XIII
Puerto y plaza fuerte de Santa Cruz, isla de Tenerife,
12 de mayo de 1717
Apoyando los antebrazos sobre las gruesas tablas de la borda del navío Virgen de Gracia, el brigadier de Caballería Antonio Benavides observaba emocionado la costa tinerfeña. A poco más de una milla, distinguía perfectamente la torre campanario de la iglesia de La Concepción, el edificio más alto de Santa Cruz; así como los muros del castillo de San Cristóbal, y tras ellos la figura blanca de la Virgen de Candelaria en la cúspide del alto obelisco; y más al sur los molinos de viento. Las casas se apreciaban mejor a medida que la nave se acercaba a tierra. Era una mañana soleada de mar serena. El aire tibio bañaba el rostro iluminado del militar de treinta y ocho años. Hacía diecisiete que partió de su tierra natal para emprender una nueva vida, y en ese tiempo, salvo del fallecimiento de su madre, apenas había tenido noticias de su padre, hermanos, familiares y amigos que había dejado en la isla. Antonio pasó la yema de los dedos por la cicatriz de su frente. «Qué poquito faltó para no haber pisado tierra canaria nunca más», pensó, suspirando. La grave herida que sufrió en Villaviciosa a punto estuvo de costarle la vida. El galeón fondearía en la bahía santacrucera ya en pocos minutos. Inmerso en sus recuerdos, Antonio no atendía ni a las voces del contramaestre ni al concierto del trajín de los marineros que se afanaban en las labores del fondeo del buque en la rada. Por el contrario, su mente le hizo viajar en el tiempo. Volvió a tocarse la frente, justo por encima del ojo derecho. Dos dedos más abajo y aquel maldito trozo de hierro ardiente le hubiese vaciado el ojo: «Ésta es la parte más dura del cráneo —le decía el cirujano del Rey, quien lo atendió personalmente, siguiendo la orden directa del Monarca—, y usía la tiene muy gruesa y dura, y tener la cabeza dura le ha librado de irse al otro mundo». Pasaron dos semanas, después de ser rescatado del campo de batalla, más embarrado por la sangre de los muertos y heridos que por el agua-nieve que caía, hasta que pudo escuchar y entender las palabras de aquel hombre de ciencia. Tampoco pudo comprender las palabras del Rey cuando le visitó en la tienda hospital. Más tarde le dijeron que Su Majestad lo ascendió a coronel en cuanto fue informado de que había sido hallado junto al caballo destripado por la metralla de una granada, en el campo de batalla, con apenas un hilo de vida. También le dijeron que Su Majestad había dado órdenes precisas sobre las atenciones que se le debían prestar. Por tal motivo, durante toda la convalecencia, tuvo junto a él a un médico que vigilaba su evolución. Tres meses le costó recuperarse de la herida en la cabeza y de las fracturas sufridas en la caída. El Rey reconoció abiertamente ante los altos mandos de su plana mayor que la observancia y determinación de Benavides le habían salvado la vida, y desde entonces, en ocasiones se dirigía a él con gran afecto, en presencia de generales y cortesanos, llamándole padre. Avanzó la contienda y Benavides fue ascendido a Brigadier.
La guerra no se consideró concluida, ni consolidado el reinado de Felipe V, hasta la toma de Mallorca el 15 de julio de 1715, luego de rendir Barcelona el 11 de septiembre del año anterior, aun habiéndose firmado el 11 de abril de 1713 el tratado de Paz de Utrecht, muy favorable para los ingleses, ya que entre otras valiosas posesiones se les cedía Gibraltar y Menorca. Bien era cierto que aquellas posesiones españolas habían sido usurpadas por los británicos en el río revuelto de la defensa de los intereses del austriaco Archiduque Carlos. Nunca abandonaría Gran Bretaña su vocación corsaria.
Durante todo aquel tiempo, el Rey quiso tener a su lado a Benavides. Pero no recordaba Antonio con agrado la vida palaciega. Los celos de algunos nobles le habían causado más de un disgusto. Gente pomposa, para quienes la sangre que corría por las arterias de un hombre era más importante que sus méritos. Y sí que le costó que el Rey le concediese el permiso que le solicitó para retirarse a descansar a su añorado pueblo. España ya estaba en paz, y él muy agotado. Y no es que Su Majestad no considerase justa su petición, sino que le gustaba tenerle cerca. Aunque hacía tiempo que el Rey no salía de caza, y, en consecuencia, no le era preciso contar con la gran puntería de Antonio, apreciaba mucho su compañía, especialmente en los momentos en los que aparecía la angustiosa melancolía que se acrecentaba con el paso de los años. A veces, Antonio percibía una desdeñosa mirada en la esposa de Su Majestad, la Reina María Fernanda. No comprendía el porqué, aunque sospechaba que aquella mirada recelosa era fruto de algún malintencionado cotilleo que había llegado hasta ella. Antonio suspiró profundamente. A fin de cuentas, aquella encorsetada vida de palacio y la estupidez de muchos cortesanos que envidiaban su cercana amistad con el Rey, había quedado atrás, al menos por un tiempo.
En la misma playa santacrucera, Antonio se despidió del amable capitán del Virgen de Gracia, que lo había acompañado hasta tierra en la lancha que lo llevó a él y a los tres baúles con sus pertenencias. No tuvo que dar dos pasos para encontrar un arriero que se hiciese cargo de su equipaje. Cuando se acercaba a puerto un barco mercante o de guerra, siempre había recién llegados que precisaban de transporte, y los arrieros chicharreros no desperdiciaban la oportunidad. Con ayuda de unos pescadores, subió los baúles al carro, del que tiraba un mulo enorme y fornido. Los hombres miraban al militar con respeto; el uniforme de brigadier de Caballería les resultaba imponente. Debía ser un alto mando.
—Ya está, mi general —dijo el arriero, agradecido del trabajo extra que le había salido aquella mañana de atmósfera clara y cielo soleado.
Antonio sonrió ante el súbito ascenso proclamado por aquel paisano humilde, que sin duda trataba de agradarle.
—¿Cómo te llamas, buen hombre? —inquirió Antonio, sonriéndole, después de dar unos reales a los pescadores que había ayudado en la carga de los pesados baúles, uno con ropa y los básicos enseres de higiene personal, y los dos más pesados llenos de libros y útiles para la escritura.
—Rubén Sosa Sosa, mi general, para servir a Dios y a Vuecencia. Y no es que mis padres sean primos, sino que por las casualidades de la vida llevan el mismo apellido —explicó el arriero, un hombre menudo de mediana edad, de nervuda anatomía y ojos tan despiertos como los de un cernícalo.
—Bien, Rubén. ¿Y sabrías decirme dónde puedo arrendar un caballo?
—¿No quiere Vuestra Excelencia viajar en mi carro, con el equipaje? No le voy a cobrar más.
—Los baúles los llevarás al pueblo de la Matanza de Acentejo, a casa de don Andrés Benavides, que es mi padre. —El arriero repitió varias veces el nombre de Andrés Benavides, con el fin de memorizarlo—. Y eso te llevará todo el día, entretanto yo tengo algo que hacer —explicó de buena gana Antonio, que miraba al hombre sencillo, a su paisano, observando en su mirada franca una distancia infinita como la que a diario percibía en los ojos de los visitantes del Real Alcázar.
—Pues se viene Vuecencia conmigo, que yo le dejo en la puerta de las cuadras de un amigo, donde podrá alquilar la mejor montura de todo Tenerife.
—Sea —asintió Antonio.
—Aaarreee, Mariano —bufó el arriero al enorme mulo, sacudiendo las largas riendas sobre el robusto lomo.
Camino de las cuadras, Antonio observaba a las gentes del pueblo andar de un lado a otro, pendientes de sus ocupaciones mañaneras. Al pasar el carro frente a la puerta del castillo de San Cristóbal, el soldado de guardia miró extrañado al insigne militar al que nunca antes había visto y cuyo uniforme desconocía. Lo supuso recién llegado en el último galeón fondeado en la bahía, y lo saludó como mandaban las ordenanzas. Una joven y bella aguadora ofreció saciar la sed al brigadier. Éste mandó parar a Rubén, dio un trago del fresco líquido recién recogido de la pila de la plaza frente al castillo y le pagó con una moneda, que la muchacha agradeció con una amplia sonrisa. Unas lecheras cruzaban la plaza conversando entre ellas, escandalosamente, entre el batiburrillo formado por unos campesinos que vendían fruta al comienzo de la plaza. Un carro lleno de carbón vegetal se cruzó con ellos. El carbonero saludó a Rubén, y éste le devolvió el saludo. Un hombre fornido, herrero por lo que oyó Antonio, le pidió a gritos al carbonero que se pasara por la herrería más tarde, que alguna ocupación le alejaba de ella, a esa hora de la mañana. Un niño de no más de tres o cuatro años corría desnudo perseguido por una mujer joven que le gritaba enfadada. Un campesino, que acarreaba a la espalda una piña de plátanos, logró retener al niño hasta que la madre llegó hasta ellos. El pequeño pataleaba y lloraba cuando la madre quiso vestirlo con las ropitas. «Habrase visto, con el fresco que hace y el niño quiere ir en cueros», decía la mujer, enfadada con la criatura, pero incapaz de reprimir la risa al ver cómo se reían el campesino, el carbonero, la aguadora, las lecheras, el arriero y hasta el distinguido militar que observaba las andanzas del mequetrefe, desde lo alto del carruaje. Benavides disfrutaba contemplando la escena protagonizada por aquella buena gente, aquellos humildes paisanos.
A las puertas de las cuadras del amigo, más al sur que la iglesia de la Concepción, Rubén agradeció al educado y afable militar el pago por adelantado de su servicio, al que sumó Antonio unas monedas de más. De sobra sabía Benavides que aquel arriero defendería con su vida las pertenencias cuyo transporte se le había encomendado. Aunque también sabía que aquellos caminos tinerfeños eran mucho más seguros que los que cruzaban la península. A los pocos minutos, Antonio eligió el caballo más robusto de los tres que le ofrecía el amigo de Rubén. Un alazán entero de diez años, según le informó Marcial, que así se llamaba el arriero. No se acercaba el porte de aquel animal ni por asomo a los caballos de guerra que estaba acostumbrado a montar, pero al menos lo apreció brioso a la vez que noble, y no solía errar en aquellas estimaciones. Después de llegar a un acuerdo en el precio del arrendamiento, en principio por un mes, Benavides, ante la admiración de Marcial, con agilidad y oficio sobrados, montó sobre el caballo haciéndose con su voluntad de inmediato.
—¿Cómo lo llamas? —inquirió Antonio, controlando al animal tirando de las riendas.
—Majadero.
—Pues no lo parece, por el contrario lo veo bien despierto.
—De potrillo parecía que iba a ser poco listo... después ya le dejamos el nombre.
El brigadier de Caballería, disfrutando de la brisa fresca de la otoñal mañana, se dirigió hacia la calle del Castillo, luego enfiló al trote el camino empinado que llevaba hacia San Cristóbal de La Laguna. Se entretuvo observando a la gente que bajaba a Santa Cruz, así como a los que se dirigían a la capital e iba rebasando. Mujeres y hombres en coches de caballos, los más pudientes; a lomos de mulas y burros, los algo más acomodados; y a pie los del escalafón más humilde, campesinos por lo general. A medida que se acercaba a la capital de la isla, bajaba la temperatura. Antonio agradeció vestir la abrigada casaca azul. El caballo festejó con un relincho que el terreno se allanara. A medio día, Benavides llegaba a las puertas del Santuario del Santísimo Cristo de La Laguna, anexo al convento franciscano de San Miguel de las Victorias. Una de las hojas de la puerta del templo estaba entreabierta. Ató las riendas a la gruesa argolla de hierro de la hoja de robustos maderos, cuyos pestillos la fijaban, uno al suelo y otro al muro bicentenario. Antonio entró con sigilo. Unas velas daban poca luz al interior del sagrado lugar. Un religioso rezaba de rodillas ante la imagen del Santo Cristo. Antonio avanzó hasta él y se arrodilló a su lado. El religioso, sexagenario, miró al militar un instante, para seguir con sus oraciones de inmediato. Benavides contempló la imagen de Cristo, una preciosa talla de madera que mostraba a Jesús con los ojos cerrados. Al rato, el religioso se santiguó y se puso en pié. Antonio también lo hizo. De inmediato se presentó al franciscano, que resultó ser el superior del convento, el padre Santiago, un hombre amable, de voz profunda y grave, casi cavernosa. El militar se desabrochó la casaca y se sacó del cuello la cadena de la que colgaba la pequeña cruz de plata. «Le agradecería mucho que la bendijera, padre», le dijo al superior después de explicarle el origen del preciado crucifijo y que, aunque ya estaba bendecido, le ilusionaba que se bendijese en aquel templo. El padre Santiago sonrió. Lo observó con interés durante un instante, a través de sus anteojos. Lo besó. Por último lo bendijo. «Esto para los necesitados que seguro auxiliarán vuestras reverencias», ofreció Antonio, entregando al religiosos un saquito de tela con monedas.
Después de un rato más de charla con el sacerdote, Benavides montó en Majadero y se dirigió hacia una venta que había visto a mitad de camino entre la Plaza del Adelantado y el Santuario del Santo Cristo, en la calle que llamaban del Agua, por recorrer por ella un canal de madera que conducía el preciado líquido, cristalino y gélido, que llegaba desde los montes de Las Mercedes hasta la fuente de aquella plaza, de donde se abastecía una buena parte de la población. Allí hizo que un mozo se ocupara del caballo. Le pagó por el agua y por cuatro libras de alfalfa para que el animal recuperase fuerzas. Antonio se sentía feliz de hallarse en su tierra. Aquel frío del norte tinerfeño no era el mismo que apreciaba en Madrid: la humedad incrementaba su efecto, aun no siendo tan baja la temperatura. Entre la alegría del regreso y la energía consumida en el largo paseo a lomos de Majadero, hacía mucho tiempo que no sentía tanta hambre y tantas ganas de disfrutar de una buena cocina. Al entrar en la venta, al propietario sólo le faltó extender una alfombra por la que pisara el distinguido militar. Era un local pequeño. Un mostrador que recorría toda la derecha del lugar y cuatro mesas con taburetes entorno a ellas, y como en todas las tabernas, la cocina al fondo. Una amplia ventana y la puerta abierta dejaban entrar la claridad del día. Olía a vino y a puchero recién hecho. Un alguacil y dos ancianos departían amigablemente apoyados en el mostrador, saboreando sendos vasitos de aguardiente los unos, y vino de la tierra el representante de la Justicia. Al entrar el distinguido militar, los tres hombres saludaron con respeto.
—¿Qué me puedes ofrecer, buen hombre? —preguntó Antonio al ventero.
—Dígame vuestra merced qué os gustaría comer, que seguro que nos apañamos para daros ese gusto —ofreció el hombre, sonriente.
—¿Qué es eso que huele tan bien? —preguntó Antonio—. A puchero me olía al entrar, pero algo más huele que alimenta —dijo mirando a la cocina.
—Buen gusto y buen olfato tiene vuestra merced. Tenemos puchero recién hecho, y ese otro olor que se nos mezclan en los sentíos es el caldero de conejo en salmorejo que cocinan a medias mi señora esposa y su madre, usease, mi señora suegra. Porque sepa vuestra merced que habéis tenido el acierto de dar con la mejor cocina de la isla, la de esta santa casa.
No pudo Antonio reprimir la risa ante la locuacidad del ventero, que bien sabía vender las bondades de su «santa casa».
—Pues no le demos más vueltas, buen amigo. Probaré ambas delicias, ese potaje y el conejo en salmorejo. Y pan... tostado al fuego. ¿Y el vino de la casa?... No me digas, el mejor de la isla, como poco.
—Y dice bien vuestra merced —confirmó sin dudarlo el ventero, sonriente a más no poder—. Que yo me traigo el vino de la bodega de un pariente que tengo en La Matanza, que hace un vino como no está escrito, sépalo vuestra merced. ¿O no, Quintero? —dijo mirando al alguacil que levantó el vasito en señal de asentimiento.
—Yo se lo confirmo, mi coronel. El mejor vino de la isla —dijo el hombre de negro.
—Brigadier de Caballería de las Guardias de Corps de los Reales Ejército de Su Majestad Católica Felipe V, alguacil —rectificó el rango atribuido por el hombre de la ley, por mera diversión. Aquella buena gente agradaba sobremanera a Benavides—. Y si el vino es de la Matanza, mi pueblo, tiene que ser bueno.
—A la orden de usía, mi brigadier —se cuadró el alguacil.
Los dos campesinos imitaron al alguacil y el ventero no supo qué hacer.
—Pues permítame, mi ilustre comensal, que la casa, con sumo placer y regocijo, invite a usía a una jarra del vino más rico... que digo de la isla, de las Canarias todas.
Antonio se mondaba de risa con la verborrea del ventero.
—Te agradezco mucho la invitación... amigo...
—Buenaventura Pérez González, para servir a Dios y a usía en lo que fuere menester. Pero todos me llaman Ventura, a secas, que Buenaventura se hace muy largo de pronunciar.
—Amigo Buenaventura, muchas gracias por la invitación, que acepto encantado y agradecido. Y permitidme, mis buenos paisanos, que sea yo quien os invite a esta ronda que os estáis tomando y a la próxima, si gustáis —ofreció, mirando a los tres hombres que a su vez lo miraban desde el mostrador—. Y, por Dios, Ventura, tráeme ya la comida que me muero de ganas de probar la buena cocina de la casa.
Aún no había terminado la frase Benavides, cuando salía de la cocina, con un plato humeante y oloroso en las manos, la que supuso Antonio sería la esposa del ventero, una mujer cercana a los cuarenta, que abultaba el doble que su marido.
—Aquí le traigo a vuestra merced el primer plato, el puchero, que ya había escuchado a mi esposo y a vuestra merced convenir lo que gustaba comer —explicaba la mujer.
—Y aquí tiene vuestra merced el vino y el pan —decía una anciana, menudita y de sonrosada carita arrugada, de negro de cabeza a los pies, que llegaba detrás de la esposa de Ventura, suegra de éste, supuso Antonio—, calentado al fuego ahora mismito, que yo escuché que lo quería así vuestra merced.
—Cuánta amabilidad... Muchas gracias, señoras —dijo Benavides, sirviéndose el vasito de vino, del que dio un primer sorbo luego de aspirar su aroma afrutado—. Ummm, excelente. Mucha razón tienes, Ventura, el vino está riquísimo —al ventero poco le faltaba para levitar, ante aquellas lisonjeras palabras que tan distinguido visitante le dedicaba—. Ummm... Y el puchero, buenísimo, exquisito. Mis felicitaciones, señoras —las dos mujeres asentían sonrientes, agradecidas por aquellas alabanzas.
—Y ya verá vuestra merced —decía la anciana—, lo bueno que está el conejo, que no se lo hemos traído para que no se le enfríe... Y espere, que le voy a traer un poquito de queso de cabra de un pariente del sur, de Arico, que tiene que probarlo; que ya verá vuestra merced qué cosa más buena —y diciendo esto, miró a la mesa donde humeaba el plato de puchero—. ¡Niña! —exclamó mirando a la hija que la duplicaba en tamaño, cuando ésta retornaba a la cocina—. ¿Tú no le has puesto al señor militar una escudilla de gofio para que se lo eche al caldo del puchero, Madre de Dios?
—¡Ay, madre! Pues mira que no me di cuenta. Ahora mismito se la llevo. Esta cabeza mía...
—Esta juventud no sé en qué anda pensando —apuntilló la vieja—. Y así prueba vuestra merced el gofio...
—Ah, el gofio, qué rico manjar —recitó Antonio, mirando al techo de la venta, como si mirase al cielo.
—¿Lo ha comido antes vuestra merced?—preguntó la viejilla.
—Que el señor militar es paisano de La Matanza, suegra —le aclaró Ventura a la anciana, que asintió con la cabeza.
—Hace dieciocho años que disfruté del rico gofio por última vez, en casa de mis padres, también con el caldo del puchero, que hacía muy bien mi madre, que en paz descanse, tan rico como éste, permítame que se lo diga. Que éste y el de mi madre deben ser los dos pucheros más ricos que haya probado en mi vida —afirmó el brigadier, asegurándose de no herir susceptibilidades, innecesariamente.
—Pues qué bien que una persona tan principal sea paisano de la tierra —dijo la buena mujer, meneando la cabeza de arriba a abajo y frunciendo los labios finos y arrugados.
—¿Y quién es ese pariente matancero que hace este vino tan bueno? Es posible que lo conozca —preguntó Antonio, luego de dar otro sorbo del joven caldo de Acentejo.
—Benjamín Rodríguez, que realmente no es mi pariente, pero como si lo fuera, porque es muy grande nuestra amistad —contestó Ventura.
—¿Benjamín Rodríguez? ¡Pero si es amigo de la infancia! —exclamó Antonio—. ¿Y qué tal está el amigo?
—Bien, muy bien... Hace un año perdió a su padre, que vivió... setenta y ocho años, nada menos —narraba Ventura, mientras el brigadier disfrutaba de la buena comida y la charla gratificante.
Antonio se sentía como pez en el agua entre aquellas personas sencillas y amables. Lejos quedaban la Corte y sus maquinaciones palaciegas; las envidias y celos; los resabiados y pomposos cortesanos. Ahora disfrutaría de aquellos manjares. Después de dar buena cuenta de ellos, haría un rato de sobremesa con la buena gente que le pondría al corriente de lo que por la isla sucedía, reposando un poco la comida antes de emprender el camino a La Matanza. De pronto, le entraron unas enormes ganas de abrazar a su padre.
Con el estómago y el corazón contentos, Benavides, a lomos de Majadero, con el sol de frente, apuntando al horizonte donde descansaba la bella isla de La Palma, avanzaba hacia su pueblo natal. Por el camino estrecho, por donde tan sólo podían cruzarse dos carros, apenas discurrían campesinos esa tarde otoñal. Un cabrero y su rebaño cruzaron el sendero justo tras el jinete, cuando un perro pequeño, con tanta mugre como pelo, ladró al caballo, una y otra vez, acompañándole en el lento paso. Majadero lo miró desde las alturas, como quien observa a un ser insignificante. El cabrero, un muchacho, más niño que hombre, llamó a silbidos al perro, y al no hacerle caso, empeñado en los estériles ladridos, el pobre animalito recibió en el lomo tan certera pedrada, que sus quejas, entre el llanto humano y el aullido perruno, tuvieron que oírse en la capital de la isla, que había quedado atrás, ya a media hora de camino. Antonio recriminó la acción al muchacho y volvió la vista al frente: el verde cubría aquella tierra fértil, tan agradecida con el agua que caía del cielo, que a poco que llovía, hasta de entre las rocas brotaban las plantas, y en los tejados, agarraditos al mínimo puñado de tierra que se apelmazaba entre las tejas, crecían los verodes, como curiosas sombrillas vegetales. El monte iba tiñéndose del reflejo anaranjado del rojizo sol del atardecer. Bello atardecer, pensó Antonio. Tan bello como aquellos que contempló cientos de veces desde los altos montes matanceros, en la lejana juventud. Majadero avanzaba paso a paso, tranquilo, como no queriendo alterar la paz de la que parecía disfrutar el humano que con tanta pericia lo guiaba. Poco quedaba para enfilar el camino que llegaba a la casa de la familia Benavides, cuando Antonio distinguió al arriero que regresaba de La Matanza, cumplida ya la entrega de los arcones en casa de su padre.
—Sooo, Mariano —ordenó a su mulo, el arriero Rubén, justo antes de cruzarse con el militar—. Ya tiene usía los arcones en casa de su señor padre, mi general, que bien que me han hablado de usía su señor padre, tan orgulloso que está de su hijo, que le espera con lágrimas en los ojos, de tanta emoción y alegría.
Antonio agradeció al buen hombre su afán por hacer bien su trabajo, a la vez de aquellas explicaciones. Rubén siguió su camino de vuelta a Santa Cruz, y Benavides clavó espuelas en los ijares de Majadero, que al trote emprendió el inclinado último tramo que restaba para alcanzar el hogar de su infancia. Ya se distinguía la cumbre del pico más alto de España, la hermosa e imponente estampa del Teide; una nube en forma de boina lo coronaba, como en tantas ocasiones, recordó. El cielo más abajo empezó a cubrirse de grises nubarrones de apariencias diversas; algunas parecían gigantes deformes, monstruos espectrales que se dibujaban en la imaginación de Antonio. Por el camino que atravesaba el pueblo de La Matanza, algunos lugareños miraban extrañados al militar de tan espléndida figura que a caballo cruzaba entre las viejas casas. Eran en su mayoría jornaleros, a los que recordaba de antaño. Hombres y mujeres, abnegados trabajadores del campo. Algunos de ellos eran labriegos que trabajaban para su padre, desde niños. Ya frente a él, la casa familiar, a la vera del camino. Antonio sintió un nudo en la garganta. No imaginó sentir tanta emoción en aquel momento. La puerta de la casa se abrió, y un anciano se asomó y salió a la calle. Era su padre. «Antonio, hijo mío», escuchó decir a Andrés, con la voz que rasga los años. Antonio desmontó del caballo, un muchacho se hizo con las riendas, y él avanzó con largos y rápidos pasos hacia su padre, sin poder articular palabra. Lo vio de cerca, cara a cara, pequeño, menudo, anciano. Ambos se abrazaron. No pudo decirle nada, un nudo en la garganta no le dejaba. «Madre, cuánto dolor no poder abrazarte a ti también», pensó el recién llegado.
A pesar de las explicaciones que Antonio dio a Concha, la mujer que se ocupaba de su padre desde el fallecimiento de María, vecina de toda la vida, sobre la abundante comida que hizo al medio día, ella se empeñó en que se tomara toda la cena que había preparado para celebrar su llegada. Verduras de la tierra, legumbres y carne de cochino adobado; acompañado del rico vino familiar. Por muy brigadier que fuera, seguía siendo Antoñito, a quien conocía desde que su madre lo parió. Después de recordar con cariño a su fallecida esposa, Andrés puso al día al hijo recién llegado de las vidas de sus hermanos y sobre las cosas del pueblo que tuvieran cierto interés. La más triste noticia que tuvo que escuchar fue el fallecimiento de los padres de Josefina, hacía dos años, con una diferencia entre la madre y el padre de apenas un mes. Sintió un desasosiego que turbó su alegría. ¿Qué quedaba de su feliz juventud? Al otro lado de la calle, estaba la casa donde nació y murió Josefina. Hoy estaba vacía. Había pensado en saludarles, ya no tendría que hacerlo. Miró a su padre con tristeza, con disimulada amargura, consciente de que durante esa estancia en la isla lo vería por última vez. A su descanso en Tenerife, Su Majestad no le había fijado un plazo, pero bien sabía el brigadier que en cualquier momento podían ser requeridos sus servicios en la Corte.
Haciendo de tripas corazón, Antonio contó a su padre sus andanzas por La Habana, durante tres años, y por media Europa a lo largo de la guerra de Sucesión. Omitió los detalles de la cruel contienda en la que España se vio inmersa, por la ambición de dos extranjeros que ansiaban su Corona. Al calor del fuego del hogar, su anciano padre se quedó dormido, frente a las llamas bailarinas, sobre el mullido sillón, hipnotizado por el crepitar de los leños incendiados y por la voz serena de su hijo. «Más de una noche se queda dormido frente al fuego», le dijo Concha, sonriendo. Habían pasado veinte años desde la última vez que Antonio descansara en aquella salita, frente al fuego más acogedor del mundo, el fuego del hogar familiar, de animada charla con su padre, y en ese instante le parecía ayer la última vez que lo hizo. «Cómo nos zarandea el tiempo; cómo transcurre a su libre albedrío... Se nos pasa la vida sin poder retenerla un instante, al menos ese instante que, en ocasiones, necesitamos para meditar antes de tomar alguna decisión, alguna de esas, que por precipitada, nos amarga la existencia», meditaba Antonio, observando a su padre. «Cuánto has envejecido, mi padre amado... cuánto», pensó, resignado.
A la fría noche se unió la lluvia; un aguacero en toda regla, acompañado de rayos y truenos. «El último vasito de aguardiente y me voy a dormir, padre, que ya es hora», le dijo, sabiendo que no le escuchaba, cuando un trueno llegó desde las alturas, unos segundos después de que un relámpago iluminara la calle y su luz entrara por la ventana. El aguacero no cesó en toda la noche. El sonido del agua al caer con estrépito contra el suelo siempre le había gustado a Benavides. Esa noche durmió de un tirón. Realmente, estaba agotado.
A la mañana siguiente, desde la humedecida tierra de La Matanza de Acentejo, se apreciaba el Teide cubierto de nieve, de una blanca e inmaculada nieve.