XLVII
—E
s una gran noticia, Jonás. Me alegro muchísimo por ti y por esa buena señora. Dame un abrazo, amigo mío —le decía Benavides a su secretario, cuando éste acababa de anunciarle su próxima boda con la viuda que lo cuidó durante su estancia en el hospital—. Nunca es tarde si la dicha es buena —añadía, palmeándole la espalda.
—Muy feliz que me siento, don Antonio... Y mire que no ha mucho me habló Vuestra Excelencia de lo malo de la soledad.
—Así es, Jonás. Pero ya ves, así es la vida de sorpresiva, y en ocasiones, como ésta, para bien, gracias a Dios.
Suspiró Jonás, sonriente y exultante de alegría. ¿Eso le estaba pasando a él? ¡Cuánta dicha, vive Dios!
—Ha llegado hace un rato, don Antonio —dijo el secretario, tendiéndole una carta con lacrado real.
¿Sería la esperada nueva el contenido de aquel despacho? Benavides leyó despacio, con la atención serena de quien espera la mejor de las noticias mas, sin poder evitar la tensa incertidumbre, de forma inconsciente esquiva recibirla de sopetón. Era concisa la misiva. No hacían falta más palabras. El Rey le daba la licencia para abandonar el gobierno de Yucatán y pasar a la Corte, donde se entrevistaría con él.
Se casaron Jonás y doña Isabel en la iglesia de San Juan de Dios, a cuya ceremonia religiosa y posterior celebración asistió el señor Gobernador. Fueron muchos los curiosos que entraron al templo y muchos más los que esperaron a la salida para vitorear a los recién casados. Y entre ellos, el arriero Segismundo, indultado por sus servicios al Rey y probada lealtad a la Corona; y exonerado por Jonás públicamente, tras suplicarle perdón su agresor, con verdadero arrepentimiento. Fue precisamente Segismundo quien más veces gritó «¡Vivan los novios!» a la salida de la iglesia, que coreó el público devoto de aquellos acontecimientos. «Señor Gobernador, ¿es verdad eso que se dice que nos deja, que se marcha de Campeche?», preguntaron a Benavides decenas de veces, a la salida de San Juan de Dios. Gran tristeza mostraban todos al escuchar la confirmación de su misma boca.
Sintió una gran felicidad Benavides al dejar casado a Jonás con aquella buena señora, poco antes de abandonar Yucatán. ¡Cuánto apreciaba al toledano! Y mucho también el secretario a él. Realmente, eran Antoñito y Jonás las personas con las que más tiempo había convivido Benavides, no sólo en su larga estancia en la América española, que alcanzaba los treinta y dos años, sino en toda su vida, pues con sus padres vivió hasta los veinte.
Al poco de la boda, se despidieron del señor Gobernador las autoridades y personajes de renombre que con él habían tratado en su estancia en San Francisco de Campeche. La última semana antes de su embarque con destino a Cádiz, de donde viajaría hasta Madrid, Benavides visitó cada uno de los conventos, iglesias y hospitales de Campeche, y, como había hecho al dejar sus antiguos destinos, donó sus pertenencias y caudales a los necesitados de la ciudad, conservando sus libros y el dinero imprescindible para la propia subsistencia y la de su criado.
Dejó Benavides San Francisco de Campeche, que era dejar para siempre aquellas españolas tierras del Nuevo Mundo, una mañana de mediados de febrero de 1749. No cabía un alfiler en el muelle y sus aledaños. Fueron, una vez más, los más humildes del lugar, y en especial los indígenas, quienes se abrazaron uno tras otro al Gobernador que se marchaba.
—Don Antonio... —le decía Jonás con la voz entrecortada, emocionado—, quiero que sepa... que ha sido para mí, Vuestra Excelencia, como un padre... un padre... —repetía, abrazado a él, llorando como un niño.
—Le echaré de menos, señor Jonás —se despedía Antoñito, también con los ojos vidriosos.
—Cuida mucho a don Antonio, Quijano, que es un hombre de Dios.
—Y tanto que lo haré, señor Jonás —decía el africano, viejito como su amo, saltando, sin la agilidad de antaño, al bote que les conduciría hasta el navío que los llevaría a Cádiz.
Una vez más, tuvo la guardia que emplearse a fondo para retener a los indígenas que se negaban a dejar marchar a su benefactor. Cuando al fin los religiosos —¡siempre aquellos hombres de Dios!— lograron hacer entrar en razón a aquellas elementales gentes, Benavides y su criado ya estaban a bordo del Nueva España —espléndido navío de línea de 64 cañones—, que desplegaba velas al viento y trazaba tras de sí una larga estela plateada sobre las aguas que surcaron por vez primera barcos españoles. Al atardecer ya no se veía tierra, todo era mar entorno a la nave.
A mediados de marzo, sin contratiempos, arribó a Cádiz el Nueva España y el 20 de ese mismo mes llegaban en coche de caballos Benavides y su criado a Madrid. ¡Qué diferente el paisaje de la España peninsular de aquel dejado en la otra orilla del Atlántico! Nevada estaba Castilla, y aquellos paisajes blancos tenían obnubilado al bueno de Quijano.
—¡Cuánto frío hace, don Antonio! No siento la nariz, ni las orejas, ni las manos, ni los pies. Nunca imaginé que pudiera darse un frío como éste. Había oído hablar de la nieve y de los ríos helados, pero este frío... ¿Cómo puede vivir así la gente?— se quejaba el viejo criado, con el cuello de la casaca subido todo lo que daba, y la cabeza hundida entre los hombros, mientras el coche avanzaba por las concurridas calles madrileñas.
—En un rato comeremos un buen cocido y se te pasará el frío —contestaba Benavides, observando el Madrid que había dejado hacía treinta y dos años.
La primera mañana en la capital de España, Benavides fue recibido por el Marqués de la Ensenada. A la mañana siguiente lo recibiría Su Majestad Fernando VI.
—No puedo creer que éste que vistes sea el único uniforme del que dispones, Antonio —le decía el Ministro al amigo recién llegado, luego de una larga y amistosa conversación, al observar lo deteriorado que estaba la indumentaria del Teniente General.
—Pues así es, Zenón, no tengo más uniforme que el que ves —respondió Benavides, con toda la naturalidad del mundo, sin darle al hecho la mínima importancia.
—No puedes presentarte así ante el Rey, Antonio, un Teniente General de los Reales Ejércitos —observaba el Marqués, nueve años más joven que Benavides—. Sabía de tu desprendimiento de todo bien material, pero no pensé que llegases a tal extremo, amigo mío. A media mañana te recibirá Su Majestad en palacio... —quedó pensativo el Marqués por un instante, observando de arriba a abajo al viejo General—. Por fortuna creo que vestimos la misma talla, más o menos.
A la mañana siguiente, el Rey recibía en el Palacio Real a don Antonio Benavides, que se presentó vestido con un impecable uniforme que le prestó el Marqués de la Ensenada, que de ningún modo estaba dispuesto a permitir que su buen amigo se mostrara ante el Rey sin el decoro acorde con su alto rango.
—Majestad —saludó Benavides, marcialmente, con un taconazo cuyo eco rebotó en las paredes del salón de altísimo techo, cual si veinte años tuviera.
Ante la sorpresa del propio Marqués y de los cortesanos presentes, el Rey se acercó a Benavides sonriente y le dio la bienvenida con un afectuoso abrazo.
—Antes de nada, Benavides, debo darte las gracias, mi buen amigo —dijo el Rey, manteniendo la sonrisa.
—¿Por qué, Majestad? —inquirió, sorprendido el General canario.
—Mala memoria tienes, General —contestó él Rey, que contaba entonces treinta y cinco años.
—No logro entenderos, Señor. Si bien es cierto que mi memoria no es la que era, al menos para las cuestiones recientes.
El Rey, siempre serio y prudente, poco amigo de las frivolidades —así reconocido por todos los que lo trataban—, esbozó una sonrisa aún mayor y palmeó la espalda del leal súbdito.
—Te doy las gracias, mi buen amigo, porque de no empeñarte en cambiar el caballo de mi padre por el tuyo, en la batalla de Villaviciosa de Tajuña, casi tres años antes de mi nacimiento, este Rey que te aprecia no estaría hoy dirigiendo los destinos de España y su Imperio.
Un ¡ahhh! y un ¡ohhh!, se escucharon en boca de los presentes, algunos nobles que acompañaban al Monarca. Luego, el murmullo de los que conocían el suceso, que lo explicaban a los que no.
—Ni recordaba aquella circunstancia —dijo Benavides sonriendo, con naturalidad.
—Y sin embargo casi te costó la vida y evitó el desastre —observó el Rey, que indicó a Benavides que tomara asiento en un diván frente a otro en el que se sentó él, mientras los demás, menos el Marqués de la Ensenada, abandonaban el salón.
—Sólo tuve más reflejos que otros.
—Tengo entendido que, además de advertir a mi padre de la diana tan nítida que ofrecía a la artillería enemiga su montura, fuiste el único que ofreció su caballo a cambio del vistoso corcel, tan blanco como la nieve, que montaba él.
—Ya no lo recuerdo, Majestad.
—Ciertamente, eres un hombre humilde, Benavides, tal como me habían informado —reconoció el Monarca, mirando al Marqués.
Por más de dos horas estuvo Benavides contestando las preguntas que le planteaba el Rey, que apreciaba en mucho su opinión sobre las circunstancias de las Indias españolas, por el buen juicio que apreciaba en el viejo General y por la experiencia de treinta y dos años al frente de la más alta responsabilidad en diferentes regiones en momentos de máximo conflicto. El Rey le habló de su propósito de modernizar y ampliar la flota de la Armada, proyecto ya en marcha, a lo que Benavides le animó, afirmando que era en el mar donde España debía defender su Imperio.
—Un milagro, Majestad, es lo que ha hecho España en las Indias —explicaba Benavides—, porque no fueron más que un puñado de hombres en unas y otras regiones los que abrieron camino y fundaron ciudades en nombre del Rey. Y aún más digno de admiración, Señor, es la inmensa labor de los misioneros españoles. Hay que ver con los propios ojos aquellas cerradas selvas de interminables extensiones, en ocasiones sobre cumbres rocosas, o entre ríos y pantanos, zonas inhabitables para gente que no haya nacido allí, como los indígenas que se encontraron los primeros religiosos. Aun hoy siguen adentrándose jesuitas, franciscanos, dominicos y agustinos por zonas vírgenes, donde son bien recibidos por sus primitivos pobladores o, por el contrario, torturados y muertos por tribus belicosas, reacias a todo lo desconocido. No se hace uno a la idea desde la distancia, Majestad.
—Qué daría yo, Benavides, por contar con diez súbditos de tu talla intelectual, tu honradez y lealtad, en cuyas manos poner las Américas. Mucho más tranquilo dormiría, mi buen amigo... —reflexionaba el Rey—. Pero ahora quiero pensar en ti, quiero y deseo recompensar tu servicio impecable a la Corona y a España. Entonces... quieres regresar a tus Canarias, a Tenerife... ¿Cómo se llama el pueblo en qué naciste?
—Así es, Majestad. La Matanza de Acentejo, así se llama el terruño que me vio nacer, un pueblo al norte de la isla, desde donde se contempla el más alto pico de España, el Teide, majestuosa obra de la naturaleza, y se ven las más bellas puestas de sol del mundo. Tierra de magníficos vinos del color del rubí y de aromas jóvenes y frescos. Son inclinadas las laderas del norte donde crece la viña, Señor, en mi pueblo y los vecinos, Tacoronte, El Sauzal, Santa Úrsula, La Victoria...
—Sin duda que así será... Gente buena la de tu tierra, y abnegada y recia —decía el Rey—. Se ve que amas tu tierra, Benavides...
—Sí que la amo, Majestad, como amo a España, que hablar de mis Canarias y de todas las Españas es lo mismo, que no hay nada más importante en el mundo que ser español.
—Deberías tener veinte años menos, mi querido Benavides, y seguir veinte años más a mi servicio y al de España. Pero el curso de la vida es imparable, y la naturaleza manda —concluía el Rey.
Pidiéndole que no se sintiera comprometido y decidiera en total libertad, Fernando VI ofreció a Benavides la Comandancia General de Canarias, pero el viejo General estaba ya cansado de tan altas responsabilidades y deseaba regresar a su tierra natal para pasar en ella el resto de vida que Dios quisiera concederle. El Rey entendió sus deseos y otorgó la gracia, sobradamente merecida. No quedó ahí la entrañable reunión. Juntos comieron el Rey, Benavides y el Marqués, alargándose la sobremesa por dos horas más, en las cuales don Antonio explicó al Monarca aquellas cuestiones de más importancia que consideraba debía atender la Corona, dada su tan extensa experiencia en diversas provincias de las Indias españolas. Después de una afectuosa despedida y ofrecerse el Rey para lo que a bien estimase Benavides en sus años de retiro en la patria chica, el Marqués ofreció su casa al amigo para que en ella se alojase el tiempo que permaneciera en Madrid, a lo que accedió gustosamente el matancero.
Una semana pasó el viejo General en casa del principal ministro del Rey. Antes de viajar a Cádiz, donde embarcaría con destino a Tenerife, quiso Benavides dar un paseo por los alrededores de la plaza Mayor y visitar la taberna en la que comió en más de una ocasión durante su estancia en Madrid, cuando era dueño de una exultante juventud. «Taberna Don Quijote, es un nombre que nunca se olvida», pensó don Antonio.
—Aquella es la taberna —señaló Benavides a Antoñito, que embutido en un viejo pero cálido abrigo que le había dado el mayordomo del Marqués, pisaba la nieve sin saber dónde poner el pie a cada paso, temiendo al siguiente resbalón.
Conservaba el nombre sobre un cartel de tablas nuevo. Entraron y se sentaron a una mesa cercana a una de las tres estufas de hierro que hacían del establecimiento un lugar acogedoramente cálido.
—Aquí sí que se está bien, don Antonio —reconoció el viejo Quijano, frotándose las manos y luego las orejas.
—Cocido para dos, pan y vino —le dijo Benavides al joven tabernero, que miraba con curiosidad y extrañeza al anciano de piel negra, cuya cabeza cubría un tupido cabello rizado, blanco como la nieve recién caída antes de enguarrarse con la porquería de la calle.
Una mujer de edad madura salió de la cocina y miró hacia ellos, aguzando la vista entre la cargada y poco iluminada atmósfera, sin duda por la curiosidad despertada por el joven tabernero que debió hablarle del viejo de piel oscura. Antonio la reconoció, a pesar del tiempo transcurrido. «Angélica del Rosario», recordó. «Así sería hoy Josefina», pensó Benavides.
Comieron y bebieron a gusto el viejo General y su viejo criado, que con frecuencia seguía dando gracias a Dios por haber cruzado en su camino a tan magnánimo amo. De regreso a casa del Marqués, aún en las cercanías de la Plaza Mayor, se oyó de pronto un «¡Agua va!». Benavides sujetó a Quijano por el brazo, y al instante se estrelló, dos pasos delante de ellos, el contenido de un cubo lleno de inmundicias. Ambos miraron hacia la ventana de un segundo piso, desde donde la mujer había vertido los deshechos inmundos.
—¿Qué miráis? —gritó ella, groseramente—. ¿Es que tengo monos en la cara?
El viejo General y su viejo criado siguieron su camino, al ritmo que Antoñito conseguía avanzar, pisando la nieve como quien anda entre nubes. Al día siguiente marcharon en coche de caballos hacia Cádiz. La mañana de cuatro días después, embarcaron ambos en la fragata Santa Bárbara, que partiría al mediodía, con destino a Santa Cruz de Tenerife.
—A la orden de Vuecencia, mi General —saludó el comandante del barco, nada más pisar Benavides la cubierta y dar su nombre al contramaestre—. Soy el capitán Armada, comandante de la nave, don Arturo Armada del Puerto, para servirle.
El capitán de la Santa Bárbara explicó a Benavides que la tarde del día antes un mensajero le había entregado una carta del mismísimo Marqués de la Ensenada, instándole a ofrecer al Teniente General todas las comodidades y parabienes que hiciesen a éste y su criado lo más agradable posible la travesía.
—Ruego a Vuecencia que tome mi camarote, que yo compartiré el del primer oficial —le ofreció con suma amabilidad Armada, que al regreso escribiría al Ministro dando cuenta del cumplimiento de sus deseos, que bien sabía el marino que más órdenes eran que meros deseos.
Instalado Benavides en la cámara del capitán, así como su criado —porque así lo quiso el General—, la Santa Bárbara zarpó del bullicioso muelle de Cádiz ese mediodía, con buena mar y viento a favor. Buen augurio para la travesía. Oscurecía y aún se veían gaviotas seguir el barco y se oían sus agudos graznidos rasgar el aire. Sol, aire fresco y mar rizada los tres primeros días de singladura. La fragata cortaba el agua al son de las olas, ondulantes y monótonas.
Ocupaba don Antonio la mayor parte del tiempo en la lectura. Al mediodía de la cuarta jornada de navegación, terminó de leer un libro que había comprado a última hora en Madrid: La Política de Dios y Gobierno de Cristo, magistral obra en la que don Francisco de Quevedo defendía la doctrina de que tanto el Estado como el individuo deben someterse en su conducta a las normas morales. Suspiraba Benavides al paseársele por la mente la ingente cantidad de políticos y funcionarios amorales y corruptos a los que había depurado a lo largo de sus treinta y dos años de ejercicio de tan altas responsabilidades en las Indias. Cerró el libro y salió a cubierta en busca de Quijano, a retarle a una partida de ajedrez, aunque el reto no fuera más que un decir. Quijano apoyaba los codos en la borda de babor, observando la sombra de la fragata proyectada en el agua, aún más grisácea que azul, tratando de amortiguar el efecto del vaivén, al que nunca logró acostumbrarse, recibiendo en la cara la benigna brisa marina, salpicada de minúsculas gotas voladoras.
—No es marinero su criado, Excelencia —le decía el comandante del barco, percatado del mal rato que pasaba Quijano.
—No se acostumbra el pobrecillo a navegar —respondió el General, negando con la cabeza.
Quijano volvió la cara hacia la toldilla, al intuir la presencia de su amo.
—¿Juega vuestra merced al ajedrez? —preguntó Benavides al capitán, con la esperanza de que éste fuera más ducho en el culto juego que el bueno de Antonio Quijano.
—Poco más que mover las piezas, Excelencia, pero...
De pronto, hizo un silencio el capitán y oteó la lejanía a través del catalejo, cuando gritó a la vez el vigía de la plataforma en lo alto del palo mayor:
—¡Piratas a babor!
—Tendrá que esperar nuestra partida, mi General —dijo Armada, gritando a continuación—: ¡Zafarrancho de combate!
Benavides pidió al capitán el catalejo.
—Dos bergantines y un balandro... holandeses... Son holandeses —afirmó el General.
—A un día de tocar tierra, ¡maldita sea! —soltó el primer oficial, apenas un muchacho.
—Son rápidos esos barcos, se nos echarán encima en una hora y nos harán fuego por ambos costados —decía el capitán.
De veinte cañones disponía el Santa Bárbara, al pie de los cuales estaba ya la marinería.
—¿Será posible, don Antonio, que en este momento de nuestras vidas nos encontremos en este entuerto? —se lamentaba Antoñito, viendo acercarse la flotilla pirata.
—A media milla están ya —informaba Armada, observando el avance enemigo a través del catalejo—, en media hora los tendremos encima.
Ya se habían repartido entre la tripulación las armas de fuego, y en la toldilla el capitán, el primer oficial y el contramaestre, sujetas al cinto, guardaban espada y pistola, y junto a ellos, el viejo General, armado también de acero y pistola, dispuesto a librar su última batalla, si esa era la voluntad del destino que Dios escribía, a veces, de forma incomprensible para la simpleza del hombre.
«Nos doblan en fuego y casi nos triplican en hombres», calculó Benavides, y para sí guardó el dato, que sin duda ya calcularon todos.
Con el catalejo, ya se distinguían las sucias caras de los piratas que en la cubierta de los barcos aguardaban con garfios y escalas de abordaje, armados de espadas, hachas, machetes, pistolas, trabucos y mosquetes. Antes de situarse en paralelo, la fragata española aún disponía de alguna ventaja, al poder hacer fuego con los cañones del castillo de popa. Aunque el proceder de los piratas solía ser acercarse por popa y pegarse al costado para el abordaje salvaje, evitando el intercambio de fuego de cañón, que también ocasionaría bajas en su tripulación y daños al barco.
—¡Fuegooo! —gritó el primer oficial.
Uno de los disparos se fue al agua, el otro rompió jarcias del trinquete y reventó la cabeza de un pirata. Aún quedaban demasiados. Desde la borda, ya se hacía fuego de mosquete de uno y otro lado. El vocerío pirata era aterrador, precisamente lo que ellos pretendían, tener acojonados a los que iban a abordar, que no era el miedo buen aliado en la lucha cuerpo a cuerpo. En la Santa Bárbara, el contramaestre echaba fuego por la boca, enardeciendo a la marinería, que si el miedo paralizaba, el cabreo daba alas y mala leche, y cuanta más mala leche, mejor.
—Estos hijos de puta tienen oficio —decía el capitán—. Siento el contratiempo, mi General —bromeó Armada, sin pensarlo.
—Sólo siento no tener veinte años menos, capitán, y ser más útil en la defensa —se lamentaba el Benavides, aferrando la pistola a punto de disparar, luego de besar la pequeña cruz de plata que colgaba al cuello desde hacía tanto tiempo.
Quijano rezaba pidiendo a Dios morir en la lucha, antes que ser hecho prisionero.
A un golpe de viento estaban los bergantines —adelantados al balandro—, para tener a la fragata a tiro de garfio, y así afianzar ambas embarcaciones a la Santa Bárbara, y lanzar la turba como rayos contra la marinería española. Ser atacados por ambos costados bien sabía Benavides que suponía un escollo imposible de salvar.
Entre el vocerío de los cuatrocientos hombres que de uno y otro lado se espetaban todo tipo de exabruptos, y el estrépito del fuego de mosquete, que hería o mataba a hombres de uno y otro lado, Quijano seguía rezando. Hasta que, de súbito, comenzó a dar gritos que nadie escuchaba, inmersos todos en el inminente choque cuerpo a cuerpo. Benavides se percató al fin y miró hacia proa, donde señalaba el criado; luego lo hizo Armada, que dio un grito de júbilo, cuando también vociferaba eufórico el vigía desde el palo mayor.
—¡Son barcos españoles, vive Dios!
Entonces se escuchó en la lejanía el tronar de fuego de cañón, y, a los dos segundos, el silbido primero, y luego el reventar contra las olas —a babor de un bergantín y estribor del otro—, de las balas de hierro de piezas de a 24. En la canalla pirata causó estupefacción, en la tripulación española el más jubiloso de los clamores. En cabeza de la escuadra, avanzaban a toda vela tres navíos de línea de la Armada Real española.
—En diez minutos los tenemos aquí —calculó el capitán.
Mismo cálculo hicieron los piratas, que abandonaron el ataque y viraron en retirada como alma que lleva el diablo, que hasta el rabo lleva entre las patas.
No erró el capitán de la Santa Bárbara: a los diez minutos de los dos cañonazos, se cruzaban la fragata y la escuadra española.
—¡Es la Flota de Indias! —exclamó el capitán, al contemplar la armada de veintidós barcos.
—Escoltada por la escuadra del Teniente General Gaztañeta —observó Benavides, con gran alegría, al reconocer en cabeza de la flota el navío San Luis y luego el Nuestra Señora de Guadalupe y el Santa Rosa de Lima, a los que se habían unido, cubriendo la retaguardia de la flota, los navíos Constante, de 60 bocas de fuego, y el imponente Real Felipe, de tres puentes y 112 cañones.
En la cubierta de la fragata, la marinería saludaba con grandes muestras de alegría el paso de la escuadra salvadora, que respondió con salvas de saludo. Los heridos fueron atendidos por el cirujano, y seis marineros muertos, luego de pronunciar una oración el capitán, fueron arrojados al mar. Por último, toda la tripulación arrodillada rezó el Padrenuestro y el Ave María. Quijano no dejó de rezar, dando gracias a Dios, hasta que se quedó dormido.
—¡Tenerife a la vista! —gritó desde su alta atalaya el vigía, a media mañana del día siguiente.
Desde el castillo de proa contempló don Antonio Benavides la silueta de la isla de mayor tamaño de las Canarias.
—Esa es la cordillera de Anaga —señalaba a Quijano, que miraba el macizo con los ojos expectantes y el pensamiento perdido en no sabía dónde—. Y aquel imponente pico que sobresale es el Teide, el más alto de España. Al otro lado de la isla se encuentra el pueblo en que nací, La Matanza de Acentejo.
Ya se apreciaba la silueta de los tejados de las casas de Santa Cruz; el Castillo de San Cristóbal; el alto obelisco sobre el que la Virgen de Candelaria, con el Niño en brazos, miraba al mar; la alta torre del campanario de la Iglesia Matriz de Nuestra Señora de la Concepción; y al sur, en las afueras del pueblo, los molinos de viento, cual gigantes cervantinos. Cuatro barcos se hallaban fondeados en la rada, donde también lo haría la fragata en una hora. A estribor, desde sus balandras, pescadores chicharreros saludaban a la Santa Bárbara, mientras el viejo General español llenaba los pulmones de fresco aire marino, ahora emocionado, con lágrimas en los ojos, al verse de regreso a la patria chica, el lugar que le vio nacer. Recordó el día que zarpó para La Habana, a cinco meses de cumplir los veintiuno, roto el corazón por la muerte de su amada Josefina. Era entonces un joven pletórico de fuerzas e inquietudes. Cincuenta años habían transcurrido desde entonces, durante los cuales vivió experiencias jamás siquiera imaginadas cuando de niño jugaba entre las viñas de la finca familiar. Cincuenta años que habían pasado en un suspiro.