CAPITULO IV
El rubio Andrew Scoppefield se inclinó sobre la cinta métrica y alzó el rostro gritando a Gerald Wilbur, que se hallaba en el centro del triángulo que formaba la cuenca del río:
—¡Cincuenta yardas y cuatro pulgadas, señor Wilbur!
Wilbur hizo una señal a Donald, el ayudante del sheriff, y dijo:
—Póngase más a la derecha para la cuarta medición, ayudante.
El ayudante atrapó el cabo de la cinta y corrió golpeando los talones en los cuartos traseros.
—¡Ya estoy en el pánfilo! —dijo, quedando plantado.
—Querrá decir en el ángulo —masculló Gerald Wilbur.
Desvió la mirada hacia las tierras bajas y vio a Jim Hudson y al juez que se hallaban a la expectativa, sobre las monturas.
Torció la cara en una mueca y apretó los dientes a la vista de los dos hombres.
—Bien, Donald... Scoppefield, vamos a dejarlo por un rato. Me encuentro un poco descentrado.
El ayudante del sheriff se acercó sonriendo aleladamente.
—¿No le sienta bien el aire del río, señor Wilbur?
Wilbur maldijo entre dientes y se contuvo por no enviarlo al diablo.
—No es eso, Donald. La verdad es que debimos descansar después de un viaje tan lento con ese cascarón que se llama el «Helenia».
El ayudante rió agudamente.
—Usted se deja lo mejor.
—¿El qué? —dijo Wilbur al ayudante, que le crispaba los nervios.
—El «Helenia» no ha podido salir de la puerta. Cuando lo pusieron en marcha, una de las ruedas le falló y empezó a dar vueltas.
Jim Hudson se había aproximado a trote lento y todavía escuchó las palabras del ayudante.
—De modo que el capitán Fonress se ha quedado en tierra por la fuerza —dijo.
Donald alzó el rostió hacia el jinete.
—Sí, Hudson. Y por cierto que trajo a colación aquella pelea que usted armó.
—¿La de los griegos?
—No. Se refería a la batalla que tuvieron los dos bandos que se echaron los cajones de envases a la cabeza. Según oí decir, uno de los que encabezaban el grupo era usted. El capitán dice que una caja quedó entre los radios de la rueda y ha producido la avería. También oí que lo nombraba a usted y no para bendecirlo, señor Hudson.
Jim pestañeó.
—Ese viejo lobo de mar... Me aprecia tanto que no puede sacarme de su cabeza.
Wilbur y Scoppefield se habían alejado para recoger la cinta métrica y realizar las últimas anotaciones.
Jim los miró sin verlos porque estaba pensando en algo más agradable.
—Oye, Donald; ¿qué hay de la preciosidad?
El ayudante del sheriff puso los ojos en blanco y silbó con los dientes.
—No me hable que estoy enfermo, señor Hudson. ¡Qué mujer!
—Un bombón, muchacho. ¿Se quedó en el cascarón o ha tomado habitación en el hotel?
—Alquiló un departamento en el hotel «Alcotán». El capitán está muy preocupado porque teme que el padre de la muchacha desista de comprar la línea fluvial.
Jim alzó una ceja.
—De modo que la preciosidad es hija de un consignatario de vapores.
—No pude escuchar demasiado. Pero, por lo visto, el padre de la chica posee algunas embarcaciones para el transporte de viajeros y mandó a su hija para que le informara a fondo del estado del «Helenia». Quería comprar la línea de vapores.
—Así que, la chica está metida en el asunto de la navegación. Ahora se explica por qué uno siente mareo al estar cerca de ella.
Donald chascó la lengua.
—Doris, mi chica, también está enorme. Sin embargo, da mareo a muchos aunque tiene un puesto de cebollas en vinagre en la calle segunda. El secreto está en las curvas.
Jim le miró con respeto.
—No pareces tan tarugo como dice el sheriff, muchacho.
—El sheriff es un renegón. ¡Voy, señor Wilbur!
El inspector de Expropiaciones acababa de llamar a Donald y le hizo señas para que ayudara a recoger otra cinta métrica desparramada por los suelos como una serpiente.
—Hasta ahora, Hudson —dijo Donald y se alejó.
Jim se quedó mirando a Wilbur y a Scoppefield, que ahora hablaban con un hombre de aspecto venerable que viajaba en un tilburí.
En eso, Jim escuchó la voz del juez por detrás de él.
—¿Ve lo mismo que yo, Hudson? El inspector de Expropiaciones parece que se entiende bien con algunos terratenientes de esta parte del río.
Jim observó a los tres hombres, aun cuando no podía escuchar lo que hablaban.
—Sí, juez. Ya es la cuarta visita que reciben esta mañana. Por lo visto, algunos rancheros se interesan por la inspección y además los tratan con respeto.
El juez palmeaba el cuello de su caballo y asintió:
—Ha influido mucho que Wilbur y su secretario se dejaran ver sin ningún temor. Y aunque no serán capaces de reconocerlo, la seguridad se la deben a usted, Hudson.
—Quizá —dijo Jim, que se hallaba distraído observando a los tres hombres.
—Mire, muchacho; precisamente ahora miran hacia nosotros. Seguro que le están diciendo al ranchero que usted los vigila y que no tienen nada que temer.
Seguro.
* * *
Gerald Wilbur señalaba con la cabeza hacia Hudson y el juez, situados a una buena distancia, y apretó los dientes. Luego se volvió hacia el hombre del tilburí.
—¿Es que no ve a esos dos pájaros que no nos quitan ojo, señor Craven? ¿Qué pensarían si nos oyeran?
El llamado Craven respiró penosamente.
—Está bien, señor Wilbur. Subiré hasta mil dólares.
Gerald Wilbur alzó el rostro adoptando una expresión digna.
—¿Qué se ha creído usted, señor Craven? ¿Cree que nos dejamos sobornar por el primero que llega?
—Mire, Wilbur; tengo él mejor rancho de esta ribera. La propiedad está calculada en cien mil dólares.
—Lo hemos visto perfectamente, señor Craven.
—Pues bien —resolló Craven—, si ustedes hicieran pasar por mis tierras ese maldito oleoducto me dejarían en la ruina.
Wilbur endureció la mirada.
—También nos hemos dado cuenta, señor Craven. ¿Dónde va a parar?
Craven estaba pálido, había perdido varias noches de sueño entre cavileos.
—¿Cuánto?
Wilbur apretó los puños:
—¡Por todos los santos, señor Craven! ¿Por qué clase de tipos sin escrúpulos nos ha tomado?
—Quítese el antifaz, señor Wilbur —estalló Craven entre dientes—. He hablado con Archie Spurgeon. Dice que ustedes aceptaron mil doscientos dólares por variar los trazados del oleoducto.
Wilbur sacudió la cabeza y se llevó una mano apretándose el puente de la nariz.
—Maldita sea —dijo—. No se pueden hacer concesiones. Está bien. Usted quedará fuera del oleoducto por una cantidad de risa, una miseria.
—¿Cuánto? —dijo Craven con un hilo de voz.
Wilbur torció la cara y luego la volvió a torcer en una sonrisa.
—Cinco mil dólares.
Craven entreabrió la boca dando un respingo.
—¡Cinco mil dólares! —exclamó—. ¡No!
—He querido decir cinco mil quinientos.
—¡No!
—Oh, perdone. Volví a equivocarme. Seis mil, en números redondos.
—¡Por Dios, señor Wilbur! ¡Usted está loco!
—Seis mil quinientos.
Craven cerró la boca como un cepo porque sabía que si decía una palabra más, la cantidad llegaría a siete de los grandes. Utilizaban la misma técnica de un tipo de Kansas, Sam Binnipeghiell, que aumentaba el tanto por ciento de interés cada vez que la víctima se echaba las manos a la cabeza.
Wilbur tenía un brillo metálico en sus pupilas.
—Bien, señor Craven. Ahora que está calladito habrá sacado la moraleja de que en nuestro negocio lo mejor es tener el pico cerrado.
Craven sacudió la cabeza de arriba abajo, sin despegar los labios. Tenía los ojos dilatados.
Wilbur prosiguió:
—Su rancho es de grandes proporciones y una cantidad así es una nadería.
Craven volvió a mover la poderosa testa.
Wilbur lo apuntó con un dedo.
—Dentro de dos horas me pasará los seis mil quinientos. Sin prórrogas, señor Craven. Ahora dele la vuelta al tilburi y salude a aquellos dos pajarracos con un ademán, porque si abre el pico le juro que pagará siete mil dólares o el oleoducto empujará su maldito rancho a cien millas de aquí, ¿entendido?
Craven ya no habló.
Sacudió la cabeza de norte a sur porque vio que el sistema era el más prudente, y de pronto chascó el látigo y salió disparado sin entretenerse en saludar a nadie.
Wilbur alzó el sombrero y dirigió un saludo al hombre del vehículo que se alejaba.
Sin mirar al rubio, dijo por la comisura de la boca:
—Otros seis mil quinientos a la hucha, pequeño.
El rubio ladeó la cabeza.
—Con éste es el cuarto del día. Y todavía tenemos citas con seis más.
—Sí, hijo. Tenemos trabajo por encima de la cabeza.
—Baja al diapasón. Se acercan esos tres bastardos.
Wilbur maldijo con los dientes apretados al ver a Hudson y al juez que se aproximaban tirando de sus respectivas caballerías. El ayudante del sheriff se hallaba aislado, tratando de desenganchar la cinta medidora de entre unas zarzas.
El juez fue el primero en dirigirles la palabra.
—Bueno, Wilbur; ¿va a permanecer aquí todo el día?
Wilbur sonrió, aunque la presencia de Jim Hudson le hacía esforzarse por demostrar satisfacción.
—Scoppefield y yo hemos decidido acabar de extraer el área del sector A sesenta y tres. Todavía tesemos tiempo.
—Opino que deberíamos ir a comer algo —intervino Jim, dando un paso adelante.
Wilbur le enseñó los dientes en una especie de sonrisa. Cada vez podía tragar menos a Hudson.
—Scoppefield y yo hemos dado cuenta de un par de bocadillos de ternera.
—Y unos pinchitos de aceitunas y jamón.
Wilbur entornó los párpados.
—Ya me he dado cuenta de que no nos quita ojo, a pesar de andar alejado.
—Mi misión consiste en no perderlos de vista.
El juez intervino al notar cierta tirantez en la atmósfera.
—Bien, señores; creo que no deben trabajar tanto —sonrió.
Wilbur correspondió a la sonrisa.
—Hudson puede volver al pueblo para comer algo. —Miró al joven y dijo significativamente: —Por un momento que deje de observarnos no creo que ocurra nada.
Jim le dedicó una larga mirada.
—No, Wilbur. No se morirán.
—Pues en marcha, muchacho —dijo el juez a Jim—. Comeremos juntos.
Los cinco hombres se dirigieron al recodo del río y se despidieron allí.
En aquel momento, una res soltó un mugido y Jim se volvió viendo a un par de tipos que viajaban en una barca con una vaca.
El más alto de los dos sujetos se dirigía a Hudson y le hizo un ademán.
—¡Eh, muchacho! ¿Puede echarnos una mano desde la orilla? Esta condenada vaca no quiere saltar a tierra ni por un demonio.
El grupo había concentrado la atención en los dos hombres que conducían la res.
Jim acercóse unos pasos y esperó que le tendieran el cabo de cuerda que sujetaba a la vaca por el cuello.
Pero los dos hombres, después de trastear un momento en el fondo de la barca, se alzaron esgrimiendo un revólver cada uno.
Wilbur, el juez Scoppefield y el ayudante del sheriff respingaron a coro.
Jim observó a los tipos armados.
—¿A qué jugamos, muchachos?
El individuo alto escupió por un costado de la borda y se echó el sombrero atrás con la mano libre.
—Queríamos que usted se apartara del medio, Hudson. A quien queremos hacerle el relleno es al inspector.
Wilbur se tensó arqueando el brazo derecho.
El tipo alto le apuntó a la barriga.
—Mírelo, ya está pidiendo el plomo a gritos. ¿Se da cuenta? Quiere defenderse.
Wilbur apartó la mano del revólver.
—Maldita sea. ¡Haga algo, Hudson!
Scoppefield ladeó la cabeza y un mechón de su cabello rubio le cayó sobre la frente.
—Sí, Hudson. Demuestre que es un guardaespaldas que sabe algo más que taladrar cuatro ases.
Jim tenía la mirada atenta. Se fijó en los dos fulanos de la barca.
Antes de que pudiera hablar, el tipo alto saltó a tierra y se dirigió a todos en general.
—Señores —dijo—, nada de boberías. Sólo queremos la piel del inspector porque nos han pagado para ello. Sería lamentable que además del inspector alguien recibiera un plomo entre los cuernos.
—¿De modo que les han pagado el trabajo? —dijo Jim.
El pistolero miró a Jim.
—Usted es un tipo avispado, hijo. Ande, apártese para que le demos la ración a su bebé. Debería estar harto de hacer de niñera de este cerdo.
Wilbur masculló:
—¡Hudson! ¡Scoppefield! ¡Por todos los infiernos, hagan algo!
El pistolero asintió.
—Sí, chicos. Hagan algo por el inspector. Recen por su alma. ¡Fuego!
Los dos tipos de la barca gatillaron al mismo tiempo.
Wilbur se había arrojado al suelo y ya tenía el «Colt» fuera, con lo que demostró que no era un tipo que se dejaba matar fácilmente.
Sin embargo, los dos tipos lo habrían acribillado de no haber intervenido Jim Hudson.
Cuando Jim extrajo el «Colt», los dos pistoleros desviaron hacia él sus armas y dispararon.
Los estampidos se sumaron en un largo trueno.
Tres balas pasaron por entre Jim y Wilbur y corrieron hacia el infinito.
Las dos que mandó Jim Hudson cumplieron su cometido.
La primera le enrolló la lengua al tipo alto y se la obligó a tragar. Pero allí no paró todo. La bala se abrió camino gaznate dentro y le destrozó la tráquea. Murió ahogado.
Él otro pistolero recibió una bala en el hombro y dio media vuelta, lo cual colaboró para su salvación. Se vio frente a la barca y dio un salto agachándose con el tiempo justo para sacar la cuerda que la sujetaba.
La corriente se llevó la barca con el pistolero y la res.
Jim se abstuvo de disparar.
Sin embargo, lo hicieron Wilbur y Scoppefield al mismo tiempo, astillando el costado de la barca.
El agua debió entrar a raudales porque el pistolero comenzó a achicar el agua con el sombrero, a riesgo de ser escalpado por un plomo.
La res mugió intuyendo el peligro de morir ahogada.
Jim intervino.
—Basta, señores. Esa res debe valer lo menos cincuenta dólares.
Wilbur se volvió rabiosamente hacia él, con el revólver vacío.
—¿Le preocupa una res antes que liquidar al tipo que ha intentado asarme, eh?
—Soy un sentimental con los animales, Wilbur.
El ayudante del sheriff se acercó rascándose el cogote.
—Infiernos —exclamó observando el cadáver—. Este tipo es Billy «Fiebre Amarilla». Abastece a todas las funerarias de la ribera.
El otro pistolero había ganado la orilla contraria, y corría como un poseso. La res corrió también detrás de él, soltando alegres mugidos por verse en tierra firme.
El ayudante del sheriff volvió a decir:
—Y aquel es Bob «Patillas», otro tipejo de cuidado. Canastos, señor Wilbur; usted ha nacido hoy.
Wilbur miró agriamente a Jim.
—Se lo tengo que agradecer a Hudson —dijo entre dientes.
—Sólo hago que cumplir mi misión, Wilbur. Para eso cobro doscientos dólares. Bien, juez, ¿vamos & comer?
El juez tenía un feo color de cara.
—He perdido el apetito, Hudson —dijo con un hilo de voz y comenzó a andar al lado de Jim, quien lanzó una última ojeada a los dos hombres que tenía que proteger.
Wilbur y el rubio se quedaron uno al lado del otro, fijos los ojos en el tipo llamado Jim Hudson.
—Ese pájaro —dijo Wilbur— me parece que sospecha algo.
—¿De los sobornos o de lo otro?
Wilbur tensó las mandíbulas y durante un buen rato concedió ventaja en el camino a Hudson, el juez y Donald.
—De lo otro. De lo otro.