CAPITULO VIII
Larry detuvo su alazán en lo alto de la colina, y prestó atención. Momentos antes, mientras cabalgaba, había creído oír ruido lejano de cascos. Pero ahora nada vino a turbar el silencio de la noche. Terminó por concluir que todo había sido producto de su imaginación, y reanudó la carrera.
Hacía dos horas que había salido de Silvertown cuando llegó a su destino; una cabaña que se levantaba en los linderos de un bosque.
Descabalgó cerca de la puerta, y al instante ésta se abrió de golpe, recortándose en el hueco la figura oscura de un hombre que empuñaba un revólver.
—¿Es usted, Mason?
—Él mismo. ¿Alguna novedad, Tom?
El otro emitió un gruñido. Larry quitó la silla del caballo y la dejó en el suelo, junto con un pesado saco. Luego llevó al animal a un cobertizo anexo a la vivienda.
Regresó, cogió la silla y entró en la cabaña.
Siegel estaba sentado a una mesa, manejando unos sucios naipes. Al ver a Mason hizo una mueca, y masculló amenazadoramente:
—Esto le costará caro.
—No lo sabemos aún, banquero —repuso Larry.
Y salió para traer las provisiones compradas a Ibrahim.
Cuando volvió, el guardián cerró la puerta, enfundó la pistola, y se dejó caer en una desvencijada mecedora, que crujió como si fuera a saltar en pedazos.
—¿Piensa tenerme mucho tiempo aquí? —preguntó Siegel.
—No más del necesario —contestó Larry, destapando una olla que había en el fuego—. ¡Judías! En este condenado país sólo hay judías... Le he traído algunas cosas del pueblo para que cambie de menú, Tom.
—¡Estupendo! ¿Sabe que nuestro amigo quiso hacer otro trato en su ausencia?
Larry se volvió hacia el dueño de la cabaña.
—¿Interesante? —inquirió.
—Psch... ¡Me daba mil dólares por dejarlo marchar. Luego subió a mil quinientos, después a dos mil... Hubiese seguido subiendo, de no haberse presentado usted.
—¿Por qué no aceptó la oferta? Yo le doy solamente diez por custodiarlo.
—Usted consiguió mi simpatía cuando se acercó a esta choza en su camino a Yuma. Curó a mi caballo en el instante que lo daba por muerto.
—Ya le dije que había comido una mala hierba. No tuvo importancia.
—Para mí, sí. Por eso no podía traicionarle. Aunque me hubiera ofrecido el Banco entero, aquí habría encontrado a Siegel.
—Gracias —dijo Larry, observando la mirada cargada de odio que dirigía su prisionero a Tom.
Este se levantó, y después de examinar el contenido de la olla, declaró que la cena estaba a punto.
Despejaron la mesa, y llenaron tres platos de judías con tocino. Siegel hizo un gesto de repugnancia, y renunció a su parte.
—Tocamos a más —comentó Larry.
Tom pasó junto al banquero, y éste movió su mano rápidamente queriendo quitarle el revólver. Pero Tom anduvo listo, y lo evitó inclinándose a un lado. Al enderezarse, estrelló su puño en la mandíbula de Siegel, quien rodó por el suelo.
—Esto le enseñará a ser un buen muchacho.
Siegel se incorporó vacilante, escupiendo saliva mezclada con sangre.
—Ha dictado su sentencia de muerte, Tom —barbotó, resoplando.
—Échese en el jergón y duerma —contestó el aludido—. Está demasiado nervioso.
Siegel, obedeciendo, se tendió sobre un colchón.
Los otros dos hombres empezaron a comer las judías. Tom sacó una hogaza de pan, y la partió en dos trozos.
Aún no habían llevado a la boca media docena de cucharadas, cuando la puerta se abrió de repente y una voz conminó:
—¡Quédense donde están, o los achicharramos!
El que hablaba era Pete Chamber, y detrás de él había cuatro hombres. Todos esgrimían «Colt».
—¡Maldita sea! —exclamó Tom—. ¡Debí atrancar la puerta!
—No les hubiera servido de nada —repuso Pete avanzando hacia la mesa seguido por sus secuaces.
Siegel se levantó como una exhalación.
—¿Es usted Peter Chamber?
—Sí. Me dieron el encargo de ponerlo en libertad.
—Ha sido usted muy oportuno. ¡Déme su revólver!
Chamber le cedió el que tenía en la mano izquierda.
El banquero giró hacia los hombres que permanecían sentados.
—¡Levántese! —ordenó.
Larry y Tom se incorporaron lentamente.
—Ha sido divertido, ¿verdad, señor Mason? Ya le advertí que lo pagaría. Y en cuanto a ti, Tom, ya ves lo que son las cosas. Pudiste ganar dos mil dólares, y ahora...
Dejó la frase sin terminar, porque empezó a reír espasmódicamente. De pronto se quedó serio, levantó la pistola apuntando a Tom, y disparó dos veces.
En el pecho de la víctima aparecieron dos agujeros, y casi instantáneamente, se pusieron a echar sangre.
—¡Ahí tienes...! —chilló salvajemente Siegel—. ¡Sentencia cumplida!
Tom inclinó el cuerpo hacia adelante, puso las manos sobre la mesa y fue desplomándose poco a poco. Cuando su cabeza tocaba la madera se le doblaron las piernas y cayó al suelo muerto.
El asesino desplazó el revólver hasta apuntar a Larry.
—¡Le tocó su turno Mason...!
La mano de Chamber se aferró a la muñeca del banquero.
—No lo haga Siegel.
—¿Qué le pasa? ¿Quiere matarlo usted?
—La vida de ese hombre me pertenece. He cobrado adelantado por ella. Pero no se trata de eso ahora.
—¿De qué, pues?
—Hay orden de llevarlo entero.
Siegel parpadeó unos segundos.
—¿Quién dio la orden?
—La recibí de Henry, y me encargó también que le transmitiese que alguien desea verlo. Tenemos instrucciones de acompañar a Mason y a usted hasta cierto lugar. Ha de ser en seguida.
—De acuerdo, Chamber. —Siegel se acercó a Larry—. No crea que esto significa su salvación, Mason. Considérelo únicamente como un aplazamiento de su ejecución. Cuando quiera, Pete.
Uno de los pistoleros desarmó a Larry, y a continuación salieron de la cabaña.
El candidato a alguacil estaba sorprendido. ¿Cómo era comprensible que Henry diese orden de respetar su vida siendo así que estaba por debajo de Siegel? ¿No tenía archisabido que éste era el promotor de la ola de delincuencia que azotaba Silvertown?
No penetraron en la ciudad, sino que cuando llegaron a sus proximidades torcieron por un sendero que se dirigía hacia el sur.
Cuando descabalgaron Larry no pudo reconocer el lugar en que se encontraban. El cielo se había cubierto de nubes y la oscuridad reinante dificultaba aún más la localización.
Siegel le puso el cañón del revólver a la espalda, y le conminó a que anduviese.
Chamber y los miembros de su pandilla se quedaron junto a los caballos.
Si Larry hubiese querido, le hubiera sido posible desembarazarse del banquero, aun cuando su huida fuese más difícil, por la presencia cercana de los otros bandidos. Empero, lo que más le indujo a seguir adelante sin ofrecer resistencia fue la posibilidad de aplacar su curiosidad respecto al problema que se habla planteado en su mente como consecuencia de la liberación de Siegel.
Caminaban por un terreno cubierto de fina grava.
—Cuidado —advirtió Siegel—. Ahora viene una escalera.
Subieron, y al instante, una puerta se abrió. La voz de Henry dijo:
—Al fin llegaron. Empezaba a creer que era usted el mismo diablo Mason.
Entraron en un vestíbulo de amplias dimensiones. Al fondo se veía un salón brillantemente iluminado con candelabros.
—¿Pasaste apuros? —preguntó Henry a Siegel.
—Una cosa corriente. ¿Nos espera?
—Sí. Vamos. Está también muy nervioso.
Cruzaron el salón y Henry abrió una puerta, indicando a Mason con la mano que pasase delante. Así lo hizo Larry, y se encontró en una habitación donde había una mesa, dos sillones, varias sillas y un hombre.
El hombre tendría unos cincuenta y cinco años de edad. Sus ojos eran negros, y tenía la barbilla partida. Vestía un elegante traje color marrón.
Los candelabros habían sido colocados de forma que no quedase un palmo de la habitación sin luz.
Siegel y Henry entraron tras el prisionero.
—Buenas noches, señor Johnson —saludó Siegel—. No comprendo su presencia aquí...
—¡Cállese! —le interrumpió secamente el aludido. Luego miró a Larry, y continuó—: Así pues, usted es Mason...
El hijo de Jack Allen no contestó.
—Y quiere estropear mis planes, según me han contado —sonrió Johnson—. Usted, en cambio, no me conoce ni sabe nada de mí. Yo le informaré al respecto. Si es que le interesa, naturalmente.
—No me aburre.
—Es una bonita frase. No me han engañado. Tiene usted personalidad. Me preguntaba cómo era posible que hombres como Siegel y Henry lo hubiesen dejado vivir en esta ciudad más de veinticuatro horas. Ahora comprendo por qué.
—Ha dicho que hablaría de usted.
—Oh, sí. Ha hecho bien en recordármelo. A veces cojo la palabra y no sé acabar. Hablaré de mí. Me llamo Abel Johnson. El nombre quizá no le diga nada, pero eso no hace al caso. Le bastará saber que controlo una cuarta parte del territorio del Oeste. Mi jurisdicción comprende varios Estados. Usted se preguntará en qué condiciones puede un hombre tener ese poder, siendo desconocido. Yo le responderé.
Johnson hizo una pausa, y sacó un cigarro.
Henry y Siegel sacaron fósforos, pero la llama sostenida por el primero llegó antes que la del otro al extremo del veguero.
Johnson dio unas chupadas, lanzó nubes de humo, y prosiguió, tras un fuerte carraspeo:
—El procedimiento es sencillo. Me valgo de unos cuantos hombres que son los que aparecen ante el público como los poderosos señores de ciertas regiones. Tal actuación ofrece grandes ventajas para una actividad como la que yo despliego, que se extiende por un territorio dilatado. Soy como un general que ante el mapa del campo de batalla explica a sus oficiales la forma en que se ha de desarrollar una operación, y asigna a cada uno su cometido. ¿Lo comprende, Mason?
—Perfectamente.
—Pues también comprenderá que una condición esencial para la salvaguarda de mis intereses, consiste en tener de mi parte a las personas representativas de una ciudad. Por este motivo he de prestar especial atención a las elecciones que se celebran de cuando en cuando en lo que pudiéramos llamar «mi distrito». He venido a Silvertown para inspeccionar la buena marcha de las que se celebrarán aquí, y me he encontrado con la sorpresa de que había un hombre que no sólo desafiaba al orden creado por mí, sino que pretendía sustituirlo por otro. ¿Qué le induce a ello, Mason? Por lo que sé, usted es un forastero en la ciudad, Tampoco es un chiquillo. Se ve que tiene experiencia y, al parecer, posee una puntería nada común con el revólver. ¿Qué es lo que quiere?
—Hacer justicia.
—¿Eso? No me diga que es usted un romántico. Me decepcionaría.
—Le ampliaré la respuesta. No me gustan las bellaquerías señor Johnson. Odio el crimen. Aborrezco a las personas que basan su vida y su fortuna en el pillaje, el soborno, el cohecho, la extorsión y el robo.
—¿No es demasiado suspicaz? Realmente, se comporta ahora como un hombre vulgar, Mason. Le diré algo para su ilustración. Puede considerarlo como el reverso de la moneda. Yo soy un creador de riqueza. Hay lugares en mi jurisdicción que estarían desiertos sin mi ayuda.
—Se refiere, sin duda, a los pueblos donde se trafica con ganado robado, aquellos otros que se han convertido en el centro de reunión de los tahúres y viciosos del Oeste...
—¡Exacto! Pueblos en que sólo habría lagartijas y coyotes si yo no hubiera prodigado en ellos mi bolsa.
—¿Sí? Dígame, señor Johnson. ¿Cuántos dólares recoge por cada uno que invierte?
—En algunos sitios he cosechado trescientos por uno. En los peores no baja de cien. No está mal, ¿verdad?
—No. Es un gran negocio.
—Celebro su opinión. Precisamente he de decirle algo importante. Una de las causas de mi éxito se debe a que sé elegir los hombres que han de regir esos negocios. No olvide que yo ejerzo sobre ellos una supervisión. Es decir, trazo las normas a que se han de ajustar y adopto las medidas trascendentales que les afecten cuando sean del caso.
Abel Johnson hizo una nueva pausa para inhalar del cigarro casi apagado.
Larry lo observaba sin hacer el menor movimiento.
Siegel y Henry se habían sentado en sendas sillas y escuchaban con atención al que era su jefe. Este manifestó:
—Le propongo trabajar para mí. Mason.
—¿Trabajar para usted?
—No le sorprenda. El hecho de que usted se halle con vida, obedece a esa ocurrencia mía. Necesito hombres audaces, con agallas.
—Ya le he dicho...
—No repita sus ideas sobre la moralidad de mis procedimientos, se lo ruego. Yo siempre he pensado que todos los humanos tenemos un precio. Coja usted al que se jacte de honrado, y ofrézcale una cantidad. Le dirá que no. ¡Doble la oferta! Si recibe nueva respuesta negativa, duplique de nuevo... Empezará a vacilar. ¡Continúe machacando! Usted sabe el resultado. Ese hombre claudicará.
—Pierde su tiempo, Johnson.
—Mil dólares mensuales es un buen sueldo. Tengo una vacante para usted en una casa de juego de Wichita. De un tiempo a esta parte, hay numerosos pistoleros por allá. Arman alborotos y peleas. Nos han obligado a reponer las mesas y las sillas seis veces. Y no es eso lo peor. Cuando empiezan el jaleo, el dinero que hay a la vista desaparece. Para usted será sencillo implantar el orden. Le bastará con una exhibición de sus habilidades con el «Colt». Además, tendría bajo su mando a un buen equipo de ayudantes.
—La respuesta es no.
—¿Quiere jugar? De acuerdo, dos mil.
Larry movió la cabeza, en sentido negativo.
—Cuatro mil y cójame la palabra. Tenga en cuenta que lo que le dije antes era un ejemplo. No crea que le voy a dar todos los beneficios que pueda producir la casa que administre. Los gastos de personal suben bastante.
—No, Johnson —denegó impertérrito—. Yo no tengo cabida en su historia.
El rostro del magnate adquirió una dureza de granito. Palpitaron las aletas de su nariz.
—¿Sabe cuál es la alternativa?
—Me la supongo.
—Pete Chamber está ansioso por cumplir su parte del contrato verbal que lo ha obligado a venir aquí.
—Chamber es un hombre de palabra. Se lo oí decir a él mismo. Bueno, ¿nos deja que nos enfrentemos?
Johnson meditó unos segundos, y luego repuso:
—Le advierto que no puedo correr el riesgo de que usted sea el vencedor en el duelo. ¿Me entiende lo que pretendo sugerir?
—A medias, pero por mí no se detenga. Haga lo que quiera. Le recuerdo que estamos en su casa.
Johnson miró hacia donde se sentaban sus silenciosos sicarios y ordenó:
—¡Llévatelo arriba, Siegel! Tú, Henry, avisa a Chamber. Que suba a la habitación de Mason con un par de hombres.
El banquero mostró el revólver a Larry, indicándole que le precediese. Atravesaron el salón y subieron por una escalera.
—Entre por la primera puerta, Mason, y nada de trampas. Continúe andando hasta el centro de la habitación.
El aludido cumplió la orden.
—Ya puede volverse —dijo Siegel. Y cuando Larry hubo girado, añadió—: He visto hombres locos, pero usted se lleva la palma.
—Está por determinar quiénes son los locos —replicó Larry, echando una ojeada a la habitación.
Vio una cama, un lavabo y dos sillas, pero lo único que le interesó fue la ventana que había a la derecha de la cama. Pensó que correspondería a la parte frontal del edificio.
Pete Chamber entró, seguido por dos de sus hombres. Estos eran corpulentos, de ancho tórax, brazos largos y piernas gruesas.
—Me han dado carta blanca, Mason —dijo Pete, sonriendo—. ¿No conoce a estos muchachos? El de la cicatriz en la barba es Jo Duncan. Quizá haya oído hablar de él. En los ferrocarriles de Kansas guardan buenos recuerdos de Jo. El otro es Tab Charley. ¿Se acuerda del robo de la casa de juego de Abilene? Lo hizo Tab. Se llevó ocho mil hojas de lechuga sin ayuda de nadie, pero las malgastó en un mes de juergas. Ese es su defecto... Le gustan condenadamente las mujeres.
Chamber hizo una pausa para sacudirse de polvo la manga de la camisa.
Jo Duncan avanzó hacia Larry, y éste, de pronto, le lanzó un puñetazo en pleno rostro. Sonó un terrible chasquido, y Jo se tambaleó, yendo a estrellarse contra la puerta.
—No dejaré que me peguen —advirtió Mason—. Sería preferible para ustedes que me descerrajasen un tiro.
Tab Charley había sacado el revólver y estaba dispuesto a apretar el gatillo cuando lo detuvo Pete.
—¡No hagas eso, Tab! Sería demasiado rápido para él. Empieza a tener miedo, y prefiere acabar cuanto antes. ¿No te das cuenta? Y creo que Jo tampoco te lo perdonaría.
Duncan se tocó los labios y miró la sangre que había en su mano. Inspiró profundamente y masculló:
—Pete tiene razón. Hay que alargar el espectáculo. He de relacionarme más con este cerdo.
Acercóse a Larry con más precauciones que antes. Simultáneamente Tab enfundó el arma y echó a andar hacia la víctima.
El ataque fue desencadenado a un tiempo. Los dos fornidos asesinos lanzaron al aire sus puños. Larry consiguió burlar el de Duncan, mas al hacerlo se ladeó y recibió el de Charley junto a la oreja. Aturdido por el golpe, retrocedió, moviendo la cabeza para recobrarse. Empero, los verdugos, aprovechando su inferioridad, le castigaron ferozmente el hígado, los riñones y el estómago. Abrió la boca para tragar aire y se la cerraron de un gancho. Aunando sus energías disparó el brazo izquierdo en un intento desesperado por defenderse. Tab, lanzando un aullido, se desplomó haciendo retumbar las paredes. Pero entonces se quedó con la guardia baja, y Jo Duncan le colocó un directo en la mandíbula.
Mason se derrumbó y quedó inerte.