CAPÍTULO V
Tomé el papel. Estaba doblado en dos mitades, y lo abrí. Había escrito en él una palabra: «Claremont».
Sólo eso.
¿Qué era Claremont? ¿El nombre de una persona? ¿El de un restaurante? ¿El de un hotel? Indudablemente, era un nombre francés. Sí, francés, como el general De Gaulle, de París.
Dirigí una mirada a mi amigo. Él había aceptado como verdadera la historia de Ana, y había investigado por su cuenta, y eso le costó la vida; pero alguien lo iba a pagar. Lo juré desde lo más profundo de mi corazón.
Había un bar cerca, del que Frank era cliente. Su dueño respondía al nombre de Jim Dapple, y era un ex boxeador.
—Hola, Jim —le saludé al llegar. Jim me sonrió.
—¿Vio el último combate de Cassius Clay, señor Temple?
—Sí.
—Ya se lo dije. Es un fenómeno. Hoy no tiene rival. Es el Joe Louis de nuestra época.
—Estoy de acuerdo contigo, Jim… ¿Viste a Frank hoy?
—Sí, hace un rato.
—¿Cómo cuánto?
—Una hora, poco más o menos… Se llegó aquí para beber un whisky.
—¿Quién le acompañaba esta vez? ¿Una pelirroja?
—No, vino solo. Le estuve hablando un rato de Cassius Clay, pero parecía no oírme.
Estaba como distraído.
—¿Te dijo alguna cosa?
—Nada.
—¿Tampoco te habló de mí?
—No, señor Temple. ¿Tenía que hablarme?
No quería decirle a Jim Dapple que había encontrado muerto a Frank. Los policías no sienten simpatía por los descubridores de cadáveres, especialmente por un tipo llamado Jonathan Temple, un investigador privado, a quien se la tienen jurada algunos miembros de su cuerpo.
Tomé mi vaso de whisky y lo bebí de un solo trago. Jim estaba otra vez delante de mí secando vasos.
—Quizá esté en su casa, señor Temple.
—¿Eh?
—Me refiero al señor Cole, aunque ahora que recuerdo, quizá se fue con la rubia.
—¿Qué rabia?
—Había una rubia que lo miraba mucho. Sentí un gran interés por la rubia.
—Habla de ella. ¿Estaba aquí cuando Frank llegó? Jim se quedó pensativo.
—No, creo que no —titubeó unos instantes—. Seguro que no. Él estaba ahí, en el mismo lugar que usted está ahora, cuando vi a la rubia cerca de la puerta. Ella miró a Frank Cole y luego se dirigió a la cabina telefónica.
—¿A la cabina?
—Sí, hizo una llamada.
—¿Y luego?
—Vi que Frank la miraba. Entonces, él se fue a la calle.
—¿Y qué hizo la rubia?
—Siguió en la cabina como un par de minutos, y luego se largó sin tomar nada. Eso fue todo. Ahora pensé que quizá ella y él ligaron en la calle.
—Descríbemela.
—Más o menos, veinticinco o veintiséis años, muy guapa, muy hermosa. Sí, señor, era muy atractiva. No le puedo decir más detalles. Usted ya sabe que yo no me fijo en esas otras cosas: color de los ojos, si tenía la nariz así o asá, que se fijan ustedes. Yo no soy investigador privado. Si veo una mujer hermosa, lo digo, y si es fea, también. Es así como veo a las mujeres.
—¿Te fijaste cómo iba vestida?
—Llevaba uno de esos abrigos caros, de Astrakán. Lo sé porque yo le regalé uno a mi Emma cuando le gané el combate al negrito de Chicago. ¿Recuerda?
Jim había dejado los vasos y el paño, y se puso en guardia, como si fuese a ventilar un combate.
—Un derechazo y dos de izquierda… Cae, negrito, cae.
Puse una moneda en el mostrador y me alejé hacia la calle, mientras seguía oyendo la voz de Jim Dapple:
—Un derechazo y dos de izquierda… Cae, negrito, cae… Prendí un cigarrillo ya en la calle.
Pasó una mujer por mi lado que dejó tras de sí una estela de perfume barato. No, no era rubia. ¿Dónde estaba ella con su abrigo de Astrakán? ¿Cuántas rubias habría en Nueva York con aquella clase de abrigo? ¿Lo habría matado ella, o habría llamado al asesino cuando entró en la cabina telefónica?
Entonces cobraron su importancia las palabras de Frank a través del cable. Frank había tenido una idea y la había puesto en práctica, y resultó buena. Sí, eso era lo que había dicho, y había agregado algo más importante: que existía una confabulación contra el general De Gaulle y que el asunto estaba muy complicado y que yo debería echarle una mano, y que juntos lograríamos vencer al ogro.
Pero el ogro lo había vencido a él, porque Frank estaba listo para que lo introdujesen en el hoyo.
Me había citado en su apartamento y me había pedido que me diese prisa. ¡Malditos fuesen todos los atascos del mundo! Pero ¿habría llegado a tiempo si hubiese tardado sólo quince minutos? Quizá no. Quizá lo mataron un minuto después de haber colgado.
Entré en mi oficina.
—Te han estado llamando, Jonathan —dijo Lucy.
—Manda al infierno a quien sea —dije, pasando de largo.
—Ha ocurrido algo muy importante, Jonathan. Fue lo que dijo el, señor Malsom, y rogó que te pusieses en comunicación con él.
¿Se habría enterado Malsom de la muerte de Frank? No, eso era imposible. Le pedí el número a Lucy, y entré en mi oficina.
Marqué en el dial y esperé.
En seguida me llegó un ladrido.
—Podría ponerse un bozal, señor Strassman —rezongué.
—¿Qué? ¿Cómo dice?
—Aquí Jonathan Temple.
—Señor Temple, le va a hablar Owen Malsom.
—Está bien.
Esperé unos segundos a que el teléfono cambiase de mano.
—Hable, señor Malsom —dijo.
—Señor Temple, Ana ha desaparecido…
—¿Cuándo ocurrió?
—Notamos su ausencia hace media hora… Tenía clase de música con la señorita Chandler, pero Ana se excusó diciendo que no se encontraba bien, y se retiró a su habitación. En ese momento estaba sola.
—¿Cómo se dieron cuenta ustedes?
—La señorita Chandler me lo anunció, pero se demoró un poco. Yo tenía que informar al señor Strassman para que él avisase al doctor. Me imaginé algo y decidí subir a la habitación de la señorita Martin. Llamé a la puerta y… Bueno, no recibí respuesta…
Yo tampoco había recibido respuesta cuando llamé al apartamento de Frank Cole.
—¿La vio alguien salir, Malsom?
—No, nadie. Pero eso es fácil, porque a estas horas están todas las chicas en clase.
—¿Qué es lo que se llevó consigo?
—Su maleta… Se dejó el uniforme; quiero decir que lleva ropa de calle, normal.
—¿Recuerda su vestimenta?
—Sólo su abrigo. Es gris, con una piel de zorro negro en el cuello.
—¿No cree que se haya podido enfadar y haya ido a casa de su tía?
—Me gustaría que acertase.
—A mí también, Malsom. Pero usted y yo pensamos lo mismo. Que esa chica ha decidido ir a Francia.
—Eso es lo que me temo, señor Temple… Un momento, el señor Strassman quiere hablar con usted.
El receptor volvió a cambiar de mano.
—Señor Temple…
—Eh, no soy sordo, señor Strassman —le grité a mi vez, por si tenía suerte y le rompía el tímpano.
—Perdone, pero es que estoy nervioso.
—Pues tranquilícese.
—¿No se da cuenta de cuál es mi responsabilidad en este asunto? Si a esa chica le llega a pasar algo malo…
—¿Qué le puede pasar, señor Strassman? ¿Nunca se fugó una chica de su colegio?
—Dos. ¿Cómo lo sabe?
—Me bastó con conocerlo, señor Strassman.
—Señor Temple, ¿por qué me dice cosas tan desagradables en estos momentos? Yo sólo quería rogarle que condujese su negocio con toda discreción.
—¿A qué negocio se refiere, señor Strassman?
—He imaginado que buscará a Ana Martin.
—¿Por cuenta de quién? ¿De usted, señor Strassman? ¿O lo hago por cuenta de Owen Malsom?
—No sé —dijo aturdido.
—Si es el señor Malsom, no tiene derecho a pedirme nada. Tragó saliva.
—Señor Temple, lo contrataré yo.
—Mis honorarios son caros.
—Siempre estoy dispuesto a hacer un sacrificio por una de mis alumnas.
—Me va a partir el corazón.
—¿Sabe dónde podrá encontrar a Ana?
—Consultaré en mi bola de cristal.
—No me gustan sus bromas en estos momentos tan graves.
—Señor Strassman, me pondré a trabajar enseguida.
—Póngase en contacto conmigo en cuanto encuentre a Ana.
—Así lo haré, señor Strassman.
—Si esta noche no está de nuevo en el colegio, me veré obligado a informar a su tía.
—Ya me hago cargo.
—Confío en usted, señor Temple.
—Gracias, señor Strassman —dije, y colgué. Dejé escapar un chorro de aire.
Lucy estaba al otro lado de la mesa, los brazos cruzados bajo sus insultantes senos.
—Sí, querida —dije—. Tú ganaste. Se acabaron; mis vacaciones. Curioso, ¿verdad? Se acabaron cuando todavía no las empecé.