quedaré con Jacques. Puse la mano sobre el hombro de mi amigo.
—Jacques, no te puedo contar nada ahora, pero ella y yo estamos metidos en un lío que ha hecho correr mucha sangre… Sé que no nos han seguido, pero todas las precauciones que tomes serán pocas.
—No te preocupes, Jonathan, si alguien viene a hacerle daño a la muchacha, le casco la cabeza como una nuez.
—Confío en ti.
—Elegiste al mejor tipo.
—Gracias, Jacques.
Hice un saludo y eché a andar hacia la puerta.
—Espera, Jonathan —dijo Ana.
Corrió a mi lado y tomó una de mis manos entre las suyas.
—¿Qué hago yo si te matan?
—Jacques se ocupará de dejarte en el avión de Nueva York.
—Pero entonces cometerán el atentado…
—Sentiría mucho que eso llegara a ocurrir, pero te estarás quieta.
—No quiero que mueras, Jonathan.
Antes de que pudiese impedirlo, me echó los brazos al cuello y me besó en la boca. Me desembaracé de ella como pude, y salí a la calle.
Ya en el auto de Marcel, me dirigí a la rué de la Paix, donde se ubicaba la casa de modas de Marie Galante.
Mi intención era atrapar a Dominique. Hasta ahora no había hecho un solo prisionero, y eso era lo que me podía servir. Por añadidura se trataba de la rubia del abrigo de astracán, que estaba demostrando ser una personalidad en aquella organización con el extraño nombre de «Supermundo». En Nueva York, Dominique se había encargado de apartarnos del asunto, la habíamos encontrado a nuestra llegada a París, y por si faltaba poco, cuando Marcel Gros marcó un número para un caso de emergencia, fue su voz, la de Dominique, la que contestó desde el otro extremo del cable.
Dejé el coche donde pude y me dirigí a la casa de modas. Vi entrar a gente muy estirada.
Un portero galoneado pedía las invitaciones. Yo no llevaba la mía. Atrapé un billete de cinco dólares y al llegar ante él se lo ofrecí.
El tipo miró el billete y me echó un vistazo a la cara. Creí que iba a protestar, pero atrapó el dinero y me hizo una señal para que entrase.
La fiesta era la que correspondía a una ciudad como París. Se veía mucha gente distinguida.
Me fui derecho al buffet.
Las fuentes de viandas eran atacadas con ejemplar educación y las copas vaciadas con exquisita rapidez.
Comí y bebí algo.
Una mano tiró de mi brazo.
Me volví y contemplé ante mí a una joven de cabello rojizo, muy mona, de nariz respingona, y ojos ardientes.
—Yo te conozco a ti, pero no sé de qué —mascullé.
—Del hipódromo.
—Nunca voy a las carreras.
Yo ignoraba quién era ella, naturalmente, pero tenía que andar con pies de plomo, por si me la enviaba Dominique.
Ella me estaba observando escrutadoramente.
—Ya sé de qué te conozco.
—¿Sí? —Pude decirle.
—De otra fiesta como ésta —contestó ella con la mayor naturalidad—. Te pusiste a cantar y a cantar.
—Tengo muy mala voz.
—Pero tú cantabas y debes cantar ahora. Estaba ebria.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Wanda.
—De acuerdo, Wanda, voy a cantar.
—Que bien.
—Pero el doctor me recomendó que no lo hiciese antes de tiempo.
—¿Antes de tiempo?
—Debo comer mi ración para que esté fuerte cuando suelte el do de pecho.
—¿Cuánto tardarás?
—Como media hora.
—Entonces volveré contigo.
Wanda se marchó balanceándose un poco, con lo cual concedió a su cuerpo mayores atractivos.
Un tipo rechoncho estaba a mi lado. Parecía haber brotado del suelo. Me sonrió.
—No haga caso a Wanda.
—¿La conoce?
—Es popular en todas estas exhibiciones. Se emborracha enseguida, y obliga a cantar al hombre que más le gusta.
—Debo sentirme halagado.
—Quizá usted lo haga bien.
Me pregunté si aquel tipo me hablaba con intención. Tal como estaban las cosas, eso podía ocurrir.
Él estaba cogiendo bocadillos de la mesa y poniéndolos en una pequeña bandeja. Finalmente hizo un saludo con la mano y también se alejó.
Saqué un cigarrillo y una mano me ofreció la llama de un encendedor. La mano pertenecía a un brazo desnudo.
Encendí el cigarrillo, y dije:
—Hola, Dominique.
Ella dio unos pasos y se puso delante de mí.
Dominique estaba muy hermosa con un vestido de escote generoso, y ya no era rubia, sino morena.
—Tienes un buen juego de pelucas, querida.
—Son de lo mejor, ¿verdad? Me las hacen para mí en Londres.
—Eres una mujer internacional.
Me mostró un encendedor en donde había grabado un dragón.
—Esto me lo regaló un chino. En Hong-Kong.
—¿También pertenece él a la pandilla?
—¿Eh?
—«Supermundo». Sus labios sonrieron.
—Eres un tipo duro, Jonathan. Debí suponer que ese estúpido de Marcel Gros no podría contigo… Y ya no tuve duda de ello cuando me habló por teléfono. Estuvo claro para mí que tú estabas a su lado, apuntándole con una pistola.
—De modo que no te he dado la sorpresa.
—En absoluto, aunque, en cierto modo, las cosas no han salido como yo quería —hizo una pausa—. Pensé que traerías contigo a la chica.
—Ella renunció a proseguir la aventura.
—No lo creo. Estoy segura de que ella deseó acompañarte, y tú la has retirado de la circulación. ¿Dónde la dejaste?
—Cariño, no esperarás que te lo diga…
—No, ya lo sé.
La joven tomó dos copas de champaña y me ofreció una.
—¿Por quién es el brindis? —pregunté.
—Por ti y por mí.
—¿Y qué es lo que celebramos?
—Tu ingreso en «Supermundo». Bebimos un trago mirándonos a los ojos.
—Está bien, nena. Ingresaré, pero quiero dejar bien sentadas mis condiciones.
—No te preocupes del sueldo.
—Quiero hablar con el jefazo.
—«Supermundo» sabe pagar bien.
—Prefiero arreglármelas con el jefe supremo.
Dominique no contestó al pronto. Puso la copa en la mesa y dejó correr unos segundos. Finalmente dijo:
—De acuerdo, Jonathan. Vas a conocer al jefe supremo. Se puso en marcha y yo fui detrás.
Mi bombilla roja mental se encendió. Otra vez estaba en peligro, pero eso era lógico porque estaba cometiendo la mayor tontería de mi vida.