CAPITULO V

Después de la comida, Jim Hudson tomaba un pocillo de café en la barra del comedor del hotel.

Al levantar la mirada vio por el espejo del mostrador al grueso capitán Fonress, pero éste también le vio, y haciendo una mueca, empezó a girar sobre sus talones.

Jim se dio vuelta.

—Eh, capi. ¿Ya no se acuerda de sus viejos amigos?

El capitán Fonress arrugó la enorme cara y apuntó con un dedo a Jim Hudson.

—Que me cuelguen del palo mayor si tenía el menor deseo de verle. Me pone enfermo, Hudson.

Jim sonrió.

—Lo que pasa es que está de mal humor porque le falló el viejo cascarón.

—Todavía estoy por averiguar si usted no influyó en la avería.

—Vamos, capi. ¿Qué culpa tengo yo de que se haya encasquillado esa almadía con ruedas?

—Hudson —resolló el capitán Fonress—, necesitaba el vapor ahora más que nunca.

Jim guiñó un ojo.

—Allá le reservarán el cargamento de chicas.

—Así lo trague un remolino, Hudson. ¿Quiere dejar sus pullas? Usted está demasiado enterado de que iba a vender el «Helenia» y ahora la ocasión se está tambaleando.

—¿Picó un primo, eh?

—¡Rayos! ¡Es el mejor barco del río! ¿Lo oye, epidemia?

—No se enfade, capi. El señor Clausen, el padre de la chica cañón, seguro que todavía se hace el ánimo. Roto y todo, seguro que saca sus buenos quinientos dólares de esa vieja carraca.

El capitán Fonress tragó aire con fuerza, produciendo un ronquido.

—Váyase al diablo, Hudson. ¡Y olvídese de mi cara!

Jim lo detuvo cuando se apartaba con brusquedad.

—¿Qué sabe de Wilbur y Scoppefield, capi?

Fonress lo miró con suspicacia.

—Lo que quisiera saber es cómo ha conseguido pegarse a ellos para sacar doscientos dólares semanales.

—Por favor, conteste a mi pregunta.

—¿Qué quiere que sepa? Son el inspector de Expropiaciones y su secretario. ¿Ocurre algo o lleva algún truco entre manos?

—Baje la voz. Sólo quería saber si los había visto antes de este viaje. Usted ha conducido a algunos inspectores de Expropiaciones más abajo del río. Se lo oí decir.

El rostro del capitán estaba muy alerta.

—No sé si trata de enredarme en algo o me está tomando el pelo. De lo que estoy seguro es de que piensa cortar alguna tajada, Hudson.

—Bien, Fonress. ¿Por qué no deja de ser un mal pensado? Eso es impropio de los que tienen los ojos separados y la nariz achatada como usted. Son marcas de carácter.

Fonress se llevó una mano a las narices y de repente dio un respingo.

—¡Maldita sea, ya me está enredando, Hudson! Está bien. Nunca he visto al inspector ni a su secretario, excepto en este viaje. Sólo conozco a un par de ellos que llevé a Port Culver y Simpson. Y ahora déjeme en paz de una vez. No suelo fijarme demasiado en mis pasajeros..., excepto en los que son una plaga. Usted, por ejemplo, que será inolvidable para mí, Hudson.

Jim le guiñó un ojo.

—¿Le he calado hondo, eh? ¿Un pocillo de café, capi?

—¡Aggh! —hizo Fonress y se dio media vuelta largándose enfurruñado.

Jim sonrió acompañándolo con la mirada y entonces notó que alguien se le arrimaba y le tocaba con el codo.

Era Andy Harriman, el zarrapastroso tahúr del sombrero hongo.

—¿Está tratando de montar una buena partida, Hudson?

Jim arrugó el entrecejo.

—Oiga, Andy, ¿usted no piensa nunca en otra cosa?

—Podía buscar a sus dos protegidos para un cuarteto de poker. Deben andar cargados de pasta.

—Esos inspectores no tienen un gran sueldo, Andy.

Andy sacudió los hombros en una risita ratonil.

—Ahora están en las vacas gordas.

—Explíquese —dijo Jim prestando atención.

Andy chascó la lengua.

—Se sabe que todos los inspectores de Expropiaciones reciben algún tomatazo que otro, melaza o cola de conejo en putrefacción.

—Bueno, escupa lo demás, Andy. Le veo que tiene mucho que decir.

—Poco más —encogió Andy los hombros—. También reciben ofertas en metálico por desestimar ciertas tierras.

—¿Soborno, eh?

—¿Por qué es tan crudo, Hudson? Yo lo llamo gratificación.

Jim se pasó un dedo por debajo de la nariz.

—Dígame, Andy; ¿cómo sabe que mis dos bebés han recibido gratificación?

—Mire, muchacho; ha sido un trabajo telepático. Pero podría jurarlo. Wilbur y Scoppefield recibieron a tres peces gordos de River Creek después de llegar del campo. Precisamente vi a dos de ellos que habían salido contando dinero del Banco de la esquina. Es un simple trabajo de deducción. Además, Scoppefield dijo a una rubia que andaba con él por el reservado; que la inspección de Wilbur empezaba a tocar a su fin porque las tierras estaban llenas de defectillos para soportar el oleoducto. ¿Comprende, Hudson?

Jim entornó los ojos.

—Ya voy comprendiendo —dijo.

—Hay inspector de Expropiaciones que ha hecho una pequeña fortuna aceptando... gratificaciones para alejar los oleoductos. ¡Y pensar que para ganar unos dólares hay que aguantar tres o cuatro horas de poker. Menos mal que uno tiene vocación.

—Sí.

—A propósito, Hudson; usted y yo podríamos ganar tanto como uno de esos inspectores. Sólo hemos de montar nuestro negocio sobre la base de los naipes. Haríamos mucho dinero a lo largo de las ciudades del río. Una buena pareja, Hudson. Yo tengo cara de palurdo y usted de simpaticón y eso lograría hacer caer a los incautos.

—Lo pensaré, Andy.

—Un demonio lo va a pensar —masculló el tipo del hongo.

—Por ahora tengo que atender a mi trabajo de ama negra.

Andy danzó inquieto y de pronto soltó un gemido.

—Maldita sea, no debería meterme en vericuetos, pero la verdad es que usted me ha caído simpático, Hudson.

—Vamos, suéltelo, Andy. ¿Qué le hierve en la cacerola?

—He visto a dos tipos sospechosos que subían a las habitaciones.

Jim contrajo las pupilas.

—A las habitaciones, ¿eh?

—No sería raro que quisieran rellenar al inspector en su propia habitación. Bueno, yo me debía cortar la lengua. ¿Quién diablos me manda meterme en líos? Por hacer esto una vez estuve a punto de que me clavaran una bala en toda la cresta.

Jim lo palmeó en el escuálido hombro y sonrió.

—Usted es un buen muchacho, Andy. Le prometo que pensaré en las partidas de poker.

Andy abrió los ojos lleno de entusiasmo.

—¿De veras, Jim?

Pero Hudson ya atravesaba el abigarrado comedor y alargaba el cuello por encima de los clientes que iban de un lado para otro. Trataba de localizar a Wilbur y a Scoppefield.

Pero en vez de ellos estuvo a punto de tropezar con la mesa donde Geo Glancy, el segundo de a bordo, compartía un dulce de frutas con una hermosa pelirroja

El segundo de a bordo alargó la bocaza al ver a Jim.

—Vaya, muchacho. Estaba preguntándome dónde diablos se había metido.

—Hola, almirante.

El segundo de a bordo sonrió malignamente y miró a la colosal pelirroja.

—Nena, ¿no te estaba diciendo que yo necesito un poco de gimnasia para hacer mejor la digestión?

La pelirroja alargó un brazo y se le resbaló un tirante del hombro, mostrando cosas muy apetitosas,

—Sí, feo —ronroneó.

—Voy a hacerla aquí.

—Oye, yo interpreté que la practicabas en la habitación.

—Esta es sólo de adorno. Le voy a romper la cara a este tipo.

Jim chascó la lengua.

—¿Delante de una dama? Usted está perdiendo los buenos modales.

:—Pase al salón de fumar, vivales.

—Calma —sacudió la cabeza Jim—. No quiero pelear con usted. Nunca le he puesto la mano encima.

—Ya sé que me tiró al agua de pura casualidad. Y que me tiene miedo, además.

—No, almirante. Es que me recuerda mucho a mi primo Nicanore. Un excelente muchacho que murió de paperas. Usted me lo recuerda.

—¡Bien! ¡Entonces será aquí mismo!

La pelirroja abrió la boca.

—¡Geo!

Pero el segundo de a bordo embistió contra Jim como si fuera una res.

Jim no hurtó el cuerpo esta vez. Se limitó a salirle al encuentro y en la fracción de segundo que se iba a producir el choque, se encogió mostrando la espalda.

El oficial le resbaló por encima, y Jim se incorporó agregándole impulso.

Geo aulló también de modo justificado al ver que volaba sin alas y pasaba por encima de las mesas atestadas de comensales. Sin embargo, no molestó a nadie porque entró certeramente por el hueco de la cocina por donde sacaban los manjares los camareros.

Dentro se produjo un estruendo, seguido de un chirrido, y una espesa nube de vapor escapó por el escotillón de servicio, porque Geo debió haber volcado un enorme caldero.

La pelirroja vio acercarse al joven moreno y lo miró con ojos de asombro.

Jim sonrió.

—Ya lo vio. -Sería incapaz de pegarle al muchacho. Me limité a escupírmelo de encima.

—¡Oh!

—¿Qué ocurre, preciosa?

—Me voy a quedar muy sola.

Jim la abarcó con la mirada.

—No será mucho rato.

—¡Pero si Geo tardará en...! Bueno, la verdad es que ya me estaba cansando ese cerdo. Hace un ruido terrible con la sopa.

—Te localizaré luego, pequeña. Ahora tengo trabajo.

—Hay cosas que no se pueden demorar —dijo la chica insinuante.

—Lo mío. Por ejemplo.

La pelirroja arrugó el gesto y suspiró.

—¡Qué paciencia hemos de tener las mujeres!

Jim se alejó de ella con un guiño prometedor y vio a Wilbur y a su secretario muy bien equipados.

Wilbur llevaba una rubia del brazo, y Scoppefield una preciosidad de rasgos mestizos, Se hallaban a la puerta del salón de baile, dispuestos a entrar después de prestar atención al extraño estruendo en la cocina.

Jim se les aproximó.

—Hola, muchachos.

Wilbur torció los labios.

—Ya tenemos quien nos cuide ahora —dijo sonriente—. Evapórese.

Las dos chicas rieron arrimándose a cada compañero.

Jim se rascó el pómulo, distraído con la custodia de los dos individuos.

—No está mal, Wilbur. Sin embargo, sería bueno que permanecieran en el salón de baile hasta que les avise.

—Vamos a aprender un nuevo paso de baile con las señoritas. El «can-can retorcido».

—No suban a las habitaciones.

—Después del «can-can retorcido» iremos arriba un rato a tomar el café, Hudson. ¿A qué viene esta intromisión?

—Creo que hay dos tipos- de avería rondando por arriba.

Wilbur cambió una mirada con Scoppefield.

—De acuerdo, Hudson —sonrió irónicamente Wilbur—. Ya nos dirá usted cuándo podemos subir a tomar el café..

Jim contempló a las dos beldades. River Creek era un lugar paradisíaco porque no había una fea.

—Sí, ya quedaremos de acuerdo —dijo, y dio media vuelta.

Wilbur y Scoppefield empujaron suavemente a las muchachas hacia el salón de baile y observaron a Hudson cuando se alejaba sorteando las mesas.

Scoppefield dibujó media sonrisa.

—Ha sido una buena idea preparar a los dos pájaros.

—Sí. Pero no cantemos victoria porque todavía no ha caído en el garlito.

—Caerá.

—Ganas no me faltan. Creo que el muy bastardo está al corriente de todo y se hace el loco.

El rubio entornó los ojos.

—Sí, está al corriente de todo. Pero va a dejar de estarlo, Joe.