CAPITULO III
Ed Mitchell y Cliff Williams había llegado a una colina, desde donde se divisaba el pueblo de Union City.
—Ahí lo tienes, Cliff —dijo Ed.
—Por fin llegamos a nuestro hogar.
—Y que lo digas, muchacho.
—Demonios —dijo Cliff dando un suspiro—, ya tenía ganas de llevar una vida tranquila.
—Lo mismo me pasa a mí. Hemos corrido muchas aventuras juntos, pero te lo dije muchas veces, Cliff. Algún día daríamos con un sitio en donde se respirase paz y tranquilidad.
En aquel momento se oyeron estampidos procedentes del pueblo.
Los dos amigos se quedaron boquiabiertos.
—Eh, ¿qué es eso? —dijo Cliff.
—Bueno, deben estar celebrando alguna fiesta.
—Cohetes, ¿eh?
—Seguro.
Pusieron un poco más de atención y escucharon un alarido de muerte.
Ed sonrió de mala gana a Cliff.
—A alguien le estalló el cohete en la mano.
—Sí, y también es posible que el cohete tuviese una bala dentro. Cuanto más escucho, más me parecen disparos de arma de fuego.
—A mí también —dijo Ed—. Vamos allá.
Dejaron ir sus monturas por la ladera y, poco después, llegaron a la entrada de la calle Mayor de Union City, en donde se estaba celebrando el festejo.
Los dos amigos se quedaron ahora más asombrados que nunca, porque ya no tuvieron ninguna duda acerca de lo que estaba pasando.
Unos hombres se enfrentaban a otros hombres y lo hacían a balazo limpio. Daban la impresión de integrar dos bandos. Los rivales se escondían en los rincones, detrás de los barriles, en las esquinas.
Uno de los hombres cruzó la calle disparando hacia una ventana, pero en su camino fue alcanzado por dos balas de rifle que un tipo le mandó desde uno de los techos.
El fulano se desplomó, levantando una gran polvareda.
Este fue vengado en seguida, porque un sujeto que estaba escondido en un barril, se dejó ver y disparó contra el del rifle, el cual se derrumbó lanzando un aullido.
También fue vengado éste, porque el tipo del barril recibió una bala en la cabeza. Se metió en el barril y ya no volvió a salir.
—Conque paz y tranquilidad, ¿eh, Mitchell? —galleó Cliff;
—Bien mirado, esto no está nada mal. Contéstame. ¿Qué clase de negocio tenemos?
Cliff agrandó los ojos.
—Caramba, somos funerarios.
—Y todos esos muertos necesitarán un ataúd.
—¿Cuántos muertos hay, Ed?
—Yo cuento siete. ¿Y tú?
—Hay uno que no has visto, porque yo cuento ocho.
—Ocho cajas. Eso nos dará un buen porcentaje de beneficios.
El tiroteo había cesado y quizá la razón se debiese a que ya no quedaba ningún tipo vivo.
Sin embargo, los dos amigos se equivocaban. Vieron aparecer un carro por un callejón y en el pescante viajaba un hombre de unos setenta años, de cabello blanco y mejillas chupadas. El vehículo transportaba ya dos cadáveres.
El viejo tiró de las bridas y detuvo el carruaje. Luego saltó del pescante, atrapó a uno de los cadáveres, lo llevó al carro y lo dejó caer junto a los otros dos. Después cogió otro de los muertos e hizo lo mismo.
—Eh, Mitchell, tenemos competidores —dijo Cliff.
—Vamos a hablar con él.
—Eso. No puede quitarnos el pan de la boca.
Se aproximaron al vehículo en donde el abuelo estaba cargando otro cadáver.
—Buenos días —dijeron a una los dos amigos.
El viejo no contestó. Dejó el muerto en la plataforma del vehículo y, apoyándose en el trasero del difunto volvió la cabeza.
—¿Creen ustedes que pueden ser buenos?
—Hombre, pueden serlos para usted, si es el sepulturero.
—No soy el sepulturero.
—¿Marshal?
—No, tampoco el marshal.
—Entonces, tendrá que dejar los muertos en su sitio.
—Es lo que estoy haciendo.
—Me refiero a dejarlos en la calle. Mi amigo y yo nos ocuparemos de ellos.
—Lo siento, pero yo llegué antes.
—Eh, abuelo, ¿para qué quiere los muertos?
—Soy el de las pompas fúnebres.
Cliff y Ed se miraron y el primero dio un suspiro:
—Abuelo —dijo Cliff—. Tendrá que dejarnos la mitad.
—¿La mitad de qué?
—De los cadáveres. También tenemos nuestros derechos.
—Oigan, no sé quiénes son ustedes. Pero estos muertos van derechos a la empresa de pompas fúnebres La Dulce Muerte, y será mejor que no se interpongan o también tendrán su caja de pino.
—Conque los lleva a La Dulce Muerte.
—Eso fue lo que dije.
—¿Hay otra empresa de pompas fúnebres en el pueblo?
—No. La Dulce Muerte es la única.
—¿La que perteneció a Francis Mitchell?
—Sí, así se llamaba mi patrón. Ya murió.
—¿Y cuál es su nombre, abuelo?
—Charlie Worden.
—Charlie, tengo que darle una estupenda noticia. Yo soy el heredero de Francis Mitchell.
—¿Usted? ¿Y por qué usted?
—Porque soy Ed Mitchell.
El abuelo parpadeó.
—¿Eso es en serio?
—No tengo otro nombre que el de Ed Mitchell. Ed para los amigos. Y éste es Cliff Williams. Vamos a trabajar juntos en la funeraria, y ahora no me arrepiento de haberlo traído, porque aquí hay muchos muertos.
El abuelo movió la cabeza en sentido negativo.
—No tiene usted un buen negocio, señor Mitchell.
—¿Por qué dice eso? Hoy ha habido muchos muertos.
—Sí, pero es un día extraordinario. Lo normal es que mueran dos o tres.
—¿Cada día?
—Sí, cada día.
—Caramba, siempre pensé que lo mejor para hacer dinero era una mina de oro, pero ya veo que mi tío Francis lo entendió bien. Se vino al pueblo que está más necesitado de ataúdes.
—Señor Mitchell, le voy a decepcionar.
—No me diga que los muertos no tienen dinero.
—Sí, la mayoría de ellos tiene dinero para pagar su propio entierro, pero es que ocurre una cosa. Que usted tiene dos socios en el negocio.
—¿Dos socios? No sabía que el tío Francis se hubiese asociado. ¿Es usted uno de ellos, Charles?
—No, Ed. Yo sólo soy un empleado, el que fabrica los ataúdes y el que recoge los cadáveres.
—Entonces, ¿quiénes son los socios?
—Los jefes de los dos bandos que están en lucha.
—¿Dos bandos?
—Sí, señor Mitchell. Union City está en manos de dos forajidos y cada uno tiene una plantilla de asesinos de la peor clase. Uno se llama Tom Ballard y domina el norte de la ciudad. El otro se llama Peter Wyler y domina el sur. Hay una línea fronteriza que pasa muy cerca de nuestra funeraria.
—Oiga, eso es muy interesante.
—Lo será para usted, pero no para el pueblo.
—¿Qué hacen Tom Ballard y Peter Wyler para vivir?
—¿No se lo imagina? Cada uno chantajea a los ciudadanos que tiene en su zona. Los del norte pagan a Tom Ballard y los del sur a Peter Wyler.
—¿Desde cuándo dura esa situación?
—Desde hace un año.
—¿Y a quién pagamos nosotros?
—A los dos, naturalmente. A Tom Ballard y a Peter Wyler.
—¿Cuánto se paga a cada uno de ellos?
—Un veinticinco por ciento.
—Eso significa que la mitad de lo que el negocio ingresa, es para ellos.
—Exactamente, Ed.
—No me gusta.
—Tendrá que gustarle, hijo.
—¿Qué pasa con el marshal?
—Cassius Coock no puede hacer nada.
—¿Por qué no puede hacer nada?
En aquel momento se oyó un grito comanche.
Cliff y Ed miraron hacia la comisaría y vieron a un hombre de aspecto muy parecido al de Charlie. Tenía una botella en la mano, y tambaleándose, se cogió a una de las columnas del porche. Dirigió una mirada a su alrededor y al ver los cadáveres, preguntó:
—¿Cuántos fueron hoy, Charlie?
—Ocho.
—¿Cuántos de cada bando?
—Cinco a tres, a favor de Tom Ballard.
—Buen resultado.
—Ha sido la revancha de Ballard. Recuerda que ayer ganó Peter Wyler por dos a uno.
—Ya decía yo que Ballard no se conformaría con la derrota. Yo aposté dos dólares y gané.
—Yo, en cambio, perdí cuatro dólares. Pensé que Wyler no se dejaría mojar la oreja.
—Mala suerte para ti, Charlie.
—Enhorabuena, marshal.
Ed y Cliff escuchaban perplejos aquel diálogo. Al fin intervino Cliff.
—¿Cuándo se dará el próximo tanteo, marshal?
—Mañana, naturalmente, y las apuestas van a subir mucho en favor de Ballard. Traerá a dos pistoleros de gran estilo. Bing Mac Kenna y Morgan Wells.
El abuelo dio un respingo.
—¿Habla en serio, marshal?
—Vi yo mismo el telegrama que Ballard mandó para que viniesen.
—Demonios, mañana se va a celebrar un gran encuentro.
—El mejor de la temporada, Charlie.
—Cinco dólares contra dos a favor de Ballard, marshal. ¿Hace?
—¿Crees que soy tonto? Yo te hago la misma apuesta.
—Entonces, tendrá que buscarse otro primo.
—Lo mismo te digo yo a ti —contestó el representante de la ley y empinó la botella.
Mitchell se estaba rascando la patilla.
—Marshal, ¿puedo hablar?
—¿Quiénes son ustedes?
Fue Charlie quien habló.
—El es Ed Mitchell, el sobrino de Francis, y el otro es su socio, Cliff Williams.
—Bien venidos a Union City —contestó el marshal.
—¿Cree de veras que somos bienvenidos? —sonrió Mitchell.
—Oiga, Ed, este pueblo tiene fama de acoger bien a los visitantes.
—Hasta que los llevan al cementerio, ¿verdad, marshal?
—Todos tenemos que morir...
—Sí, marshal, pero creo que aquí se dan demasiada prisa.
—Yo no puedo hacer nada por evitarlo.
—Usted es el marshal.
—Sí, pero, ¿qué quiere que haga yo contra pistoleros como Tom Ballard y Peter Wyler? Se metieron aquí por la fuerza y aquí continúan.
—Sí, y también continúa usted como marshal.
—Traté de renunciar, pero no me lo permitieron.
—¿Quiénes no se lo permitieron? ¿Los ciudadanos?
—No. Tom Ballard y Peter Wyler.
—De modo que los ciudadanos desaprobaron su conducta.
—Tampoco acierta, Mitchell. Los ciudadanos están conformes con pagar a Tom Ballard y a Peter Wyler. Saben que si no lo hacen, se irán derechos al cementerio. O peor aún, les harán daño a sus familiares. Además, usted no debe quejarse. Después de todo es el nuevo dueño de la funeraria y para usted también habrá ganancias.
—Según me dijo Charlie, debo repartir una mitad de los ingresos entre Ballard y Wyler.
—Es la cuota que le han establecido. Al fin y al cabo, ellos se consideran sus principales proveedores. No deja de tener gracia, ¿verdad?
Ed exhaló el aire de sus pulmones y dijo:
—Anda, Cliff, ayudemos a cargar al abuelo los muertos y vayamos de una vez a conocer nuestro nuevo hogar.