CAPÍTULO VII
—No se atreverá a disparar —dijo la rubia.
—Lo haré si a Ana le pasa algo.
—¿Ana? ¿Quién es Ana?
—No me refiero precisamente a Ana Bolena, sino a Ana Martin.
—No conozco a ninguna Ana Martin.
—Oye, rubia, si tú me la pegases, me tiraría al río.
—Por mí puede tirarse desde el puente más alto.
—Estamos perdiendo un tiempo precioso. Sólo quiero salvar a Ana. Es tu vida por la de ella. A la de tres hago contigo una carnicería.
Vio en mis ojos que yo sería capaz de estropearle su belleza.
—Pregunte, entrometido.
—¿A dónde fue el tipo?
—Al lavabo de señoras.
—¿Vestido de vieja?
—Muy gracioso.
La empujé hacia los servicios destinados a las damas. Duck nos siguió en un galope.
Nos detuvimos a la entrada y le guiñé un ojo a Duck.
—¿Tienes ahí el quitapenas?
—Seguro.
—Vigila a la rubia. Yo voy a ver lo que pasa ahí dentro.
—Sí, Jonathan.
—Si ella pretende escapar, dispara primero y pregunta después.
Al entrar en los servicios me crucé con una señora de pelo blanco. Me miró asombrada.
—Tengo que ayudar a mi abuelita —dije, y seguí adentro.
Oí un grito procedente de un compartimento del fondo, a la derecha. Me detuve pensando que Ana podía estar amenazada por el tipo.
Era la sección destinada a duchas.
Me colé en el cubículo de la izquierda, que estaba libre.
Pegué un salto y atrapé el borde de la pared adyacente. Había un hueco. Me icé a pulso.
Entonces vi a Ana. Estaba arrimada a la pared, los ojos llenos de terror.
El hombre del traje gris y el abrigo oscuro la amenazaba con un cuchillo. Claro, una pistola se podía oír. El estaba justamente debajo de mí y no me podía ver.
Deseé con todas mis fuerzas que Ana no levantase la mirada. Entonces me descubriría y yo no podría hacer nada por ella.
Tendría que darme mucha prisa o Ana moriría allí mismo.
Era una suerte para mí que la ducha estuviese en marcha, derramando agua muy aprisa.
—¿Qué es lo que sabes, nena? —preguntó el asesino.
—Nada, absolutamente nada.
—¿Y qué es lo que haces aquí?
—Ya lo ve. Iba a tomar una ducha.
—Claro. Eres una muchacha muy limpia —el individuo rió.
—Sí, señor. Lo soy, desde pequeñita.
Yo continuaba izándome, y fue entonces cuando ella me vio. En seguida bajó la mirada.
El individuo dio un paso adelante y juré que su próximo gesto sería levantar la cabeza. Si las cosas pasaban así, podría imaginar lo que sucedería: el asesino pegaría un par de cuchillazos en el cuerpo de Ana y echaría a correr. Yo lo atraparía, de eso estaba seguro, pero Ana se convertiría en un hermoso cadáver de diecisiete años.
Sin embargo, el tipo no levantó la cabeza.
—Sé lo que ibas a hacer, Ana —dijo a la muchacha.
—¿A qué se refiere?
Ahora ella trataba de ganar tiempo.
—Te ibas a largar a París, nena.
—No, señor. Iba a otro sitio.
—¿A cuál?
—A Los Ángeles.
—¿Crees que soy idiota?
—Sí… ¡Oh, no…!
—Vas a París para avisar al Gobierno francés de que al general le van a dar el pasaporte.
—Yo sólo tengo un amigo en el ejército, y es cadete. Está en la academia de West Point. Quizá lo conozca. Se llama Frederick, y le gusta la tarta de manzana. ¿Sabe que mi tía Emma sabe hacer muy bien la tarta de manzana? Le daré la receta, y así se la podrá pasar a su mujer…
—¡Ya basta!
—Le aseguro que su mujer se va a alegrar mucho de la tarta de manzana. Yo estaba a punto de llegar a lo alto.
Entonces el individuo sonrió.
—Estás muerta de miedo, pero se te va a pasar enseguida. Un cuchillazo y se acabó.
—No quiero morir. Tengo dinero en el banco. Más de cien dólares. Son suyos, si me deja seguir respirando.
—No hay nada que hacer, nena.
Ana fue a gritar, mientras él daba un paso para meterle la hoja de acero en el cuerpo. Fue entonces cuando caí sobre el asesino.
Los dos rodamos por el suelo.
Yo tenía una gran preocupación: librarme del cuchillo.
Ana saltó por encima de nosotros, para escapar, pero la bola humana tropezó con sus piernas y la derribamos.
Ya tenía en mi poder la muñeca armada del fulano y la retorcí sin piedad, pero el tipo era duro de huesos y no soltó el arma.
Su cara y mi cara estaban muy juntas. Juro que era feo como un demonio, y con unos ojos que indicaban perfectamente su profesión, la de un loco asesino. Aposté que había empezado matando hormiguitas, pájaros y todo lo que tuviese vida, cuando se puso a andar a gatas.
—Puerco —me dijo.
—Gusano.
—Te voy a pinchar como una aceituna.
Así diciendo, me acometió con la hoja de acero.
El muy bastardo, estuvo a punto de conseguir su propósito. El pincho de acero quedó a una o dos pulgadas de mi cuello. Sus ojos se desorbitaron.
—Te voy a degollar como a un cerdo —dijo.
Dirigí una mirada a Ana. Estaba en el fondo del cuarto, en el rincón, paralizada por el miedo.
—Ahora mismo le ayudo, señor Temple —dijo.
—¡No te acerques y echa a correr! —le grité.
Era lo mejor para ella, porque si aquel tipo me pinchaba, se ocuparía luego de Ana, y ya no habría probabilidad de que el héroe de la Resistencia francesa salvase su piel.
Pegué un rodillazo en el bajo vientre del asesino y eso me salvó momentáneamente. Rodamos otra vez por el suelo.
El fulano lanzó un grito de protesta. Tenía razón para ello.
El cuchillo se había introducido en su vientre como en un bloque de mantequilla. Cayó por mi derecha y quedó boca arriba.
Me arrodillé a su lado.
—¿Cuál es tu nombre, muchacho? —le pregunté jadeando. No dijo nada.
Estaba moviendo sus manos temblorosas hacia el cuchillo porque quería quitárselo.
—No te molestes, chico. Tomaste una ración demasiado grande; hasta el mango.
Le hizo gracia mi chiste. Se rió y estuve a punto de llamar a Duck. Yo había conseguido hacer reír a aquel tipo, que, con toda seguridad, no había reído en toda su vida; ni cuando celebró sus bodas de plata con el crimen.
Y así murió: riendo.
Me puse en pie y solté un resoplido.
Ana se echó en mis brazos y yo la apreté contra mi pecho.
—Ya pasó todo, Ana.
Alzó su cara. Sus grandes ojos, que ahora no cubría con las gafas negras, reflejaron cien gramos de agradecimiento.
—¿Cómo te sorprendió?
—Me metí aquí para alejarme de ti. Hubo un forcejeo en la puerta y pensé que eras tú. Debía tener ganzúa o una llave falsa, porque abrió y entró. Lo demás ya lo sabes.
—Eso te pasa por no ser obediente.
—No repitas, que también poseo mucha imaginación.
—Te hablé en serio antes, cuando te dije que ya estaba convencido. Este hombre mató a Frank Cole, el periodista a quien Owen Malsom le contó tu historia.
—¡Oh! —dijo—. Entonces ellos lo saben y tratan de impedir que yo llegue a Francia.
—Salgamos de aquí cuanto antes. Tengo una prisionera.
—¿A quién te refieres?
—A la rubia que daba órdenes a «Traje Gris». Ya que no puedo interrogar al tipo, será ella quien conteste a mis preguntas.
—¿Crees que te responderá?
—Conozco algunos medios que resultan muy convincentes. Salimos del cuarto donde el muerto se estaba duchando.
Otra vez estaba allí la señora del cabello blanco, quien agrandó los ojos al verme.
—¡Oh, no…! ¡No es posible! —dijo. La pellizqué en la barbilla y dije:
—No debió beber tanto, y ahora no sufriría el «delirium tremens».
En ese momento se abrió la puerta, y la señora del pelo blanco lanzó otro grito, ya que entraba otro hombre: Duck Simpson.
Mi confidente se tambaleaba.
De pronto dobló las rodillas y cayó en el suelo.
Tenía motivos para tambalearse. Le habían clavado un estilete entre los omóplatos.
La señora del pelo blanco dijo otra vez aquello de que no era posible, soltó otro chillido y se desmayó.
Ana contuvo el grito que iba a salir de sus labios.
Me incliné nuevamente sobre un cuerpo claveteado.
—Duck —dije. Simpson abrió los ojos.
—Soy un estúpido… Otra vez me la volvió a pegar. Me advertiste contra ella, pero esa rubia fue condenadamente lista… Demasiado para mí…
Luego exhaló el poco aire que tenía en sus pulmones y se murió. Tomé a Ana por el brazo.
—Vámonos de aquí. Ella llevaba su maleta.
Salimos de los servicios y echamos a andar muy deprisa.
—Jonathan, ¿qué va a pasar ahora?
—Nada. Excepto que quizá, a partir de hoy, llamen a este aeropuerto «El de los hombres acuchillados».
—Tú ya sabes a qué me refiero. Al atentado contra el general De Gaulle.
—Lo impediremos.
—Cada vez estoy más convencida de que va a resultar un poco difícil.
—No te preocupes. Soy un tipo con muchos sesos.
—Tengo un boleto para el vuelo 304. Mi avión saldrá en un par de horas.
Nos detuvimos entre la gente, lejos ya de las dependencias, donde dos cadáveres y una mujer desmayada iban a causar sensación.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Ana.
—Necesito pensar.
—¿Y por qué no piensas mientras volamos a Francia?
—Tú no Vas a ninguna parte, Ana.
—¿Qué estás diciendo?
—Mi cliente ahora es el señor Strassman.
—¿Y qué?
—Tengo que devolverte al colegio.
—No lo consentiré.
—Tienes diecisiete años, y debes estar dando clases con la señorita Popkin. Tienes que aprender mucho en la vida.
—Ya lo sé todo.
—Eso es lo que creéis las de vuestra edad hoy día. Pero os falta mucho.
—¿Qué nos falta? —preguntó ella con aire desafiante.
—¿Quieres dejar de interrumpirme? Te dije que quería pensar.
—Muy bien. Piensa todo lo que quieras, pero nos tenemos que separar. Fue a marcharse, pero la sujeté por el brazo.
—No intentes escapar otra vez, y olvídate de mis espinillas.
Ella hizo un gesto enfurruñado, pero guardó silencio, y por fin pude pensar.
Tenía varios caminos para seguir. Podía recurrir a la ONU al F. B. I.?, o a la Interpol, aunque aquel asunto quizá necesitase los amantes cuidados de James Bond.
—Vamos, Ana.
—¿Adónde?
—A visitar a un amigo.
—Pero te he dicho que mi avión saldrá en dos horas.
—Olvídate de tu avión.
Tiré de ella con energía y se dejó conducir hacia Ja playa de estacionamiento. Poco después nos poníamos en camino en mi automóvil.
—Dame un cigarrillo, Jonathan.
—¿Ya fumas?
—Claro que fumo.
—¿Desde cuándo?
—Lo menos tres años.
—Estás muy adelantada.
—Eso me han dicho unos cuantos hombres.
—¿Y dónde vistes a esos hombres?
—En bailes, fiestas… Tenemos un día libre a la semana y podemos hacer lo que queramos…
Me pregunté hasta dónde habría llegado Ana en sus relaciones con los hombres, y la clase de fiestas a que sería aficionada.
Poco después llegamos al edificio del F. B. I.
Pregunté por el inspector Robert Clymer y me dijeron dónde debía ir para encontrarlo. Robert Clymer me estrechó la mano y presenté a Ana.
—Hace muchos meses que no te veía, Jonathan.
—Estuve escondido porque la policía local me quería encerrar. Rió mis palabras.
—Siempre el mismo Jonathan Temple. ¿Cuándo tomarás la vida en serio?
—Ya la tomé.
—Me gustaría que lo demostrases.
—Allí va la demostración. Van a asesinar al general De Gaulle.
Clymer está por los cincuenta años. Se casó muy joven y ya es abuelo. Cinco años atrás le habían pegado un tiro en un mal sitio y lo dejaron inútil para corretear por el mundo. Entonces lo destinaron a las oficinas. Había sido un hombre con fama de duro, aunque ahora no lo parecía.
Se me quedó mirando después de oír mis palabras.
—¿Es eso todo, Jonathan?
¿Qué más quieres? ¿Una confesión grabada del jefe del complot?
Clymer se levantó y fue a un archivador que había en el fondo, uno de esos grandes monstruos que utilizan los organismos del tipo del F. B. I. Apretó tres o cuatro botones y la máquina empezó a encender bombillas y puso en marcha varios mecanismos. Por un lado Clymer recogió unas cuantas tarjetas. Eligió una entre ellas y dijo:
—Cartas amenazadoras contra el general De Gaulle, recibidas durante los últimos cinco años, 354… Amenazas de muerte con armas de fuego, 205. Con tartas y otros dulces envenenados, 57… y 42 cartas en las que los medios para liquidar al general De Gaulle son variados, y van desde un rayo especial que cruzará el océano Atlántico, hasta los que aseguran que matarán al general por medio de poderes ocultos.
Dejó la tarjeta sobre la mesa y sonrió:
—¿En qué sección incluyo la tuya, Jonathan?
—Todavía no lo sé, pero ya hay dos muertos.
—¿Cómo?
—Acuchillaron a dos tipos en el aeropuerto de J. F, Kennedy, y eso ocurrió hace unos minutos.
—¿Qué tiene, que ver que acuchillen a dos tipos en el aeropuerto con el supuesto atentado contra el general De Gaulle?
Señalé a Ana.
—Ella es la causante indirecta de esas muertes.
—Vaya, tienes una historia para colocar…
—Si no la tuviese, no habría venido.
—Cuéntala.
Invertí unos minutos en resumir el caso. Mi amigo escuchó atentamente dando largas chupadas a un apestoso cigarro.
Al fin terminé, y Clymer se pasó una mano por su casposo cabello.
—No está mal.
—Celebro que te guste, Bob.
—Pero no podemos intervenir.
—¿Y por qué no?
—No hay pruebas.
—¿Cuántos muertos necesitas aparte de los dos que ya hay?
—No se trata de muertos.
—¿Cuál es el problema?
—Según tu historia, el crimen se va a cometer en Francia. Nosotros no tenemos jurisdicción allí. Por otra parte las relaciones oficiales…
—Que yo sepa tenemos un embajador en París, y hay uno francés en Washington.
—Sí, es verdad, pero Francia y nuestro país no están precisamente disfrutando de una luna de miel.
—No, y eso lo sabemos todos sin necesidad de pertenecer al F. B. I.
—Fuera los sarcasmos.
—Está bien. Dejemos los sarcasmos y tengamos en cuenta sólo la realidad.
—Esos hombres fueron acuchillados aquí, en Nueva York…
—Adelante, ¿qué más?
—Podemos dar un informe.
—¿Y qué pasará con el informe?
—¿Quieres que te diga la verdad?
—Siempre la prefiero a una mentira, tratándose del F. B. I. y no de una mujer.
Pegó un mordisco al cigarro y creí que lo seccionaba, pero le quedó colgando en los labios.
—Jonathan, lo malo que tienes tú es que exasperas.
—Olvídate de eso, y respóndeme como un muchachote del F. B. I.
Sus ojos se convirtieron en dos centrales eléctricas con potencia suficiente para iluminar a la ciudad de Nueva York en caso de otro apagón.
—Los franceses no tomarían en cuenta nuestro informe oficial. Pensarían que se trata de una operación de alto nivel para buscar su agradecimiento, para que no nos pusiesen dificultades en el Vietnam, para que acogiesen las sugerencias de nuestro presidente con más calor. No, Jonathan, quítatelo de la cabeza, no admitirán el peligro para su presidente. Y la razón es muy sencilla. Allá en París están recibiendo constantemente cartas y llamadas telefónicas amenazadoras. ¿Cuántos complots contra el general De Gaulle se han descubierto desde el año 1958? Vosotros, por la Prensa, os habéis informado de algunos de ellos, de media docena, pero han existido veinte o treinta más de los que no habéis tenido idea.
—Y vosotros sí.
—Sí, para eso nos pagan, y es nuestra profesión. Respiré un poco de aire.
—Anda, Bob, inténtalo —dije.
—¿Qué es lo que tengo que intentar?
—Llama a un francés y dile lo que traman contra su presidente.
—Estupendo. ¿Quién digo que lo va a matar? ¿La Asociación Patriótica de niños amantes de David Crocket y Daniel Boone?… ¿La Sociedad de Conservación de las Costumbres Americanas George Washington?
—No hace falta que digas el nombre, porque no lo conocemos.
—Es peor todavía. ¿Por dónde investigarán?
—Es cuestión de ellos.
—Lo encuentras sencillo, ¿eh?
—Con probar no se pierde nada, Bob.
—Muy bien. Tú ganas, gran hombre.
Robert Clymer se apartó el cigarro de la boca, y lo puso sobre un cenicero. El humo de aquella cosa me estaba enfermando.
Mientras tanto, Robert marcó un número.
—¿Hablo con el señor Hubert Bardin?… —dijo—. Aquí Robert Clymer del F. B. I., Señor Bardin, tengo mucho gusto en entablar esta conversación… Sí, sí, es confidencial… No, no es cuestión del señor Hoover. Usted ya sabe cuál es mi cargo aquí… Archivo en la Sección de Emergencia… Señor Bardin, tenemos serias razones para suponer que el general De Gaulle va a ser objeto de un atentado… Eso es, señor Bardin, un atentado… No, no puedo decirle nada con respecto al grupo de confabulados, porque lo ignoramos, pero ya han habido aquí dos muertes… ¿Qué soy, muy amable?… Oh, sí, señor Bardin. Soy muy amable… Tomará nota, ¿eh?… Me informará, oh, sí, claro… Ya sabe que me tiene a su disposición, señor Bardin… Gracias.
Robert colgó golpeando fuerte en la horquilla.
—¡Vive la France! —dijo, mordiendo las palabras. Se hizo un silencio.
—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó Ana con una gran ingenuidad. Creí que ahora Robert la iba a morder a ella.
Pero movió los ojos y los clavó en mí. Ahora la potencia eléctrica de cada uno de ellos había aumentado como para mandar fluido a un millón de galaxias.
—¿Ya estás satisfecho? Hice lo que querías. ¿Y sabes lo que piensa de mí el señor Bardin en éstos, momentos?… ¡Que soy un bocazas!…
—Puedes transpasarme el calificativo.
—Muy bien. Eres un bocazas… ¡Y ahora largo!
—Ya nos vamos, bravo muchachote del F. B. I.
Cogí el cigarro del cenicero y cuando fue a contestarme, se lo clavé en la boca. No hizo el menor movimiento. Se quedó como un tótem indio.
Entonces, tomé a Ana del brazo y salimos.