XXXIII

 

 

 

Frente a la costa de Veracruz, 6 de junio de 1733

 

Desde la toldilla del San Felipe, don Antonio Benavides, junto al capitán del navío, observaba la imponente mole del castillo de San Juan de Ulúa. A un octavo de milla de la costa parecía flotar sobre las mismas aguas del Atlántico, cual la más grande nave que jamás hubiese cursado los mares de la Tierra. Nunca había visto Benavides una fortaleza semejante.

              —Fondearemos en la cara oeste del castillo, al abrigo de su enorme mole —explicaba Quecutti a Benavides, que asentía—. Singular fortaleza, levantada sobre una inmensa plataforma de coral blanco, del mismo material con el que se fue construyendo durante doscientos años, ampliándose según necesidades...

              —Está construido con bloques de coral, dice vuestra merced —repitió curioso Benavides, recordando el similar material con que se hizo el castillo de San Marcos, en San Agustín.

              —Así es. Ese bajo que puede ver Vuestra Excelencia, esa sombra bajo el mar turquesa—señaló frente al castillo, en su cara este—, es un gran arrecife de coral. Todo el entorno de Veracruz es arenoso, no hay piedra con la que construir, al menos cerca de la costa, y el coral es materia resistente y abundante.

              —Peculiar material, que sin duda, dada su naturaleza, sufrirá menos que otros la erosión marina. ¿Y sabría vuestra merced, Quecutti, decirme con qué argamasa se juntaron los bloques? Pues gran curiosidad me despierta esta fantástica obra de la ingeniería española.

              —Pues sí que puedo informaros, porque en su día yo tuve la misma curiosidad y bien me ocupé de averiguarlo —fardó el gaditano—. Se trata de una argamasa hecha de conchas de ostión, en su mayoría, aunque también de moluscos menores, huevos de tortuga, baba de la planta de maguey, arena y agua de mar. Todo se mezcló en un molcajete gigante, lo que nosotros llamamos mortero. Lo que ya no soy capaz de explicar a Vuestra Excelencia es la proporción en que cada uno de estos elementos debe mezclarse para su buen rendimiento.

              —Imagino que mil pruebas harían los ingenieros antes de juntar un bloque con otro al levantar el primero de los muros.

              —Concienzudos que son nuestros ingenieros —asintió Quecutti—. Muros de lo más robusto que pudiera imaginar. De hecho, y ahora lo verá Vuestra Excelencia, los barcos se fondean amarrados a enormes argollas de bronce sujetas al mismo muro por gruesas alcayatas clavadas profundamente entre los bloques de coral. Treinta y seis argollas, para más información.

              —Está bien enterado vuestra merced, sin duda. Y es de agradecer que cuando uno llega a un sitio nuevo, reciba la mejor información sobre sus peculiaridades, que no son pocas las que ya observo en este bendito lugar, cuando aún ni he pisado tierra.

              En efecto, la nave rodeó la fortaleza por la cara norte —por la cara sur eran tales los arrecifes que imposibilitaban el paso de los barcos por allí— y se posicionó de proa hacia el castillo, en paralelo a otra decena de barcos amarrados a las grandes argollas de bronce sujetas en su muro. Un marinero echó un grueso cabo a una chalupa que llevó el extremo hasta el muelle, que rodeaba el castillo, donde otros dos marineros, de los treinta que se ocupaban en el castillo de las labores de atraque y desatraque, lo amarró con oficio a la argolla. Benavides observó la operación con curiosidad y admiración. Luego volvió la vista hacia tierra, y contempló la ciudad amurallada. Hacía diez años que no sabía nada de su amigo Paquito y su familia. Se preguntaba qué sería de Marta y de la hija que trajo al mundo fruto de tan terribles circunstancias. ¿Seguiría la familia Jiménez en Veracruz? Inmediatamente tomase el pulso de su nuevo cargo, averiguaría qué era o había sido de ellos.

              En el desembarcadero del castillo, a las puertas del mismo, se había congregado un nutrido grupo de militares, a la espera de dar la bienvenida a la recién nombrada Primera Autoridad de la provincia, así como de la fortaleza defensiva. En el primer bote que se echó al agua, Benavides, su secretario y su criado, con todas sus posesiones, fueron llevados hasta el desembarcadero. El coronel don Juan Monteleón de la Fuente, gobernador en funciones del castillo y jefe del Regimiento Fijo de Veracruz, saludó reglamentariamente al Mariscal de Campo Benavides, le dio la bienvenida y a continuación le presentó a los jefes de la guarnición. De entre los presentes se acercó el Capellán Mayor, el padre Mundina, que estrechó con ambas manos la del recién llegado. El siguiente en saludarlo fue el teniente coronel don Matías Gurpegui, comandante del Batallón de Infantería de la Corona de Nueva España; luego el teniente coronel don Juan Bautista Díaz Ferrol, jefe de la Artillería; por último el teniente coronel don Manuel de la Torre, comandante del Escuadrón de Dragones de Veracruz. El Gobernador pasó revista a las tropas formadas en el patio de armas, más por el protocolo que por ganas. «Enorme fortaleza, mayor aun que la de San Marcos», pensó Benavides, echando un vistazo fugaz a su alrededor.

              —¿Cuánta tropa alberga el castillo? —inquirió Benavides mirando a Monteleón.

              —Ciento veinte artilleros y una compañía de Infantería. Salvo el capitán al mando, soldados y cabos son relevados cada mes.

              —Me ha parecido ver correr a un chiquillo —observó Benavides, señalando a un lugar.

              —La guarnición vive en el castillo con sus familias —aclaró el coronel—. Querrá descansar Su Excelencia después de la travesía —afirmó más que preguntar.

              —Ya descansaré esta noche, ahora muéstreme vuestra merced las instalaciones del castillo, y luego quiero conocer la ciudad.

              Benavides dio instrucciones a Antoñito para que se ocupara de sus pertenencias y las de su secretario, a quien instó a que le acompañara. Una hora más tarde, luego de poner pie en el continente y ser recibido por el alcalde de la ciudad, don Rafael Manuel Gómez Campeador, y el capitán de Puerto, don Carlos Cruz Menéndez, la comitiva atravesaba la llamada Puerta del Mar, que daba acceso a intramuros desde el muelle, a esas horas en plena ebullición, con el trajín de peones de carga y marineros que desembarcaban mercancías de los buques recién arribados, así como cargaban las falúas con productos locales, que llevarían a los mismos barcos de regreso a España. De otras tres entradas disponía la ciudad: la puerta de la Merced, que guardaba ese nombre por estar junto al convento fundado por frailes mercedarios a principios del siglo XVII; la puerta México, por donde entraban a la ciudad la mayor parte de mercancías con destino a la península; y la puerta Acuña, mandada abrir por don Juan de Acuña y Bejarano, Marqués de Casa Fuerte, actual Virrey de la Nueva España, de uso exclusivo para la primera autoridad del virreinato. Luego de observar las actividades portuarias y saludar al oficial de aduanas, el Gobernador, del que no se despegaba Jonás, y su comitiva, escoltado por un cabo y seis infantes, recorrió las calles más cercanas al muelle. El suelo estaba empedrado en algunas calles, aunque eran de tierra la mayoría, y por unas canaletas corrían las aguas negras. A preguntas del Gobernador, el alcalde le informó de que los veracruzanos se abastecían de agua de las fuentes distribuidas por la ciudad. Al llegar a la plaza del muelle o zócalo, observó las ingentes moles de mercancías desembarcadas y las que aguardaban para embarcar. Un largo paseo quiso dar Benavides por las calles de Veracruz, observando a sus gentes y las actividades que en ellas se realizaban. Estaban perfectamente trazadas al estilo castellano, y tal como había ordenado Felipe II allá por 1575 para todas las ciudades fundadas en las Indias, Veracruz contaba con una plaza principal o plaza mayor, llamada de Armas, rodeada de los edificios que albergaban las más importantes instituciones, la catedral de Nuestra Señora de la Asunción, el palacio de la Casa de Cabildos, y soportales donde comerciar a la sombra. Aquel principal lugar de la ciudad era conocido popularmente como la plaza del muelle.

              Departía Benavides, a la sombra del soportal frente al magnífico edificio de la Casa de Cabildos, con Gómez Campeador y con Monteleón. Al coronel anunció el Gobernador que, como teniente de Rey, asumiría las funciones de gobierno del castillo de San Juan de Ulúa, además de las de jefe del Regimiento Fijo, ya que el tramo de mar que separaban fortaleza y ciudad imposibilitaba que él mismo ejerciera eficazmente a la vez las funciones de Primera Autoridad de la provincia y gobernador del fuerte. El Rey, en su última misiva, bien que le encomendaba a impedir a toda costa los fraudes que se cometían con las mercancías que en tantos barcos llegaban a aquel puerto. La defensa de Veracruz de los ataques corsarios, piratas y británicos —«valga la redundancia», que decía el propio Benavides—, a la vez que el orden y acierto en el despacho de mercancías en la aduana, eran las responsabilidades encomendadas por Felipe V al hombre de su máxima confianza. Benavides decidió instalarse en la Casa de Cabildos, un majestuoso edificio construido en 1608, en uno de cuyos extremos se alzaba una alta torre desde la que un vigía permanente oteaba el horizonte. De algunas cuestiones tomaba nota Jonás, a la vera del Gobernador, cuando se oyó una melódica voz femenina.

              —¡Tío Antonio, tío Antonio...!

              El cabo cortó el paso a la mujer que avanzaba hacia el Gobernador, cuando éste giraba la cara hacia la voz, a la vez que lo hacía Jonás.

              —Tío Antonio... —repitió la mujer, a cuatro pasos de la Primera Autoridad.

              —¡Marta! —exclamó Benavides—. Es mi sobrina, cabo.

              El cabo franqueó el paso a la mujer y ésta, eludiendo todo protocolo, se abrazó al Gobernador que la recibió con los brazos abiertos.

              —Válgame Dios, Marta, ya eres una mujer —exclamó Antonio, emocionado.

              —Pues claro, tío, ya cumplí los veintiséis... Tío Antonio, ¡cuánta alegría! Y qué sorpresa... —decía ella, también emocionada, ante los atónitos ojos de Jonás.

              —Me preguntaba si seguiríais en Veracruz o habríais viajado a la península... No sabía nada de vosotros desde que partisteis de San Agustín hace diez años...

              —Aquí seguimos, tío... Pero dime... dime que vienes a Veracruz a quedarte a vivir, dime que sí, dime que sí —decía la sobrina más querida de don Antonio.

              —Así es, querida mía, así es. Su Majestad el Rey me ha encomendado el gobierno de la provincia... Pero cuéntame: tus padres, tus hermanos, ¿cómo estáis todos? —no había terminado de hablar Antonio, cuando observó a la chiquilla que había seguido a Marta sin despegarse de ella—. ¿Tú hija? —dijo señalándola, el vivo retrato de su abuela Carmen.

              —Sí, Carmencita, mi hija, mi vida, mi niña bonita —confirmó, asiéndola de la mano y atrayéndola hacia sí—. Carmencita, cariño, este señor tan elegante y principal es el tío Antonio, del que tanto te he hablado.

              La niña de diez años, por propia iniciativa, se abrazó a la cintura del Gobernador y éste la besó en la frente.

              —Cuánto se parece a tu madre —le dijo Antonio, acariciando la carita de la niña y volviendo a besarla en la frente—. Y dime, ¿cómo estáis todos? ¿Abrió tu padre la taberna? Cuéntame, criatura, que jamás pensé en encontrarte de sopetón, nada más pisar la ciudad.

              —Estamos bien, tío, gracias a Dios. Y cuántas cosas he de contarte, tío, cuántas cosas... Que te contaré, vaya que sí que te contaré. Pero ¡qué alegría, y qué sorpresa! Cuando se lo diga a mis padres... —decía Marta entusiasmada—. ¿Jonás...? —dijo de pronto, al percatarse de la presencia del secretario del Gobernador, que junto al coronel, como estatua de mármol, había estado observando la escena de tan feliz encuentro, sin atreverse a decir esta boca es mía, ciertamente atenazado por la emoción y los nervios, anonadado por la belleza de aquella mujer que aún le embelesaba, que le había cautivado de súbito los sentidos, más aún que antaño, cuando ella era adolescente y él un joven barbilampiño.

              —Marta... qué grata, gratísima sorpresa —fue capaz de pronunciar, a duras penas, a modo de saludo.

              Marta se acercó risueña a Jonás y le besó en la mejilla.

              —Bienvenido a Veracruz..., Jonás. Pues sí que es una mañana de sorpresas —dijo ella.

              A Jonás le temblaron las piernas cuando sintió en la mejilla el tacto de los tibios labios de la mujer de la que sin duda seguía enamorado como un adolescente en su primera vez. Ella no pudo reprimir una fémina risita al ver aquella lela expresión en los ojos de quien fue su pretendiente en San Agustín, a las duras y a las maduras, y a quien llegó a coger un sincero cariño. Antonio sonrió al percatarse de la significativa expresión de su secretario.

              —Qué linda eres, pequeña —le dijo Benavides a Carmencita; ella sonreía de oreja a oreja, con gestos de su madre y con los ojos de su abuela.

              Marta le contó a su tío que con gran dificultad sus padres lograron abrir una taberna no muy lejos de la plaza de la iglesia, pero que pasaron penurias durante el primer año, hasta que el negocio cogió camino; que su padre había atravesado una racha de mala salud, ya superada, gracias a Dios; que su madre estaba encantada con su nieta; que María se había casado con el zapatero más reputado de la ciudad; que Candelaria, que, además de su tía, era la mejor amiga de su hija, ayudaba en la taberna, como ella misma hacía cuando terminaba las clases de lectura y escritura que daba a los niños del barrio; y que Belarmino, en plena adolescencia, les daba algún que otro quebradero de cabeza, propios de la edad del muchacho. Un rato más estuvieron departiendo tío y sobrina, a la vez que Jonás entretenía con algunas ocurrencias —que Marta observaba de soslayo— a la pequeña Carmencita.

              —Me hospedaré unos días en el castillo, hasta que encuentre residencia apropiada en la ciudad, que dada la situación de la fortaleza, poco operativo sería vivir allí... —le explicaba don Antonio a Marta—. Una vez que despache las cuestiones de más inmediata necesidad, iré a visitaros.

              —Oh, tío Antonio, qué alegría tan grande...

              —Jonás, toma nota de la dirección de la taberna —instó el Gobernador.

              —Ya sabes que mi padre es tozudo con las tradiciones, y no ha consentido cambiar de nombre la taberna, más que la referencia a la ciudad. Ah, y también se empeñó en llamar venta al negocio, en vez de taberna, porque decía y mantiene que es más fina esa denominación. Así que ahora se llama venta La Española de Veracruz. ¡Ea!

              Durante la conversación entre Antonio y Marta se fueron congregando, junto a los arcos del soportal, gentes de los muelles, comerciantes y clientes, que vendían, compraban o hacían su trabajo en aquel lugar, un batiburrillo de bulliciosa actividad. «Es el nuevo Gobernador», se decían unos a otros.

 

 

Dos días más tarde ya estaba don Antonio Benavides instalado en la Casa de Cabildos. Sentado a la mesa escritorio del despacho, en la mañana del 8 de junio, observaba un mapa donde se apreciaban las calles de la ciudad, los principales edificios y la posición de los baluartes que la defendían. Además del castillo de San Juan de Ulúa, en la costa, en la esquina sureste de la ciudad amurallada se hallaba el baluarte de Santiago. A continuación, bordeando el perímetro de Veracruz, se ubicaban, casi equidistantes, la Escuela Práctica y Parque de Artillería, el baluarte de San José, el de San Fernando, la puerta de la Merced, los cuarteles y galera, el baluarte de Santa Gertrudis, la puerta Acuña, el baluarte de San Javier y el de San Mateo, la puerta México, el baluarte de San Juan, y en la costa, al otro lado del de Santiago, el baluarte de la Concepción. A petición del Gobernador, el alcalde le señaló en el plano la situación de los conventos de San Francisco y Santo Domingo, el de la Compañía de Jesús y el de La Merced, así como los hospitales de San Carlos, para hombres, y de Loreto, para mujeres, y el de San Sebastián, de la Orden de los Hermanos de Belén, también llamados Betlemitas. A continuación, desplegó otro mapa en el que se abarcaba el enorme Virreinato de la Nueva España, entre el histórico Atlántico y el gigante y enigmático Pacífico. En torno a la mesa, el alcalde Gómez Campeador, el coronel Monteleón y el teniente coronel Gurpegui. Dos horas estuvo don Antonio preguntando a los presentes por mil y una cuestiones que consideraba debía conocer sobre la plaza. Su nueva etapa no había hecho más que empezar.

 

 

A la mañana siguiente, Benavides estudió con los tenientes coroneles Rodríguez Triana y Ruiz de Oña y el alcalde Gómez Campeador la situación de la fuerza defensiva del puerto, y repasó la tropa y milicias disponibles.

              —Bien ubicado está el castillo, sin duda, pues gran defensa requiere este puerto, ¡válgame Dios! —exclamó el Gobernador—. ¿Cuántos ataques de envergadura se han repelido en estos doscientos años desde la fundación de Veracruz, que sepan vuestras mercedes?

              —Muchos que no fueron más que refriegas, Excelencias, y algunos muy serios también —habló el alcalde.

              —Explíqueme vuestra merced, que parece tener ganas de narrármelo —le dijo Benavides, con tantas ansias de conocer como las del alcalde de agradar al Gobernador.

              —Según cuentan las crónicas que bien he podido leer —empezaba a explicarse el alcalde—, así como las que los viejos del lugar me han contado, según escucharon a sus abuelos que les contaron a éstos los suyos y a estos últimos los suyos, allá por 1568, un corsario llamado Francis Drake aliado con otro llamado John Hawkins, ambos piratas de la peor ralea, siendo Drake además uno de los más importantes traficantes de esclavos de la época... A los que parece que Vuestra Excelencia conoce porque veo que asiente con la cabeza...

              —Así es, alcalde, bien que conozco las andanzas de aquellos sujetos, secuaces al servicio de Su Majestad británica Isabel I, a la que daba igual tener a su merced corsarios que almirantes, piratas que marinos de honra probada. Pero siga vuestra merced, se lo ruego, que de este capítulo veracruzano no estoy enterado del todo.

              —Pues bien, allá por 1568, creo que por febrero, Drake y Hawkins, al mando de siete galeones, se habían hecho fuertes en la isla del Sacrificio, el islote que habrá podido ver Vuestra Excelencia se halla al sureste del Castillo. Además de abordar los barcos que se acercaban a Veracruz, era la principal intención de Drake y su socio atacar Veracruz y saquearla, enterados de la importante fortuna que aquí se guardaba a la espera de la Flota de Indias. El virrey Martín Enríquez de Almansa, el cuarto de la Nueva España y sexto del Perú, había logrado a fuerza de cañonazos desde el castillo, que por entonces era menos de la mitad de lo que hoy puede ver Vuestra Excelencia, y desde el baluarte de Santiago, mantener a raya a los piratas. Pero hete aquí que a la inesperada llegada de la Flota de Indias, fueron atacados por los galeones de guerra de escolta. Exceptuando los barcos de Drake y Hawkins, todos los demás fueron hundidos y la marinería muerta en gran parte y en otra hecha prisionera. Los dos huyeron con el rabo entre las patas —explicó con entusiasmo el alcalde, ante la atenta mirada del Gobernador.

              —Qué pena que escapara la sabandija de Drake al fuego español en Veracruz —decía el Gobernador—, porque sabrán vuestras mercedes que años más tarde, el 4 de mayo de... 1589, si no me falla la memoria, este malnacido del que nos habla el alcalde, al mando de una enorme escuadra y doce mil hombres, asaltó el gallego puerto de La Coruña. Fue por fortuna rechazado. Y por cierto, grande y decisiva participación tuvo en la batalla una mujer heroica, María Pita, que viendo a su marido muerto en el parapeto, blandió su espada y a gritos de «¡quien tenga honra, que me siga!», embistió contra el invasor, enardeciendo el ánimo de los que defendían la Patria. ¿Conocía vuestra merced este glorioso capítulo de Nuestra Historia, alcalde?

              —Sí, Excelencia, pero ignoraba que el verraco inglés que acató La Coruña fuera el mismo Drake que de aquí expulsamos.

              —A sí es, alcalde... Y una curiosidad, que vuestra merced seguro sabrá responderme, ¿a qué debe su tan curioso nombre la isla de Sacrificios?

              —Acierta Vuestra Excelencia —contestó entusiasmado el alcalde—. El nombre le viene dado porque en esa isla acostumbraban los Totonacas ofrecer sacrificios humanos a Tezcatlipoca, el dios de las tinieblas. Precisamente, al llegar a esta costa el fundador de Veracruz, Juan de Grijalva, encontró en esa isla cinco cuerpos de jóvenes sacrificados sobre unos altares de piedra... Pero no quisiera dejar en el tintero, contestando a la inicial pregunta de Vuestra Excelencia, el ataque más cruento que sufriera esta ciudad. El que tuvo lugar la madrugada del 17 de mayo de 1683, por un corsario llamado Laurens de Graaf...

              —El maldito Lorencillo. ¡Valiente felón mezquino! —exclamó Benavides.

              —El mismo. Lorencillo lo llamaban por ser casi enano de estatura, que no de mala leche. ¿Conoce su historia, Excelencia?

              —Bien que conozco las andanzas de ese diablo, alcalde —afirmó Benavides—. Era un artillero holandés que servía en la Armada española combatiendo la piratería. Su barco fue apresado por filibusteros franceses, y, supongo que viendo los franceses que no era español, se le ofreció salvar la vida si cambiaba de bando y se les unía. Lo hizo y con el tiempo tuvo su propio barco. Para grandes empresas se alió con otros filibusteros, haciendo mucho daño en el Yucatán, en Tampico, en Tabasco. Atacó y saqueó multitud de pueblos indefensos. Pero cuénteme vuestra merced los detalles del asalto de semejante vándalo, que de éste no estoy enterado.

              —Poco puedo contaros, Excelencia, más que en la madrugada desembarcó con un batallón de filibusteros, cogiendo dormidas a las defensas y a la población. Saqueó Veracruz y se fue por donde vino. Lo que no sé es cómo acabo su vida ese traidor —dijo el alcalde.

              —De granjero en su casa holandesa, tengo entendido —aportó Monteleón.

              —De cualquier forma, señores, no consentiremos que nada semejante vuelva a suceder—dijo el Gobernador, mirando uno tras otro a quienes le acompañaban.

La cruz de plata
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