XLVI
A Van de Valle le repugnaba el viejo al que llamaban el Guaña. Como apenas entendía el inglés, y sólo el viejo de media oreja y aliento nauseabundo hablaba español, se entendía con los corsarios a través de aquél. El antiguo empleado de Segismundo sospechaba que, en cuanto terminara la faena, los piratas le arrebatarían la plata adelantada y también la vida. La codicia había podido con él y lo había cegado hasta no dejarle ver que se había metido en la boca del lobo. Sólo le quedaba seguir simulando confianza y satisfacción con el trato hecho, hacer bien su trabajo sonriendo y escapar la próxima noche, aun teniendo que abandonar las mulas —a las que sometían a estrecha vigilancia los corsarios—, además de dejar de cobrar el último tercio de lo acordado por el trabajo, que bien lo valía su pellejo. El viejo lo miraba de continuo, cuando se ocupaba de cargar las mulas, y aquella circunstancia le inquietaba sobremanera. «Viejo repugnante», decía para sí, desahogando sus frustraciones golpeando a la mula vieja que retrasaba la marcha de las demás. La mula lo miraba de reojo a cada varazo que le soltaba Van de Valle, preguntándose dónde estaría el amo que tan bien la trataba. Con aquella mula había empezado el negocio Segismundo, que la había comprado a buen precio, precisamente porque ya había alcanzado el animal la curva de la vida a partir de la cual todo es caída. «No me mires con esos ojos saltones y tira pa’lante, puñetera», le decía Van de Valle, castigándole con otro varazo donde le pillaba.
El Guaña observaba al mulero rubio de cabello rizado y perpetua sonrisa. Fingida, sin duda, pensaba el viejo pirata superviviente de mil entuertos, que de la vida sabía tanto por viejo como por íntimo de Lucifer. En aquel lugar poco quedaba por talar y en consecuencia a punto estaban de abandonarlo. Ni al rubio de rizados cabellos ni a los otros arrieros dejarían con vida. Las mulas serían sacrificadas y su carne alimentaría durante días a la tripulación. Así hacía las cosas la turba corsaria.
Apretándose los doloridos riñones estaba el Guaña, cuando observó inquietas a las mulas. Miró hacia la selva que los rodeaba y sólo vio la espesura vegetal. «Algún jaguar ronda cerca», pensó. Se miró las doloridas manos encallecidas, de las que colgaban huesudos dedos de bruja. Miles habían sido las ramas deshojadas y fajadas para el transporte que habían pasado por sus manos. Trabajaba más que nadie para ganarse el sustento y seguir siendo útil al capitán titular de la patente de corso, al que había convencido para que lo admitiera en su barco a pesar de su avanzada edad y deteriorado estado físico. A cambio de ser sus ojos y sus oídos entre la tripulación, el capitán accedió a enrolarlo. Sabía que el viejo, que supuraba mala hiel y contaba con gran experiencia, le sería útil tarde o temprano. «Cama y comida, y del botín un octavo de los que se juegan la vida», le había ofrecido. El Guaña aceptó. A esas alturas de su funesta existencia, no se hallaba ganándose la mísera vida en tierra, donde, además, ni para limpiar las pocilgas le contrataban ya. ¿Cinco o seis años llevaba a sus órdenes? Había perdido la noción del tiempo... y la dignidad. ¿Qué había sido de su dignidad? De capitán corsario a punto de alcanzar la más grande de las proezas y el mayor de los botines jamás soñado, a mísero chivato y limpiabotas en un barco corsario de la peor estofa. «Ahhh, maldita suerte la mía», musitó, escupiendo entre los escasos negros dientes que le quedaban en las podridas encías.
Eran ya cuatro, tres ingleses y un holandés, los barcos fondeados en Punta Allén, frente a la playa de blanca arena donde una docena de botes esperaban la llegada de las mulas con las ramas de palo de tinte. Eran las catorce horas, tostando el sol a fuego lento, cuando fueron avistados los corsarios. Desde el San Luis, catalejo pegado al ojo, Benavides y Gaztañeta observaron cómo en la cubierta de los barcos apenas había tripulación, más allá de la necesaria para su vigilancia. Salvo en el bergantín holandés, cuya partida coincidía con la llegada de la escuadra española. Con todo el velamen desplegado, la Zwarte haai maniobró rauda para huir de la inesperada encerrona. No hizo falta que Gaztañeta hiciese señales al capitán del Conquistador, el navío mejor situado para cortar la retirada del holandés. Cuatro cañonazos de su batería de babor anunciaron a los que huían que aquella intentona sería inútil. Dos disparos impactaron en el casco del bergantín —que con la excesiva carga llevaba baja la línea de flotación y perjudicada la maniobrabilidad—, haciendo saltar astillas como letal metralla.
En tierra, los corsarios, en aquellas sofocantes horas, hacían un alto para echar algo sólido al estómago y refrescarse el gaznate. El sopor provocaba el cabeceo somnoliento a muchos de ellos. Entre la maleza, los infantes y dragones a la espera de intervenir también eran víctimas propiciatorias de la tórrida atmósfera. Parecía que el tiempo se había parado, cuando se oyó el estrépito del fuego cerrado de la batería del Conquistador. No hubo pirata que no diera un respingo, y más de un militar, que aunque advertido por el aviso a cañonazos de la llegada de los barcos españoles, se vio sorprendido, más dormido que despierto. Sanabria se sacudió la cabeza y dio orden de avanzar sobre el enemigo. Alféreces y sargentos transmitieron la instrucción. La tropa avanzó y, ante la espantada corsaria, abrieron fuego. Muchos piratas cayeron abatidos en la búsqueda de mosquetes o pistolas, que no hacían más que estorbar en la tala de los árboles. Pero también muchos otros alcanzaron las armas y, parapetados tras rocas y troncos caídos, hicieron fuego a su vez. No sumaban menos de doscientos entre las tres tripulaciones, probablemente contratadas por el mismo comprador de la captura vegetal, que tantos beneficios les proporcionaba sin riesgo de sus vidas, al menos hasta ese instante inesperado. Avanzando por ambos flancos, la caballería rodeó a los piratas atacándoles por detrás. A golpes de sable de los dragones, desconcertados por tan fulminante ataque, caían uno tras otro los ladrones de palo de tinte. Las mulas, atadas a un tronco caído, rebuznaban despavoridas ante aquel súbito escándalo de disparos y gritos, coceando a todo bicho viviente que se les acercara. Las descargas de fusilería de la infantería se sucedían una con otra, matando o hiriendo a la escoria corsaria. Van de Valle, aterrorizado ante la idea de ser hecho prisionero, a sabiendas de que le costaría la horca su traición, avanzaba a cuatro patas, rodaba sobre sí mismo, reptaba como un gusano, se cubría tras un cadáver y volvía a avanzar como el reptil en que se había convertido. Creyó por un instante haber pasado inadvertido, tras haber permanecido en el suelo durante todo el tiroteo que parecía remitir. Desorientado y ciego por la polvareda levantada y por el humo que la pólvora incendiada despedía, alzó la cara con tiento, con terror, con la incógnita del futuro inmediato, del instante próximo. Seguía viendo y respirando polvo y humo y escuchando el fragor del combate. Sin pensarlo, con las tripas revueltas de puro pavor, se puso de rodillas, con el propósito de que la media altura le ofreciera una mejor visión. Entonces, como una exhalación, se precipitaron los acontecimientos que sellaron el destino que tanto le inquietaba. Entre la peste de la pólvora quemada, le llegó el olor a excremento de mula, a la vez que plantaba las manos sobre una bosta que aún se sentía caliente y húmeda, y un soplo de aire, escaso ese día, le despejaba de polvo el escenario, dejándole ver los cuartos traseros de una mula a la distancia de un paso. No vio llegar la brutal coz que la mula más vieja de la recua que le había robado a Segismundo le endiñó en pleno rostro, entre los ojos, reventándole la cara y haciéndole migas el tabique nasal. Sólo sintió, por un instante, que la cabeza le estallaba y la bosta sobre la que plantaba el rostro desfigurado le entraba por la boca y por los ojos. No del todo inconsciente, pero incapaz de moverse un ápice, la vida de Van de Valle se fue apagando, imposibilitado para introducir aire en los pulmones, obstruidas la garganta y lo que le quedaba de fosas nasales por la bosta de la mula vieja.
Tratando de abrirse paso hacia mar abierto, la Zwarte haai, a la desesperada, hizo fuego contra el Conquistador, alcanzándolo con dos impactos que apenas lo dañaron. Ya en paralelo el corsario y el navío español, la andanada del Conquistador fue demoledora. De la fragata holandesa saltaron deshechas las jarcias del palo mayor, que al instante caía partido a la mitad; mientras que por un enorme hueco en la línea de flotación entraba agua a raudales. El navío Nuestra Señora de Guadalupe, ahora bien posicionado a estribor del holandés, hizo fuego sobre él, una andanada, luego otro, rotundas ambas, demoledoras. El Zwarte haai ardía y la tripulación que pudo se tiró al agua; el barco estaba perdido. Entretanto, los navíos San Luis y Santa Rosa de Lima y las fragatas San Cristóbal y Santa Bárbara rodeaban a los tres barcos ingleses, que ante la escasa tripulación con la que contaban y la abrumadora superior potencia de fuego española, izaron bandera blanca de inmediato.
—No todos los días ensartamos cuatro corsarios de una estocada —festejó Benavides—. No daremos cuartel al corso, amigo Gaztañeta. Y a esta acción le daremos todo el pábulo posible, que corra la voz y que llegue a Jamaica y hasta la última guarida dónde se oculten.
—Mira, mi general —señaló a la playa Gaztañeta—. Salen las ratas del agujero.
Entre la maleza que rodeaba la playa, aparecían a la carrera los corsarios que huían del fuego de la infantería y de la carga de la caballería, para encontrarse de frente con los amenazantes buques de guerra españoles, que ya habían dado buena cuenta del barco holandés que, envuelto en llamas, se tragaba el mar. De inmediato, irrumpió en la playa la compañía de Dragones y tras ellos los infantes, que hicieron prisioneros a la treintena de supervivientes, que sin oponer resistencia tiraban las armas. Media hora después, el Gobernador desembarcaba en la playa e inspeccionaba el terreno. Una enorme extensión había sido esquilmada.
—No sabría decirle, mi General, pero no creo que baje la cifra de entre cuatrocientos y quinientos árboles talados —respondía a las preguntas de Benavides uno de los oficiales que le acompañaban en el recorrido.
Ante la enorme fosa cavada por los prisioneros, donde se enterraron los cuerpos sin vida de los ciento ochenta y cinco corsarios y los cuatro traidores arrieros, el capellán pronunció una oración. Segismundo reconoció a Van de Valle. No se alegró al verle muerto, como había creído que sucedería llegado el caso; por el contrario, sintió una gran pena por el pobre diablo. Tres horas después, las dos compañías del Batallón Fijo de Castilla y la compañía de Dragones de Yucatán, acompañados de la veintena de mulas que allí cargaron palo de tinte durante dos meses —de las que se hizo cargo Segismundo para alegría de la mula vieja, con la ayuda de algunos infantes—, emprendieron el camino de regreso. La escuadra española y los tres barcos apresados, con los prisioneros encadenados en las bodegas, partieron para Puerto Caballos.
—Mi general —le decía Gaztañeta a Benavides, ambos en la toldilla del San Luis, recibiendo con sumo agrado la brisa marina—, entre tú y yo, es evidente que para esta escaramuza no era precisa tu presencia, y menos aún tenerte que llegar desde Campeche. ¿A qué tanto interés? Y que conste que estoy encantado de tenerte conmigo y compartir el disfrute de acabar con estos bribones.
Sonrió Benavides, con los ojos entreabiertos, inspirando el aire fresco salpicado de mar salada.
—Mi estimado Gaztañeta —contestó el Gobernador—, más tediosa se me hace cada día mi estancia en el despacho, entre decenas de documentos que examinar y tantos asuntos que atender, ¡dichosos burócratas que nos invaden!... Estoy viejo, Gaztañeta, y cansado, y, aunque parezca por ello un contrasentido, bien que llevas razón en lo que dices. Ésta, si Dios quiere, habrá sido mi última batalla, siendo llamar batalla a esta escaramuza del todo excesivo. Bien es cierto, también, que mucha fuerza hemos desplazado para tan poca presa, mas el correrse la voz del movimiento de tanto ejército y tanta armada para acabar con un puñado de piratas ladrones de palo de tinte hará pensarse dos veces a la demás morralla el emprender incursiones con ese fin en territorio español.
Tal como pretendía Benavides, la noticia de la debacle corsaria y el ajusticiamiento de la canalla marinera apresada, en el mismo Puerto Caballos, llegó hasta la última guarida pirata de las Antillas. Con ese fin utilizó el Gobernador barcos y hombres en número superior a lo preciso para aplastar aquella incursión corsaria en tierra española, con la intención de que corriera la voz entre todos ellos de que no escatimarían en medios los españoles. Y así fue. Por orden del Gobernador Benavides, la escuadra de Gaztañeta barrió la costa de la península de Yucatán en una operación de acoso y derribo de piratas y corsarios que se acercaban a ella en busca del lucrativo palo de tinte. Hasta que la escuadra se unió a la escolta de la Flota de Indias en su regreso a Sevilla. Salvo el navío San Luis, que a petición de Benavides se mantuvo en aquellas tareas guardacostas.
El Guaña se sorprendía de su propia habilidad para escapar de la muerte. Su superdotado instinto de supervivencia le había empujado a tirarse al suelo en cuanto se oyó el primer cañonazo que llegaba de la costa, y arrastrarse hasta el tronco podrido al que no había perdido el ojo desde que lo descubrió esa mañana. «Un buen lugar para esconderse», había pensado nada más verlo. Se trataba de un enorme álamo que de puro viejo había muerto hacía varios años. Al pudrirse el tronco, éste se había convertido en una suerte de cueva vegetal. No se apreciaba a primera vista aquella circunstancia, porque la entrada a la gruta asomaba hacia el suelo, dejando apenas palmo y medio para que alguien pudiese acceder al interior. Sólo un niño o un hombre extremadamente delgado, como lo era el Guaña, podrían hacerlo. Las cinco horas que transcurrieron entre que los españoles dieron el primer cañonazo y abandonaron el lugar se le hicieron interminables al decrépito bucanero. Hubo momentos en que el polvo levantado por las carreras de hombres y caballos dificultó la respiración del Guaña, que sintió bajo su escuálido cuerpo temblar la tierra durante la carga de caballería. En el tiempo que permaneció dentro del podrido tronco, recordó, sin proponérselo, aquellas escenas que determinaron su vida. Sus años jóvenes en La Habana, en los que ejerció de sicario para más de un patrón. Palizas, extorsiones, amenazas y tres asesinatos por encargo constituía su currículum cubano. Aunque no siempre salió indemne de aquellas tropelías. Recordó la refriega en aquella taberna en la que recibió la paliza más grande de su vida y perdió una oreja de un garrotazo. «¡Tabernero cabrón, te me escapaste!», pensaba, con dolor de tripa de tanta sed de venganza que hasta no hacía mucho había guardado. Le trajo la memoria los buenos años en la Batârd, y los aún mejores en los que alcanzó la cumbre al hacerse con el mando de la Curse y ejercer el corso bajo el auspicio de la Corona británica. Hasta que la maldita suerte del demonio lo arrastró hasta el infierno en el fallido ataque a la caravana del Galeón de Manila. «¡Pécora vida la mía!», se había dicho una docena de veces durante la larga espera en el interior del podrido álamo. Revivió en su mente el momento en que los campesinos mataron a palos a Harry Two Heads. Se creyó a salvo con aquellos mestizos e indígenas, luego de hacerse pasar por víctima del corsario con el que acaban de despacharse a gusto. Pero su suerte cambió al llegar al poblado y ser interrogado por el hombre que, además de patriarca, resultó ser el más listo de todos. Aquel anciano no se tragó su historia. Sin embargo, en su infinito afán por ser justo, ante la mínima duda que le rondaba la cabeza, el viejo líder campesino decidió hacer del Guaña su esclavo, en vez de ahorcarlo después de apalearlo, como a muchos otros corsarios que cazaron como a perros rabiosos. Durmiendo con los cerdos y alimentándose de lo que le dejaban los gorrinos, malvivió el Guaña durante un número de años que no era capaz de calcular. Hasta que una noche cedió el cerrojo oxidado del grillete que encadenaba uno de sus tobillos a la empalizada del establo. El escándalo de la intensa lluvia favoreció su evasión. Tan flaco estaba el Guaña, que las piernas parecían las patas de una garza. Así y todo, aquellas huesudas patas de ave acuática lo llevaron hasta un pequeño poblado pesquero, donde sí creyeron su historia. De cómo entró en contacto con el capitán corsario que decidió hacerlo su chivato, prefirió no recordarlo.
Hacía al menos dos horas que no se escuchaba en aquel páramo, dónde aún apestaba a pólvora quemada, más que el chillido de unos monos y el graznido de algunas aves. Ni se había percatado el Guaña de que aún aferraba el machete con que limpiaba de hojas las ramas de árbol de tinte. Al fin se decidió por asomar su cadavérica cara por la estrecha abertura y escudriñar el espacio que podía ver desde aquella posición. Cerró los ojos y aguzó el oído, tratando de escuchar algo más humano que los gritos de los simios y los graznidos de las aves. Y lo más cercano que llegó a sus desorejados oídos fue el casi humano silbido de un papagayo. Se arrastró hasta sacar el esquelético cuerpo de su refugio y estiró brazos y piernas. Analizó su penosa situación echando mano de su extrema frialdad. Contaba con el machete y con una bolsa de monedas de plata. En peores se había visto. «Qué viejo estoy; maldita sea...», musitó, dándole vueltas a la cabeza, buscando un «qué hacer ahora». Y de pronto se le abrieron los párpados pellejudos y se le iluminaron los ojos hundidos en las órbitas de calavera. «¡El poblado pesquero!», dijo con entusiasmo, tapándose la boca cuando ya hubiera sido tarde de haber estado cerca algún español. Con la buena gente de aquel poblado hizo buenas migas el Guaña, quizá, y sin quizá, la única gente a la que llegó a apreciar en su vida. Sabía llegar hasta él. Le llevaría quince o veinte días de duro caminar por aquellas tierras inhóspitas; quizá un mes, pero el esfuerzo valdría la pena. Aportaría la plata que poseía, que no era gran cosa, pero mucho más que nada, y se uniría a las labores de pesca. Ya sólo necesitaba y deseaba descansar, y en aquel poblado podría hacerlo en paz, hasta el final de sus días. Decidió el viejo Guaña emprender el camino, extrañamente ilusionado. Extrañamente por la excepcionalidad de aquel sentimiento; aquella sensación de bienestar que le producía la idea de retornar al poblado de pescadores. Convencida estaba aquella buena gente de que el hombre de media oreja y aliento nauseabundo era un pobre marinero portugués escapado de las garras de los piratas que habían apresado su barco. La fortuna parecía sonreírle: los españoles desecharon algunos morrales desperdigados por el suelo con alimentos en su interior, y un pellejo de agua que debió pasar inadvertido entre ramas y hojarasca que cubrían la tierra. Cargó en dos de los morrales todo lo que pudo; no le faltaría alimento que echarse a la boca. Avanzó abriéndose camino a machetazos entre la densa vegetación de la selva yucateca, de la que esperaba salir en no más de una semana. Luego el camino sería menos arduo.
Atardecía la tercera jornada de marcha a buen ritmo. Era duro de pelar el viejo pirata, pero estaba agotado. Se sentó el Guaña sobre las raíces sobresalientes de un zapote y metió la mano en uno de los morrales. Sin muelas con las que masticar, deshizo a golpes de machete un trozo de bizcocho duro y se fue metiendo en la boca pequeños montoncitos, que tragaba luego de reblandecerlos con saliva. Se sabía el Guaña un deshecho humano, pero alimentaba la ilusión de una nueva vida en paz, en aquella última etapa de su existencia, cuyo fin imaginaba no demasiado lejos, dada su avanzada edad. La luz apenas llegaba ya al suelo selvático, ocultándose el sol tras un horizonte sólo imaginable. Cerró los ojos, apoyando la huesuda espalda sobre el tronco del zapote. Inspiraba y espiraba profundamente, descansando el cuerpo y tratando de hallar sosiego. La noche silenciaba a los animales de la selva. Entonces, escuchó el ronco respirar. Sintió justo a su derecha el cálido aliento del gran felino. El viejo giró despacio la cabeza y descubrió, a un palmo de distancia, dos ojos verdes que acaparaban la única luz que aún guardaba la atmósfera. El jaguar, negro como el alma del Guaña, lo estaba olfateando. El terror se apoderó del pirata y el felino lo apreció al instante, arrugando el hocico y enseñando los largos colmillos. El rugido atravesó la selva y el Guaña sintió a la bestia echársele encima con la brutal violencia de su salvaje naturaleza.