CAPITULO II
Jim Hudson, de veintinueve años, moreno, ojos negros y constitución corpulenta, acabó de reír apoyado en la barandilla de estribor porque había presenciado lo ocurrido en el muelle.
De pronto se volvió hacia el camarote de invitados y vio que la puerta continuaba cerrada.
Se aproximó a la puerta, pegó el oído para captar algún ruido del interior y, al no oír nada, dio unos golpes y procuró simular la voz del oficial segundo.
—Señorita Clausen, ruego que me dispense, pero he de anunciarle que hace un buen rato hemos tocado en River Creek. ¿Quiere comprar algo antes de proseguir la travesía?
Una voz femenina atravesó la puerta.
—¿A quién quiere engañar? Usted debe ser ese individuo que viajaba en tercera y ha tratado de abordarme varias veces.
Jim hizo una mueca.
—Me falla la suerte —dijo con su voz natural.
—Ahora déjeme en paz. Necesito arreglar mis cosas.
—Señorita Clausen —carraspeó Jim—, la verdad es que sólo quería conocerla personalmente. Se habló mucho de una preciosidad que viajaba en el camarote de los invitados y créame, estoy muy intrigado.
La voz de la señorita Clausen se escuchó con una pizca de ironía.
—También se corrió la voz acerca de un sujeto moreno que iba en tercera y dio la nota.
—Oiga, señorita; si se refiere a aquella lamentable equivocación que tuve al colarme impensadamente en el camarote de la viuda, le puedo jurar que soy inocente.
—¿Sí?
—Es fea como un demonio.
La señorita Clausen respingó.
—Será mejor que me deje en paz, señor.
—Jim Hudson.
—Pues, señor Hudson, déjeme en paz. Usted es de esa especie de pelmazos que conocen todos los recursos para prolongar una conversación.
—Hoy me está fallando con usted.
—Adiós, señor Hudson. Tengo que ordenar muchas cosas para poder descender en el siguiente puerto.
La muchacha comenzó a armar ruido en el camarote y Jim abrió y cerró la boca un par de veces preguntándose si ella lo escucharía.
Finalmente, alzó la voz y dijo:
—Paciencia. Sólo quería comprobar la especie que corría acerca de su belleza. En realidad, no nos veremos ya. Yo descenderé en este puerto y usted seguirá en el cascarón río arriba. En fin, que me quedé con las ganas. Adiós, desconocida.
Ella no le respondió.
Jim se alejó haciendo ruido con las botas y cuando estuvo cerca del pontón de descenso, se acercó rápidamente con sigilo.
En aquel momento la puerta se abrió y el rostro de la muchacha asomó quedándose a dos pulgadas del de Jim, que sonreía encantado.
Ella enrojeció, aspirando aire con fuerza.
Jim entreabrió la boca como si se quedara perplejo ante la belleza de ella, y pegó un largo silbido.
—¡Canastos, pequeña! ¿Todo lo demás hace también juego?
Ella tragó aire y abrió más la puerta con el deseo evidente de cerrarla estruendosamente.
Jim la miró de arriba abajo y se quedó alelado ante la extraordinaria figura escultural, y el gesto hizo que la muchacha se olvidara un momento de cerrar con brusquedad.
—Claro —dijo él.
—¿Qué es lo que está claro, señor Hudson?
—Tiene las medidas de cajón en clase de chicas estupendas. Noventa y seis centímetros de cadera, otros tantos de busto y la cintura de cuarenta y dos. Con eso ya puede ir por el mundo, nena.
El rostro de la señorita Clausen se encendió.
Apretó los labios y dio impulso a la puerta cerrándola con enorme violencia.
Jim hizo una reverencia al tablero y cuando estaba por alejarse, escuchó unos pasos apresurados por cubierta y de pronto apareció el enorme oficial segundo de a bordo.
El oficial se detuvo en seco y torció las facciones. Apuntó a Jim con un dedo.
—¡Tenía la mosca en la oreja!
—Sacúdala, hijo.
—¡Sabía que iba a estar rondando el camarote, Hudson!
—Me pasó una cosa rara. Un botón de la camisa me saltó y, mire por dónde, se ha colado por debajo de la puerta.
El oficial le miró con la boca todavía torcida.
—Pajarraco...
—¿Es que no me cree, almirante?
—Claro que le creo —dijo el oficial con los dientes prietos—. Por eso le voy a ayudar a buscar el botón.
—Ya dije que usted tenía cara de buen chico, almirante.
—Usted va a coger su maldito botón y va a ser sin abrir la puerta porque lo voy a pasar por el resquicio.
—Almirante, no me gusta ese tono.
—¡Usted lo ha querido, pájaro!
Jim tuvo que recular porque el grandote oficial se le echó encima con los cien kilos que pesaba.
El oficial masculló coléricamente:
—¡No huya, vivales!
—Si le espero, almirante —dijo Jim con los brazos abiertos.
Entonces el oficial saltó hacia él.
Jim saltó sesgadamente y cuando el oficial pensaba embestirlo, en vez del cuerpo de Jim encontró la barandilla.
El oficial gritó, alarmado y tenía toda la razón.
Dio la vuelta de campana por encima de la barandilla, catapultado por su propio impulso, y se fue de cabeza al agua.
La armónica voz de la señorita Clausen restalló desde la puerta del camarote.
—¿Qué es lo que ha hecho, señor Hudson?
Jim sonrió.
—Usted lo vio todo, preciosa. Ni tan siquiera lo toqué.
—¡Hudson... usted! —Ella notó dificultad en respirar—. ¡Usted es una pesadilla!
—De modo que le quito el sueño.
Ella abrió y cerró la boca al atropellársele las palabras.
—¡Quítese de mi vista! —gritó al fin.
—De acuerdo, preciosa. Le daré una tregua. Pero si no consigue conciliar el sueño, no tiene más que mandarme aviso a River Creek. Estaré aquí unos días.
La señorita Clausen abrió mucho los ojos y esta vez optó por cerrar la puerta con todas sus fuerzas, lo que ocasionó un tembleque a lo largo de la cubierta.
Jim volvió a sonreír y definitivamente se encaminó a la escalerilla de descenso.
El oficial nadaba con energía asemejándose a un cetáceo y se aproximaba al pequeño bote del práctico. Al volver la cabeza, gritó:
—¡Hudson, le haré pagar esto muy caro!
Jim le saludó alegremente con la mano y continué escaleras abajo.
En eso escuchó más pasos por cubierta, pero desechó en el acto que se tratara de la hermosa señorita Clausen porque las pisadas parecían las de un elefante.
—¡Hudson! —el vozarrón era el del capitán Fonress.
Jim llegó a tierra firme y alzó la cabeza.
—Hola, capi.
El capitán sobrepasaba en corpulencia al oficial, pero estaba demasiado grueso. Tenía un rostro achatado y fiero.
—Hudson —dijo—, si no fuera porque lo he visto todo, le juro que iba a acordarse de mí.
—¿Se ha dado cuenta de lo peleón que es su oficial, eh?
—Hudson —volvió a decir el capitán con un trémolo en la voz—, le juro que a pesar de las circunstancias, estoy pasando un momento feliz.
—¿Sí?
—Tenía ganas de perderle de vista. ¡De que abandonara mi barco!
—Oiga, creí que usted y yo congeniábamos.
El capitán resolló aferrándose con ambas manos a la barandilla.
—Cuando pase de regreso por aquí con el «Helenia», hágame el favor de no acercarse. ¡Mandaré que lo arrojen por la borda si intenta subir!
—Descuide, capi. Tampoco estoy dispuesto a aguantar las molestas ratas de la bodega.
—¿Ratas? —el rostro del capitán se puso cárdeno—. ¿Quién ha dicho que haya ratas en el «Helenia», condenación?
—Tampoco me gustó la bazofia que nos dio ayer para comer —Jim hizo una mueca sarcástica—. Habichuelas con patatas. ¡Puaf!
El capitán Fonress dio una dentellada al aire.
—¡No quiero verle más por el «Helenia», Hudson! —rugió—. ¡No hay sitio para usted en mi vapor!
Jim le guiñó un ojo.
—Ya me han dicho que va a traer de regreso un cargamento de mujeres para la costa —silbó—. ¡Ah, piratas...!
Se volvió cuando el capitán sufría un principio de apoplejía y echó a andar hacia la ciudad.
Al llegar a la calle principal, vio a uno de los viajeros que había compartido con él la ancha cubierta del «Helenia».
Se trataba de un individuo cubierto con un sombrero hongo muy gastado, cara ratonil y ojos juntos que había amenizado la travesía con candentes partidas de poker.
—Caramba, Hudson. Apuesto a que me andaba buscando.
—No, pero me alegro de verle.
—Pues ya tengo preparados a un par de primos con pasta. ¿Por qué no quiere tomar parte conmigo, Hudson? Usted tiene vocación.
—No, Andy.
—Usted es revoltoso, tiene sangre. Creo que podríamos hacer algo bueno, amigo.
—Sólo quería preguntarle dónde fueron los personajes que iban con el sheriff.
Andy ladeó el rostro y se pareció más a un conejo.
—¿Qué lleva entre manos, muchacho? ¿Usted con las alturas? Mal me huele. Hizo muchas diabluras en el «Helenia», hijo.
—Vamos, Andy. Sólo me interesa saber dónde diablos fue la comitiva.
Andy soltó una risita enseñando los dientes de arriba.
—Todavía me parto al recordar cuando tiraron aquel tipo al agua después de rebozarlo de huevo y tomate. —Se quedó pensativo—. Ahora que lo trae a colación... Creo que fueron juntos a la oficina del sheriff. El del remojo resultó ser Alvah Chander, un juez especial nombrado por el condado para resolver ciertos casos. ¿Se cuece algo oloroso, Hudson?
Jim empujó con un dedo el zarrapastroso jugador y le guiñó un ojo.
—Ya nos veremos, muchacho.
—¡Acuérdese de mí si quiere ganar algún dólar! —alzó Andy la voz.
Pero Jim se alejaba lentamente entre los peatones.
En la esquina de la calle Mayor encontró a una bella rubia que se apoyaba a la pata coja en una columna.
Jim se echó el sombrero atrás.
—¿El tobillo, eh?
Ella sonrió con coquetería.
—¿Cómo lo adivinó?
—Magia negra.
La rubia lanzó una carcajada e hizo un mohín sin transición.
—Lo malo es que me alojo en el tercer piso.
—No importa si estoy yo aquí —Jim se inclinó para tomarla en brazos—Trepe sin miedo, encanto.
Ella volvió a reír y se dejó izar por el joven.
CAPITULO III
El juez Alvah Chander sacudió la cabeza con brusquedad y pegó un fuerte estornudo.
El sheriff se incorporó de un salto forzando una sonrisa.
—¿Quiere un poco de whisky caliente, juez? Es bueno para los resfriados.
—¡Quiero que me localice a esos salvajes que me arrojaron al agua, sheriff! Usted y yo tenemos mucho que hablar.
La sonrisa del sheriff se congeló.
—Seguro, juez —dijo, sentándose poco a poco.
El juez Alvah Chander se volvió hacia los dos hombres que se hallaban en los dos sillones de las visitas y fijó sus ojos grisáceos protegidos por los lentes de oro en el más corpulento, el inspector de Expropiaciones.
—Ha sido curioso que coincidiéramos ustedes y yo en el mismo vapor, señor Wilbur. Había oído hablar de ustedes y quería conocerles.
Wilbur enseñó unos dientes grandes, blancos, bien alineados, y sus ojos negros como tizones se fijaron en el juez.
—Mi secretario, el señor Scoppefield, y yo lamentamos mucho que la coincidencia le haya ocasionado tantas molestias, juez.
El juez lanzó una mirada al sheriff y cuando consiguió hundirlo bastante en el asiento, volvió a dirigirse a Wilbur.
—No habría ocurrido si River Creek dispusiera de autoridades más enérgicas.
El sheriff carraspeó.
—Juez —dijo—, nunca se llega a tiempo cuando Mac y sus amigos preparan algo.
El inspector de Expropiaciones guiñó un ojo al sheriff al tiempo que lo palmeaba en la rodilla.
—Tanto el juez como nosotros nos hacemos cargo de que es imposible evitar estos estallidos de violencia. No es el primer caso.
El juez se inclinó hacia adelante y se frotó el estómago porque el baño la había trastornado la digestión.
—Supongo que se habrán dado cuenta de que no podemos ofrecerle la debida protección en River Creek. Esta parte del río se ha caracterizado siempre por sus habitantes incontrolados. Gente violenta y muy primitiva, señores.
Wilbur hizo centellear su dentadura en una sonrisa luminosa y tranquila, llevando la duda al sheriff de si los dientes serían naturales..
—Mi secretario, el señor Scoppefield, y yo hemos previsto las contingencias inherentes a nuestro trabajo —Wilbur acabó la frase con una tosecilla.
—Sin embargo —dijo el juez—, ustedes no conocen bien a los habitantes de este lado del río.
Wilbur cruzó las piernas.
—Realmente hemos tenido varios casos muy candentes en los distintos lugares que hemos tocado en nuestro recorrido de inspección de terrenos, juez. En Mariner West trataron de apedrearnos, pero nosotros supimos imponernos a la situación. También tuvimos una zarabanda desagradable en el valle Roher, donde quisieron escarnecemos. Se atrevieron a amenazarnos con disparar si no subíamos a dos asnos vistiendo sólo ropa interior.
—Infiernos —resolló el sheriff, pero calló al recibir una dura mirada del juez.
Wilbur chascó la lengua.
—Mi secretario, el señor Scoppefield, demostré que sabíamos defendernos e íbamos bien preparados. Baleó a un individuo en la mano y todo se acabó. Oh, me olvidé decirles que el señor Scoppefield es un magnífico tirador de salón. Taladra naipes a cien yardas. —Wilbur se palmeó el costado, sonriendo—. Además, yo también voy armado.
—Siga —dijo el juez.
Wilbur suspiró.
—En ciertos pueblos creen que la Comisión Randall, nombrada por el Gobierno, puede dejar impresionarse porque algunos de sus inspectores hayan sido maltratados. La verdad es que los inspectores han sido atacados en otros puntos del Estado de Texas y aparentemente han informado que los oleoductos no serían bien recibidos en aquellas tierras. Sin embargo, la realidad es muy distinta, señores. Los inspectores atacados dieron un informe negativo porque las tierras no llenaban los requisitos del reglamento de la Comisión Randall. Eso fue todo. Pero si nosotros, valga el ejemplo, encontramos que el área de River City es un buen lugar para hacer pasar el oleoducto, pese a todo daremos el informe para que se realice la expropiación forzosa de tierras. En justicia, nadie debería quejarse de que le expropien unos terrenos que han sido cedidos condicionalmente por la Ley Adams. La misma Ley previene que si hay lugar a la expropiación, serán adjudicados otros terrenos dentro de un radio de cien millas, a los perjudicados.
El sheriff torció el rostro y dijo a pesar de la mirada silenciadora del juez:
—La Comisión Randall parece olvidar que los habitantes de un lugar han echado raíces, han roturado las tierras, han edificado buenos ranchos...
—Sería mejor que se ocupara en buscar a esa gentuza —cortó el juez—. Tendrá tiempo de opinar.
—Donald, mi ayudante, ya se ocupa de eso, juez —dijo el sheriff precipitadamente—. Dispensen la interrupción.
—Nos desenvolveremos bien, juez. Desgraciadamente han descargado en usted sus iras, pero el fallo los contendrá en el futuro. Creo que la revisión de tierras en River Creek será un éxito.
El juez plegó el entrecejo.
—No obstante he venido a Silver Creek también con mi misión, señores. La misión de revisar el orden.
El sheriff se vio acometido de un fuerte ataque de tos.
El juez prosiguió:
—Tengo instrucciones para obligar a las autoridades locales a cumplir la Ley y mantener la paz en los poblados de las márgenes del río. Y sería muy enojoso que ustedes corrieran un percance precisamente estando yo en mi trabajo de revisión.
Las gruesas cejas de Wilbur se juntaron sobre los ojos como ascuas, en un gesto preocupado. Forzó la sonrisa.
—Se refiere otra vez a la protección, ¿no? Bien, juez, ya le dijimos que el señor Scoppefield y yo podemos protegernos suficientemente.
El juez sonrió por primera vez en la entrevista, dejando perder la mirada por el fondo del recinto.
—Hay un sujeto que vendría como anillo al dedo para que velara por ustedes.
—¿Quién? —dijo Wilbur, sonriendo con una mueca porque la idea no le gustaba nada.
—Me refiero a un individuo que viajaba en el mismo vapor con nosotros. Creo que se llama Jim Hudson.
—Jim Hudson —exclamó Wilbur, irguiéndose en el asiento al mismo tiempo que su secretario.
—¿Lo conocen?
Wilbur y Scoppefield cambiaron una rápida mirada.
—Lo vimos alborotar en cubierta desde los camarotes de primera. Creo que no es un tipo muy recomendable, ¿verdad, Scoppefield?
Scoppefield, el secretario, era un sujeto joven, fuerte y de rostro anguloso, cuyo labio superior estaba surcado por un bigotillo rubio como su cabello.
—Sí, creo que es un individuo muy sospechoso. Nada recomendable.
El juez seguía sonriendo.
—Lo vi pelear con aquellos dos griegos de la tripulación. Los derribó en un abrir y cerrar de ojos.
—También lo vimos nosotros, juez —dijo Wilbur, que ahora había perdido la sonrisa centelleante y tenía las mandíbulas apretadas—. Y no nos gustó nada el sujeto.
El juez emitió una risita.
—Porque no lo conocen.
—¿Usted sí, eh? —dijo Wilbur sin poder controlar el tono bronco.
—Oí hablar de él bastante por Abilene. Le resolvió al sheriff algunos casos difíciles.
—¿Sí?
El juez cabeceó satisfecho con los recuerdos.
—Por supuesto que no fueron casos teóricos. Me refiero a que zanjó cuestiones con el revólver. Es un buen gun-man.
Wilbur y su secretario se movían inquietos en sus respectivos asientos.
Scoppefield trató de dar un tono agradable a su voz.
—No nos interesan pistoleros a nuestro lado, juez.
El juez rió complacido.
—Vamos, ¿quién habla de pistoleros? Jim Hudson tiene fama de desocupado y de buen gun-man al mismo tiempo. El sheriff de Abilene se dejaría cortar una mano por él.
—Esos individuos —dijo Wilbur entre dientes— suelen pasarse al otro bando con facilidad. ¿Quién no nos dice que en vez de protegernos, se vende a los recalcitrantes de River Creek; para meternos una bala en la cabeza?
—Por favor, señores. Nada de dramatismos. Hudson es un tipo muy revoltoso que vuelve todo patas arriba, pero es incapaz de hacer algo fuera de la Ley.
—No podemos pagar a guardaespaldas —dijo Wilbur secamente.
El juez sonrió.
—River Creek soportará un par de cientos de dólares para prestarles a ustedes ese servicio gratuito hasta que el orden sea una realidad en esta margen del río.
Wilbur y su secretario se consultaron con una mirada.
—Muy bien —dijo Wilbur, procurando matizar el tono de voz—. Pero no queremos ver a ese individuo convertido en nuestra sombra.
—Oh, desde luego, señores —dijo el juez—. La protección será a distancia. Conviene que sea así para no despertar la curiosidad contraproducente en los habitantes. Jim Hudson sólo entrará en acción cuando estén en verdadero peligro y podrá dar la sorpresa a alguien que pudiera atacarles por la espalda. Recuerden el caso del inspector de Allen City. Murió baleado por un facineroso exaltado.
Wilbur no dijo nada, al igual que su secretario. Los dos estaban muy erguidos en los asientos.
El juez se pellizcó el labio inferior y agregó:
—Hudson ya hizo un trabajo de protección con Sam «El Acaudalado», en Abilene. Será su segundo trabajo. Oh, por supuesto si lo acepta. Todavía no hemos contado con que lleve algún asunto entre manos.
Scoppefield sesgó la boca.
—No debe llevar nada porque en el despacho de billetes, allá en Memory Port, pidió un pasaje que cubriera los veinte dólares que le quedaban.
El juez sonrió.
—Muy propio de lo que se cuenta de Hudson por Abilene —dijo.
El sheriff se pasó la lengua por los labios secos de no hablar en mucho rato y preguntó:
—¿Cuándo va a entrar en funciones el valentón...?
Antes de que pudiera acabar la frase, la vidriera estalló con violencia. Un cuerpo humano cayó pesadamente en la estancia y fue acogido por los gritos de los circunstantes.
En eso Jim Hudson apareció por el hueco y al tiempo que pasaba una pierna para entrar, sonrió:
—Dispensen la interrupción. Pero este fulano tenía un pedrusco en la mano. Lo he sorprendido a tiempo de evitar que hiriera a alguien.
El juez exclamó con el rostro radiante.
—¡Hudson!
El joven lo miró con el ceño fruncido y la expresión risueña.
—¿Me conoce, amigo?
—Óí hablar de usted al sheriff de Abilene, Hudson. Precisamente nos referíamos a usted por si quería encargarse de esto precisamente. De un trabajo de protección.
Jim miró a los circunstantes y depositó los ojos en el sujeto de los lentes de oro.
—Si oyó hablar de mí al sheriff de Abilene, habrá oído hablar también de mi tarifa, amigo. Doscientos pavos por semana.
Los ojos de Wilbur centellearon.
—Cobra tanto como el secretario de un gobernador.
Jim lo miró sonriente, pero lo escrutó con fijeza.
—El secretario del gobernador no acertará a una yaca a tres yardas de distancia.
—¿Un buen tirador, eh? —dijo Wilbur—. ¿Sería capaz de hacer lo que hace el señor Scoppefield?
Jim depositó la mirada en el joven rubio de largos brazos que estaba a la derecha del inspector de Expropiaciones.
—No sé qué puede hacer el señor rubio —dijo—. ¿Canta?
Wilbur atirantó el rostro. Ladeó la cabeza hacia su secretario.
—Haga eso con los naipes, señor Scoppefield.
El rubio entornó los o los y extrajo un. «Colt» de buena factura.
A continuación sacó un mazo de naipes y separó el dos de corazones.
Wilbur sonrió ahora con jactancia.
El sheriff, el juez y el mismo Jim miraron a Scoppefield con interés, en medio de un largo silencio.
De repente el rubio lanzó el naipe de un papirotazo.
El naipe sobrevoló.
El «Colt» de Scoppefield vomitó fuego un par de veces.
Los plomos atraparon la carta y la mandaron al techo.
Luego cayó cerca de los pies del sheriff, quien fa tomó lanzando un respingo.
Los dos corazones estaban taladrados.
Wilbur, sonrió ampliamente y batió palmas cabeceando con aprobación.
Scoppefield frunció el entrecejo, sopló el humo del cañón del bello «Colt» y lo enfundó. Se repantigó en la silla.
Wilbur sonrió a Jim Hudson.
—¿Qué? ¿Se ha quedado sin hablar, eh?
—Le juro que sí.
—Ya le advertí lo de las tres copas que ganó el señor Scoppefield. Bueno, si usted no mejora el tiro, lamento que no podremos admitirlo más que como luchador. Le vimos derribar a los dos sujetos de la tripulación y con los puños es bastante bueno.
Jira tenía el entrecejo fruncido pensativamente.
—Deje que revise los naipes, Scoppefield.