XXII
Isla de Jamaica, mar del Caribe, 21 de enero de 1720
En la cubierta de la Batârd, como en otras ocasiones durante el reparto del botín, dos miembros de la tripulación se peleaban salvajemente por una disparidad de criterios, alentada por el exceso de alcohol en las venas; reyerta en la que en esta ocasión no quiso mediar el capitán Fignon, quizá porque ninguno de los contendientes supondría una pérdida destacada para la hueste de forajidos con que ejercía la piratería, ciertamente con notable éxito. Además, aquellas luchas a vida o muerte las consideraba una manera más de favorecer la selección natural entre su tropa de apátridas mercenarios. Cuando en la disputa participaba algún hombre al que apreciaba, por cualquiera sabía qué motivos, y éste llevaba las de perder, paraba la bronca antes de que la sangre llegase al río, o a la mar, más precisamente, que era allí donde iban a parar los derrotados. Entre aquella horda, carente de entrañas, pocos se estimaban entre sí, a tal extremo que la máxima expectación se levantaba cuando el perdedor de la refriega, ya muerto o mal herido y desangrándose, era arrojado al agua. Entonces, entre improperios a voz en grito, todos apostaban por el tiempo que tardarían los tiburones en despedazar el cuerpo y hacerlo desaparecer entre las serradas fauces. Si el perdedor, aunque agonizante, aún vivía, apostaban sobre el tiempo que aguantaría gritando mientras era devorado por los escualos. En las ocasiones que aparecía algún tiburón de gran tamaño, como los llamados tigre, el festín se alargaba, dado que esta especie viajaba a solas por las cálidas aguas caribeñas y se tomaba con calma el disfrute del tierno majar. Pero cuando surgían como flechas plateadas los tiburones punta negra, siempre por decenas, y hambrientos, a juzgar por su voracidad, el deshecho humano desaparecía en cuestión de escasos minutos.
El bestial espectáculo, en muchas ocasiones, era protagonizado por algunos prisioneros del último barco saqueado y hundido. Más de una vez, haciendo alarde de valor y dignidad, se negaban a enfrentarse entre sí. Era entonces cuando Fignon mostraba la más abyecta faceta de su inmundo ser. La última vez que se dio esta circunstancia, el capitán pirata ordenó colgar por los pies del palo mayor a uno de los desgraciados que se negó a pelear a cuchilladas con otro prisionero, y luego de azotarle, él mismo le rajó el vientre y, aún vivo, lo mandó a echar al mar. El siguiente elegido para la lucha, que había presenciado la barbarie, no dudó en arremeter contra el otro a puñaladas. Ambos acabaron exhaustos, desangrándose por las decenas de cuchilladas que se dieron durante veinte agónicos minutos. Excepcionalmente, y en reconocimiento al espectáculo ofrecido, el mejor de los últimos años, según todos los veteranos, Fignon ordenó darles el tiro de gracia antes de tirarlos por la borda.
Como toda la marinería de la Batârd, el Guaña presenciaba la lucha a muerte de dos miembros de la tripulación, entre trago y trago de ron. Se hallaba en su salsa entre aquella inicua marinería, en su mayor parte de nacionalidad francesa, como el capitán, aunque también los había holandeses, irlandeses, ingleses, africanos de lugares de los que nunca había oído hablar el Guaña, algunos portugueses, un filipino y un español huido del penal de La Habana. A tal canalla le pasaba inadvertido el hecho de que al Guaña le faltase una oreja, ya que entre ellos no quedaba uno entero del todo; a quien no le faltaba un ojo, le faltaba una mano, hasta un inglés había al que, en un abordaje a un barco español, le habían amputado de un tajo la nariz. En lo que todos coincidían era en la ausencia de alma, en manos de Lucifer hacía mucho tiempo.
La lucha entre los dos piratas se veía afectada por el agotamiento que iba haciendo mella en ambos. Tanto uno como el otro estaban más ocupados en evitar ser alcanzados por el acero enemigo que en la intención de atravesar al contrario. Hasta que uno de ellos, el de más edad, un gabacho pelirrojo harto de cortar pescuezos, tropezó con el pie de un espectador, casualmente amigo del más joven, un africano de piel tan negra como su alma, perdiendo el equilibrio. Un suspiro tardó el africano, cuando cayó de bruces el pelirrojo, en sujetarle por los pelos y atravesarle la tráquea con la hoja del puñal. Así y todo, el gabacho se puso en pie y correteó por la cubierta, desangrándose al ritmo de las pulsaciones del corazón acelerado, y emitiendo endiablados sonidos guturales que le salían por la enorme brecha de su garganta, que trataba de taponar infructuosamente con ambas manos. Hasta que Fignon, con cara de espanto —circunstancia extraña en él—, le descerrajó un tiro en la cabeza, mientras se quejaba de aquellos gritos que parecían procedentes del mismísimo infierno.
El Guaña era uno de los pocos que aún se mantenía en pie al atardecer, más por no fiarse ni de su sombra que por ninguna otra cuestión. Se ponía de ron hasta las trancas, pero conociendo muy bien el límite que le permitía no perder el tino y no quedar a merced de cualquiera de aquellos salvajes, alimañas como él mismo, sin posibilidades de defenderse. La ágil y rápida corbeta, armada con veinte cañones, estaba fondeada en un bajo inaccesible para barcos de mayor calado, al amparo de una enorme roca que le ocultaba de la vista de los barcos procedentes de Europa que pudieran dirigirse hacia La Habana, La Española o Veracruz. Hacía seis meses que se había enrolado en la Batârd, aunque podía haberlo hecho en cualquier otro barco de bucaneros ingleses, los más numerosos en el Caribe, junto a los corsarios de la misma Gran Bretaña. Muchas ganas le habían quedado de acabar con la vida del tabernero. Montó en cólera cuando se enteró de que el canario, sano y salvo, se había marchado de La Habana con toda la familia. No soportaba tener aquella espina clavada y albergaba la esperanza de cruzarse algún día con el hombre que le arrancó la oreja, para arrancarle el corazón mientras aún respiraba. Entretanto, el destino le había llevado a navegar por el Caribe al acecho de barcos mercantes cargados de ricas mercancías. En ocasiones, en la nave apresada viajaban mujeres, que acababan ultrajadas por la tripulación, para ser luego vendidas como esclavas, si sobrevivían a la terrible experiencia. En seis meses había amasado una pequeña fortuna en oro y plata. Un par de años más y buscaría un lugar en tierra firme donde pasar el resto de su vida, porque muy claro tenía que no tentaría a la suerte más de lo preciso, no fuera que el día menos pensado acabase engullido por una turba de escualos o con una soga al cuello en el cadalso de alguna prisión española, francesa o británica de las que abundaban en aquellas costas del Nuevo Mundo.
Entre los fogones de leña de la cocina, Carmen observó con qué cariño daba Caridad de comer a Belarmino a la vez que lo hacía con Juan Miguel.
—Caridad... —le dijo, posando la mano sobre su hombro.
La cubana alzó la cara y la miró, sonriéndole.
—¿Eres feliz... con nosotros? —inquirió Carmen, sin pensarlo, apoyando las manos sobre la mesa, a la que Caridad se sentaba cada día para dar de comer a los más pequeños de la familia.
A Caridad se le iluminaron los ojos. Miró con gratitud a Carmen y posó la mano sobre la que su amiga apoyaba en la mesa.
—Mucho, Carmen; muchísimo. Sólo si estuviese a mi lado mi adorado esposo, que Dios lo tenga en su Gloria, sería más feliz —dijo la habanera, entristeciendo levemente la mirada.
—Paco y yo y nuestros hijos nos sentimos muy felices por teneros a Juanito y ti con nosotros. Creo que lo sabes, pero hay cosas que deben decirse a veces... al menos de vez en cuando —se sinceró Carmen, que hacía tiempo deseaba hablar con Caridad en esos términos.
—Sois las personas más buenas que he conocido nunca, Carmen... Y sois la única familia que tengo, la mejor familia con la que podía soñar. Y tu esposo es tan buen hombre, tan atento, tan honrado, tan buen padre... Eres una mujer afortunada y él un hombre afortunado, porque os tenéis el uno al otro.
—Lo sé... Lo sé. Y me siento afortunada, claro que me siento afortunada. Amo a mi esposo y él me ama. Y mis hijos son un tesoro de valor infinito, como lo es para ti Juanito —Carmen guardó silencio durante un suspiro—. Hemos tenido problemas en nuestra vida. Qué te voy a contar que tú no sepas, mi querida amiga. Más de alguna confidencia hemos compartido, y un grave asunto nos ha traído hasta esta tierra, con lo a gusto que estábamos en La Habana. Pero... pero, yo tengo que darle gracias a Dios por tantas cosas maravillosas que me ha dado, que nos ha dado a todos. Y sabes que te digo, mi niña, amiga de mi corazón, que algo me dice aquí adentro que pronto llegará a tu vida un hombre bueno, tan bueno como mi Paquito, al que adoro cada día que pasa más y más. Porque tú eres una mujer joven aún, Caridad, y bella, bonita de cara y de alma, que bien que lo sé yo, que te veo cada día cómo desbordas cariños en tu hijo y en los míos.
—Ay, Carmen. Llevo en el corazón, aún muy profundamente, a mi Juan Miguel —confesaba Caridad, mientras su hijo, de cuatro años recién cumplidos, revolvía con el dedo el potaje hecho puré, ante las risas de Belarmino, ocho meses mayor que el pequeño de piel morena.
—Han pasado algunos años, quizá no los suficientes como para que puedas encontrar en otro hombre la felicidad. Pero llegará ese día, Caridad. Te lo digo yo —dijo, con ternura, acariciando la espalda de su amiga—. Y ahora que recuerdo, ¿cómo se llama el capitán de marina que comió en la taberna hace un mes, el comandante del barco que se llega de Veracruz? Es un hombre apuesto, y te miró mil veces y te dio conversación, que bien que lo recuerdo. No tardará mucho en volver por aquí, ya verás. ¿Cómo se llamaba, Caridad? Me pica la curiosidad.
—Luis Palacios —musitó Caridad, casi avergonzada.
—¿Ves? Ya sabía yo que algo de huella te había dejado el buen hombre... Es importante, muy importante, tener un hombre bueno a tu lado, que te ame y te respete, yo soy muy afortunada —de pronto, Carmen sintió unas enormes ganas de abrazar a su esposo, unas ganas casi insoportables de padecer.
En la taberna, Paquito charlaba con los hermanos Lorenzo y Bonifacio Santana y con el carpintero Isidro, los únicos clientes en ese momento, mientras María y Candelaria jugaban con sus muñecas de trapo y Marta leía, a la sombra del porche, El lazarillo de Tormes, el último libro que le había prestado su tío Antonio. La charla que mantenían los hombres, alentada por el ron caribeño, era entretenida y Paco se lo estaba pasando bien. Nada importante hablaban; cotilleos de pueblo, a los que eran muy aficionados particularmente los hermanos Santana, tal para cual. Chismorreaban sobre los padecimientos de un amigo común, canijo de cuerpo y débil de mente, al que su esposa, de un genio de armas tomar y un corpachón que doblaba al del hombre, propinaba más de un sopapo en cuanto la disputa matrimonial se acaloraba.
—Pobre de ti, amigo Paco, que con esto de atender el negocio, te pasas la vida con tu esposa a cuatro pasos —murmuró Bonifacio, señalando con los ojos hacia la cocina, donde sabía se encontraba Carmen, dando por hecho que todos los maridos sufrían un matrimonio tan tedioso como el suyo.
No le hizo mucha gracia el comentario a Paquito.
—Pues... ¡y yo que no me hallo si no tenga cerca a mi Carmen! —afirmó sin pensarlo.
—Después de... ¿cuántos años de matrimonio, Paquito? —inquirió Isidro—. Porque me parece digno de admiración —añadió.
—Dieciséis felices años, casi diecisiete.
—Eso es una gran fortuna —dijo Lorenzo, rascándose la calva.
—Quién lo diría —sumó Bonifacio, que prefirió no hacer más comentarios al respecto.
—A mí me pasa lo que a Paquito, y no me avergüenza decirlo —dijo Isidro, sorprendido consigo mismo por su súbita muestra de sinceridad.
Algo iba a decir Lorenzo cuando vio a Paquito dirigirse a la cocina.
Carmen, que había vuelto a los calderos, preparando comida para el día siguiente, pensaba en Paquito, aún con unas inmensas ganas de abrazarse a él. Suspiró, deseando que llegara la noche, para la que aún quedaban una cuantas horas.
—Reina mía —escuchó decir desde la puerta de la cocina.
—Paquito...
—Reina mía —volvió a decir el esposo, acercándose y rodeándola con los brazos, para luego apretarla contra su pecho—. Algo me debiste dar en un descuido, cuando iba a verte a la taberna de tu padre, cuando éramos unos chiquillos, alguna bebida embrujada que me hace verte más bella cada día que pasa y hace que te ame más y más, cada segundo, cada minuto... —aquella súbita fiebre amorosa desató la prosa poética de Paco, mientras acariciaba la espalda y los glúteos de Carmen.
—Amor de mis entrañas —pudo musitar ella, alborozada, abrazando al esposo.
Caridad no pudo evitar reír.
—Paco, por Dios, contrólate, que no estamos solos —reaccionó Carmen, recomponiéndose las vestiduras.
—¡Caridad!... ¡Estabas aquí!... Y los niños... —farfulló Paco, que no se había percatado de la presencia ni de la joven viuda ni de los pequeños—. Creí que estabas arriba.
Paco besó en la mejilla a su esposa y se volvió con los amigos, de tertulia, con la mente distraída, pensando en la noche, en la intimidad de la alcoba; bendita intimidad de la que gozaba el matrimonio.
Hacía algunas semanas que Benavides no se acercaba a visitar a su amigo Rubén, a la roca desde donde pescaba casi todos los días. Esa mañana, víspera de una importantísima jornada en la que se reuniría con los caciques de los pueblos indígenas aliados, sintió la necesidad de alejarse por un rato del despacho del castillo y de los quebraderos de cabeza que su cargo conllevaba. La mañana era fresca y soleada a la vez, y la brisa inundaba la atmósfera de olor a mar. El paseo bordeando la costa le resultaba el mejor de los bálsamos con que mitigar el peso de las preocupaciones.
—¿Qué haces, Quijano? —inquirió Antonio, que observó al africano caminar un paso por detrás de él—. ¿Cómo pretendes que hable contigo si estás a mi espalda? Ven a mi lado, hombre... ¡Canelo, aquí! —llamó al perro cuando éste se alejaba ladrando.
—Es la niña, don Antonio, Marta. Canelo tiene locura con esa chiquilla —observó Quijano, al reconocer a la primogénita de los Jiménez, que se acercaba corriendo.
—Hola, tío Antonio —saludó la chiquilla, abrazándole y besándole en la mejilla.
—Mi niña bonita, qué alegría y qué sorpresa —dijo Antonio, que adoraba a los hijos de su amigo, y particularmente a Marta, con la que mantenía una relación especial, dada la afición a la lectura que tenía la jovencita, en gran parte inculcada por su tío adoptivo—. ¿Y qué haces por aquí a estas horas? ¿No tendrías que estar en la escuela?
—Buenos días, Antoñito —saludó antes de contestar a su tío—. Buenos días, regordete peludo —saludó también, apretando con sus manitas los cachetes de Canelo, que meneaba medio cuerpo y el rabo, como si tamaña alegría no pudiera ser manifestada sólo con su apéndice trasero.
—¿Qué le has hecho a Canelo que te quiere tanto, Martita? Porque ¡mira que se vuelve loco de felicidad cada vez que te ve! —decía Antonio, acariciando la cabezota del dogo canario, que trataba de compartir sus cariños con la niña y con su amo, dando lametazos a uno y a otro.
Contemplaba Antonio aquellos abrazos, aquellos amores que se manifestaban mutuamente la bella y delicada jovencita y el formidable can en el que se había convertido Canelo. Era imponente la estampa del perro: enorme y ancha cabeza de cuadrada quijada, ancho pecho, riñones de mula y manos de león. Cien libras calculaba Antonio que debía pesar su perro. Y sin embargo, un cordero en los brazos de Martita.
—No sé tiíto, yo le doy muchos achuchones y muchos cariños porque me sale del alma —decía la chiquilla.
Al matancero se le caía la baba cuando la niña le llamaba tiíto y lo trataba con tan dulce y fresca naturalidad.
—Ay, mi niña bonita, que te me estás... o más bien que te me has hecho una mujer... Y dime, Martita, que no me has contestado, ¿no tendrías que estar en la escuela? —insistió Antonio.
—Tío Antonio, que hoy es domingo, por Dios... Esa cabecita...
—Qué razón tienes, bonita. ¡Qué cabeza la mía! ¿Y tú de qué te ríes, Quijano?
—De nada, don Antonio... Sólo de lo feliz que se le ve ahora. Porque hace un rato, mi amo, ¡qué gesto llevaba la cara de Vuestra Excelencia!, que se lo digo con todo mi respeto...
—Anda, anda... —asintió el matancero—. Y ahora, Martita, dime qué haces aquí. ¿Todo va bien en casa?
—Síii, tío Antonio... Es que me dijo padre que viniera a verte, que como yo soy tu sobrina preferida, a ver si a mí me haces caso y te pasas a vernos, que hace semanas que no nos visitas... ¿Verdad, Canelo...? ¡Ayyy, mi regordete!
—En una de estas se le parte el rabo de tanto moverlo —bromeó Antoñito.
—Mucha razón lleva tu padre, Martita. Pero es que los asuntos de gobierno ni me dejan respirar... —suspiró el Gobernador.
—Pues tienes que descansar la cabecita, tiíto, y acordarte más de tu familia, que mucho te queremos y te añoramos cuando no vienes a vernos —dijo Marta con tal franqueza y naturalidad que emocionó al Gobernador.
Antonio miró a la niña, que acariciaba el robusto pecho de Canelo, echado ahora panza arriba.
—¿Tienes que volver ya a casa? —inquirió Antonio.
Marta negó con la cabeza.
—Pues vente a pasear con nosotros. Que luego te acompañarán Antoñito y Canelo a casa. Y le dices a tu padre que mañana me paso a veros. ¿Te parece bien?
—Síii —dijo con júbilo la chiquilla—. ¿Y te puedo hacer preguntas sobre el sol y las estrellas, y la luna, y... y sobre las cosas que decían los griegos antiguos que tanto me gusta escucharte, tiíto?
—Claro, cariño mío. Pregúntame lo que se te venga a esa cabecita bella e inteligente que Dios te ha dado, que si no sé la respuesta, se lo preguntamos a Canelo.
Marta se reía; Canelo ladraba feliz; y Antoñito se regocijaba con la suerte que había tenido al hallar amo de tan buen corazón y talante.
—Y ahora nos vamos de paseo a ver a un buen amigo, paisano tinerfeño, que pesca cada mañana cerca de aquí. Ya verás qué viejito más simpático y sabio —dijo Antonio, señalando hacia el lugar al que se refería.
—Sí... ¿Y es muy viejito, tiíto?
—Sí, muy viejito, chiquito y sordo. Tienes que hablarle cuando te mira.
—El pooobreee...
—Él es feliz, a su manera, en su mundo, así que no sufras por él, Martita.
—¿Ya te puedo hacer una pregunta? —sonrió ella.
Él asintió, risueño y feliz, disfrutando del sosiego que le transmitía la niña de sus ojos.
En el patio de armas del castillo de San Marcos, a la sombra de unos enormes toldos instalados para la ocasión, el Gobernador y Capitán General de la Florida recibió a los jefes de los clanes indígenas aliados de aquel enorme territorio de la América española: los pueblos Uchize, Savacola, Apalachicola, Achito, Ocmulgee, Uchi, Tasquique, Casista, Caveta, Chavagali, Creek y Apalache.
Benavides, a quien acompañaba Martín traduciendo sus palabras, saludó con afecto y cortesía a cada cacique, a quienes presentó al coronel Maeztu, gobernador del castillo y a los tenientes coroneles Carrero, Cuesta y Álvarez, jefes de la artillería, infantería e ingenieros. Especial atención prestó el gobernador español a Chiscalachisle, jefe de los uchizes, el de más edad de los presentes; al jefe creek bajo Tuschapoka; y al jefe apalache Ocgeechicola, tres antiguos enconados enemigos, a quienes habló aparte, antes de dirigir la palabra a los reunidos, para matizar que las antiguas querellas habían quedado en el pasado, enterradas para siempre. Los tres caciques asintieron mostrando una sincera buena voluntad.
Benavides presidió la importante reunión tras su escritorio (trasladado desde el despacho para la ocasión). La escenografía la había diseñado con esmero, luego de estudiarla meticulosamente. Tras de sí los oficiales de la plana mayor; en una mesita adicional, su secretario personal, Jonás, que dejaría escrito todos lo acordado ese día; a su derecha el coronel Maeztu y a su izquierda del padre Venancio. Frente a los españoles, sentados en dos filas de bancos, los caciques y tras ellos una veintena de jefes de segundo orden y las escoltas que les acompañaban. El Gobernador habló del término de la reconstrucción del fuerte de San Luis, la misión de San Fernando y de las cabañas del puñado de españoles que habían vuelto a las repuestas tierras del norte; y agradeció la ayuda en las obras aportada por los apalaches. Todas fueron palabras cordiales. El talante conciliador, y firme a la vez, de Benavides calaba en los representantes de las tribus, que lo apreciaban como un hombre sincero. Las tribus se comprometían a informar de cualquier movimiento británico cercano a las fronteras del norte, así como a defenderlas de los intrusos. Cada tribu aportaría un número determinado de guerreros a petición del Gobernador, en las ocasiones que fuera necesario. Se acordó un pacto de no agresión entre las tribus de aquella alianza recién nacida. El Gobernador, en nombre del Rey Felipe V, se comprometía a auxiliar a la tribu que fuese atacada por los británicos o por aliados de éstos o por cualquier otro enemigo; así como a aportar armas de fuego y munición. El padre Venancio se ofreció a acoger en la misión a todos aquellos que necesitasen de cuidados médicos, y por supuesto a los que quisieran escuchar la Palabra de Dios. Como gesto de buena voluntad, se obsequió a los caciques con algunos mosquetes, munición y herramientas de hierro, muy valoradas por los indios, que sólo contaban con útiles de sílex. Dos horas después, Benavides despidió con un abrazo a cada uno de los caciques. Todos reconocieron el comienzo de una nueva era de entendimiento y amistad, gracias al buen hacer del Gobernador Benavides y, especialmente, a la confianza que inspiraba en los indios.
Aquella noche, Antonio decidió cenar en la taberna de su amigo. Además de corresponder a la demanda expuesta por Marta el día anterior, quiso contribuir a animar el negocio, que sabía no iba demasiado bien. Así que se llevó consigo al coronel Maeztu, a los tenientes coroneles Carrero, Cuesta y Álvarez, y a Jonás, con la excusa de repasar algunas cosas de la reunión con los indios. El matrimonio festejó la visita del amigo. Al rato bajaron los niños, que besaron y abrazaron con entusiasmo al tío Antonio. Canelo, que a sus casi dos años cumplidos era, con diferencia, el perro más grande y fornido del pueblo, seguía siendo el juguete preferido de los chiquillos.
—¡A la calle a jugar con el perro! —les ordenó la madre a los pequeños Candelaria, Belarmino y Juan Miguel.
Durante la cena, la charla fue amena y distendida. Carmen y Caridad atendían la cocina y Marta y María servían la mesa, mientras su padre se había sumado a la conversación de los comensales. Todos hacían comentarios favorables sobre la tan importante reunión mantenida con los caciques indios. Cada cual aportaba su visión y el alcance de sus expectativas, salvo Jonás, que parecía haber enmudecido.
Hacía seis meses del día en que Jonás se quedó prendado de la belleza de la mayor de las hijas del tabernero, y cada día transcurrido se planteaba armarse de valor y visitar la taberna con el objeto de provocar la conversación con ella. Se había imaginado mil veces qué decirle en relación a aquel cruce de miradas; a su interés por conocerla; a presentarle sus respetos... Sin embargo, era tal el acongojo que sentía al pensar en ese momento, que el tiempo pasó volando dándole vueltas a la cabeza sobre qué palabras pronunciar al acercarse a ella. En decenas de ocasiones rondó la taberna tratando de armarse de valor para acercársele y al menos saludarla... sin atreverse a dar tan trascendental paso. «Mira que eres cobarde, Jonás», se dijo cien veces. Y esa tarde quiso Dios, por obra y gracia del señor Gobernador, que se hallara en la taberna, a unos pasos de la muchacha que le había robado el corazón y el sentido tan sólo con una mirada.
—Marta, trae otra jarra de vino y más pan —dijo el tabernero.
«Marta... se llama Marta», musitó Jonás, que daba vueltas hacía media hora al arroz con pollo que apenas había tocado.
—No me digas que ese es el muchacho que me dijiste que te miraba con los ojos saltones— le decía María a su hermana mayor.
—Sí, ese es. Es el secretario de tío Antonio —confirmó Marta.
—Pues a mí no me parece tan feo como me dijiste. Qué exagerada eres, tampoco tiene una nariz tan grande.
—Es que a ti los feos te dan pena y por eso no te parecen tan feos... Además, yo no te dije que fuera feo, te dije que no era guapo...
—Y que tenía una nariz enorme.
—Que la tenía grande, no enorme. Mira quién va a ser la exagerada... jajajaja... —se rió Marta, contagiando la risa a María.
—¿Qué pasa, niñas? —indagó Carmen, que se admiraba de lo bien que se llevaban las hermanas. Siempre había echado de menos tener una hermana.
—Nada, madre, las tonterías de María.
—¡Ay, serán las tonterías tuyas! —replicó María, riéndose ambas otra vez.
—¿Tú has visto alguna vez, Caridad, a dos muchachitas más payasas que mis hijas?
—Déjalas que disfruten, mujer, ahora que pueden, que ya vendrán tiempos de preocupaciones cuando tengan marido e hijos —dijo Caridad, uniéndose a las risas.
—¿Se puede saber qué diantres pasa, con tanta risa y festejo, no veis que tenemos invitados? —regañó Paquito, que se acercó a la puerta de la cocina.
—Venga, Paco, por Dios, pero qué cascarrabias te estás haciendo —le recriminó su esposa.
—¡Cascarrabias! —repitió Marta, riendo.
—¡Cascarrabias! —se sumó María a la juerga, riendo también.
—¡Pero habrase visto estas desvergonzadas...! —decía Paco, tratando de no reír.
—Eso te pasa, amigo mío, por meterte con tantas mujeres a la vez —le gritó desde la mesa Antonio, que había escuchado el singular e inocuo conflicto familiar—. Vente para acá y deja a las mujeres, que seguro llevan razón.
—¿Ves lo que dice tío Antonio, padre? Pues tiene toda la razón... ¡Cascarrabias! —repitió Marta, mondándose de risa.
Las cuatro mujeres reían a carcajadas, por la cara embesugada de Paco y la risa contagiosa de Marta. Antonio y los demás comensales también se vieron contagiados de aquellas risas inocentes. Marta y María ya lloraban de tanto reír; Carmen y Caridad también soltaban lagrimones. De la calle, donde jugaban, asomaron la cabeza los pequeños Candelaria, Belarmino y Juanito, acompañados por media docena de chiquillos indígenas de la misión, con quienes habían hecho gran amistad. De pronto, en la taberna todos se desternillaban de risa sin saber por qué, contagiados los unos de los otros. Canelo ladraba y ladraba, moviendo el rabo como las aspas de un molino, haciendo círculos, señal inequívoca de culminante alegría y regocijo. Los niños, espontáneamente, se pusieron a bailar, liderados por un canijo indígena que no levantaba cuatro pies del suelo. Sólo Jonás apenas mostraba una sonrisa de circunstancia, embelesado por la belleza de Marta, que percatándose de la mirada lánguida del muchacho, más aún reía.
Terminaban de cenar Benavides y su plana mayor, ya calmadas las risas, cuando desde la calle, tratando de no ser visto, alguien hizo señas a Marta cuando ésta retiraba de la mesa los platos vacios. Ella asintió con disimulo. A los pocos minutos, Marta se encontraba con un muchacho en el lateral de la casa, donde apenas llegaba luz desde una ventana, ya en la noche cerrada.
—¿Qué haces aquí, loquito mío? —dijo ella.
—No podía aguantar las ganas de verte —respondió él, susurrándole casi al oído.
—Echa la carita para atrás, que tengo muy buen oído —le dijo ella, apartándosela con la mano, sonriendo a la vez que regañando.
Al echar la cara hacia atrás, la luz tenue de las lámparas de aceite del interior de la taberna, que por la ventana salían, alumbró la cara del muchacho. Era Fernando Prieto Hernández. Hacía dos meses que Marta y él se veían furtivamente, por expreso deseo del falso arriero, que le había convencido de ocultar sus encuentros hasta que él hallase una ocupación de más categoría, ya que deseaba mostrar la mejor impresión posible a sus padres. Aunque Marta consideraba que no estaba bien ocultar a sus progenitores una cuestión tan importante como lo era verse con un muchacho, accedió porque creyó en la buena intención del joven que tanto le gustaba, y le pudo en el dilema más el corazón que la razón. Ni siquiera le había hablado a María de su infantil romance, por miedo a que algo se le escapase a su hermana pequeña, no por maldad, sino por la inocente costumbre que tenía la chiquilla de hablar de lo primero que se le venía a la cabeza, delante de todo el mundo. Sin embargo, Fernando no apreciaba aquella relación como un «infantil romance». Fernando deseaba poseer a Marta; cada vez con más ansia, con mayor desazón. Consideraba a Marta la joven más bella de San Agustín, opinión unánime entre todos los muchachos del pueblo, muchachos y no tan muchachos, y presumir con su amigo Marcelo de mantener con ella encuentros lujuriosos desbordaba su ego extraordinariamente, aunque aquellos fueran sólo fruto de su imaginación, que mentir le era indiferente. Marta le aclaró desde un principio que todo iría mejor pasito a pasito, sin precipitaciones, que pasos tan importantes como aquel, en que él insistía una y otra vez, sólo daría después de ser bendecida su unión por la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Él asentía entre dientes, mal que le pesara. Durante la espera, que a Fernando se le hacía insoportable, se consolaba y conformaba con presumir de su conquista con su amigo Marcelo, fulano de su misma condición, que babeaba al escuchar las detalladas narraciones sexuales de Fernando. Hablaba de aquellos cándidos encuentros inventando relaciones íntimas que sólo existían en su retorcida cabeza. Aunque lo cierto era que sus escarceos con Marta no pasaban de un beso robado y alguna caricia en los brazos o la espalda de la ingenua adolescente. A ella, ignorante del indecente proceder de su novio, le gustaban la espontaneidad y atrevida simpatía de Fernando, en quién además veía un hombre guapo y atractivo, conceptos que consideraba diferentes y complementarios. Fuera como fuese, el caso es que, sin darse cuenta, encuentros tras encuentros, el cosquilleo que ella sentía en la barriga cada vez que se veían se iba incrementando.
—No tengo ni un minutito para estar contigo ahora, Fernando. Ya es muy tarde, y mis padres se estarán preguntando por mí ahora mismito —se explicó ella, con dulzura, acariciando la mejilla de su amor secreto.
—Vale... vale..., sé que es tarde, pero escucha. Mañana te espero, al salir de la escuela, donde siempre, en el camino a los pantanos, que tengo... algo... una gran noticia que darte —le dijo, mostrando un entusiasmo que contagió a la muchacha.
—Tendré que contarles alguna mentira a mis hermanos... ufff, y eso no me gusta, aunque sea una mentirijilla... Y de poco tiempo dispondremos... ¿Por qué no me das la buena nueva ahora? Venga, no te hagas de rogar, cariñito mío —decía ella, sonriendo, con verdaderas ganas de conocer la gran noticia.
—Mañana, mañana, que es tan importante y buena que no aguantarás las ganas de gritar de alegría y... y abrazarme para celebrarlo.
—Ay, Fernandito mío, ¿qué será? Esta noche no dormiré por tu culpa. Malo, que eres muy maluco.
—Mañana, mi bella amada; mañana...