50
Segundo registro
El primero en hablar fue Nardo.
—¿Eso fue toda la llamada?
—Sí, señor.
Se recostó en la silla y se masajeó las sienes.
—¿Aún no sabemos nada del jefe Meyers?
—Seguimos dejándole mensajes en el hotel, señor, y en su móvil. Todavía nada.
—¿Supongo que el identificador de llamada estaba bloqueado?
—Sí, señor.
—Que los mate a todos, ¿eh?
—Sí, señor, ésas fueron sus palabras. ¿Quiere volver a oír la grabación?
Nardo negó con la cabeza.
—¿A quién cree que se refiere?
—¿Señor?
—Que los mate a todos. ¿A quién?
La agente parecía perdida. Nardo miró a Gurney.
—Sólo es una hipótesis, teniente, pero diría que es, o bien a todos los que quedan en su lista (suponiendo que la haya), o bien a todos los que estamos en la casa.
—Y ¿qué es eso de que el limpiador ya llega? —dijo Nardo—, ¿por qué el limpiador?
Gurney se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Quizá le gusta la palabra, encaja con su noción patológica de lo que está haciendo.
Los rasgos de Nardo se arrugaron en una expresión involuntaria de desagrado. Volviéndose a la agente de Policía, se dirigió a ella por su nombre por primera vez. Pat, te quiero fuera de la casa con Big Tommy. Ocupad las esquinas en diagonal, así entre los dos tendréis vigiladas todas las puertas y ventanas. Además, corre la voz: quiero a todos los agentes preparados para reunirse en esta casa al cabo de un minuto si oyen un disparo o cualquier sonido extraño. ¿Preguntas?
—¿Estamos esperando un ataque armado, señor? —Sonó esperanzada.
—No diría «esperando», pero es más que posible.
—¿De verdad cree que ese loco cabrón sigue en la zona? —Había fuego de acetileno en sus ojos.
—Es posible. Informa a Big Tommy de la última llamada del sospechoso. Que esté superalerta.
La agente asintió con la cabeza y se marchó.
Nardo se volvió con gesto adusto hacia Gurney.
—¿Qué le parece? ¿Cree que he de llamar a la caballería, avisar a la Policía del estado de que tenemos una situación de emergencia? ¿O esa llamada de teléfono era una bravuconada?
—Considerando el número de víctimas que hemos tenido hasta ahora, sería arriesgado suponer que es una bravuconada.
—No estoy suponiendo una puta mierda —dijo Nardo, con los labios apretados.
La tensión en la conversación condujo a un silencio.
El silencio se quebró por una voz ronca que llamaba desde el piso de arriba.
—¿Teniente Nardo? ¿Gurney?
Nardo esbozó una mueca, como si algo se estuviera poniendo agrio en su estómago.
—Quizá Dermott ha recordado algo que quiere compartir. Se hundió más en su silla.
—Iré a ver —dijo Gurney.
Salió al pasillo. Dermott estaba de pie en la puerta de su dormitorio, en lo alto de la escalera. Parecía impaciente, airado, exhausto.
—¿Puedo hablar con ustedes…, por favor? —El «por favor» no lo dijo con amabilidad.
Parecía demasiado nervioso como para bajar la escalera, de manera que Gurney subió. Al hacerlo, se le ocurrió la idea de que aquello no era realmente una casa, era sólo una oficina con dormitorios añadidos. En el barrio en el que había nacido, era una disposición común: los tenderos vivían encima de sus tiendas, como el desdichado charcutero cuyo odio por la vida parecía incrementarse con cada nuevo cliente, o el sepulturero relacionado con la mafia con su mujer gorda y sus cuatro hijos gordos. Sólo pensar en eso le dio escalofríos.
En la puerta del dormitorio, dejó de lado esa sensación y trató de descifrar el cuadro de inquietud en el rostro de Dermott.
El hombre miró en torno a Gurney y hacia el pie de la escalera.
—¿Se ha marchado el teniente Nardo?
—Está abajo. ¿En qué puedo ayudarle?
—He oído coches que se marchan —dijo Dermott en tono acusador.
—No van muy lejos.
Dermott asintió con expresión insatisfecha. Obviamente tenía algo in mente, pero no parecía tener prisa por llegar a la cuestión. Gurney aprovechó la oportunidad para plantear unas preguntas.
—Señor Dermott, ¿cómo se gana la vida?
—¿Qué? —Sonó al mismo tiempo desconcertado y enfadado.
—Exactamente, ¿qué clase de trabajo hace?
—¿Mi trabajo? Seguridad. Creo que ya hemos tenido esta conversación.
—Ya, ya —dijo Gurney, pero tal vez debería darme algunos detalles.
El suspiro expresivo de Dermott sugería que veía la petición como una irritante pérdida de tiempo.
—Mire —dijo—, he de sentarme. —Regresó a su sillón, se acomodó en él con cautela—. ¿Qué clase de detalles?
—El nombre de su compañía es GD Security Systems. ¿Qué clase de seguridad proporcionan esos sistemas y para quién?
Después de otro sonoro suspiro, dijo:
—Ayudo a las empresas a proteger información confidencial.
—Y esa ayuda, ¿de qué manera la proporciona?
—Aplicaciones de protección de bases de datos, cortafuegos, protocolos de acceso limitado, sistemas de verificación de identificación… Estas categorías cubrirían la mayoría de los proyectos que manejamos.
—¿Manejamos?
—¿Disculpe?
—¿Se ha referido a proyectos que «manejamos»?
—No lo decía de un modo literal —dijo Dermott con desdén—. Es sólo una expresión corporativa.
—¿Hace que GD Security Systems suene mayor de lo que es?
—Ésa no es la intención, se lo aseguro. A mis clientes les encanta el hecho de que trabaje solo.
Gurney asintió como si estuviera impresionado.
—Me doy cuenta de cómo eso puede ser un plus. ¿Quiénes son esos clientes?
—Clientes para los que la confidencialidad es un elemento fundamental.
Gurney sonrió de un modo inocente al tono brusco de Dermott.
—No le estoy pidiendo que revele ningún secreto. Sólo me estoy preguntando a qué clase de negocio se dedican sus clientes.
—Negocios cuyas bases de datos de clientes implican asuntos de intimidad complicados.
—Por ejemplo…
—Información personal.
—¿Qué clase de información personal?
Por el gesto de Dermott, cualquiera habría pensado que estaba evaluando los riesgos contractuales en los que podría incurrir si iba más lejos.
—La clase de información recopilada por las compañías de seguros, compañías de servicios financieros, mutuas de salud.
—¿Datos médicos?
—Mucho de eso, sí.
—¿Datos de tratamientos?
—Hasta el punto en que constan en los sistemas básicos de codificación médica. ¿Qué sentido tiene esto?
—Suponga que fuera usted un hacker que quisiera acceder a una base médica muy grande, ¿cómo lo haría?
—No es una pregunta que se pueda responder.
—¿Por qué?
Dermott cerró los ojos de una manera que expresaba frustración.
—Demasiadas variables.
—¿Como cuáles?
—¿Como cuáles? —Dermott repitió la pregunta como si fuera el máximo exponente de la pura estupidez. Al cabo de un momento continuó con sus ojos aún cerrados—. El objetivo del hacker, el nivel de experiencia, su conocimiento del formato de datos, la estructura de la base de datos en sí, el protocolo de acceso, la redundancia del sistema de cortafuegos y alrededor de una docena de otros factores que dudo que pueda comprender, ya que carecerá de los conocimientos técnicos.
—Estoy seguro de que tiene razón en eso —dijo Gurney con suavidad. Pero digamos, sólo a modo de ejemplo, que un hacker con talento está tratando de compilar una lista de personas que fueron tratadas de una enfermedad en concreto…
Dermott levantó las manos en ademán de exasperación, pero Gurney siguió presionando.
—¿Sería muy difícil?
—Una vez más, no es una pregunta que se pueda responder. Algunas bases de datos son tan porosas que lo mismo daría que estuvieran colgadas en Internet. Otras podrían derrotar a los ordenadores de rotura de códigos más sofisticados del mundo. Todo depende del talento del diseñador del sistema.
Gurney captó una nota de orgullo en la última afirmación y decidió fertilizarla.
—Me apostaría la pensión a que no hay muchas personas mejores que usted.
Dermott sonrió.
—He cimentado mi carrera en superar a los hackers más astutos del planeta. Ninguno de mis protocolos de protección de datos se ha quebrado nunca.
El alarde planteaba una nueva posibilidad. ¿Podría ser que la capacidad de ese hombre para obstaculizar la entrada del asesino en ciertas bases de datos tuviera algo que ver con la decisión de éste de implicarlo en el caso a través de su apartado postal? La idea merecía ser considerada, aunque generaba más preguntas que respuestas.
Ojalá la Policía local pudiera afirmar el mismo grado de competencia.
El comentario sacó a Gurney de su especulación.
—¿Qué quiere decir?
—¿Qué quiero decir? —Dermott dio la impresión de meditar largo y tendido la respuesta—. Un asesino me está acosando, y no confío en la capacidad de la Policía para protegerme. Hay un loco suelto en el barrio, un loco que pretende matarme, luego matarle a usted, y usted responde haciéndome preguntas hipotéticas sobre hipotéticos hackers que acceden a hipotéticas bases de datos. No tengo ni idea de lo que está tratando de hacer, pero si está tratando de calmar mis nervios distrayéndome, le aseguro que no me está ayudando. ¿Por qué no se concentra en el peligro real? El problema no es una cuestión académica sobre el software. El problema es un chiflado que nos acecha con un cuchillo ensangrentado en la mano. Y la tragedia de esta mañana es prueba fehaciente de que la Policía es peor que inútil.
El tono enfadado del discurso se había descontrolado al final y eso hizo que Nardo subiera por la escalera y entrara en la habitación. Miró primero a Dermott, luego a Gurney y, por último, de nuevo a Dermott.
—¿Qué diablos está pasando?
Dermott se volvió y miró a la pared.
—El señor Dermott no se siente adecuadamente protegido —dijo Gurney.
—Adecuadamente prote… —soltó Nardo enfadado, luego se detuvo y empezó otra vez de una manera más razonable—. Señor, las posibilidades de que una persona no autorizada entre en esta casa, y mucho menos «un chiflado con un cuchillo ensangrentado», si no le he oído mal, son menos que cero.
Dermott continuó mirando hacia la pared.
—Deje que lo exprese de este modo —continuó Nardo—: si el hijo de puta tiene cojones de aparecer aquí, está muerto. Si trata de entrar, me comeré a ese cabrón para cenar.
—No quiero que me dejen solo en esta casa. Ni un minuto.
—No me está escuchando —gruñó Nardo—. No está solo. Hay policías en todo el barrio. Alrededor de toda la casa. No va a entrar nadie.
Dermott se volvió hacia Nardo y dijo desafiante:
—Suponga que ya está dentro.
—¿De qué demonios está hablando?
—¿Y si ya está en la casa?
—¿Cómo demonios podría estar ya en la casa?
—Esta mañana, cuando he salido a buscar al agente Sissek, suponga que mientras estaba rodeando el patio…, él entró por la puerta que no estaba cerrada. Podría haberlo hecho, ¿no?
Nardo lo miró con incredulidad.
—¿Y adonde habría ido?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Qué cree, que está escondido debajo de su cama?
—Es una buena pregunta, teniente. Pero la cuestión es que no conoce la respuesta. Porque en realidad no ha registrado la casa a conciencia, ¿verdad? Así que podría estar debajo de la cama.
—Dios mío —gritó Nardo—. Basta de gilipolleces.
Dio dos largas zancadas hacia los pies de la cama, agarró la parte de abajo y con un feroz gruñido levantó el borde de la cama en el aire y lo sostuvo a la altura de los hombros.
—¿Vale? —gruñó—. ¿Ve a alguien debajo? —Soltó la cama, que rebotó con un estruendo.
Dermott lo fulminó con la mirada.
—Lo que quiero, teniente, es competencia, no teatralidad infantil. ¿Un registro cuidadoso de la casa es demasiado pedir?
Nardo miró a Dermott con frialdad.
—Dígame, ¿dónde podría esconderse alguien en esta casa?
—¿Dónde? No lo sé. ¿En el sótano? ¿En el desván? ¿En armarios? ¿Cómo voy a saberlo?
—Sólo para que conste, señor, los primeros agentes que vinieron a la escena registraron la casa. Si hubiera estado aquí, lo habrían encontrado, ¿de acuerdo?
—¿Registraron la casa?
—Sí, señor, mientras estaban interrogándole a usted en la cocina.
—¿Incluidos el desván y el sótano?
—Exacto.
—¿Incluido el trastero?
—Revisaron todo.
—¡No han podido revisar el trastero! —gritó Dermott, desafiante—. Está cerrado con candado, y yo tengo la llave, y nadie me la ha pedido.
—Lo cual significa —replicó Nardo— que si sigue cerrado con candado nadie ha entrado. Es decir, que sería una pérdida de tiempo comprobarlo.
—No, eso significa que miente cuando afirma que ha registrado toda la casa.
La reacción de Nardo sorprendió a Gurney, que estaba preparándose para una explosión. En cambio, el teniente dijo con voz calmada:
—Deme la llave, señor. Iré a mirar ahora mismo.
—Así pues —concluyó Dermott como si fuera un abogado—, admite que se le pasó por alto, ¡que la casa no fue registrada como es debido!
Gurney se preguntó si esa repulsiva tenacidad era producto de la migraña de Dermott, un arranque de furia en su temperamento o la simple conversión del temor en agresividad.
Nardo parecía calmado de un modo no natural.
—¿La llave, señor?
Dermott murmuró algo ofensivo a juzgar por su expresión y se levantó de la silla. Cogió el llavero del cajón de la mesita de noche, sacó una llave más pequeña que el resto y la arrojó sobre la cama. Nardo la cogió sin mostrar ninguna reacción visible y salió del dormitorio sin decir ni una palabra más. Sus pisadas se alejaron con lentitud por la escalera. Dermott soltó las llaves que le quedaban en el cajón y empezó a cerrarlo, pero se detuvo.
—¡Mierda! —susurró.
Cogió de nuevo las llaves y empezó a sacar una segunda del apretado aro que las contenía. Una vez que la sacó, se dirigió a la puerta. No había dado más de un paso cuando tropezó con la alfombrilla de al lado de la cama y se golpeó la cabeza contra la jamba de la puerta. Un grito ahogado de rabia salió de entre sus dientes apretados.
—¿Está bien, señor? —preguntó Gurney, caminando hacia él.
—¡Bien! ¡Perfecto! —Las palabras salieron con furia.
—¿Puedo ayudarle?
Dermott daba la sensación de que trataba de calmarse.
—Tome —dijo—. Llévele esta llave. Hay dos candados. Con toda la confusión ridícula…
Gurney cogió la llave.
—¿Se encuentra bien?
Dermott hizo un gesto de indignación con la mano.
—Si me hubieran preguntado en primer lugar como deberían… —Su voz se fue apagando.
Gurney echó una última mirada de evaluación al hombre de aspecto desdichado y se dirigió al piso de abajo.
Como en la mayoría de las casas de las afueras, la escalera al sótano descendía desde detrás y debajo de la escalera al primer piso. Había una puerta que conducía a ella, que Nardo había dejado abierta. Gurney vio una luz abajo.
—¿Teniente?
—¿Sí?
La fuente de la voz parecía situada a cierta distancia del pie de la escalera de madera gastada, así que Gurney bajó con la llave. El olor una combinación húmeda de cemento, tuberías metálicas, madera y polvo despertó un vívido recuerdo del sótano del edificio de pisos de su infancia, el almacén de doble llave donde los inquilinos guardaban bicicletas y cochecitos de bebé que no se usaban, cajas de trastos; la luz mortecina que proyectaban unas pocas bombillas con telarañas; las sombras que nunca dejaban de ponerle la piel de gallina.
Nardo estaba de pie junto a una puerta de acero de color gris, al otro extremo de una habitación sin terminar de cemento, con vigas, paredes manchadas de humedad, un calentador de agua, dos tanques de aceite, una caldera, dos alarmas de humos, dos extintores y un sistema de rociadores.
—La llave sólo encaja en el candado —dijo—. También hay una cerradura. ¿Qué le pasa a este maniático de la seguridad? ¿Y dónde demonios está la otra llave?
Gurney se la entregó.
—Dice que se olvidó. Le ha echado la culpa.
Nardo la cogió con un gruñido de asco y la metió directamente en la cerradura.
—Enano cabrón —dijo, al tiempo que abría la puerta. No puedo creer que esté mirando… ¿Qué coño…?
Nardo, seguido por Gurney, caminó a tientas desde el umbral hasta la habitación que había detrás, que era considerablemente más grande que un trastero.
Al principio nada de lo que vieron tenía sentido.