IV

 

 

 

Como todos los reclutas, Antonio estaba desesperado por pisar tierra firme. Ese día de 25 de agosto se cumplían las cuarenta jornadas de navegación. A lo largo de la singladura, el joven ilustrado apenas había podido leer contados minutos. Durante las horas de sol, las actividades en el galeón no se lo permitieron. En la noche, a la escasa luz de los farolillos, era imposible; y aunque pensó en hacerse con alguna vela, le advirtieron que hacer fuego a bordo estaba penado con cincuenta latigazos. El fuego sólo lo administraban los hombres especialmente designados a tal efecto, en cuya prudente labor les iba la vida. Por lo que se vio obligado a abandonar la idea.

              El grumete, como cada media hora, hizo sonar la campana, dio la vuelta al reloj de arena y recitó la oración que ya todos se sabían de memoria: «Una va de pasada, y en dos muele; más molerá si mi Dios querrá; a mi Dios pidamos que buen viaje hagamos; y a la que es Madre de Dios y abogada nuestra, que nos libre de agua, de bombas y tormentas. ¡Ah de proa, alerta y vigilante!» —gritó por último, también como siempre.

              Aun el sol alargaba la sombra de las velas sobre la mar rizada. «¡Tierra a la vista!», gritó el vigía desde su alto puesto en el palo mayor.

              —¡Allí, allí! —gritó Paco, señalando hacia proa, asomado a la borda.

              —¿Aquello será Cuba? —preguntó Mariano a Antonio, que en ese momento se acercaba al labriego de El Sauzal y al pescador chicharrero, que se habían hecho inseparables durante la travesía, y que consideraban a Benavides el hombre más sabio que jamás habían conocido.

              Además de saber leer y escribir, cuestión que ya valoraban en él los demás reclutas, Antonio siempre tenía respuesta para cualquier pregunta que los campesinos le plantearan, y aquella circunstancia maravillaba a los jóvenes labriegos, hombres de elementales conocimientos. Benavides se había ganado el respeto de todos sus compañeros de fatigas y de los mandos de la Bandera de la Habana, a lo largo de la travesía.

              —Debe ser la isla de Cuba, porque allí nos dirigimos —contestó Antonio, resoplando—. Al fin pisaremos tierra firme, gracias a Dios.

 

 

A medio día, el Santa Isabel, seguido de la fragata que el galeón protegió de los piratas, atravesaba la bocana de la bahía de la capital de Cuba —un extraordinario puerto natural—, cuyo Gobernador interino, don Diego Alonso Bethencourt, era nacido en Tenerife. Como cada una de las columnas de Hércules, a babor del buque se alzaba sobres las rocas el imponente castillo de Los Tres Reyes Magos del Morro, y a estribor la fortaleza de San Salvador de la Punta. Mientras la marinería se afanaba en las tareas de atraque, los reclutas, asomados a la borda, observaban atónitos el entorno de su nuevo destino. Al fin, el Santa Isabel fondeó en la rada, junto a una veintena de barcos de diferente calado. Al joven Antonio Benavides le maravilló la grandiosidad de aquel puerto natural, una bahía cuya bocana protegían dos robustas fortificaciones erizadas de cañones que hacían pequeño al tinerfeño castillo de San Cristóbal. En torno al puerto se extendía la ciudad de La Habana. El monte que se perdía en la lejanía era verde y frondoso. Al matancero le vino a la mente su pueblo natal, su isla, su familia, y la memoria de Josefina. Sin proponérselo, secuencias de su vida pasaron como una exhalación por un lienzo imaginario. Sintió, entonces, un golpe de ansiedad. Inquietud por el futuro que se avecinaba al otro lado del Atlántico, tan lejos de su pueblo natal.

              Un sargento mandó a formar a los reclutas, que evidenciaban un generalizado nerviosismo. El bullicio de los jóvenes canarios y el ajetreo de la marinería que botaba al agua las lanchas para desembarcar a los campesinos volvieron al presente a Benavides.

              —Antonio... —lo llamó Paco—. Ya estamos a punto de pisar tierra firme. Qué largo se me ha hecho.

              —Y a mí —apuntó Mariano.

              —El tiempo pasa deprisa o despacio, según nos vayan las cosas —repuso Antonio.

              —Prometí a mi madre que me las arreglaría para que alguien le escribiera dándole noticias mías, al llegar a La Habana... ¿Tú podrías...? —le decía Paco a Antonio, sin que éste le dejara terminar.

              —Con mucho gusto, amigo mío, escribiré a tus padres en tu nombre. Y a los tuyos, Mariano —dijo sonriendo—. ¿Ellos saben leer?

              —No, pero se la llevarán al párroco de la Concepción, y él se las leerá.

              —¿Y tú en qué piensas, Mariano? Que parece que se te ha ido la cabeza a otro lado —dijo a su vez Antonio.

              —Pues que no caigo en quién les podrá leer la carta a mis padres.

              —O en las dependencias municipales o el párroco de San Pedro. Ya se apañarán ellos. Por eso no te preocupes. Tú piensa qué les quieres decir, y ya me encargo yo de adornarlo —concluyó Antonio, sonriendo, y feliz por poder ayudar a los amigos que había hecho en la travesía. De súbito, se sintió mucho mejor. —¿Sabéis que Cuba fue la segunda tierra que pisó Colón, al descubrir estas tierras? —les dijo a los dos, señalando la selva que rodeaba a La Habana.

              —¿Colón...? ¿Qué Colón? —inquirió Paco, arrugando la nariz, mientras Mariano ponía cara de no saber de qué les hablaba Antonio.

              —Ya os explicaré en otro momento quién fue Colón.

              En cuatro botes se llegaron hasta el muelle los reclutas y los oficiales de la Bandera de La Habana. El muelle estaba a reventar de gente que discurría de un lado para otro. De decenas de carros tirados por mulas o caballos, se descargaban mercancías que transportarían los buques a España. En aquel momento, La Habana era el puerto más importante de todas las posesiones españolas en el Nuevo Mundo.

              Los reclutas formaron sobre el adoquinado del muelle. Todos sentían la misma extraña sensación: parecía que la tierra bajo sus pies se movía de la misma forma que lo hacía el galeón navegando sobre las aguas. «Un par de días os tardará en irse el mareo que os recordará al mismísimo navegar del barco», les había advertido el capitán Trujillo.

 

 

Todos los canarios recién llegados se incorporaron a las Compañías de Infantería Fijas de La Habana, y Antonio Benavides junto con más de la mitad de ellos a la guarnición del Castillo de los Tres Reyes Magos del Morro. Durante el primer mes, los reclutas, ya uniformados y calzados, fueron instruidos en el manejo del mosquete y en las tereas propias de la tropa cuyo cometido era la defensa de la plaza —especialmente codiciada por la Corona británica— de posibles ataques de buques enemigos. Durante las primeras semanas, los canarios recién llegados fueron víctimas de las bromas y novatadas de los veteranos. Aquel que las aguantaba con buen talante no volvía a ser molestado. Muchos de los canarios, veteranos y novatos, eran conocidos del pueblo o de la aldea, y el reencuentro en tierras tan lejanas alentaba las amistades. En los ratos libres, los veteranos hacían de guía de los novatos; y éstos les ponían al día de cotilleos y novedades de los paisanos a los que no veían desde hacía uno, dos y hasta tres años. Para aquellos jóvenes curtidos en las duras faenas del campo, de largas jornadas, la instrucción militar no suponía un gran esfuerzo físico. Sí, por el contrario, resultaba para muchos un sobreesfuerzo atender a las explicaciones teóricas de los mandos. Pero ante cualquier dificultad, ahí estaba Antonio Benavides, siempre dispuesto a sacar de la duda al camarada que le pidiera ayuda. Pronto se ganó el matancero el reconocimiento y aprecio de la tropa y de los mandos, que en él apreciaron cualidades de líder, además de la evidente formación intelectual, sólo igualada por el capitán Trujillo. Pero lo que más apreciaban sus compañeros y jefes era la humildad que mostraba en todas sus acciones.

 

 

—Antonio —llamó Paco a su amigo, cuando éste, sentado en un banco en el patio de Armas, estaba sumergido en la lectura de un libro que había comprado recientemente en una de sus poquísimas incursiones por la ciudad, en un almacén en el mismo centro de La Habana.

              Benavides levantó sobresaltado la cabeza.

              —¡Que aún no hemos escrito la carta a mis padres! —exclamó de súbito Paco, a quien seguía Mariano, a dos pasos.

              —¿Y te ha dado de pronto el arrebato? —murmuró Antonio, con la mente aún entre las páginas del libro que sostenía entre las manos.

              —Es que me he acordado ahora, y si no te lo digo ya, se me vuelve a olvidar.

              —Yo también me he acordado ahora, cuando Paco se ha acordado y me lo ha dicho —se sumó Mariano.

              Paco miró hacia el libro que arropaba Antonio, con curiosidad.

              —¿Ese libro no es el que leías el otro día?

              —No, este es nuevo.

              —¿Y de qué es?

              —Se titula Las Filípicas, de un sabio romano que se llamaba Cicerón —explicó Antonio, acariciando la tapa marrón del libro.

              —Ah. Las Fili... li... li... cas... de un romano... Qué cosas más raras lees, Antonio —concluyó Paco, frunciendo los labios, como una trompetilla.

              —Bueno, bueno. Vamos a por papel, pluma y tinta, y escribamos esas cartas, que ciertamente ya va siendo hora —dijo Antonio, cerrando el libro y poniéndose en pie.

              Al rato, los tres amigos se hallaban sentados a una de las mesas de gruesos tablones, donde hacían las tres comidas diarias. Antonio mojaba la pluma en el tintero, y con letra firme escribía sobre la cuartilla amarillenta:

 

Queridos padres,

 

              —¿Quién empieza? —preguntó Benavides.

              —Éste —dijo Paco, señalando a Mariano.

              —Pero, ¿no eras tú el que tenías tanta prisa?

              —Sí, es verdad, tú eras el de las prisas —apuntó Mariano.

              —Nada, nada, tú el primero, Mariano, que yo necesito pensar qué les voy a decir —insistió el chicharrero.

              —Vamos, Mariano. Que éste se ha puesto cabezón —le invitó Antonio, sabedor de la dificultad que tenían aquellos campesinos para expresarse adecuadamente, más allá de una conversación informal—. Además, podéis estar tranquilos que os echaré una mano.

              —Las dos mejor —rogó el pescador, sonriendo.

              —¿Y cómo empiezo? —preguntó Mariano, sujetando con la mano la cruz de plata que llevaba siempre colgada del cuello.

              —Vamos allá... ¿Qué te parece así? Queridos padres —señaló con la punta de la pluma las palabras escritas en el encabezado.

              —Muy bien, muy bien...

              —Gracias a Dios, me encuentro muy bien de salud... —escribía y repetía en voz alta Antonio.

              —Eso mismo, eso mismo quería decirles yo —decía el labriego, asintiendo con la cabeza.

              —Bien... ¿Y qué más les quieres decir?

              —Ummm...

              —¿Qué tal si les dices que comes bien, que te sientes bien...?

              —Eso, eso mismo... Sí, que como tres veces al día, que no paso hambre; que en el camastro no se duerme nada mal... —se arrancó Mariano.

              —Muy bien, ya lo estoy escribiendo —decía Antonio, mojando la punta de la pluma en la tinta azul—. Y qué te parece si le dices que has aprendido a disparar el mosquete y tienes buena puntería; que ya no andas descalzo, que has estrenado unas botas...

              —Eso les va a gustar. Así se sentirán orgullosos de su hijo —sonreía de oreja a oreja—. Aunque lo de la puntería...

              —Ya sabemos que no se debe mentir, Mariano, pero una mentira piadosa que haga feliz a unos padres, seguro que debe contar con todas las bendiciones de Dios Nuestro Señor.

              —Ahhh... Claro... Pues escribe también que rezo cada noche como me pidió mi madre.

              —¿Y eso es verdad, Mariano?

              —Es una mentira piadosa. ¿No? Es para hacer feliz a mi madre...

              —Esa no es una mentira piadosa, Mariano.

              —¿Y... que cada noche doy un beso al crucifijo y si no me quedo dormido antes rezo un Padrenuestro y un Ave María?

              —Eso seguro que sí es cierto. Así que lo escribimos.

              Al rato, Antonio había escrito una docena de circunstancias que alegrarían a los padres del otrora jornalero, ya soldado de los ejércitos de España. También se había ocupado de apuntar a Mariano que era de educación y de buen hijo desear a sus padres y hermanos que se encontraran bien de salud y que Dios los tuviese bajo su protección. Al término de la misiva, Antonio leyó la carta, despacio.

              —»... Vuestro hijo que os quiere y respeta, Mariano.

              En La Habana, Isla de Cuba, a 21 de septiembre de 1699».

              —Qué bien que me ha sonado esa carta, Antonio... Dame un abrazo, amigo —decía Mariano, colgándose del cuello de Antonio, a quien emocionó esa prueba de sincero agradecimiento.

              —Y ahora vamos contigo, Paquito —que así llamaba últimamente Antonio al chicharrero.

              —Oye... —dijo rascándose la cabeza el pescador.

              —¿Qué me quieres decir, Cicerón? —bromeó el matancero.

              —Que estaba pensando... que como mis padres no sabrán de la carta que Mariano les ha escrito a los suyos... y si a Mariano no le parece mal, que a mis padres les haría muy felices recibir una carta igual, que tan bonita ha salido. Vamos, que diga lo mismo —propuso Paco, con la sensación de quitarse un gran peso de encima.

              —A mí me parece bien —afirmó Antonio, mirando a Mariano, que se encogió de hombros.

              —Hecho, pero me invitas a un cubilete de aguardiente, por el esfuerzo de pensar que he tenido que hacer —apuró el sauzalero.

              —Mucho esfuerzo has hecho tú. Y además, es a Antonio a quien tenemos que invitar los dos a un vasito de aguardiente o de vino, a su elección; que sin él, ni carta ni ná de ná.

              —Ni aguardiente ni vino serán necesarios, que no tenéis nada que pagarme, y además ya sabéis que no soy amigo de tabernas ni de los bullicios que por ellas se estilan. Y ahora, vamos a por la carta, en la que excluiremos la mención al beso de la cruz de cada noche, que tú, Paquito, no tienes crucifijo alguno —observó el paciente escribano, con ganas de volver a la lectura de Las Filípicas.

              —Pero lo de la buena puntería sí que lo dejamos —se apuró a asegurar Paquito.

              —Hombre, por supuesto. Diremos que tienes una magnífica puntería, que eso hará que tus padres se sientan orgullosos de ti.

 

 

Una semana después, partieron a España, además de una carta que Antonio escribió a sus padres, las de Paquito y Mariano y la de una treintena de soldados entre los que se había corrido la voz de que Antonio Benavides las escribía de buena gana sin cobrar un maravedí; tan sólo pidiendo que el interesado aportase el papel, que hasta la pluma y la tinta lo ponía él. Las misivas con noticias del Nuevo Mundo viajaban en una corbeta española, que haría la travesía en compañía de dos fragatas y un galeón de sesenta cañones. Desde las almenas del castillo del Morro, como todos llamaban a la fortaleza, por eso de acortar nombre tan largo, los tres amigos tinerfeños observaron a la pequeña escuadra cruzar la bocana de la bahía habanera. Antonio estaba de guardia esa mañana.

              Lo que a los soldados en general suponía una tediosa labor, la guardia en el castillo, para Antonio Benavides resultaba un entretenimiento inigualable. Los centinelas solían departir entre ellos, fumando un cigarrillo de vez en cuando. Hablaban de sus amoríos con las muchachas de la ciudad, lo ganado o perdido en las partidas de cartas que echaban en las tabernas, o sobre cualquier cotilleo cuartelero. El caso era pasar la guardia lo más distraídamente posible. Sin embargo, para Antonio, aquellas jornadas en las murallas del castillo suponían una oportunidad singular para reflexionar sobre muchas cosas que le inquietaban o simplemente interesaban, contemplando el inmenso océano o aguzando la vista entre los barcos fondeados en la bahía. Trataba siempre de hacer la guardia en las murallas de la bocana. Desde aquellas almenas no perdía detalle de cada buque que arribaba a puerto, y así había aprendido a diferenciar unos barcos de otros. Oteaba el horizonte en busca de buques enemigos; o disfrutaba de la belleza del mar en calma o embravecido. No sabía qué le gustaba más, si la paz que le inspiraban las aguas del Atlántico echadas como las de un lago sobre las que el sol se reflejaba, o el vigor que crecía en él al contemplar las olas reventar contra las rocas sobre las que se levantaban las formidables murallas de la fortaleza del Morro. En unas y otras ocasiones, siempre recordaba a Josefina, y hablaba para sí, como si ella le escuchara. Le contaba lo que veía, y se lo describía cual lienzo magistral, señalando cada detalle de la hermosa naturaleza. Cuando el viento le daba en la cara, le llegaba el olor a mar, entonces cerraba los ojos e imaginaba la costa del norte de Tenerife; aquel paisaje que había presenciado en miles de ocasiones; aquel mar que se enrojecía al engullir al sol cada atardecer.

              Con el mosquete en bandolera, los soldados que hacían la guardia sobre las plataformas altas del castillo paseaban de un lado a otro. El cabo de guardia subía a las almenas de vez en cuando, echaba un vistazo a la lejanía, cambiaba impresiones con alguno de sus hombres y se volvía al cuerpo de guardia. En ocasiones era un oficial quien se asomaba al horizonte desde los altos muros, y no pocas veces, al hallar a Benavides de servicio, se entretenía charlando un rato con él. Esa circunstancia sorprendía a los veteranos, no así a los recién llegados con Antonio, que sabían del conocimiento que éste guardaba sobre tantas cosas, y que le había granjeado la simpatía y consideración de los mandos.

              Esa soleada mañana de finales de marzo, el capitán Montañés, un joven oficial santanderino, hombre de buena planta y mejor talante, además de compañero de armas, amigo de Trujillo, saludó a Benavides, que al estar absorto en sus pensamientos y la vista perdida en el océano, no se había percatado de su presencia.

              —Cadete Benavides —oyó Antonio a su espalda.

              —A sus órdenes, mi capitán —saludó en posición de firme al reconocer al superior.

              —Descansa, cadete. No había tenido ocasión de hablar contigo.

              —Pues aquí me tiene vuestra merced, para lo que pueda serviros.

              —He sido informado de que tienes la mejor puntuación en las prácticas de tiro de todo el regimiento.

              —No sabía que fuera la mejor, mi capitán.

              —Pues así es. ¿Habías tirado antes?

              —No, mi capitán; nunca hasta ahora. Pero siempre he tenido buen pulso y buena vista.

              —Será eso... Me ha hablado de ti el capitán Trujillo, y es la primera vez que lo hace en términos de tan alta valoración sobre un recién llegado.

              —El capitán Trujillo me aprecia, y yo a él. Mi familia tuvo el honor de ofrecerle alojamiento durante los días que pasó recorriendo el norte de Tenerife, en su labor de reclutamiento de mozos.

              —Estoy al tanto de esa circunstancia, Benavides —le aclaró Montañés—. Y también me ha dicho que tienes conocimientos de historia, literatura, filosofía... y que sabes de números.

              —Dediqué muchas horas a la lectura, mi capitán. Y desde muy niño mi padre me enseñó los números y las operaciones para llevar las cuentas de la finca y los jornales de los campesinos que trabajaban la tierra.

              —No es habitual en hombres de tu origen, aun siendo una familia acomodada la tuya. Y está muy bien que así sea, Benavides. Lo que también es cierto es que nuestro ejército necesita de hombres con tu talento y tu buen talante, del que también estoy informado. Por cierto, Benavides, ¿cuántas cartas para las familias de tus compañeros llevas ya escritas? —inquirió con curiosidad.

              —He perdido la cuenta, mi capitán... Entre treinta y cuarenta, quizá. Y lo hago con mucho gusto y gran satisfacción.

              —¿Sabes que antes de tu llegada, otro soldado se ganaba sus buenos reales escribiendo esas mismas cartas, por las que tú no cobras? Vamos, que le estás quitando la clientela, y sin ánimo de lucro. Que de toda mosca que vuela en el Morro, yo estoy enterado —afirmó el capitán.

              —Eso tengo entendido, mi capitán. Y no es mi intención fastidiar el negocio de nadie, pero no puedo negarle a un compañero favor tan importante.

              —Se te ve hombre fornido, además de inteligente, que ha de saber defenderse de palabra y obra. Pero no obstante, por el orden y buena convivencia en esta unidad, si Romeral, que así se llama el paisano, te molestase por esta causa de las cartas, házmelo saber.

              —Gracias, mi capitán; pero estoy seguro de que no habrá ningún problema.

              A la mañana siguiente, saliendo de guardia, al entregar el mosquete y la munición en el armero, Antonio se tropezó con Romeral, veterano nacido en Granada, alto y delgado, de rostro seco como la mojama. Éste lo miró como si se hubiese encontrado con el mismísimo Belcebú; arrugó el gesto y achicó los ojos.

              —Mira a quién tenemos aquí —dijo entre dientes, acercándose a Benavides.

              Antonio le sonrió.

              —Romeral —saludó en tono amable y firme a la vez.

              —El mismo. Juan Miguel Fernández Romeral. Siempre me han llamado por el apellido de mi madre —afirmó, estrechándole la mano. Ya veo que conoces cómo me llamo.

              —Sí, poco a poco nos vamos aprendiendo todos los nombres de todos. Aunque tú y yo apenas hemos coincidido... Antonio Benavides González, para servirte.

              —Ya... Pareces un buen tipo, Benavides... Por eso creo que no me estás haciendo la puñeta... a sabiendas... ¿Sabes a qué me refiero? Por supuesto que lo sabes...

              —¿La puñeta? Jamás le haría la puñeta conscientemente a nadie, y menos a un compañero de armas. Explícate, por favor —dijo, haciéndose el ignorante.

              —Estás escribiéndoles las cartas a todo hijo de vecino que te lo pide, ¿o no?

              —Sí, a los compañeros que no saben escribir.

              —Y sin cobrarles nada, para colmo. Si al menos cobrases el trabajo...

              —Un favor no se cobra. Otra cosa sería que viviese de eso —aclaró Antonio.

              —Hasta que se ha corrido la voz de tu generosidad, Benavides, yo escribía esas cartas —dijo Romeral, alzando un tanto la voz, hecho que Antonio prefirió pasar por alto.

              —¿Y quién te impide que lo sigas haciendo?

              —¿Quién? ¿Me lo preguntas en serio? Si tú las escribes gratis, ¿quién me va a encargar que le escriba una carta a cambio de seis maravedíes? Que es el precio justo que yo cobraba hasta que tú has aparecido, cabeza de chorlito inoportuno —le espetó Romeral, en tono agrio, volviendo a alzar la voz y haciendo aspavientos.

              —Voy a aclararte algunas cosas, Romeral —comenzó a decirle sin alterarse en lo más mínimo, ante la atenta mirada de la docena de soldados del cambio de guardia—. En primer lugar, no vuelvas ni a levantarme la voz ni a ofenderme como acabas de hacer. Estoy harto de tratar con hombres mucho más curtidos que tú y con arrestos para dar y tomar, así que no me impresiona en absoluto tu tono bravucón. Y en segundo lugar, escribiendo las cartas de nuestros compañeros, no pretendo perjudicar tu negocio, que me parece muy lícito. De hecho, a veces, me supone una molestia, porque no siempre tiene uno la cabeza para según qué cosas. Y aunque no tengo por qué darte explicaciones, hasta ahí podíamos llegar, sólo me he ofrecido a dos buenos amigos. Luego, han venido los demás. Y ten por seguro, Romeral, que no voy a negarle ese favor a un hombre que no sabe escribir, si es eso lo que pretendes. Y mientras que el escribir cartas ajenas no sea mi oficio, no cobraré por ello, y menos a compañeros de armas, por lo general gente humilde. Es todo lo que tengo que decirte. Y ahora, te ruego que me disculpes, tengo cosas que hacer —y diciendo esto, dejó a Romeral con la palabra en la boca.

              —Te has echado un problema encima, Benavides; un serio problema —acertó a mascullar para sí Romeral, cuando Antonio ya se había alejado.

La cruz de plata
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