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Bienvenidos a Wycherly

Después de librarse de las predecibles protestas y preocupaciones en relación con su viaje, Gurney fue a su coche y llamó al Departamento de Policía de Wycherly para pedir la dirección de la casa de Gregory Dermott, pues lo único que tenía era el número del apartado postal en la cabecera de la carta de Dermott. Tardó un rato en explicar a la agente de servicio quién era exactamente, e incluso entonces tuvo que esperar hasta que la joven llamó a Nardo y consiguió permiso para divulgar la dirección. Resultó que ella era la única persona del pequeño departamento que no estaba ya en la escena del crimen. Gurney introdujo la dirección en su GPS y se dirigió al puente de Kingston-Rhinecliff.

Wycherly estaba en la zona centro norte de Connecticut. El viaje le llevó un poco más de dos horas, la mayor parte de las cuales se las pasó culpándose por no haber pensado en la seguridad de su mujer. El lapsus lo molestaba y deprimía tanto que estaba desesperado por centrarse en otra cosa, y empezó a examinar la principal hipótesis desarrollada en la reunión del DIC.

La idea de que el asesino había compilado, o había conseguido, una lista de varios miles de individuos con un historial de problemas con el alcohol individuos que sufrían temores profundamente asentados y la culpa que se derivaba de ese pasado alcohólico y que luego había logrado cautivar a un puñado de ellos mediante ese simple truco numérico para atormentarlos con la serie de siniestros poemas y terminar con sus asesinatos rituales… El proceso entero, por estrafalario que fuera, ahora le parecía completamente creíble. Recordó haber descubierto que los asesinos en serie solían sentir en su infancia placer torturando insectos y pequeños animales, por ejemplo, quemándoles con la luz del sol concentrada a través de una lupa. Cannibal Claus, uno de los asesinos más famosos de entre los muchos que había detenido, había cegado a su gato exactamente de ese modo cuando tenía cinco años. Le había quemado la retina con una lupa. Parecía inquietantemente similar al hecho de seleccionar una víctima, centrarse en su pasado e intensificar sus temores hasta que se estremecía de dolor.

Ver un patrón, encajar las piezas del rompecabezas, era un proceso que normalmente lo había exaltado, pero esa tarde en el coche no se sentía tan bien como de costumbre. Quizás era la obstinada percepción de su incompetencia, de sus pasos en falso. La idea quemaba como ácido en su pecho.

Se concentró vagamente en la carretera, en el capó de su coche, en sus manos en el volante. Era extraño. No reconocía sus propias manos. Parecían sorprendentemente viejas, como las manos de su padre. Las pequeñas pecas habían crecido en número y tamaño. Si sólo un minuto antes le hubieran enseñado fotografías de una docena de manos, no habría sido capaz de identificar las suyas entre ellas. Se preguntó cuál podía ser el motivo. Quizá los cambios que ocurrían con regularidad no se percibían hasta que se hacían más que evidentes. Fue más allá de eso.

¿Significaba que hasta cierto punto siempre vemos las cosas familiares tal y como eran antes? ¿Estamos anclados al pasado, no sólo por simple nostalgia o por las ilusiones, sino por un atajo que nuestro sistema neuronal produce en el procesamiento de datos? Si lo que uno «veía» era suministrado en parte desde los nervios ópticos y en parte desde la memoria si lo que uno «percibía» en un momento dado era, en realidad, un compuesto de impresiones inmediatas e impresiones almacenadas, eso daba un nuevo significado a vivir en el pasado. Éste ejercería una peculiar tiranía sobre el presente al proporcionarnos datos obsoletos en forma de experiencia sensorial. ¿Podría eso estar relacionado con la situación de un asesino en serie guiado por un trauma del pasado? ¿Hasta qué punto podía estar distorsionada su visión?

La teoría lo excitó momentáneamente. Dar la vuelta a una nueva idea, probar su solidez, siempre reforzaba su sensación de control, le hacía sentir un poco más vivo, pero ese día esos sentimientos eran difíciles de sostener. Su GPS le alertó de que estaba a doscientos metros de la salida de Wycherly.

Giró a la derecha. La zona era un batiburrillo de campos de labranza, casas idénticas entre sí, centros comerciales y fantasmas de otra era de placeres estivales: un ruinoso autocine, el cartel indicador de un lago con un nombre iroqués.

Le recordó otro lago con un nombre que también sonaba indio, un lago cuya senda circundante había caminado con Madeleine un fin de semana, cuando estaban buscando su lugar perfecto en los Catskills. Recordó la imagen del rostro animado de su mujer cuando se quedaron al borde de un pequeño acantilado, de la mano, sonriendo, contemplando el agua rizada por la brisa. El recuerdo le llegó acompañado por una cuchillada de culpa.

Todavía no la había llamado para contarle lo que estaba haciendo, lo que iba a hacer, para decirle que probablemente llegaría tarde a casa. Todavía no estaba seguro de cuánto debía contarle. ¿Debía mencionar lo del matasellos? Decidió llamarla en ese momento, sin prepararlo más. «Dios, ayúdame a decir lo correcto.»

Considerando el nivel de tensión que ya estaba sintiendo, pensó que sería sensato aparcar para hacer la llamada. El primer lugar que pudo encontrar era una descuidada zona de aparcamiento pedregosa situada delante de un puesto de venta de verduras cerrado durante el invierno. La palabra que identificaba el número de su casa en el sistema de marcación activado por la voz, eficaz aunque poco imaginativa, era «Casa».

Madeleine respondió al segundo tono con esa voz optimista que las llamadas telefónicas siempre lograban sacarle.

—Soy yo —dijo David, y su propia voz reflejó apenas una fracción del entusiasmo de la de su esposa.

Hubo un instante de pausa.

—¿Dónde estás?

—Por eso te llamo. Estoy en Connecticut, cerca de un pueblo llamado Wycherly.

La pregunta obvia habría sido por qué, pero Madeleine no hacía las preguntas obvias. Esperó.

—Ha ocurrido algo en el caso —dijo David—. Las cosas podrían llegar al final.

—Ya veo.

Gurney oyó una respiración lenta y controlada.

—¿Vas a decirme algo más que eso? —preguntó.

Miró fuera del coche al puesto de verduras sin vida. Más que cerrado por la temporada parecía abandonado.

—El hombre que buscamos se está inquietando —dijo—. Podría ser una oportunidad para detenerlo.

—¿El hombre que buscamos? —Ahora la voz de ella era quebradiza, fisurada.

Él no dijo nada, enervado por la respuesta.

Madeleine continuó, de un modo abiertamente airado.

—¿No te refieres al asesino sanguinario, al hombre que nunca falla, al que dispara a la gente en las arterias del cuello y les corta la garganta? ¿Es de quien estamos hablando?

—El hombre que estamos buscando, sí.

—¿No hay suficientes policías en Connecticut para ocuparse de eso?

—Parece enfocado en mí.

—¿Qué?

—Al parecer me ha identificado como alguien que trabaja en el caso, y podría estar tratando de hacer algo estúpido, y eso podría darnos la ocasión que necesitamos. Es nuestra oportunidad de luchar con él en lugar de hacer limpieza después de un asesinato tras otro.

—¿Qué? —Esta vez la palabra era menos una pregunta que una exclamación de dolor.

—No me va a pasar nada —dijo David con escasa convicción—. Está empezando a derrumbarse. Va a autodestruirse. Sólo hemos de estar allí cuando eso ocurra.

—Cuando era tu trabajo, tenías que estar allí. Ahora no tienes que estar.

—Madeleine, por el amor de Dios. ¡Soy policía! —Las palabras explotaron en él como un objeto obstruido que sale disparado de repente—. ¿Por qué demonios no puedes entenderlo?

—No, David —respondió ella con tranquilidad—. Eras policía. Ahora ya no lo eres. No has de estar allí.

—Ya estoy aquí. —En el silencio que siguió, su furia decreció como una marea que baja—. Está bien. Sé lo que hago. No me ocurrirá nada.

—David, ¿qué pasa contigo? ¿Sigues corriendo hacia las balas? Hasta que una te atraviese la cabeza. ¿Es eso? ¿Ese es el patético plan para el resto de nuestras vidas? ¿Yo espero y espero y espero hasta que te maten? —Su voz se quebró con una emoción tan pura en la palabra «maten» que David se quedó sin palabras.

Fue Madeleine la que habló finalmente, con tanta suavidad que él casi no logró distinguir las palabras.

—¿De qué se trata esto?

«¿De qué se trata esto?» La pregunta le golpeó desde un ángulo extraño. Se sintió desequilibrado.

—No entiendo la pregunta.

El intenso silencio de su mujer desde casi doscientos kilómetros pareció rodearle, cernirse sobre él.

—¿Qué quieres decir? —insistió David. Notaba que su ritmo cardiaco aumentaba.

Pensó que la oyó tragar saliva. Sintió, en cierto modo lo supo, que estaba tratando de tomar una decisión. Cuando Madeleine respondió, lo hizo con otra pregunta, una vez más pronunciada en voz tan baja que él apenas la oyó.

—¿Se trata de Danny?

David sintió el latido del corazón en el cuello, en la cabeza, en las manos.

—¿Qué? ¿Qué tiene que ver con Danny? —No quería una respuesta, al menos en ese momento, cuando tenía tanto que hacer.

—Oh, David.

Podía imaginarla mientras sacudía la cabeza con tristeza, decidida a abordar el tema más difícil de todos. Una vez que Madeleine abría una puerta, invariablemente la cruzaba.

Ella respiró someramente e insistió.

—Antes de que mataran a Danny, tu trabajo era la parte más importante de tu vida. Después, fue la única parte. La única parte. No has hecho nada más que trabajar en los últimos quince años. En ocasiones siento que estás tratando de compensar algo, de olvidar algo…, de resolver algo. —Su inflexión tensa hizo que la palabra «resolver» sonara como el síntoma de una enfermedad.

Procuró mantener el equilibrio aferrándose a los hechos que tenía a mano.

—Voy a ir a Wycherly a ayudar a capturar al hombre que mató a Mark Mellery.

Oyó su voz como si perteneciera a otra persona alguien mayor, aterrorizado, rígido, alguien que trataba de parecer razonable.

Madeleine no hizo caso de lo que él dijo y continuó su propio hilo de pensamiento.

—Esperaba que si abríamos la caja, si mirábamos sus dibujos…, podríamos despedirnos de él juntos. Pero tú no dices adiós, ¿verdad? Nunca dices adiós a nada.

—No sé de qué estás hablando —protestó.

Pero no era verdad. Cuando habían estado a punto de trasladarse desde la ciudad a Walnut Crossing, Madeleine había pasado horas diciendo adiós. No sólo a los vecinos, sino también a la casa, a cosas que dejaban atrás, plantas de interior. A Gurney le sacó de quicio. Se quejó de su sentimentalismo, dijo que hablar a objetos inanimados era raro, una pérdida de tiempo, una distracción que sólo estaba complicando su partida. Pero era algo más que eso. Su conducta estaba tocándole una fibra que no quería que le tocaran, y ahora ella había vuelto a poner el dedo en la llaga, al referirse a la parte de él que nunca quería decir adiós, que no podía afrontar la separación.

—Guardas las cosas para no verlas —estaba diciendo ella—. Pero no se han ido, la verdad es que no las has soltado. Has de mirar la vida de Danny y soltarla. Pero obviamente no quieres hacerlo. Sólo quieres… ¿qué, David? ¿Qué? ¿Morir?

Hubo un largo silencio.

—Quieres morir —repitió ella—. Es eso, ¿no?

Él sintió la clase de vacío que imaginaba propio del ojo de un huracán, una emoción que se siente como un vacío.

—Tengo trabajo que hacer. —Era una respuesta banal, estúpida, en realidad. No sabía por qué se molestaba en decirla.

Siguió un largo silencio.

—No —dijo ella suavemente, tragando otra vez—. No has de seguir haciendo esto—. Luego, de un modo apenas audible, añadió—: O quizá sí. Quizá mi esperanza era vana.

David no encontraba las palabras, no encontraba las ideas.

Se quedó sentado un buen rato, con la boca entreabierta, respirando deprisa. En cierto momento no estaba seguro de cuándo, la conexión telefónica se había interrumpido. Esperó en una especie de caos vacío a que se le ocurriera una idea tranquilizadora, una idea que pudiera convertir en acción.

Sin embargo, lo que percibió fue una sensación de absurdo patética: la idea de que incluso en el momento en que él y Madeleine estaban emocionalmente desnudos, aterrorizados, se hallaban literalmente a cientos de kilómetros de distancia, en estados diferentes, expuestos al espacio vacío, a teléfonos móviles.

Lo que también se le ocurrió era que había fracasado al no mencionarlo, al no revelarlo. No había dicho ni una palabra sobre su estupidez, sobre el matasellos, aquello que podía señalar al asesino dónde vivían, no le explicó que el descuido se derivaba de su concentración obsesiva en la investigación. Con esa idea llegó un eco repugnante: se dio cuenta de que quince años atrás una preocupación similar por una investigación había sido determinante en la muerte de Danny, quizá la causa última. Era notorio que Madeleine hubiera relacionado esa muerte con su reciente obsesión. Notorio e inquietantemente agudo.

Sentía que tenía que llamarla otra vez, reconocer su error el peligro que había creado para advertirla. Marcó su número, esperó la voz de bienvenida. El teléfono sonó, sonó y sonó. Por fin oyó la voz de su propio mensaje grabado un poco cortante, casi adusto, poco afable luego el bip.

—¿Madeleine? ¿Madeleine estás ahí? Por favor, cógelo si estás ahí.

Sintió náuseas. No se le ocurrió nada que decir que tuviera sentido con un mensaje de un minuto, nada que no fuera a causar más daño del que podía impedir, nada que no creara pánico y confusión. Lo que terminó diciendo fue:

—Te quiero. Ten cuidado. Te quiero.

Entonces hubo otro bip y una vez más se perdió la conexión.

Se quedó sentado, dolorido y confundido, y miró el puesto de verduras destartalado. Sentía que podía dormir un mes o más. Para siempre sería mejor. Pero eso no tenía sentido. Era la clase de idea peligrosa que causaba que los hombres agotados se tumbaran en la nieve del Ártico y murieran congelados.

Tenía que recuperar la concentración. Debía seguir moviéndose. Empujarse hacia delante. Poco a poco, sus ideas empezaron a focalizarse en la tarea inacabada que lo esperaba. Había trabajo que hacer en Wycherly. Un loco al que detener. Vidas que salvar. La de Gregory Dermott, la suya, quizás incluso la de Madeleine. Puso en marcha el coche y siguió conduciendo.

* * *

La dirección a la cual finalmente lo condujo el GPS pertenecía a una casa corriente, de estilo colonial, situada al fondo de un enorme aparcamiento, en una carretera secundaria con escaso tráfico y sin aceras. Un alto y denso seto rodeaba los lados izquierdo, trasero y derecho de la propiedad, lo que proporcionaba intimidad a la casa. Un seto de boj, hasta la altura del pecho, recorría la parte delantera, salvo la abertura del sendero de entrada. Había coches de Policía por todas partes más de una docena, calculó Gurney, estacionados ante el seto en todos los ángulos y obstruyendo parcialmente la carretera. La mayoría de ellos llevaban la insignia del Departamento de Policía de Wycherly. Tres no llevaban ese distintivo, sólo luces rojas destellantes encima de los salpicaderos. Se echaba en falta algún vehículo de la Policía estatal de Connecticut, aunque quizá no era tan sorprendente. Si bien podría no ser el enfoque más inteligente o el más eficaz, Gurney comprendía que un departamento local quisiera mantener el control cuando la víctima era uno de los suyos. Cuando con su vehículo enfiló un pequeño hueco de césped libre al borde del asfalto, un enorme policía uniformado empezó a señalarle con una mano una ruta en torno a los coches patrullas aparcados al tiempo que con la otra le indicaba con urgencia que saliera del lugar donde estaba tratando de aparcar. Gurney bajó del coche y sacó su identificación cuando se acercó el agente mamut, tenso y con los labios apretados. Los enormes músculos del cuello, en guerra con una camisa una talla demasiado pequeña, daban la sensación de extenderse hasta sus mejillas.

Examinó la tarjeta en la cartera de Gurney durante un minuto largo con creciente incomprensión.

—Aquí pone estado de Nueva York anunció al fin.

—Estoy aquí para ver al teniente Nardo —dijo Gurney.

El policía le clavó una mirada tan dura como los pectorales que se marcaban bajo su camisa, luego se encogió de hombros.

—Está dentro.

Al inicio del largo sendero, en un palo de la misma altura que el buzón de correos, había un letrero de metal beis con letras negras: GD Security Systems. Gurney pasó por debajo de la cinta policial amarilla con la que habían rodeado toda la propiedad. Curiosamente, fue la frialdad de la cinta al rozarle el cuello lo que le hizo pensar por primera vez en el frío que hacía aquel día. Era crudo, gris, sin viento. Trozos de nieve, previamente fundida y congelada de nuevo, se acumulaban en las zonas de sombra, a los pies de los setos de boj y tuya. A lo largo del camino había placas de hielo que llenaban los pequeños baches en la superficie asfaltada.

Había una versión más discreta del cartel GD Security Systems fijado en el centro de la puerta de la casa. En un lateral, un adhesivo indicaba que la casa estaba protegida por Axxon Silent Alarms. Al alcanzar los escalones de ladrillo del porche de entrada con columnas, se abrió la puerta que tenía delante. No fue un gesto de bienvenida. De hecho, el hombre que abrió la puerta salió y cerró tras de sí. Sólo percibió de manera periférica la presencia de Gurney mientras hablaba con sonora irritación por un teléfono móvil. Era compacto, de complexión atlética, de unos cincuenta años, con un rostro duro y afilado, de mirada airada. Llevaba un cazadora negra con la palabra Policía escrita en grandes letras amarillas en la espalda.

—¿Me oyes? —Se alejó del porche hacia el césped mustio y congelado—. ¿Me oyes ahora…? Bien. He dicho que necesito otro técnico en la escena lo antes posible… No, eso no sirve, he dicho que necesito uno ahora mismo… Ahora, antes de que anochezca. Ahora, ahora. ¿Qué parte de la palabra no entiendes? Bien. Gracias. Te lo agradezco.

Pulsó el botón de desconectar la llamada y negó con la cabeza.

—Idiota. —Miró a Gurney—. ¿Quién coño es usted?

Gurney no reaccionó al tono agresivo. Comprendía de dónde salía. Siempre había una concentración de emociones exaltadas en la escena del crimen de un policía asesinado, una suerte de rabia tribal apenas controlada. Además, reconoció la voz del hombre que había enviado al agente a la casa de Dermott: John Nardo.

—Soy Dave Gurney, teniente.

Un montón de cosas parecieron pasar muy deprisa por la mente de Nardo, la mayoría de ellas negativas. Lo único que dijo fue:

—¿A qué ha venido?

Una pregunta muy sencilla. Y Gurney no estaba seguro de saber ni siquiera una fracción de la respuesta. Decidió optar por la brevedad.

—Dice que nos quiere matar a Dermott y a mí. Bueno, Dermott está aquí. Ahora yo estoy aquí. Todo el cebo que ese cabrón puede desear. Quizás intente actuar y podamos acabar con esto.

—¿Eso le parece? —El tono de Nardo estaba lleno de hostilidad sin un objetivo claro.

—Si quiere —dijo Gurney— puede ponerme al corriente de lo que ha descubierto aquí.

—¿Lo que he descubierto aquí? He descubierto que el policía que envié a esta casa a petición suya está muerto. Gary Sissek. A dos meses de la jubilación. He descubierto que su cabeza estaba casi cortada por una botella de whisky rota. He descubierto un par de botas al lado de una puta silla plegable detrás del seto. Hizo un ademán un poco exagerado hacia la parte de atrás. Dermott nunca había visto la silla antes. Su vecino tampoco la había visto nunca. Entonces, ¿de dónde coño ha salido? ¿Este loco de atar se ha traído una silla plegable?

Gurney asintió.

—De hecho, la respuesta es que es muy probable que sí. Parece formar parte de un único modus operandi. Como la botella de whisky. ¿Por casualidad era Four Roses?

Nardo lo miró, inexpresivo al principio, como si hubiera un ligero retraso en la transmisión de la cinta.

—Joder —dijo—, será mejor que entre.

La puerta daba a un amplio pasillo vacío. Sin muebles, sin alfombras, sin imágenes en las paredes, sólo un extintor y un par de alarmas de incendio. Al final del pasillo estaba la puerta trasera, detrás de la cual, supuso Gurney, se hallaba el porche donde Gregory Dermott había descubierto esa mañana el cadáver del policía. Voces solapadas sugerían que el equipo que estaba registrando la escena del crimen todavía estaba ocupado, en el patio de atrás.

—¿Dónde está Dermott? —preguntó Gurney.

Nardo levantó el pulgar hacia el techo.

—En la habitación. Tiene migrañas, y éstas le dan náuseas. No está de muy buen humor que digamos. Bastante mal estaba antes de la llamada telefónica que le decía que era el siguiente, pero entonces… ¡Jesús!

Gurney tenía preguntas, a montones, pero parecía mejor dejar que Nardo marcara el ritmo. Miró a su alrededor y observó lo que se veía del piso de abajo. Al otro lado del umbral que tenía a su derecha había una gran habitación con paredes blancas y suelo de madera. Vio media docena de ordenadores colocados uno al lado del otro en una larga mesa en el centro de la sala. Teléfonos, faxes, impresoras, escáneres, discos duros auxiliares y otros periféricos cubrían otra larga mesa situada contra la pared del fondo. En la misma pared del fondo también había otro extintor. En lugar de una alarma de humos, había un sistema incorporado de rociadores antiincendios. Sólo había dos ventanas, demasiado pequeñas para el espacio, una en la parte delantera y otra en la trasera, lo que daba una sensación de túnel a pesar de la pintura blanca.

—Dirige su empresa de informática desde aquí y vive arriba. Usaremos la otra sala —dijo Nardo, que indicó una puerta situada al otro lado del pasillo.

La sala, de similar aspecto inhóspito y puramente funcional, era la mitad de larga que la otra y sólo tenía una ventana a un lado, lo cual daba más la sensación de cueva que de túnel. Nardo pulsó un interruptor cuando entraron y cuatro bombillas empotradas en el techo convirtieron la cueva en una caja blanca que contenía archivadores contra una pared, una mesa con dos ordenadores contra la otra pared, una mesa con una cafetera y un microondas contra una tercera pared, así como una mesa cuadrada vacía con dos sillas en medio del cuarto. La habitación tenía tanto sistema de rociadores como sensor de humos. Le recordó a Gurney una versión más limpia de la sombría sala de interrogatorios de su última comisaría. Nardo se sentó en una de las sillas e hizo un gesto a Gurney para que tomara asiento en la otra. Se masajeó las sienes durante un minuto largo, como si tratara de sacudirse la tensión. A juzgar por la expresión de sus ojos, el masaje no estaba funcionando.

—No me creo ese rollo del cebo —dijo, arrugando la nariz como si la palabra «cebo» oliera mal.

Gurney sonrió.

—Es cierto en parte.

—¿Cuál es la otra parte?

—No estoy seguro.

—¿Viene aquí para ser un héroe?

—No lo creo. Tengo la sensación de que mi presencia aquí puede ayudar.

—¿Sí? ¿Y si yo no comparto esa sensación?

—Es su caso, teniente. Si quiere que me vaya a casa, me voy.

Nardo le dedicó otra mirada cínica. Al final pareció cambiar de idea, al menos de un modo tentativo.

¿La botella de Four Roses forma parte del modus operandi?

Gurney asintió.

Nardo respiró hondo. Tenía aspecto de que le dolía todo el cuerpo, o de que le dolía todo el mundo.

—Muy bien, detective. Quizá será mejor que me cuente todo lo que no me ha contado.