CAPITULO III
Jimmy palanqueó en el rifle y gritó:
—¡No se mueva o le arranco la mano, Smith!
Smith alzó las cejas sorprendido.
—¿No tuviste bastante, muchacho?
—¿De qué?
—Me refiero a lo que recibiste.
—Tendrá que responder de esos cargos adicionales, además del de asesinato: Agresión a la autoridad.
Bruce contrajo el rostro.
—Entiendo, bebiste y ahora te crees con mucho valor.
—Vamos, en pie.
Bruce apretó la culata del “Colt”.
Entonces, Jimmy apretó el gatillo.
La cantina entera retumbó como si estallara un trueno.
La silla donde reposaba Bruce se convirtió en astillas. Bruce rodó por el suelo.
Ahora Jimmy sabía que trataría de sacar partido y colocar una de sus triquiñuelas.
Jimmy hizo fuego otra vez y el obús llegó muy a tiempo.
Arañó el suelo, arrancó el revólver de la diestra de Bruce y, de paso, produjo una conmoción en el brazo de éste, al cual arrancó un alarido.
Jimmy bailoteó rifle en ristre.
—¿Quieres más pelea, Smith? Anda, ¿quieres más pelea?
—¡Te despellejaré vivo por esto, ayudante!
Jimmy dio tres zapatetas más y cayó, las piernas abiertas en compás, encañonando a Smith.
—¡Ja..., ja! —exclamó y quedó clavado en el suelo.
En aquel instante, los circunstantes reaccionaron como si empezara a fundirse el hielo de sus venas.
Se dirigieron en tropel a la puerta con gran alboroto.
El gordo Mosell rió y fue a recoger el montón de dinero de la mesa.
Otro disparo de Jimmy levantó la pila de monedas.
Mosell se echó atrás, pálido de espanto.
Jimmy confiscó el pozo del juego y se revolvió inopinadamente hacia Bruce Smith que gateaba hacia su revólver.
—¡Te ganaste la rociada de metralla, Smith!
—¡No!, —gritó Bruce Smith, sintiendo por primera vez en su vida lo que era miedo.
Jimmy emitió una risita siniestra y le aproximó el agujero del rifle al rostro.
Cuando obtuvo un feo color amarillo limón en el rostro del pistolero, carraspeó y dijo:
—En pie, Smith.
Bruce Smith se incorporó maldiciendo entre dientes, mientras se daba masaje en el brazo dolorido por la conmoción de la bala, que le arrancó el revólver de entre los dedos.
Luego, repartió miradas de odio entre los que quedaban en el local y salió empujado por el rifle del anciano.
Al llegar ante la oficina del marshal, Jimmy dobló la cabeza para hacerse oír de los que le seguían.
—¿Quién de ustedes quiere descolgar la llave de la celda? Tengo las manos ocupadas y la vista también.
Como respuesta a su comprometedora pregunta, los curiosos se esfumaron en cuestión de segundos para no verse envueltos en el arresto de uno de los hombres de Frederic Newman.
Bruce estaba volviendo en sí de su sorpresa.
—¿Es que va a encerrarme, ayudante?
—No, le voy a dar un baño de sales.
—¡No iré a una celda! ¿Me oye?
—De acuerdo, Smith. Entonces irá al consultorio del doctor Boyden porque necesitará que le coloquen una pierna de repuesto. ¿A la celda a la una...? ¿A la celda a los dos...?
—¡Maldición, está bien! ¡Pero ya puedes prepararte!
—Así me gusta, Smith.
El doctor Boyden avanzaba por la acera y Jimmy lo vio por el rabillo del ojo.
—Un momento, doc, ¿quiere abrir la celda para poner al fresco al asesino número uno?
El doctor empalideció y forzó una sonrisa.
—¿Y quién le amputa la pierna con gangrena al peón del Rancho Doble “L”?
Jimmy gruñó:
—De acuerdo, doc. Ya nos arreglaremos el detenido y yo. Suerte con el cuchillo.
El doctor aumentó el ritmo de los pasos y desapareció por la primera esquina.
De repente, Jimmy sintió un escalofrío al verse solo con el prisionero.
Si ahora intentaba otra jugarreta y tenía éxito, él, Jimmy Hilton, ayudante del marshal de Rocker Hill, tendría pocas posibilidades de cumplir los setenta años como se había propuesto.
—Muévete con cuidado, Smith. Lamentaría tener que dejar un muerto en la puerta.
"Smith se adentró en la oficina.
Jimmy descubrió el llavero colgando de la percha y dijo:
—Toma las llaves, Smith.
Bruce Smith lo hizo con gusto.
La voz del anciano llegó a sus oídos cargada de amenaza:
—No lo intentes, hijo. Si me arrojas las llaves a la cara, le doy al gatillo y te crecerá una bala en el cogote.
Bruce se dirigió hacia el corredor de las celdas, y abrió la correspondiente a la ventana de la calle.
—Entra, Smith. Te estás portando muy bien.
Smith dio la vuelta dentro de la celda.
Sus ojos eran dos esquirlas de vidrio sin color.
—¿Sabe lo que le costará esto, ayudante?
Jimmy suspiró hondo.
—Si me proponen el ascenso a marshal de otro pueblo, diré que no.
—No, Jimmy. No será ése el premio.
—Se admiten medallas.
Bruce rechinó los dientes.
Por entre ellos escupió las palabras como si fueran clavos al rojo.
—El premio será una bala en los intestinos, Jimmy.
—¡No me amenaces! —se engalló Jimmy.
—No es una amenaza, Jimmy. Es un juramento. Juro que te colocaré una bala en las tripas. Fíjate bien. Una sola bala. ¿Y sabes por qué?
Jimmy no dijo nada, ahora boquiabierto por las agallas del forajido.
Este añadió remarcando las palabras:
—Sí, una sola bala. Dos serían causa de una muerte rápida. Por eso tendrás un plomo nada más en el vientre. Ya tengo marcado el lugar. Sí, Jimmy. Ahí. Justo al lado del botón de abajo del chaleco. Baja los ojos y mira por dónde te entrará la bala.
Jimmy fue a descender la mirada, pero se contuvo a tiempo porque era lo que el forajido quería para saltarle encima.
—¡Ya hablaste bastante, Smith! ¡No me enredarás con tu palabrería!
Cerró la puerta de la cancela y dio dos vueltas de llave retirando ésta de la cerradura.
Aunque lo tenía encerrado, Jimmy no pudo evitar que las palabras salieran a través de los barrotes.
—Recuérdalo, Jimmy. La bala entrará justo por el botón de abajo del chaleco. Y cuando la tengas en las tripas, quemando como un diablo, me pedirás de rodillas que te levante la tapa de los sesos.
Jimmy fingió bostezar para ocultar su turbación.
—Me iré poniendo yodo en el lugar, Smith.
Dio la vuelta y regresó a la oficina.
—¡Juro que lo haré! —gritó Bruce, descompuesto.
Pero Jimmy interrumpió sus gritos dando un portazo.
Al salir a la calle, advirtió un respingo unánime de los vecinos que contemplaban a distancia la oficina.
Según ellos creían, él, Jimmy, tenía que salir a trozos de la oficina. Pero estaba claro que el ayudante había reducido al pistolero Smith.
Jimmy cerró con llave la oficina y echó a andar a lo largo de la acera, siempre cargado con el rifle.
Al pasar por delante del grupo que había asomado a la puerta de la barbería de Joe, se destacaron dos hombrones que lo bloquearon. Eran Rudolph y Bill.
—¡No interrumpan! —exclamó Jimmy.
Joe, el barbero, asomó la cabeza por entre el grupo.
Era un hombre de grandes orejas y nariz acabar liada.
—Un momento, Jimmy. Rudolph y Bill sólo quieren que no te pase nada. Ya viste cómo los golpearon en la cantina. No queremos...
—¿Qué están diciendo, coro de viejas asustadas?
—¡Jimmy!
Jimmy enarcó el tórax.
—¡Demostré que podía parar los pies a esos pistoleros y lo hice!
El doctor Boyden atravesó la acera y se detuvo.
—Escucha, Jimmy. Ya lo demostraste. Ahora espera que venga Tony.
—Eh, doctor. ¿No tenía usted una pierna lista para el aserrado?
El doctor tosió como pillado en falta.
—Sí, Jimmy. Debo acudir a mi trabajo. Pero regresé para recoger unos desinfectantes y aprovecho la oportunidad para evitar que tengamos un disgusto en Rocker Hill.
—¡Ustedes tendrán un disgusto como no abran paso!
El doctor torció la boca.
—Ya os lo dije, muchachos. Es un viejo fanfarrón.
Rudolph emitió un gruñido y señaló un ojo ennegrecido.
—Escucha, abuelo. Mire lo que hicieron dos hombres rudos. No vamos a permitir que te ocurra nada. Aunque tengamos que regresarte a la oficina por la fuerza, pero no permitiremos que corras más peligros.
Jimmy se retiró y lanzó un salivazo a las botas de los del grupo. Soltó una rabiosa risita.
—¡Ninguno de ustedes teme por mi seguridad! ¡Lo que todos temen es que detenga a los tipos que andan sueltos y sean tres hombres de Frederic Newman los encarcelados!
Todos se miraron rehuyendo al viejo Jimmy.
El dueño del hotel Rocker Hill, un hombre de cabello cano y continente amable, chascó la lengua e intervino:
—Es cierto, Jimmy. No podemos engañarte. Lo que tememos son las represalias de Frederic Newman.
—¡Je! ¡Ya van respirando por la herida!
—Sí, Jimmy. Será terrible si Newman nos ficha como ciudad rebelde.
—¿Rebelde? ¿Por detener a tres asesinos?
El dueño del hotel sacudió la cabeza.
—Comprendo lo que sientes, Jimmy. Pero si hemos de ser justos, también habría que averiguar quién era el muerto.
—¿Bud Mason?
—Sí, Jimmy, ¿quién era Bud Mason? ¿Era tal vez un tipo honrado? ¿O quizá era el verdadero asesino en todo el negocio? Quizá los hombres de Newman no han hecho más que hacer justicia.
—No en balde ganó usted el primer premio de disfraces el día del Baile del Ganado, señor Walter.
—¿Cómo? —enrojeció el dueño del hotel.
—Usted es único para enmascarar la verdad.
—¡Jimmy!
—Los tres tipos asesinaron a un hombre. Esa es la verdad, caballeros. Y ya tengo a uno en la fresquera. Voy por los otros dos.
El grupo estalló en un murmullo.
Rudolph y Bill entraron en liza impulsados por una orden dada con una cabezada por el dueño del hotel.
—Jimmy —resolló el enorme Rudolph—. Tú ya terminaste por hoy el trabajo.
—¡Abran paso a la ley! —gritó Jimmy, viendo que los dos hombrones se le acercaban.
Rudolph sonrió con amabilidad, ayudado por su ojo ennegrecido.
—Voy a agarrarte por el cuello de la camisa y te llevaré a la cama sin tocar el suelo.
—¡Atrévete, gorilón! —chilló Jimmy danzando para esquivar las zarpas de Rudolph.
Este fue a dar un salto hacia el anciano.
Y de pronto tropezó con una larga pierna aparecida en la esquina del callejón.
Rudolph gritó algo en el aire que fue interrumpido por la espantosa caída de bruces.
Entonces, su compinche Bill corrió hacia el callejón para sacar al entrometido y sacudirle un puñetazo.
Sin embargo, el puño del otro surgió primero.
Estalló en la mandíbula de Bill.
Bill reculó, se salió de la acera, dibujó un trazo borroso y cayó de espaldas en el abrevadero del centro de la calle.
Los ojos de todos convergieron hacia el callejón.
Y vieron salir a un hombre alto, de unos veintiocho años, moreno de ojos brillantes y facciones correctas.
—¡Marshal! —gritaron una docena de gargantas a un tiempo.
El marshal Tony Kipling salió liando un cigarrillo con una sola mano, mientras la otra acudía en busca de los fósforos.
Abarcó a los presentes con la mirada y todos a una penetraron por la estrecha puerta de la barbería.
—No vuelvan a hacerlo, caballeros —murmuró.
Nadie dijo nada.
Tony dio la vuelta hacia su ayudante.
—¿A qué esperas, Jimmy?
El anciano abrió los ojos al máximo.
—¿Vas a permitirme que lo haga yo, Tony?
—Nunca pongo el veto a la iniciativa.
—¡Gracias, Tony! ¡Me estoy creciendo!
—Además, debes justificar el dólar diario de sueldo que te paga el Municipio.
—¡Tony...! ¡Eres único!
Jimmy empezó a darle a las piernas para correr a la captura de los asesinos.
Tony se aclaró la garganta y murmuró:
—Un momento, Jimmy.
—¿Sí, jefe?
—Anda con cuidado.
Jimmy cabeceó rápidamente, colocó el rifle en posición de ataque y se perdió corriendo a lo lejos.
El doctor Boyden era el único que quedó a menos de diez metros del marshal Tony Kipling.
Se acercó meneando la cabeza.
—Escucha, Tony, ¿crees que debes dejarlo correr el riesgo?
Tony rascó un fósforo con la uña y prendió fuego al cigarrillo.
—Ya es todo un hombre, doctor.
Boyden fue a decir algo, pero accedió a asentir con la boca cerrada y empezó a alejarse.
El corpulento Rudolph acabó de sacar a su forzudo amigo del interior del abrevadero y regresó al lado del marshal.
—¡Oiga, marshal! ¡Golpeó a Bill y ya me cansé de aguantarle tanta fanfarronería!
—¿Sí, Rudolph? —observó Tony cómo se formaba la ceniza del cigarrillo.
—¡Ahora que estamos solos podemos aclarar nuestras diferencias de una vez porque le voy a...!
Tony disparó la derecha inopinadamente.
Hubo un chasquido ensordecedor semejante al ocurrido con Bill.
Esta vez fue Rudolph quien retrocedió a todo gas hacia el abrevadero y después de dar la vuelta contra el borde se precipitó dentro.
Emergió soltando un chorro de agua por la boca y masculló observando a su compinche:
—¿Qué espejo rompimos hoy, infiernos?
Tony Kipling avanzó a lo largo de la acera.
Varias docenas de ojos lo contemplaron con respeto desde el interior de la barbería de Joe.