CAPITULO V
Robert Wynn, con el brazo izquierdo en cabestrillo, llamó suavemente a la puerta de la habitación, y una voz le autorizó a entrar.
Larry Mason estaba tendido vestido sobre la cama, con las manos bajo la nuca.
—¿Cómo va esa herida, Bob?
—Hoy me ha dicho el doctor que en diez o doce días estaré curado. —Hizo una pausa y luego dijo—: Me produce escalofríos tu serenidad, Larry.
—¿Sí? ¿Por qué? —inquirió Mason, sin mirar a su visitante.
Cualquiera se puede introducir en esta habitación y coserte al colchón a balazos. Le bastaría con llamar como yo lo he hecho, y esperar el permiso.
—Sabía que eras tú. Es un sexto sentido. Hablemos de otra cosa. ¿Cómo va mi campaña electoral?
—¡Estupenda! El tiroteo de ayer ha decidido a los más cobardes. Vencerás a Carruthers por más de cien votos de diferencia a tu favor.
—¿Y crees que los de enfrente van a consentirlo?
—Estaremos preparados para cualquier contingencia. Mañana se decide el futuro de Silvertown, y no permitiremos que se nos arrebate el triunfo legítimamente conseguido en las urnas.
Hubo un silencio. Larry miraba distraídamente al techo. Wynn se sentó en una silla, y al observar a su amigo, preguntó:
—¿En qué piensas?
—Hace un par de horas di un paseo por el pueblo. He visto a gente extraña...
Wynn carraspeó, y repuso:
—¿Conque ya lo sabes? Bueno, así es mejor.
—Y tú eres un embustero, Robert —continuó Larry, parsimoniosamente.
—Eh, eh, cuidado... No consiento que nadie me insulte.
—Un condenado embustero. Eso es lo que eres. Mi campaña electoral es un fracaso. La gente sigue teniendo miedo, y se abstendrá en la elección o dará su voto a Carruthers. Esos tipos que he visto por la calle son pistoleros de Dodge City. La banda de Pete Chamber «en persona». Si hubiesen sabido quién era yo, no me habrían dejado acabar el paseo.
Wynn abrió los ojos, asombrado.
—¡Sabes quiénes son, y ni siquiera te has encerrado con llave!
—Cada persona tiene su sino, ¿verdad, Bob? Si he de morir, el sitio es lo que menos importa.
Wynn se frotó la barbilla, y dijo con pesar:
—Yo te metí en este fregado, Larry. Reconozco que he sido un estúpido optimista. No calculé con qué nos enfrentamos. Estaba equivocado.
Hubo otra pausa. Larry siguió imperturbable, con los ojos fijos en el techo.
—¡Y bien! —chilló Robert—. ¿Por qué no lo sueltas de una vez?
Mason bostezó, y después preguntó:
—¿Qué es lo que tengo que soltar?
—¡Recrimíname, dime que te he engañado, que soy un pobre iluso! ¡Cualquier cosa!
Larry continuó sumido en el silencio. Wynn inquirió, exasperado:
—¿Cuándo te marchas? ¡Yo en tu lugar lo haría sin perder tiempo!
Larry se incorporó y puso los pies en el suelo.
—Creo que es una buena idea —convino.
—¡Qué! ¿Quieres decir que te vas a largar?
—Tú mismo me lo has sugerido y es lo más razonable que he oído salir de tu boca desde que te conozco, Bob. Después de todo, reconocerás que a mí me importa poco Silvertown y sus problemas. No soy de aquí, ni malditas las ganas que tengo de dejarme la piel en este pueblo...
En el rostro de Wynn se reflejaba la más profunda decepción.
Larry se levantó, pasó junto a su amigo y cogió el sombrero que había colgado en una percha de un solo brazo.
—¿Vienes, Bob? —invitó, con la mano en el pomo de la puerta.
Wynn se enderezó, y como un sonámbulo precedió a Larry en la salida.
Bajaron la escalera, y en el vestíbulo vieron a Jean que hablaba con el conserje. La joven continuaba vistiendo su ropaje femenino, llevaba un lazo azul sujetando el cabello. Al ver a los dos hombres sonrióles abiertamente.
—¿Cómo va eso, compañero? —saludó, moviendo rápidamente una mano. Y al ver la cara de Wynn, añadió—: ¿Dónde es el entierro?
—Mason se va.
—¿Adonde?
—No lo sé. Se marcha de la ciudad.
Jean clavó las centelleantes pupilas en Larry, y exclamó:
—¡No es posible! ¡No tiene derecho!
—¿Quién ha dicho eso?
—¡Yo! ¡Usted dijo que se quedaría! ¡Que aceptaba la candidatura ofrecida por Bob! ¡Un hombre tiene una sola palabra!
—Fui mal informado.
—¡Y un cuerno! ¡Bob le dijo que el asunto estaba feo, y usted se hizo el valiente! ¿Qué es lo que le pasa ahora? Tiene miedo, ¿eh?
—Un poco.
—Un poco, ¿verdad? ¿Fueron los tiros de ayer? ¡Qué pena que yo estuviese en el hotel! Debí dejar que aquellos tipos lo llenasen de agujeros.
—Ya es bastante, Jean —atajó Wynn—. Larry tiene perfecto derecho a irse. Realmente, ha hecho más de lo que podríamos exigirle.
—Palabra de hombre... ¡Puaf! —murmuró la joven, desabridamente.
Larry, sin alterar un músculo de su faz, dijo:
—Esto acabó. Les deseo suerte.
—Nos desea suerte, ¿eh? —repuso Jean, sarcástica—. ¿Qué espera? ¿Que se nos nublen los ojos de lágrimas? ¡Menudo fanfarrón! Ya le expuse a Bob qué clase de tipo me parecía usted.
—Adiós —dijo Mason.
Y se dirigió hacia el encargado del hotel. Pago el importe del alquiler de la habitación, y luego se volvió, encaminándose a la puerta.
Antes de que llegase al umbral se oyó un estampido, y un proyectil se incrustó en el piso de madera, a dos centímetros de su bota derecha. Quedóse inmóvil unos segundos, y después giró sobre sus talones, des pació.
Jean tenía el revólver en la mano. Wynn estaba a su lado, sobrecogido.
—No ha debido hacer eso, señorita Wallace —reprochó Mason.
—¿No? —sonrió ella—. Tendrá que perdonarme. Me he de entrenar a menudo para no perder la puntería. Le aseguro que a veces resulta divertido. Me gusta tirar sobre los sombreros. Creo que al suyo le hace falta un agujero para que haga juego con e1 que le hice el otro día... En cuanto termine, podrá ya marcharse...
Jean levantó el revólver, y de pronto, sin que ella ni los dos espectadores se diesen cuenta de cómo podía ser, de cada una de las manos de Larry brotó una lengua de fuego.
Un proyectil arrancó el «Colt» que esgrimía la joven, y el segundo desató el lazo azul que recogía su cabellera. Rápidamente se tocó la cabeza, como si necesitara cerciorarse de que continuaba estando sobre sus hombros.
—También me gusta divertirme a secas —ironizó
Larry, con voz ronca—. Buena suerte, señorita Wallace.
Se volvió nuevamente, y desapareció por la puerta, sin que la muchacha y los dos testigos hubiesen salido aún de su asombro.
Diez minutos más tarde Larry salía del pueblo montando su potro. Tomó la dirección este a través de una llanura de tierra rojiza sobre la que no crecía un solo arbusto. Más tarde se desvió hacia el noroeste, y remontó el lecho seco de un arroyo. Dio vista a un desfiladero, y cuando se acercaba a él una detonación seguida por el silbido de una bala, le hizo detener.
Tres hombres montados se acercaban al trote Llegados ¡unto al solitario jinete, el que parecía de mayor edad, preguntó:
—¿Se le perdió algo, compadre?
—Vengo a hablar con el señor Siegel —contestó Larry.
El otro lo observó con más atención, y manifestó:
—El señor Siegel recibe las visitas en Silvertown los martes y los jueves. ¿No lo sabía?
—Sí, pero no puedo esperar al próximo martes. Lo que tengo que decirle es importante.
—¿Para usted?
—Para Siegel.
—¿De qué se trata?
—Será mejor que lo escuche él.
El interlocutor de Larry adoptó una actitud dubitativa durante un minuto, y al fin dijo:
—De acuerdo. Lo llevaré a su presencia. Pero si me gano una bronca por culpa de usted, le prometo corresponderle...
—No pase cuidado.
Penetraron en el desfiladero, y media milla más allá desembocaron en un amplio valle cubierto de verde. En el centro se levantaba una casa de imponente aspecto, si se le comparaba con las edificaciones rústicas de Silvertown.
Por los alrededores, Mason contó hasta diez hombres.
Desmontaron al pie de una escalera, y Larry subió por ella precedido por el sujeto que había llevado la voz cantante.
Un criado les abrió, y tras cambiar unas palabras con el guía, acompañóles por un pasillo hasta llegar ante una puerta. El criado entró, y salió en seguida moviendo la cabeza afirmativamente. Los otros entraron.
Un hombre de unos cincuenta años de edad, de cabello entrecano y ojos negros, que se hallaba sentado tras una mesa cubierta en gran parte de papeles, levantó la mirada del que leía en aquel instante, y preguntó:
—¿Qué ocurre, Alsop?
—Se trata de este individuo, señor Siegel. Quería verle.
Siegel continuó con los ojos fijos en Alsop.
—Mal hecho —objetó—. ¿Cuántas veces he de repetir...?
—Ha asegurado que se trataba de algo importante.
El dueño de la casa miró por primera vez a Larry.
—¿De qué se trata?
—Quisiera hablarle a solas.
—No acostumbro a hacer excepciones respecto a mis visitantes. El próximo martes le veré en la ciudad. Buenos días.
Siegel hizo un gesto indolente de fastidio, y reanudó la lectura del papel que tenía en la mano.
—¡Ya lo oyó! —dijo Alsop, con brusquedad, cogiendo a Larry por un brazo—. ¡Andando!
Mason se desasió y declaró:
—Soy Larry Mason.
El banquero irguió la cabeza, murmurando con el ceño fruncido:
—¿Larry... Mason?
Hubo un silencio, que interrumpió Siegel, con una carcajada.
—Es usted el último hombre que esperaría ver en mi despacho, Mason.
—A mí me hubiera extrañado... ayer.
—¿Y qué es lo que ha ocurrido de ayer a hoy que le ha hecho cambiar tan de repente?
—También soy hombre de negocios. Se me ha ocurrido una idea, pero necesito un socio para llevarla a cabo..
—Un socio capitalista, supongo.
—Es usted un águila, señor Siegel. Dio en el clavo. ¿Qué le parece sí le dice ahora a Alsop que nos deje solos?
El banquero dirigió una mirada a Alsop, y éste abandonó la estancia. Larry no habló de nuevo hasta que hubo oído el chasquido producido por la puerta al cerrarse.
—Tiene una bonita choza. Debe de haber gastado unos cuantos billetes en su construcción...
—Sí, unos cuantos. ¿Cuál es ese negocio?
—Y cuando uno se aficiona a la buena vida —ignoró Larry la pregunta—, es difícil renunciar a ella..
—¿Ha venido aquí para filosofar, Mason? Vaya al grano.
—He ido derechito a él. Estoy tratando de inculcarle la idea de lo que perdería usted si insiste en continuar por el camino que ha seguido hasta ahora.
Siegel palideció, y sus labios se estiraron en un rictus de ira.
—¡Se está pasando de la raya, Mason!
—Usted atravesó la divisoria hace ya mucho tiempo. ¿No supuso nunca que tarde o temprano se vería obligado a retroceder?
—¡No escucharé ni un minuto más sus necedades! ¡Márchese ahora que puede!
—Usted vendrá conmigo.
La voz de Larry sonó ominosa.
—¿Qué dice? —barbotó Siegel—. ¿Está ebrio?
El joven sacó un revólver, y apuntó a la cabeza del banquero, mientras respondía:
—Quizá lo esté o me haya vuelto loco. El decidir sobre ello es cuenta suya. En cualquier caso, le conviene seguir mis instrucciones. No pestañearé si me coloca en la coyuntura de volarle la tapa de los sesos.
Siegel observó los ojos de su interlocutor, y debió leer en ellos que existía una gran probabilidad de que la amenaza pudiera convertirse en un hecho cierto. Incorporóse y preguntó:
—¿Adónde quiere que le acompañe?
—Permítame que me reserve por ahora esa noticia. Ya tendrá informes sobró la agilidad de mis dedos cuando se trate de sacar el revólver. Voy a enfundar, y saldremos al exterior. Usted pedirá un caballo, pero se guardará de hacer la menor señal a sus hombres. Sí intenta burlar mi propósito, le prometo que no tendrá oportunidad de arrepentirse. Eso es todo. ¡Póngase en marcha!
El banquero estaba demasiado asustado para desobedecer las instrucciones recibidas, y así, quince minutos después de terminada la entrevista en el despacho, cabalgaba junto a su aprehensor en dirección al desfiladero.