22

Dejando las cosas claras

Esa noche pasó dos horas leyendo y corrigiendo su declaración. Contaba de un modo sencillo sin adjetivos, emociones ni opiniones su relación con Mark Mellery: su amistad ocasional en la universidad y cómo habían contactado de nuevo, el mensaje de correo electrónico de Mellery en el que le solicitaba una reunión o su inflexible negativa a poner el asunto en manos de la Policía.

Se tomó dos tazas de café fuerte mientras preparaba la declaración y, como resultado, durmió fatal. Tenía frío, sudor, nervios, sed, un dolor huidizo que pasaba inexplicablemente de una pierna a la otra; la sucesión de incomodidades de la noche proporcionó un maligno semillero para pensamientos que le inquietaban, sobre todo relativos al dolor que había advertido en los ojos de Madeleine.

Sabía que todo procedía de la idea que ella tenía acerca de cuáles eran las verdaderas prioridades de su marido. Madeleine se estaba quejando de que cuando los roles de su vida chocaban, Dave, el detective, siempre se imponía a Dave, el marido. Su jubilación no había traído ninguna diferencia. Estaba claro que ella había confiado, y quizás había creído, en lo contrario. Pero ¿cómo podía dejar de ser lo que era? ¿Cómo podía convertirse en alguien que no era? Su mente trabajaba de manera excepcional en determinado sentido, y las mayores satisfacciones de su vida procedían de la aplicación de ese don intelectual. Poseía un cerebro de una lógica privilegiada y una antena bien sintonizada para la discrepancia. Estas cualidades lo convertían en un detective formidable. También creaban el cojín de abstracción que le permitía mantener una tolerable distancia con los horrores de su profesión. Otros policías disponían de otros cojines: alcohol, solidaridad fraternal, cinismo. El escudo de Gurney era su capacidad para entender las situaciones como retos intelectuales y los crímenes como ecuaciones por resolver. Así era David Gurney. No era algo que pudiera dejar de ser simplemente por retirarse. En eso estaba pensando cuando por fin se quedó dormido una hora antes del alba.

* * *

Situada cien kilómetros al este de Walnut Crossing, quince kilómetros más allá de Peony, en un risco con vistas al Hudson, la comisaría central de la Policía del estado daba la impresión de ser una fortaleza recién erigida. Su enorme fachada de piedra gris y estrechas ventanas parecía diseñada para resistir el Apocalipsis. Gurney se preguntó si la arquitectura estaba influida por la histeria del 11S, que había generado proyectos incluso más estúpidos que las comisarías inexpugnables.

Dentro, la luz fluorescente potenciaba al máximo el aspecto severo de los detectores de metales, cámaras cenitales, garitas de vigilancia a prueba de balas y suelo de hormigón pulido. Había un micrófono para comunicarse con el guardia de la garita, que en realidad era más una sala de control que contenía una fila de monitores correspondientes a las distintas cámaras de seguridad. Las luces, que proyectaban un brillo frío en todas las superficies duras, daban al guardia una palidez de agotamiento. Incluso su pelo incoloro se percibía enfermo por la iluminación antinatural. Parecía que estuviera a punto de vomitar.

Gurney habló al micrófono, conteniendo la urgencia de preguntarle al guardia si estaba bien.

—Soy David Gurney. Tengo una cita con Jack Hardwick.

El guardia le entregó un pase temporal para las instalaciones, así como una hoja de visitas que debía firmar y devolverle a través de una estrecha ranura situada en la base de la formidable pared de cristal que iba desde el techo hasta el mostrador que los separaba. El hombre levantó el teléfono, consultó una lista pegada con celo en un lateral del mostrador, marcó una extensión de cuatro dígitos, dijo algo que Gurney no pudo oír y volvió a dejar el teléfono en su lugar.

Al cabo de un minuto, se abrió una puerta gris de acero situada en la pared al lado de la cabina y apareció el mismo policía de paisano que lo había escoltado el día anterior en el instituto. Hizo una señal a Gurney sin dar la menor indicación de que lo hubiera reconocido y lo condujo por un pasillo gris y anodino hasta otra puerta de acero, que abrió.

Entraron en una gran sala de conferencias sin ventanas: sin ventanas sin duda para mantener a los reunidos a salvo del vuelo de cristales en caso de atentado terrorista. Gurney era un poco claustrofóbico y odiaba los espacios sin ventanas, detestaba a los arquitectos que pensaban que eso era una buena idea.

Su lacónico guía fue derecho a la cafetera del rincón. La mayoría de los asientos de la alargada mesa de conferencias ya estaban destinados a personas que todavía no estaban en la sala. Había chaquetas colgadas de los respaldos en cuatro de las diez sillas, y otras tres habían sido reservadas, pues estaban inclinadas hacia la mesa. Gurney se quitó la parka fina que llevaba y la colocó en el respaldo de una de las sillas libres.

Se abrió la puerta y Hardwick entró, seguido por una mujer pelirroja de aspecto aplicado, vestida con un traje unisex, y el otro aspirante de Tom Cruise, que fue a reunirse con su colega junto a la cafetera. La mujer, que llevaba un ordenador portátil y una gruesa carpeta, se sentó en una silla libre y colocó sus cosas en la mesa delante de ella. Hardwick se acercó a Gurney, con el semblante en un extraño punto medio entre la anticipación y el desdén.

—Tengo una sorpresa para ti, colega —susurró de un modo crispante—. Nuestro precoz fiscal del distrito, el más joven en la historia del condado, nos honrará con su presencia.

Gurney sintió ese antagonismo reflejo hacia Hardwick, y no era desproporcionado, teniendo en cuenta la acidez sin sentido del hombre. A pesar de su esfuerzo por no dejar entrever reacción alguna, sus labios se tensaron al hablar:

—¿Acaso no era de esperar que se implicara en un caso así?

—No he dicho que no lo esperara —murmuró Hardwick—. Sólo he dicho que tenía una sorpresa para ti.

Miró las tres sillas inclinadas en el centro de la mesa y, con el labio curvado que se estaba convirtiendo en parte de su fisonomía, comentó a nadie en particular.

—Los tronos de los tres sabios.

Justo entonces, se abrió la puerta y entraron tres hombres.

Hardwick los identificó sotto voce al oído de Gurney. Parecía que tenía una vocación frustrada por la ventriloquia, teniendo en cuenta su habilidad para hablar sin mover los labios.

—Capitán Rod Rodríguez, capullo servicial —dijo el susurro incorpóreo, al tiempo que un hombre achaparrado con bronceado de salón, sonrisa floja y ojos malevolentes entraba en la sala y sostenía la puerta al hombre más alto que iba detrás: un tipo delgado y alerta cuya mirada barrió la sala y se posó durante no más de un segundo en cada individuo—. Fiscal del distrito Sheridan Kline —dijo el susurro—, quiere ser el gobernador Kline.

El tercer hombre, que se movía furtivamente detrás de Kline, prematuramente calvo y que irradiaba todo el encanto de un bol de chucrut frío, era:

Stimmel, el segundo de Kline.

Rodríguez los condujo hasta las sillas inclinadas y le ofreció el lugar central a Kline, quien lo tomó como algo normal. Stimmel se sentó a la izquierda del fiscal; Rodríguez, a su derecha. Este último miró el resto de las caras de los presentes a través de unas gafas de fina montura metálica. El cabello grueso y negro, que crecía desde la frente en una inmaculada mata, estaba obviamente teñido. Dio unos golpecitos en la mesa con los nudillos, mirando a su alrededor para asegurarse de que captaba la atención de todos.

—Nuestra agenda dice que esta reunión empieza a las doce del mediodía y el reloj dice que son las doce del mediodía. Si son tan amables de tomar asiento…

Hardwick se sentó al lado de Gurney. El grupo de la cafetera se acercó a la mesa y en cuestión de medio minuto todos habían ocupado sus sillas. Rodríguez miró a su alrededor con acritud, como para sugerir que los verdaderos profesionales no habrían tardado tanto en conseguirlo. Al ver a Gurney, su boca se retorció de un modo que podía interpretarse como una sonrisa rápida o una mueca de dolor. Su expresión acre se profundizó ante la visión de la única silla vacía. Enseguida continuó.

—No hace falta que les diga que un caso de homicidio de perfil alto ha caído en nuestras manos. Estamos aquí para asegurarnos de que estamos todos aquí. —Hizo una pausa, como para comprobar quién era capaz de apreciar su ingenio zen. Luego lo tradujo para las mentes obtusas—. Estamos aquí para asegurarnos de que estamos todos en la misma longitud de onda desde el primer día en este caso.

—Segundo día —murmuró Hardwick.

—¿Disculpa? —dijo Rodríguez.

Los gemelos Cruise intercambiaron expresiones de confusión equivalentes.

—Hoy es el segundo día, señor. Ayer fue el primer día, y fue un día de perros.

—Obviamente, estaba utilizando una figura retórica. A lo que me refiero es a que tenemos que estar en la misma onda desde el principio de este caso. Hemos de marchar todos al mismo paso. ¿Me estoy explicando?

Hardwick asintió inocentemente. Rodríguez le dio la espalda de un modo teatral para dirigir sus comentarios a las personas más serias de la mesa.

—Por lo poco que sabemos en este punto, el caso promete ser difícil, complejo, sensible y potencialmente escandaloso. Me han dicho que la víctima era un autor y conferenciante de éxito. La familia de su esposa tiene fama de ser inmensamente rica. Entre la clientela del Instituto Mellery se cuentan personajes ricos, obstinados y que suelen dar problemas. Cualquiera de estos factores podría crear un circo mediático. Si juntamos los tres nos encontramos con un enorme reto. Las cuatro claves para el éxito serán organización, disciplina, comunicación y más comunicación. Lo que vean, lo que oigan, lo que concluyan es inútil si no queda registrado e informado de manera adecuada. Comunicación y más comunicación.

Miró a su alrededor. Sus ojos se entretuvieron más tiempo en Hardwick, identificándolo de manera no demasiado sutil como el principal infractor de las normas de registrar e informar. Hardwick estaba examinándose una peca en el dorso de su mano derecha.

—No me gusta la gente que dobla las normas —continuó Rodríguez—. A largo plazo, quienes doblan las normas causan más problemas que aquellos que las rompen. Quienes doblan las normas siempre aseguran que lo hacen para cumplir con el trabajo. La realidad es que lo hacen por su propia conveniencia.

Lo hacen porque carecen de disciplina, y la falta de disciplina destruye las organizaciones. Así que escúchenme, alto y claro: en este caso vamos a seguir las normas. Usaremos nuestras listas de verificación. Rellenaremos los informes con detalle. Los entregaremos a tiempo. Todo irá por los canales adecuados. Todas las cuestiones legales se dirigirán a la oficina del fiscal del distrito Kline antes (repito, antes) de acometer ninguna acción cuestionable. Comunicación, comunicación, comunicación.

Lanzó las palabras como una sucesión de obuses de artillería a una posición enemiga. Como pensó que había sofocado toda resistencia, se volvió con empalagosa deferencia al fiscal del distrito, quien se había mostrado cada vez más inquieto durante la arenga, y dijo:

—Sheridan, sé que quieres implicarte en este caso de un modo muy personal. ¿Hay algo que quieras decirle a nuestro equipo? —Kline sonrió ampliamente, con lo que, a gran distancia, podía tomarse equivocadamente por cariño. De cerca, lo que se percibía era el narcisismo radiante de un político.

—Lo único que quiero decir es que estoy aquí para ayudar. Ayudar en lo que pueda. Ustedes son los profesionales. Profesionales formados, experimentados y de talento. Ustedes conocen su trabajo. Es su función.

El atisbo de una risa alcanzó el oído de Gurney. Rodríguez pestañeó. ¿Era posible que sintonizara tan bien la frecuencia de Hardwick?

—Pero estoy de acuerdo con Rod. Puede ser un gran espectáculo, un espectáculo muy difícil de manejar. No cabe la menor duda de que saldrá por la tele, y va a haber mucha gente observando. Prepárense para los titulares sensacionalistas: «Sangriento asesinato de un gurú New Age». Nos guste o no, caballeros, es un candidato para los diarios sensacionalistas. No quiero que parezcamos capullos como los que jodieron el caso Jon Benet en Colorado o como los capullos que jodieron el caso Simpson. Vamos a tener muchas bolas en el aire en esta investigación, y si empiezan a caer, vamos a tener un buen lío en las manos. Esas bolas…

La curiosidad de Gurney sobre su disposición final quedó insatisfecha. Kline se calló por la intrusión de la llamada de un teléfono móvil, que atrajo la atención de todos y diversos grados de irritación. Rodríguez miró mientras Hardwick buscaba en su bolsillo, sacaba el aparato ofensivo y recitaba con seriedad el mantra del capitán:

—Comunicación, comunicación, comunicación.

Luego pulsó el botón y habló al teléfono.

—Aquí Hardwick… Adelante… ¿Dónde?… ¿Coinciden con las pisadas?… ¿Alguna indicación de cómo llegaron allí?… ¿Alguna idea de por qué lo hizo?… Muy bien, llévalas al laboratorio cuanto antes… No hay problema. —Pulsó el botón de colgar y miró pensativamente el teléfono.

—¿Y bien? —dijo Rodríguez, con su mirada torcida por la curiosidad.

Hardwick dirigió su respuesta a la mujer pelirroja con el traje unisex que tenía el portátil abierto sobre la mesa y que lo estaba observando con expectación.

—Noticias de la escena del crimen. Han encontrado las botas del asesino, o al menos unas botas de montaña que coinciden con las huellas de pisadas que se alejan del cadáver. Las botas van de camino a tu gente del laboratorio.

La pelirroja asintió y empezó a escribir en su teclado.

—Pensaba que me habías dicho que las huellas iban a la mitad de ninguna parte y se interrumpían —dijo Rodríguez, como si hubiera pescado a Hardwick en alguna clase de mentira.

—Sí —respondió Hardwick, sin mirarlo.

—Entonces, ¿dónde encontraron estas botas?

—En medio de la misma ninguna parte. En un árbol cercano al lugar donde terminaban las huellas. Colgadas de una rama.

—¿Me estás diciendo que nuestro asesino se subió a un árbol, se quitó las botas y las dejó allí?

—Eso parece.

—Bueno…, dónde…, quiero decir, ¿qué hizo entonces?

—No tenemos ni la más remota idea. Quizá las botas nos señalen la dirección correcta.

A Rodríguez se le escapó una risa nerviosa.

—Esperemos que algo lo haga. Entre tanto, hemos de volver a nuestra agenda. Sheridan, creo que te han interrumpido.

—Con las bolas en el aire —dijo el susurro de ventrílocuo.

—No me han interrumpido en realidad —dijo Kline con la inequívoca sonrisa de que podía sacar ventaja de cualquier cosa—. La verdad es que prefiero escuchar, sobre todo noticias que llegan de la escena del crimen. Cuanto mejor comprenda el problema, más podré ayudar.

—Como gustes, Sheridan. Hardwick, parece que has concitado la atención de todos. Podrías informarnos del resto de los hechos, con la máxima brevedad posible. El fiscal del distrito está siendo generoso con su tiempo, pero tiene muchos asuntos entre manos. Tenlo en cuenta.

—Muy bien, señores, hemos oído al jefe. Ésta es la versión comprimida, por una sola vez. Ni ensoñaciones ni preguntas estúpidas. Escuchen.

—¡Uf! —Rodríguez levantó las dos manos—. No quiero que nadie sienta que no puede hacer preguntas.

—Es una figura retórica, señor. Me refiero a que no quiero robarle más tiempo del necesario al fiscal del distrito. —El nivel de respeto con que articuló el título de Kline era lo bastante exagerado como para, al mismo tiempo, sugerir un insulto y permanecer ambiguamente seguro.

—Muy bien, muy bien —dijo Rodríguez con ademán de impaciencia—. Adelante.

Hardwick citó de forma rotunda los datos disponibles.

—Durante un periodo de tres o cuatro semanas antes del homicidio, la víctima recibió varias comunicaciones escritas de tono inquietante o amenazador, así como dos llamadas telefónicas: una tomada y transcrita por la recepcionista del instituto; la otra tomada y grabada por la víctima. Se distribuirán copias de estas comunicaciones. La mujer de la víctima, Cassandra (llamada Caddy), informa que en la noche del homicidio ella y su marido se despertaron a la una a causa de una llamada de teléfono de alguien que colgó.

Cuando Rodríguez estaba abriendo la boca, Hardwick respondió anticipándose a la pregunta.

—Estamos en contacto con la compañía telefónica para acceder a los registros de llamadas de fijo y de móvil de la noche del crimen y de los momentos de las dos llamadas anteriores. No obstante, dado el nivel de planificación implícito en la ejecución de este crimen, me sorprendería que el asesino dejara una pista telefónica útil.

—Ya veremos —dijo Rodríguez.

Gurney concluyó que el capitán era un hombre cuyo máximo imperativo era dar la sensación de que controlaba cualquier situación o conversación en la que se viera inmerso.

—Sí, señor —dijo Hardwick con ese toque de exagerada deferencia, demasiado sutil para que lo acusaran, a la que era adepto.

—En cualquier caso, al cabo de un par de minutos les molestaron sonidos cercanos a la casa, sonidos que ella describe como chillidos animales. Cuando volví y le pregunté otra vez sobre ello, dijo que podrían ser unos mapaches que se peleaban. Su marido acudió a investigar. Al cabo de un minuto, ella oyó lo que describe como una bofetada ahogada, y poco después ella misma fue a investigar. Encontró a su marido tumbado en el patio, junto a la puerta de atrás. La sangre se extendía en la nieve desde las heridas que tenía en la garganta. Ella gritó (al menos cree que gritó), trató de detener la hemorragia, no lo consiguió y corrió a la casa para llamar a Emergencias.

—¿Sabes si cambió la posición del cuerpo cuando trató de detener la hemorragia? —Rodríguez hizo que sonara como una pregunta trampa.

—Dice que no lo recuerda.

Rodríguez se mostró escéptico.

—Yo la creo —dijo Hardwick.

Rodríguez se encogió de hombros de un modo que concedía escaso valor a las creencias de otros hombres. Mirando sus notas, Hardwick continuó con su relato carente de emoción.

—La Policía de Peony fue la primera en llegar a la escena, seguida por un coche del Departamento del Sheriff y por el agente Calvin Maxon, de la comisaría local. Se contactó con el DIC a la 1.56. Yo llegué a la escena a las 2.20, y el forense llegó a las 3.25.

—Hablando de Thrasher —dijo Rodríguez, enfadado—, ¿ha llamado a alguien para decir que llegaría tarde?

Gurney examinó la fila de rostros de la mesa. Parecían tan habituados al extraño nombre del forense que nadie reaccionó. Nadie mostró tampoco ningún interés en la pregunta, dando a entender que el médico forense era una de esas personas que llegan siempre tarde. Rodríguez miró a la puerta de la sala de conferencias, por la cual Thrasher debería haber entrado diez minutos antes, montando en cólera por perturbar su agenda.

Como si hubiera estado acechando detrás de ella, esperando a que el humor del capitán hirviera, la puerta se abrió y entró en la sala un hombre desgarbado con un maletín bajo el brazo, un vaso de café en la mano y al parecer en medio de una frase.

—…retrasos en la construcción, hombres trabajando. ¡Ajá! Eso decían los carteles. —Sonrió con brillantez a varias personas—. Aparentemente la palabra trabajar significa estar allí de pie rascándose la entrepierna. Mucho rato. No veía que nadie cavara o pavimentara. Yo no lo he visto. Un montón de zopencos incompetentes que bloqueaban la calle. —Miró a Rodríguez por encima de unas gafas de lectura torcidas—. ¿No se supone que la Policía del estado debería hacer algo al respecto, capitán?

Rodríguez reaccionó con la sonrisa cansada de un hombre serio que se ve obligado a tratar con idiotas.

—Buenas tardes, doctor Thrasher.

El forense dejó maletín y café en la mesa, delante de la silla libre. Su mirada vagó por la sala hasta posarse en el fiscal del distrito.

—Hola, Sheridan —dijo con cierta sorpresa—. Empiezas pronto con éste, ¿eh?

—¿Tienes alguna información interesante para nosotros, Walter?

—Sí, la verdad es que sí. Al menos una pequeña sorpresa.

Rodríguez estaba ansioso por mantener el control de la reunión.

—Entonces, sólo para llevarla a un lugar hacia el que ya se encaminaba —dijo teatralmente.

—Bueno, veo aquí una oportunidad de sacar partido del retraso del doctor. Hemos estado escuchando un resumen de todo lo relacionado con el descubrimiento del cadáver. El último dato que he oído tenía que ver con la llegada del forense a la escena. Bueno, como acaba de llegar aquí, ¿por qué no incorporarlo a la narración?

—Gran idea —dijo Kline, sin retirar la mirada de Thrasher.

El forense empezó a hablar como si desde el primer momento su intención hubiera sido presentar su exposición en el momento de su llegada.

—Recibirán el espantoso informe escrito dentro de una semana, caballeros. Hoy les voy a dar el esqueleto.

Si aquello pretendía ser un chiste, caviló Gurney, pasó sin ser apreciado. Quizá lo repetía con tanta frecuencia que el público se había vuelto sordo.

—Un homicidio interesante —continuó Thrasher, estirándose hacia su vaso de café.

Tomó un largo y reflexivo sorbo y volvió a dejar el vaso en la mesa. Gurney sonrió. Esa cigüeña arrugada de cuello largo tenía gusto por la sincronía y el drama.

—Las cosas no son exactamente como parecían al principio —continuó el forense.

Hizo una pausa hasta que la sala estuvo al borde de explotar de impaciencia.

—El examen inicial del cadáver in situ inducía a la hipótesis de que la causa de la muerte había sido el seccionamiento de la arteria carótida por múltiples cortes y heridas de punción, infligidos con una botella rota, descubierta posteriormente en la escena. Sin embargo, los resultados iniciales de la autopsia indican que la causa de la muerte fue el corte de la arteria carótida por una sola bala disparada casi a quemarropa en el cuello de la víctima. Las heridas de la botella rota fueron posteriores al disparo y se infligieron después de que la víctima hubiera caído al suelo. Hubo un mínimo de catorce heridas de punción, quizás hasta veinte, varias de las cuales dejaron astillas de vidrio en el tejido del cuello. Cuatro de ellas atravesaron por completo los músculos y la tráquea, y aparecieron por la parte posterior del cuello.

Hubo un silencio en la mesa, acompañado de varias miradas intrigadas y de desconcierto. Rodríguez juntó las yemas de los dedos en forma de campana. Fue el primero en hablar.

—¿Un disparo?

—Un disparo —dijo Thrasher, con el alivio de un hombre que amaba descubrir lo imprevisible.

Rodríguez miró acusadoramente a Hardwick.

—¿Cómo es que ninguno de tus testigos oyó el disparo? Me has dicho que había al menos veinte huéspedes en la propiedad. Además, ¿cómo es que no lo oyó la mujer?

—Lo oyó.

—¿Qué? ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Ella lo oyó, pero no sabía que lo había oído —dijo Hardwick—. Dijo que oyó algo como una bofetada ahogada. En ese momento no sabía qué había oído realmente, y a mí tampoco se me ocurrió hasta este preciso instante.

—¿Ahogada? —dijo Rodríguez con incredulidad—. ¿Me estás diciendo que usó un silenciador?

El nivel de atención de Sheridan Kline subió un peldaño.

—¡Eso lo explica! —gritó Thrasher.

—¿Qué explica? —preguntaron al unísono Rodríguez y Hardwick.

Los ojos de Thrasher brillaron de triunfo.

—Los rastros de plumas de ganso en la herida.

—Y en las muestras de sangre de la zona que rodeaba el cadáver. —La voz de la pelirroja era tan poco específica en cuanto a su sexo como su traje.

Thrasher asintió.

—Por supuesto, también estaría allí.

—Todo esto es muy sugerente —dijo Kline—. ¿Alguno de los que entienden lo que se ha dicho puede tomarse un momento para explicármelo?

—Plumas —atronó Thrasher, como si Kline fuera duro de oído.

La expresión de profunda perplejidad de Kline empezó a petrificarse.

Hardwick habló como si acabara de comprender la verdad.

—El amortiguamiento de los disparos combinado con la presencia de plumas sugiere que el efecto silenciador podría haberse producido envolviendo la pistola en alguna clase de material acolchado, tal vez una chaqueta de esquí o una parka.

—¿Estás diciendo que un arma puede silenciarse sólo metiéndola dentro de una chaqueta de esquí?

—No exactamente. Lo que estoy diciendo es que si empuño la pistola en una mano y la envuelvo una y otra vez (sobre todo en torno al cañón) con un material acolchado lo bastante grueso, es posible que alguien diga que el disparo suena como un bofetón, si lo escucha desde el interior de una casa bien aislada con las ventanas cerradas.

La explicación pareció satisfacer a todo el mundo menos a Rodríguez.

—Quiero ver los resultados de algunos test antes de creerme eso.

—¿No crees que fuera un silenciador real? Kline —sonó decepcionado.

—Podría haberlo sido —dijo Thrasher—. Pero entonces tendríamos que explicar todas esas partículas microscópicas de alguna otra forma.

—Así pues —dijo Kline—, el asesino dispara a la víctima a bocajarro.

—No a bocajarro —lo interrumpió Thrasher—. A bocajarro implica contacto entre el cañón y la víctima, y no hay indicios de eso.

—Entonces, ¿desde qué distancia?

—Es difícil decirlo. Había unas cuantas quemaduras de pólvora de punto único en el cuello, que situarían el arma a un metro y medio, pero las quemaduras no eran lo bastante numerosas para formar un patrón. La pistola podría haber estado incluso más cerca, con las quemaduras de pólvora minimizadas por el material que envolvía el cañón.

—Creo que no se ha recuperado ninguna bala. —Rodríguez dirigió su crítica a un punto en el aire situado entre Thrasher y Hardwick.

La mandíbula de Gurney se tensó. Había trabajado para hombres como Rodríguez, hombres que confundían su obsesión por el control con liderazgo y su negatividad con tenacidad.

Thrasher respondió primero.

—La bala no dio en las vértebras. En el tejido del cuello en sí no hay mucho que pueda frenarla. Tenemos un orificio de entrada y otro de salida; ninguno de los cuales fue fácil de encontrar, por cierto, con todas las heridas infligidas después.

Si estaba esperando cumplidos, pensó Gurney, no era el lugar adecuado. Rodríguez pasó su mirada inquisitiva a Hardwick, cuyo tono se situó de nuevo al borde de la insubordinación.

—No buscamos una bala. No teníamos razones para pensar que hubiera una bala.

—Bueno, ahora las tienes.

—Excelente observación, señor —dijo Hardwick con un atisbo de burla.

Sacó su teléfono móvil, marcó un número y se alejó de la mesa. A pesar de su voz baja, estaba claro que estaba hablando con un agente de la Escena del Crimen y solicitando que, de un modo prioritario, buscaran la bala. Cuando regresó a la mesa, Kline preguntó si había alguna posibilidad de recuperar una bala disparada en el exterior.

—Normalmente no —dijo Hardwick—, pero en este caso hay posibilidades. Considerando la posición del cadáver, probablemente le dispararon con su espalda dando a la casa. Si no se desvió mucho, podremos encontrarla en el lateral de madera.

Kline asintió lentamente.

—Pues muy bien, como empezaba a decir hace un minuto, sólo para que me quede claro: el asesino dispara a la víctima desde una corta distancia, ésta cae al suelo, con la arteria carótida seccionada; le brota sangre del cuello. Entonces el asesino saca una botella rota, se agacha junto al cadáver y lo apuñala con ella catorce veces. ¿Es esa la imagen? —preguntó con incredulidad.

—Al menos catorce veces —dijo Thrasher—, probablemente más. Cuando se solapan los cortes resulta difícil contarlos.

—Lo entiendo, pero a lo que voy es a por qué.

—¿El móvil? —dijo Thrasher, como si el concepto fuera en el mismo par científico que la interpretación de los sueños—. No es mi área. Pregúnteles a mis amigos del DIC.

Kline se volvió hacia Hardwick.

—Una botella rota es un arma de conveniencia, un arma del momento, un sustituto de barra de bar de un cuchillo o una pistola. ¿Por qué un hombre que ya tenía una pistola cargada sintió la necesidad de usar una botella rota, y por qué la usó después de que ya había matado a su víctima con la pistola?

—¿Para asegurarse de que estaba muerto? —ofreció Rodríguez.

—Entonces, ¿por qué no dispararle otra vez? ¿Por qué no dispararle en la cabeza? ¿Por qué no le disparó en la cabeza para empezar? ¿Por qué en el cuello?

—¡Quizá fue un disparo pésimo!

—¿Desde un metro y medio? —Kline se volvió hacia Thrasher—. Estamos seguros de la secuencia. ¿Primero el disparo y después los cortes?

—Sí, hasta un nivel razonable de certeza profesional, como decimos en un juicio. Las quemaduras de pólvora, aunque limitadas, son claras. Si la zona del cuello ya hubiera estado cubierta de sangre de los cortes en el momento del disparo, es poco probable que pudieran haberse producido quemaduras tan marcadas.

—Y habríais encontrado la bala.

La pelirroja lo dijo de un modo tan de pasada que sólo unas pocas personas lo oyeron. Kline era una de ellas. Gurney era otra. Se había estado preguntando cuándo se le iba a ocurrir eso a alguien. Hardwick era difícil de interpretar, pero no parecía sorprendido.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Kline.

La mujer respondió sin levantar la mirada de la pantalla del portátil.

—Si lo acuchillaron catorce veces en el cuello como parte del asalto inicial, con cuatro de las heridas atravesándolo por completo, difícilmente habría permanecido de pie. Y si le dispararon desde arriba cuando él ya estaba con la espalda en el suelo, la bala habría estado justo debajo de él.

Kline le dedicó una mirada de evaluación. A diferencia de Rodríguez, pensó Gurney, era lo bastante lúcido para respetar la inteligencia.

Rodríguez hizo un esfuerzo por recuperar las riendas.

—¿De qué calibre de bala estamos hablando, doctor?

Thrasher miró por encima de las gafas de leer que le resbalaban por la nariz.

—¿Qué he de hacer para que entiendan los rudimentos de la patología?

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Rodríguez malhumorado—, la carne es flexible, se contrae, se expande, no puede ser exacto, etcétera, etcétera. Pero qué diría, estaba cerca de un veintidós o de un cuarenta y cuatro… Haga una estimación.

—No me pagan para calcular. Además, nadie recuerda durante más de cinco minutos que era sólo una estimación. Lo que recuerdan es que el forense dijo algo de un veintidós y que resulta que se equivocó. —Hubo un frío destello de recuerdo en sus ojos, pero lo único que dijo fue—: Cuando saquen la bala de la parte de atrás de la casa y la lleven a balística, lo sabrán…

—Doctor —lo interrumpió Kline como un niño pequeño que pregunta al señor Sabio—, ¿es posible estimar el intervalo exacto entre el disparo y las subsiguientes cuchilladas?

El tono de la pregunta pareció aplacar a Thrasher.

—Si el intervalo entre ambos fuera sustancial, y ambas heridas sangraran, habríamos encontrado sangre en dos estadios diferentes de coagulación. En este caso, diría que los dos tipos de heridas se produjeron en una secuencia lo bastante corta para hacer que esa clase de comparación resulte imposible. Lo único que puedo decir es que el intervalo fue relativamente corto, pero sería difícil determinar si fue de diez segundos o de diez minutos. Pero es una buena pregunta de patología —concluyó—, para diferenciarla de la pregunta del capitán.

La boca del capitán se retorció.

—Si es lo único que tiene para nosotros por el momento, doctor, no lo entretendré más. ¿Recibiré el informe escrito dentro de no más de una semana desde hoy?

—Creo que es lo que he dicho.

Thrasher recogió su abultado maletín de la mesa, saludó al fiscal del distrito con una sonrisa de labios finos y abandonó la sala.