Diario
Lunes, 29 de enero de 1932
Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo. Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una evidencia. Se instaló solapadamente poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más. Una vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció tranquilo, y pude persuadirme de que no tenía nada, de que era una falsa alarma. Y ahora crece.
No creo que el oficio de historiador predisponga al análisis psicológico. En nuestro trabajo sólo tenemos que habérnoslas con sentimientos a los cuales se aplican nombres genéricos, como ambición, interés. Sin embargo, si tuviera una sombra de conocimiento de mí mismo, ahora debería utilizarlo.
Por ejemplo, en mis manos hay algo nuevo, cierta manera de tomar la pipa o el tenedor. O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de hacerse tomar; no sé. Hace un instante, cuando iba a entrar en mi cuarto, me detuve en seco al sentir en la mano un objeto frío que retenía mi atención con una especie de personalidad. Abrí la mano, miré: era simplemente el picaporte. Esta mañana en la biblioteca, cuando el Autodidacto[5] vino a darme los buenos días, tardé diez segundos en reconocerlo. Veía un rostro desconocido, apenas un rostro. Y además su mano era como un grueso gusano blanco en la mía. La solté en seguida y el brazo cayó blandamente.
También en la calle hay una cantidad de ruidos turbios que se arrastran. Por lo tanto se ha producido un cambio durante estas últimas semanas. ¿Pero dónde? Es un cambio abstracto que no se apoya en nada. ¿Soy yo quien ha cambiado? Si no soy yo, entonces es este cuarto, esta ciudad, esta naturaleza; hay que elegir.
Creo que soy yo quien ha cambiado; es la solución más simple. También la más desagradable. Pero debo reconocer que estoy sujeto a estas súbitas transformaciones. Lo que pasa es que rara vez pienso; entonces sin darme cuenta, se acumula en mí una multitud de pequeñas metamorfosis, y un buen día se produce una verdadera revolución. Es lo que ha dado a mi vida este aspecto desconcertante, incoherente. Cuando salí de Francia, por ejemplo, muchos dijeron que había partido por capricho. Y cuando regresé bruscamente después de seis años de viaje, todavía se hubiera podido hablar muy bien de capricho. Aún me veo en la oficina de aquel funcionario francés que renunció el año pasado a consecuencia del asunto Pétrou. Marcel se dirigía a Bengala con una misión arqueológica. Yo siempre había deseado ir a Bengala y Marcel me apremiaba para que me uniera a él. Ahora me pregunto por qué. Pienso que no estaba seguro del Portal y contaba conmigo para no perderlo de vista. Yo no tenía ningún motivo para negarme. Y aunque en aquella época hubiese presentido la pequeña tramoya contra Portal, era una razón más para aceptar con entusiasmo. Bueno, pues estaba paralizado y no podía decir una palabra. Miraba fijo una pequeña estatuita kmer, sobre una carpeta verde, al lado de un aparato telefónico. Me sentía lleno de linfa o leche tibia. Mercier me decía, con cierta irritación velada por una paciencia angélica:
—Claro, yo necesito estar seguro oficialmente. Sé que acabará usted por decir que sí; sería preferible aceptar en seguida.
Marcel tiene una barba de un negro rojizo, muy perfumada. A cada movimiento de su cabeza, yo respiraba una bocanada de perfume. Y de pronto me desperté de un sueño de seis años.
La estatua me pareció desagradable y estúpida, y sentí que me aburría profundamente. No lograba comprender por qué estaba yo en Indochina. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué hablaba con esa gente? ¿Por qué iba vestido de una manera tan rara? Mi pasión estaba muerta. Me había arrebatado y arrastrado: en la actualidad me sentía vacío. Pero esto no era lo peor; delante de mí, plantada con una especie de indolencia, había una idea voluminosa e insípida. No sé muy bien qué era, pero no podía mirarla, tanto me repugnaba. Todo esto se confundía para mí con el perfume de la barba de Mercier.
Me sacudí, exasperado y colérico contra él; respondí secamente:
—Se lo agradezco, pero creo que he viajado bastante; ahora tengo que volver a Francia.
A los dos días tomaba el barco para Marsella.
Si no me equivoco, si todos los signos que se acumulan son precursores de una nueva conmoción en mi vida, bueno, tengo miedo. No es que mi vida sea rica, ni densa, ni preciosa. Pero tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí, ¿y arrastrarme a dónde? ¿Será necesario una vez más que me vaya, que deje todo lo proyectado, mis investigaciones, mi libro? ¿Me despertaré dentro de algunos meses, dentro de algunos años, roto, decepcionado, en medio de nuevas ruinas? Quisiera ver claro en mí antes de que sea demasiado tarde.
Martes, 30 de enero
Nada nuevo.
He trabajado de nueve a una en la biblioteca. Dejé listo el capítulo XII y todo lo concerniente a la estadía de Rollebon en Rusia, hasta la muerte de Pablo I. Es trabajo terminado; queda así hasta pasarlo en limpio.
Es la una y media. Estoy en el café Mably, como un sándwich, todo es casi normal. Además, en los cafés todo es siempre normal, y especialmente en el café Mably, gracias al encargado, M. Fasquelle, que ostenta en su cara un aire canallesco muy positivo y tranquilizador. Pronto será la hora de la siesta y tiene los ojos rosados, pero su porte sigue siendo vivo y decidido. Se pasea entre las mesas y se acerca confidencialmente a los parroquianos:
—¿Está bien así, señor?
Sonrío al verlo tan vivaz; a las horas en que su establecimiento se vacía, también su cabeza se vacía. De dos a cuatro el café queda desierto; entonces M. Fasquelle da unos pasos con aire estúpido, los mozos apagan las luces y él se desliza en la inconsciencia; cuando este hombre está solo, se duerme.
Todavía hay unos veinte clientes, célibes, modestos ingenieros, empleados. Almuerzan rápidamente en pensiones de familia que ellos llaman ranchos, y como necesitan un poco de lujo, vienen aquí, después de la comida, toman un café y juegan al poker de ases; hacen un poco de ruido, un ruido inconsistente que no me molesta. También ellos necesitan ser muchos para existir.
Yo vivo solo, completamente solo. Nunca hablo con nadie; no recibo nada, no doy nada. El Autodidacto no cuenta. Está Françoise, la patrona del Rendez-vous des Cheminots. ¿Pero acaso le hablo? A veces, después de la cena, cuando me sirve un bock, le pregunto:
—¿Tiene usted tiempo esta noche?
Nunca dice que no, y la sigo a una de las grandes habitaciones del primer piso, que alquila por hora o por día. No le pago; hacemos el amor de igual a igual. A ella le gusta (necesita un hombre diariamente, y tiene muchos otros, además de mí), y yo me purgo así de ciertas melancolías cuya causa conozco demasiado bien. Pero cambiamos apenas unas palabras. ¿A santo de qué? Cada uno para sí; por lo demás, a sus ojos continúo siendo ante todo un cliente del café. Me dice, quitándose el vestido:
—Dígame, ¿conoce usted el aperitivo Bricot? Porque dos clientes lo han pedido esta semana. La chica no sabía, vino a avisarme. Eran viajeros; lo habrán bebido en París. Pero no me gusta comprar sin saber. Si no le molesta, me dejaré las medias.
En otra época —aun mucho después de que me dejó— pensaba en Anny. Ahora ya no pienso en nadie; ni siquiera me cuido de buscar palabras. La cosa se desliza en mí más o menos rápido; no fijo nada, la dejo correr. La mayor parte del tiempo, al no unirse a palabras, mis pensamientos quedan en nieblas. Dibujan formas vagas y agradables, se disipan; enseguida los olvido.
Esos jóvenes me maravillan; mientras beben el café cuentan historias claras y verosímiles. Si se les pregunta qué han hecho ayer, no se turban: os enteran en dos palabras. En su lugar, yo farfullaría. Es cierto que desde hace mucho nadie se ocupa de cómo empleo el tiempo. El que vive solo ni siquiera sabe qué es contar; lo verosímil desaparece al mismo tiempo que los amigos. También deja correr los acontecimientos; ve surgir bruscamente gentes que hablan y se van; se sumerge en historias sin pies ni cabeza; sería un execrable testigo. Pero, en compensación, no pasa por alto todo lo inverosímil, todo lo que nadie creería en los cafés. Por ejemplo, el sábado, a eso de las cuatro de la tarde, en el caminito de tablas del depósito de la estación, una mujercita de celeste corría hacia atrás, riendo, agitando un pañuelo. Al mismo tiempo, un negro con impermeable crema, zapatos amarillos y sombrero verde, doblaba la esquina y silbaba. La mujer tropezó con él, siempre retrocediendo, bajo una linterna suspendida en la empalizada, que se enciende a la noche. Había, pues, allí, al mismo tiempo, el cerco que huele a madera mojada, la linterna, la mujercita rubia en los brazos del negro, bajo un cielo de fuego. De haber sido cuatro o cinco, supongo que hubiéramos notado el choque, todos aquellos colores tiernos, el hermoso abrigo azul que parecía un edredón, el impermeable claro, los vidrios rojos de la linterna; nos hubiéramos reído de la estupefacción que manifestaban esos dos rostros de niños.
Es raro que un hombre solo tenga ganas de reír; el conjunto se animó para mí de un sentido muy fuerte y hasta hosco, pero puro. Después se dislocó; sólo quedó la linterna, la empalizada, el cielo; todavía era bastante bello. Una hora después la linterna estaba encendida, soplaba el viento, el cielo en negro; ya no restaba absolutamente nada.
Todo esto no es muy nuevo; nunca he negado estas emociones inofensivas; al contrario. Para sentirlas basta estar un poquito solo, justo lo necesario para desembarazarse de la verosimilitud en el momento oportuno. Pero me quedaba cerca de las gentes, en la superficie de la soledad, decidido a refugiarme, en caso de alarma, en medio de ellas; en el fondo era hasta entonces un aficionado.
Ahora, en todas partes hay cosas como este vaso de cerveza, aquí, sobre la mesa. Cuando lo veo me dan ganas de decir: pido, no juego más. Comprendo muy bien que he ido demasiado lejos. Supongo que uno no puede prever los inconvenientes de la soledad. Esto no quiere decir que mire debajo de la cama antes de acostarme, ni que tema ver abrirse bruscamente la puerta de mi cuarto en mitad de la noche. Pero de todos modos, estoy inquieto; hace una media hora que evito mirar este vaso de cerveza. Miro encima, debajo, a derecha, a izquierda; pero a él no quiero verlo. Y sé muy bien que todos los célibes que me rodean no pueden ayudarme en nada; es demasiado tarde, ya no puedo refugiarme entre ellos. Vendrían a palmearme el hombro, me dirían: “Bueno, ¿qué tiene este vaso de cerveza? Es como los otros. Es biselado, con un asa, lleva un escudito con una pala y sobre el escudo una inscripción: Spatenbräu”. Sé todo esto, pero sé que hay otra cosa. Casi nada. Pero ya no puedo explicar lo que veo. A nadie. Ahora me deslizo despacito al fondo del agua, hacia el miedo.
Estoy solo en medio de estas voces alegres y razonables. Todos esos tipos se pasan el tiempo explicándose, reconociendo con felicidad que comparten las mismas opiniones. Qué importancia conceden, Dios mío, al hecho de pensar todos juntos las mismas cosas. Basta ver la cara que ponen cuando pasa entre ellos uno de esos hombres con ojos de pescado que parecen mirar hacia adentro, y con los cuales nunca pueden ponerse de acuerdo. Cuando yo tenía ocho años y jugaba en el Luxemburgo, había uno que iba a sentarse en una silla junto a la verja que costea la calle Auguste Comte. No hablaba, pero de vez en cuando extendía la pierna y se miraba el pie con aire espantado. En ese pie llevaba un botín, en el otro una pantufla. El guardián dijo a mi tía que era un antiguo celador. Lo habían jubilado porque fue a clase a leer las notas trimestrales con frac de académico. Le teníamos un miedo horrible porque sabíamos que estaba solo. Un día sonrió a Robert tendiéndole los brazos desde lejos; Robert estuvo a punto de desvanecerse. No era el aire miserable de aquel tipo lo que nos daba miedo, ni el tumor que tenía en el pescuezo y que el borde del cuello postizo rozaba; sentíamos que elaboraba en su cabeza pensamientos de cangrejo o langosta. Y nos aterrorizaba que pudieran concebirse pensamientos de langosta sobre la silla, sobre nuestros aros, sobre los arbustos.
¿Es eso lo que me espera? Por primera vez me hastía estar solo. Quisiera hablar a alguien de lo que me pasa, antes de que sea demasiado tarde, antes de inspirar miedo a los chiquillos. Quisiera que Anny estuviese aquí.
Es curioso: acabo de llenar diez páginas y no he dicho la verdad, por lo menos no toda la verdad. Cuando escribí, debajo de la fecha: “Nada nuevo”, tenía la conciencia intranquila por esto: en realidad una pequeña historia, que no es ni vergonzosa ni extraordinaria, se negaba a salir. “Nada nuevo”. Me admira cómo se puede mentir poniendo a la razón de parte de uno. Evidentemente, no se produjo nada nuevo, si se quiere: esta mañana, a las ocho y cuarto, cuando salí del hotel Printania para ir a la biblioteca, quise levantar un papel que había en el suelo y no pude. Esto es todo, y ni siquiera es un acontecimiento. Sí, pero para decir toda la verdad, me impresionó profundamente: pensé que ya no era libre. En la biblioteca traté de librarme de esta idea, sin conseguirlo. Quise huirle en el café Mably. Esperaba que se disiparía con las luces. Pero se quedó allí, en mi interior, pesada y dolorosa. Ella me dictó las páginas anteriores.
¿Por qué no la mencioné? Ha de ser por orgullo y también un poco por torpeza. No tengo costumbre de contarme lo que me sucede, por eso me resulta difícil encontrar la sucesión de los acontecimientos, no distingo lo que es importante. Pero ahora se acabó; he releído lo escrito en el café Mably y me ha dado vergüenza; no quiero secretos, ni estados de alma, ni cosas indecibles; no soy ni virgen ni sacerdote para jugar a la vida interior.
No hay gran cosa que decir: no pude levantar el papel, eso es todo.
Me gusta mucho recoger las castañas, los trapos viejos, sobre todo los papeles. Me resulta agradable cogerlos, cerrar mi mano sobre ellos; por poco me los llevaría a la boca como los niños. Anny montaba en cólera cuando me veía levantar por una punta papeles pesados y untuosos, pero probablemente sucios de excrementos. En verano o a comienzos del otoño se encuentran en los jardines pedazos de periódicos que el sol ha cocinado, secos y quebradizos como hojas muertas, tan amarillos que se dirían pasados por ácido pícrico. En invierno hay montones de papeles aplastados, sucios; vuelven a la tierra. Otros nuevos, y hasta lustrosos, blancos, palpitantes, se posan como cisnes, pero la tierra ya los deshace por debajo. Se retuercen, escapan al fango, para ir a aplastarse un poco más lejos, definitivamente. Es lindo recoger todo eso. A veces los palpo simplemente, mirándolos de muy cerca; otras los rompo para oír su larga crepitación, o bien, si están muy húmedos, les prendo fuego con no poco trabajo; después me limpio las palmas de las manos embarradas en una pared o en el tronco de un árbol.
Pues bien, hoy estaba mirando las botas leonadas de un oficial de caballería que salía del cuartel. Al seguirlas con la mirada, vi un papel junto a un charco. Creí que el oficial iba a hundir con el tacón el papel en el barro; pero no: de un tranco pasó por encima del papel y del charco. Me acerqué: era una hoja rayada, sin duda de un cuaderno de escuela. La lluvia la había empapado y retorcido; estaba llena de granitos e hinchazones como una mano quemada. La línea roja del margen, desteñida, había dejado una sombra color de rosa; la tinta estaba corrida en algunos lugares. La parte inferior de la hoja desaparecía bajo una costra de barro. Me incliné; ya me regocijaba pensando en tocar la pasta tierna y fresca que formaría entre mis dedos bolitas grises… No pude.
Me quedé agachado un segundo; leí: “Dictado: El búho blanco”, después me incorporé con las manos vacías. Ya no soy libre, ya no puedo hacer lo que quiero.
Los objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos; son útiles, nada más. Y a mí me tocan; es insoportable. Tengo miedo de entrar en contacto con ellos como si fueran animales vivos.
Ahora veo; recuerdo mejor lo que sentí el otro día, a la orilla del mar, cuando tenía el guijarro. Era una especie de repugnancia dulzona. ¡Qué desagradable era! Y procedía del guijarro, estoy seguro; pasaba del guijarro a mis manos. Sí, es eso, es eso; una especie de náusea en las manos.
Jueves por la mañana, en la biblioteca
Hace un rato, al bajar la escalera del hotel, oí a Lucie que por centésima vez se quejaba a la patrona mientras enceraba los peldaños. La patrona hablaba con esfuerzo, usando frases cortas porque aún no se había puesto la dentadura postiza; estaba casi desnuda, con una bata rosada y babuchas. Lucie sucia, como de costumbre; de vez en cuando dejaba de frotar y se erguía sobre las rodillas para mirar a la patrona. Hablaba sin interrupción, con aire razonable.
—Preferiría mil veces que la corriera —decía—; a mí me daría lo mismo puesto que no le haría daño.
Hablaba de su marido: al frisar los cuarenta años esta negrita consiguió, con sus economías, un joven maravilloso, ajustador en las fábricas Lecointe. Es desgraciada en el matrimonio. Su marido no le pega, no la engaña; bebe, vuelve borracho todas las noches. Anda de mal en peor; en tres meses lo he visto ponerse amarillo y consumido. Lucie piensa que es la bebida. Yo creo más bien que está tuberculoso.
—Hay que tomarlo con calma —decía Lucie.
Esto la corroe, estoy seguro, pero lenta, pacientemente; ella lo toma con calma, no es capaz de consolarse ni de abandonarse a su mal. Piensa en él un poquitito, muy poquitito, de vez en cuando. Sobre todo cuando está acompañada, porque la consuelan, y también porque le alivia Un poco poder hablar del asunto en tono pausado, como si diera consejos. Cuando está sola en las habitaciones oigo cómo canturrea para no pensar. Pero vive todo el día taciturna; en seguida se cansa y se enfada:
—Es aquí —dice, tocándose la garganta—, no pasa.
Parece como una avara. También ha de ser avara con sus placeres. Me pregunto si a veces no desea verse libre de ese dolor monótono, de ese masculleo que vuelve no bien deja de cantar; me pregunto si no desea sufrir un buen golpe, hundirse en la desesperación. Pero de todos modos, sería imposible: está atada.
Jueves por la tarde
“M. de Rollebon era muy feo. La reina María Antonieta lo llamaba por lo general su ‘querida mona’. Sin embargo, tenía todas las mujeres de la corte, no porque hiciera bufonadas, como Voisenan, el macaco, sino por un magnetismo que impulsaba a sus bellas conquistas a los peores excesos de la pasión. Rollebon intriga, desempeña un papel bastante turbio en el asunto del collar y desaparece en 1790, después de mantener relaciones continuas con Mirabeau-Tonneau y Nerciat. Aparece en Rusia, donde asesina en cierto modo a Pablo I, y desde allí viaja a los países más lejanos, a las Indias, a China, al Turquestán. Trafica, maquina, espía. En 1813 vuelve a París. En 1816 ha alcanzado todo su poder: es el único confidente de la duquesa de Angulema. Esta vieja caprichosa, obstinada en horribles recuerdos de infancia, se apacigua y sonríe cuando lo ve. Gracias a ella Rollebon hace y deshace en la corte. En marzo de 1820 casa con Mlle. de Roquelaure, muy bella, de dieciocho años. M. de Rollebon tiene setenta; ha llegado a la cumbre de los honores, al apogeo de su vida. Siete meses más tarde, acusado de traición, es apresado y arrojado a un calabozo donde muere después de cinco años de cautiverio, sin habérsele instruido proceso.”
He releído con melancolía esta nota de Germain Berger[6]. A través de estas escasas líneas conocí a M. de Rollebon. ¡Qué seductor me pareció, y cómo me gustó en seguida por estas pocas palabras! Por él, por este buen hombre estoy aquí. Cuando regresé de viaje, hubiera podido igualmente radicarme en París o Marsella. Pero la mayoría de los documentos que conciernen a las largas estadas del marqués en Francia, figuran en la biblioteca municipal de Bouville. Rollebon era castellano de Marommes. Antes de la guerra aún quedaba en este villorrio uno de sus descendientes, un arquitecto llamado Rollebon-Campouyré, quien, a su muerte, en 1912, hizo un importante legado a la biblioteca de Bouville: cartas del marqués, un fragmento de diario, papeles de todas clases. Aún no lo hurgué todo.
Me alegra haber encontrado estas notas. Hace diez años que no las releo. Me parece que mi letra ha cambiado; antes escribía más prieto. ¡Cómo me gustaba M. de Rollebon aquel año! Recuerdo una noche, un martes a la noche; había trabajado todo el día en la Mazarine; acababa de adivinar, por su correspondencia de 1789-1790, su manera magistral de envolver a Nerciat. Estaba oscuro; yo descendía por la avenida del Maine y en la esquina de la calle de la Gaîté compré castañas. ¡Qué feliz era! Me reía solo pensando en la cara de Nerciat cuando regresó de Alemania. El rostro del marqués es como esta tinta; ha palidecido mucho desde que me ocupo de él.
Ante todo, a partir de 1801 no comprendo nada más de su conducta. No es que escaseen documentos: cartas, trozos de memorias, informes secretos, archivos de policía. Al contrario, casi tengo demasiados. Lo que falta en todos esos testimonios es firmeza, consistencia. No se contradicen, no, pero tampoco concuerdan; no parecen concernir a la misma persona. Y, sin embargo, los otros historiadores trabajan sobre noticias del mismo tipo. ¿Cómo hacen? ¿Soy más escrupuloso o menos inteligente? Además, planteado de esta manera, el asunto me deja completamente frió. En el fondo, ¿qué busco? No sé. Durante mucho tiempo el hombre, Rollebon, me interesó más que el libro por escribir. Pero ahora el hombre… el hombre comienza a aburrirme. Me apego al libro, siento una necesidad cada vez más fuerte de escribirlo —a medida que envejezco, se diría.
Evidentemente, puede admitirse que Rollebon tomó parte activa en el asesinato de Pablo I; que aceptó en seguida una misión de alto espionaje en Oriente por cuenta del zar, y traicionó constantemente a Alejandro en provecho de Napoleón. Al mismo tiempo pudo mantener una activa correspondencia con el conde de Artois, enviándole informes de poca importancia para convencerlo de su fidelidad; nada de todo esto es inverosímil; en la misma época Foucbé representaba una comedia mucho más compleja y peligrosa. Acaso también el marqués hiciera por su cuenta tráfico de fusiles con los principados asiáticos.
Bueno, sí, pudo hacer todo esto, pero no está probado; comienzo a creer que nunca se puede probar nada. Éstas son hipótesis juiciosas que explican los hechos; pero veo tan bien que proceden de mí, que son simplemente una manera de unificar mis conocimientos. Ni una chispa viene del lado de Rollebon. Lentos, perezosos, fastidiados, los hechos se acomodan en rigor al orden que yo quiero darles; pero éste sigue siendo exterior a ellos. Tengo la impresión de hacer un trabajo puramente imaginativo. Además estoy seguro de que los personajes de una novela parecerían más verdaderos; en todo caso, serían más agradables.
Viernes
Las tres. Las tres, siempre es demasiado tarde o demasiado temprano para lo que uno quiere hacer. Momento absurdo de la tarde. Hoy es intolerable.
Un sol frío blanquea el polvo de los vidrios. Cielo pálido, borroneado de blanco. El agua de las alcantarillas estaba helada esta mañana.
Digiero con pesadez, cerca del calorífero; sé de antemano que es un día perdido. No haré nada bueno, salvo, quizá, cuando haya caído la noche. Es por el sol; dora vagamente sucias brumas blancas, suspendidas en el aire sobre el depósito; se escurre en mi cuarto, muy rubio, muy pálido; pone sobre mi mesa cuatro reflejos desteñidos y falsos.
Mi pipa está embadurnada con un barniz dorado que primero atrae la mirada por su aparente alegría; uno la mira, el barniz se derrite, sólo queda una gran huella descolorida sobre un pedazo de madera. Y todo es así, todo, hasta mis manos. Cuando hay este sol, lo mejor sería ir a acostarse. Sólo que dormí como una bestia anoche y no tengo sueño.
Me gustaba tanto el cielo de ayer, un cielo estrecho, negro de lluvia, que se apretaba contra los vidrios como un rostro ridículo y conmovedor. Este sol no es ridículo, al contrario. Sobre todas las cosas que me gustan, sobre la herrumbre del depósito, sobre las tablas podridas de la empalizada, cae una luz avara y razonable, semejante a la mirada que, después de una noche insomne, echamos a las decisiones tomadas con entusiasmo la víspera, a las páginas escritas sin tachaduras, de un tirón. Los cuatro cafés del bulevar Victor-Noir, que resplandecen de noche, juntos, y que son mucho más que cafés —acuarios, navíos, estrellas o grandes ojos blancos—, han perdido su gracia ambigua.
Día perfecto para volver sobre uno mismo: las frías claridades que el sol proyecta, como un juicio sin indulgencia, sobre las criaturas, entran en mí por los ojos; me ilumina por dentro una luz empobrecedora. Me bastarían quince minutos, estoy seguro, para llegar al supremo hastío de mí mismo. Muchas gracias, no hay interés. Tampoco releeré lo que escribí ayer sobre la estada de Rollebon en San Petersburgo. Me quedo sentado, con los brazos colgando, o bien trazo algunas palabras, sin ánimo; bostezo, espero que caiga la noche. Cuando esté oscuro, los objetos y yo saldremos del limbo.
¿Participó o no Rollebon en el asesinato de Pablo I? Ésta es la pregunta del día; he llegado hasta aquí y no puedo continuar sin decidirlo.
Según Tcherkoff, estaba pagado por el conde de Pahlen. La mayoría de los conjurados, dice Tcherkoff, se hubieran contentado con deponer al zar y encerrarlo (dicen que Alejandro era, en efecto, partidario de esta solución). Pero parece que Pahlen quiso concluir con Pablo I. Rollebon habría sido el encargado de inducir individualmente a los conjurados al asesinato.
“Hizo una visita a cada uno de ellos y mimó la escena que se produciría con una soltura incomparable. Así inculcó o desarrolló en ellos la locura del crimen.”
Pero desconfío de Tcherkoff. No es un testigo razonable; es un mago sádico y medio loco; todo lo vuelve demoníaco. No veo para nada a M. de Rollebon en este papel melodramático. ¿Habrá mimado la escena del asesinato? ¡Vamos, hombre! Es frío; de ordinario no arrebata a nadie; no muestra: insinúa, y su método, pálido y sin colores, sólo puede dar resultado con hombres de su especie, intrigantes accesibles a las razones, políticos.
“Adhémar de Rollebon” escribe Mme. de Charrières, “no accionaba al hablar, no hacía gestos, no cambiaba de entonación. Mantenía los ojos semicerrados, y apenas si sorprendía uno entre sus pestañas, el borde de las pupilas grises. Hace pocos años me atrevo a confesar que me aburría más allá de lo posible. Hablaba un poco como escribía el padre Mably.”
Y este hombre, con su talento de mimo… Pero entonces, ¿cómo seducía a las mujeres? Y además, hay esta curiosa historia que cuenta Ségur, y que me parece cierta:
“En 1787, en una posada cerca de Moulins, moría un viejo amigo de Diderot, formado por los filósofos. Los sacerdotes de los alrededores estaban extenuados: lo habían intentado todo en vano; el buen hombre no quería últimos sacramentos, era panteísta. M. de Rollebon, que pasaba por allí y no creía en nada, apostó al cura de Moulins que le bastarían dos horas para convertir al enfermo. El cura aceptó la apuesta, y perdió: la tarea empezó a las tres de la mañana, el enfermo se confesó a las cinco y murió a las siete. —¿Es usted tan hábil en el arte de la disputa? —preguntó el cura—. ¡Aventaja a los nuestros! —No he disputado —respondió M. de Rollebon—. Le he hecho temer el infierno.”
Ahora bien, ¿participó efectivamente en el asesinato? Aquella noche, a eso de las ocho, un oficial amigo suyo lo acompañó hasta la puerta. Si volvió a salir, ¿cómo pudo cruzar San Petersburgo sin molestias? Pablo, medio loco, había dado orden de detener, después de las nueve de la noche, a todos los transeúntes, salvo las parteras y los médicos. ¿Hay que creer la absurda leyenda según la cual Rollebon tuvo que disfrazarse de partera para llegar al palacio? Después de todo, era muy capaz. En fin, no estaba en su casa la noche del asesinato; esto parece probado. Alejandro debía de tener fuertes sospechas, pues uno de los primeros actos de su reinado fue alejar al marqués con el vago pretexto de una misión en Extremo Oriente.
M. de Rollebon me harta. Me levanto. Me muevo en esta luz pálida; la veo cambiar sobre mis manos y sobre las mangas de mi chaqueta; no puedo decir hasta qué punto me disgusta. Bostezo. Enciendo la lámpara sobre la mesa; quizá su claridad pueda combatir la del día. Pero no: la lámpara forma alrededor de su pie un charco lastimoso. Apago; me levanto. En la pared hay un agujero blanco, el espejo. Es una trampa. Sé que voy a dejarme atrapar. Ya está. La cosa gris acaba de aparecer en el espejo. Me acerco y la miro; ya no puedo irme.
Es el reflejo de mi rostro. A menudo en estos días perdidos, me quedo contemplándolo. No comprendo nada en este rostro. Los de los otros tienen un sentido. El mío, no. Ni siquiera puedo decidir si es lindo o feo. Pienso que es feo, porque me lo han dicho. Pero no me sorprende. En el fondo, a mí mismo me choca que puedan atribuirle cualidades de ese tipo, como si llamaran lindo o feo a un montón de tierra o a un bloque de piedra.
Sin embargo hay algo agradable a la vista, encima de las regiones blandas de las mejillas, sobre la frente: la hermosa llamarada roja que me dora el cráneo, mi pelo. Es agradable de mirar. Por lo menos es un color definido: estoy contento de ser pelirrojo. Ahí, en el espejo, se hace ver, resplandece. Tengo suerte: si mi frente llevara una de esas cabelleras que no llegan a decidirse entre el castaño y el rubio, mi cara se perdería en el vacío, me daría vértigo.
Mi mirada desciende lenta, hastiada, por la frente, por las mejillas; no encuentra nada firme, se hunde. Evidentemente, hay una nariz, ojos, boca, pero todo eso no tiene sentido, ni siquiera expresión humana. Sin embargo Anny y Vélines opinaban que tenía una expresión vivaz; es posible que esté demasiado acostumbrado a mi cara. Cuando era chico, mi tía Bigeois me decía: “Si te miras largo rato en el espejo, verás un mono”. Debí de mirarme más todavía: lo que veo está muy por debajo del mono, en los lindes del mundo vegetal, al nivel de los pólipos. Vive, no digo que no; pero no es la vida en que pensaba Anny; veo ligeros estremecimientos, veo una carne insulsa que se expande y palpita con abandono. Sobre todo los ojos, de tan cerca, son horribles. Algo vidrioso, blando, ciego, bordeado de rojo; como escamas de pescado.
Me apoyo con todo mi peso en el borde de loza, acerco mi cara al espejo hasta tocarlo. Los ojos, la nariz y la boca desaparecen, ya no queda nada humano. Arrugas morenas a cada lado del abultamiento febril de los labios, grietas, toperas. Un sedoso vello blanco corre por los grandes declives de las mejillas; dos pelos salen por los agujeros de la nariz; es un mapa geológico en relieve. Y a pesar de todo, este mundo lunar me resulta familiar. No puede decir que reconozco sus detalles. Pero el conjunto me da una impresión de algo ya visto que me embota: me deslizo dulcemente hacia el sueño.
Quisiera recobrarme: una sensación viva y decidida me libertaría. Aplico mi mano derecha contra la mejilla, tiro de la piel; me hago una mueca. Toda una mitad del rostro cede, la mitad izquierda de la boca se tuerce y se hincha descubriendo un diente, la órbita se abre sobre un globo blanco, sobre una carne rosada y sanguinolenta. No es lo que yo buscaba; nada fuerte, nada nuevo; ¡es algo suave, esfumado, ya visto! Me duermo con los ojos abiertos, el rostro crece, crece en el espejo, es un inmenso halo pálido que se desliza en la luz…
Lo que me despierta bruscamente es que pierdo el equilibrio. Me encuentro a horcajadas sobre una silla, aturdido todavía. ¿A los otros hombres les cuesta tanto trabajo juzgar sus rostros? Me parece que veo el mío como siento mi cuerpo, mediante una sensación sorda y orgánica. Pero ¿y los demás? ¿Rollebon, por ejemplo? ¿También se dormía mirando en los espejos lo que Mme. de Genlis llama “su carita arrugada, limpia y definida, picada de viruelas, donde había una malicia singular que saltaba a los ojos, por esfuerzos que hiciera para disimularla”? “Cuidaba mucho” dice Mme. de Genlis, “de su peinado, y nunca lo vi sin peluca. Pero sus mejillas eran de un azul tirando a negro porque tenía la barba espesa y quería afeitarse solo, cosa que hacía muy mal. Acostumbraba embadurnarse con albayalde, a la manera de Grimm. M. de Dangeville decía que con todo ese blanco y azul, semejaba un queso Roquefort.”
Me parece que debía de ser muy agradable. Pero después de todo, no fue así como lo vio Mme. de Charrières. Creo que lo encontraba más bien apagado. Tal vez sea imposible comprender el propio rostro. ¿O acaso es porque soy un hombre solo? Los que viven en sociedad han aprendido a mirarse en los espejos, tal como los ven sus amigos. Yo no tengo amigos; ¿por eso es mi carne tan desnuda? Sí, es como la naturaleza sin los hombres.
Ya no tengo ganas de trabajar; lo único que me resta es aguardar la noche.
Las cinco y media
¡La cosa anda mal, muy mal! Otra vez la suciedad, la Náusea. Y una novedad: me dio en un café. Los cafés eran hasta ahora mi único refugio porque están llenos de gente y bien iluminados; ni siquiera me quedará este recurso; cuando me vea acosado en mi cuarto, no sabré a dónde ir.
Iba a hacer el amor, pero apenas empujé la puerta, Madeleine, la sirvienta, me gritó:
—La patrona no está; salió por unas diligencias.
Sentí una viva decepción en el sexo, un largo cosquilleo desagradable. Al mismo tiempo, sentía que la camisa me rozaba la punta de los pechos, y la impresión de que un lento torbellino encendido me rodeaba, me llevaba, un torbellino de bruma, de luces, en el humo, en los espejos, en las banquetas que brillaban en el fondo, y no veía por qué estaba allí, ni por qué pasaba eso. Me había detenido en la puerta, no sabía si entrar, y entonces se produjo un remolino, pasó una sombra por el techo y me sentí empujado hacia adelante. Flotaba, me aturdían las brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez. Madeleine vino flotando a quitarme el sobretodo, y observé que se había estirado el pelo y llevaba pendientes: no la reconocí. Yo miraba sus grandes mejillas, que corrían interminables hacia las orejas. En el hueco de las mejillas, bajo los pómulos, había dos manchas color de rosa, bien aisladas, que parecían aburrirse en esa carne pobre. Las mejillas corrían, corrían hacia las orejas, y Madeleine sonreía:
—¿Qué toma usted, señor Antoine?
Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee.
He pagado. Madeleine se llevó el platillo. Mi vaso aplasta contra el mármol un charco de cerveza amarilla donde flota una burbuja. La banqueta se hunde en el sitio donde estoy sentado, y para no resbalarme debo apoyar fuertemente las suelas contra el piso; hace frío. A la derecha, algunos juegan a las cartas sobre un tapete de lana. No los vi al entrar; sentí simplemente que había un paquete tibio, mitad sobre la banqueta, mitad sobre la mesa del fondo, con pares de brazos que se agitaban. Después Madeleine les llevó naipes, el tapete y fichas en una escudilla. Son tres o cinco, no sé, me falta ánimo para mirarlos. Tengo un resorte roto: puedo mover los ojos, pero no la cabeza. La cabeza es blanda, elástica; parece puesta justo sobre el cuello; si la muevo se me caerá. A pesar de todo, oigo un aliento corto, y de vez en cuando veo, con el rabillo del ojo, como un relámpago, una cosa colorada, cubierta de pelos blancos. Es una mano.
Cuando la patrona hace diligencias, su primo la reemplaza en el mostrador. Se llama Adolphe. Al sentarme, comencé a mirarlo, y seguí haciéndolo porque no podía volver la cabeza. Está en mangas de camisa, con tirantes malva; se arremangó hasta arriba del codo. Los tirantes apenas se ven sobre la camisa azul; están borrados, hundidos en el azul, pero es una falsa humildad; en realidad no permiten el olvido, me irritan con su terquedad de carneros como si, dirigiéndose al violeta, se hubieran detenido en el camino sin abandonar sus pretensiones. Dan ganas de decirles: “Vamos, vuélvanse violeta, y no se hable más” Pero no, permanecen en suspenso, obstinados en su esfuerzo inconcluso. A veces el azul que los rodea se desliza sobre ellos y los cubre del todo; me estoy un instante sin verlos. Pero es una ola; pronto el azul palidece por partes y veo reaparecer islotes de un malva vacilante, que se agrandan, se juntan y reconstruyen los tirantes. El primo Adolphe no tiene ojos; sus párpados hinchados y recogidos se abren apenas un poco sobre el blanco. Sonríe con aire dormido; de vez en cuando resopla, gañe y se debate débilmente, como un perro soñando.
Su camisa de algodón azul se destaca gozosamente sobre una pared chocolate. También eso da la Náusea. O más bien es la Náusea. La Náusea no está en mí; la siento allí, en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo quien está en ella.
A mi derecha el paquete tibio se pone a zumbar, agita sus pares de brazos.
—Toma, ahí tienes tu triunfo.
—¿Qué triunfo?
Gran espinazo negro curvado sobre el juego:
—¡Ja, ja, ja!
—¿Qué? Ahí está el triunfo, acaba de jugarlo.
—No sé, no he visto…
—Sí, ahora acabo de jugar triunfo.
—Ah, bueno, entonces, triunfo de corazones. —Canturrea—: Triunfo de corazones, triunfo de corazones, triun-fo-de-co-ra-zo-nes. —Hablando—: ¿Qué pasa, señor? ¿Qué pasa, señor? ¡Alzo!
De nuevo el silencio en la faringe —el gusto a azúcar en el aire—. Los olores. Los tirantes.
El primo se levanta, da unos pasos, pone las manos detrás de la espalda, sonríe, alza la cabeza y se echa hacia atrás, sobre las puntas de los talones. En esa posición se duerme. Está allí, oscilante, y sigue sonriendo; le tiemblan las mejillas. Se va a caer. Se inclina hacia atrás, se inclina, se inclina dando la cara al techo, y en el momento de caer, se agarra diestramente del borde del mostrador y restablece el equilibrio. Después de lo cual vuelve a empezar. Ya estoy harto; llamo a la sirvienta:
—Madeleine, ponga algo en el fonógrafo, sea buena. Eso que me gusta, ¿sabe?: Some of these days.
—Sí, pero tal vez moleste a los señores; no les agrada la música cuando están jugando. Ah, voy a preguntarles.
Hago un gran esfuerzo y vuelvo la cabeza. Son cuatro. Ella se inclina sobre un viejo color púrpura que lleva en la punta de la nariz lentes de aro negro. El viejo oculta el juego contra el pecho y me echa una mirada desde abajo.
—Cómo no, señor.
Sonrisas. Tiene los dientes podridos. No es él el dueño de la mano roja, sino su vecino, un tipo de bigotes negros. El tipo de los bigotes posee una nariz de agujeros inmensos, que podrían bombear aire para toda una familia, y que le comen la mitad de la cara, pero sin embargo, respira por la boca jadeando un poco. También está con ellos un muchacho de cabeza perruna. No distingo al cuarto jugador.
Las cartas caen sobre el tapete de lana, girando. Luego manos de dedos enjoyados las recogen, raspando el tapete con las uñas. Las manos ponen manchas blancas en el tapete, parecen infladas y polvorientas. Siguen cayendo otras cartas, las manos van y vienen. Qué ocupación absurda: no parece un juego, ni un rito, ni una costumbre. Creo que lo hacen para llenar el tiempo, simplemente. Pero el tiempo es demasiado ancho, no se deja llenar. Todo lo que uno sumerge en él se ablanda y se estira. Por ejemplo, ese ademán de la mano roja que recoge las cartas tropezando, es flojo. Habría que descoserlo y cortar por dentro.
Madeleine mueve la manivela del fonógrafo. Con tal de que no se haya equivocado, con tal de que no haya puesto, como el otro día, el aria de Caballería Rusticana. Pero no, está bien, lo reconozco desde los primeros compases. Es un viejo rag-time con estribillo cantado. Lo oí en 1917 a soldados americanos en las calles de La Rochelle. Ha de ser anterior a la guerra. Pero el registro es mucho más reciente. Con todo, es el disco más viejo de la colección, un disco Pathé para púa de zafiro.
En seguida vendrá el estribillo: es lo que más me gusta, sobre todo la manera abrupta de arrojarse hacia adelante, como un acantilado contra el mar. Por el momento, toca el jazz; no hay melodía, sólo notas, una miríada de breves sacudidas. No conocen reposo; un orden inflexible las genera y destruye; sin dejarles nunca tiempo para recobrarse, para existir por sí. Corren, se apiñan, me dan al pasar un golpe seco y se aniquilan. Me gustaría retenerlas, pero sé que si llegara a detener una, sólo quedaría entre mis dedos un sonido canallesco y languideciente. Tengo que aceptar su muerte; hasta debo querer esta muerte; conozco pocas impresiones más ásperas o más fuertes.
Comienzo a calentarme, a sentirme feliz. Todavía no es nada extraordinario, es una pequeña dicha de Náusea: se despliega en el fondo del charco viscoso, en el fondo de nuestro tiempo —el tiempo de los tirantes malva y de las banquetas desfondadas—; está hecha de instantes amplios y blandos, que se agrandan por los bordes como una mancha de aceite. Apenas nacida, es vieja; me parece que la conozco desde hace veinte años.
Hay otra dicha: afuera está esa banda de acero, la estrecha duración de la música, que atraviesa nuestro tiempo de lado a lado, y lo rechaza y lo desgarra con sus puntitas secas; hay otro tiempo.
—El señor Randu juega corazón; tú echas el as.
La voz se desliza y desaparece. Nada hace mella en la cinta de acero: ni la puerta que se abre, ni la bocanada de aire frío que se cuela sobre mis rodillas, ni la llegada del veterinario con su nieta: la música horada esas formas vagas y las traspasa. No bien se sienta, la niña queda suspensa; permanece rígida, con los ojos muy abiertos; escucha frotando la mesa con el puño.
Unos segundos más y cantará la negra. Parece inevitable, tan fuerte es la necesidad de esta música; nada puede interrumpirla, nada que venga del tiempo donde está varado el mundo; cesará sola, por orden. Esta hermosa voz me gusta sobre todo, no por su amplitud ni su tristeza, sino porque es el acontecimiento que tantas notas han preparado desde lejos, muriendo para que ella nazca. Y sin embargo, estoy inquieto; bastaría tan poco para que el disco se detuviera: un resorte roto, un capricho del primo Adolphe. Qué extraño, qué conmovedor que esta duración sea tan frágil. Nada puede interrumpirla y todo puede quebrantarla.
El último acorde se ha aniquilado. En el breve silencio que sigue, siento fuertemente que ya está, que algo ha sucedido.
Silencio.
Some of these days
You’ll miss me honey.
Lo que acaba de suceder es que la Náusea ha desaparecido. Cuando la voz se elevó en el silencio, sentí que mi cuerpo se endurecía; y la Náusea se desvaneció. De golpe; era casi penoso ponerse así de duro, de rutilante. Al mismo tiempo la duración de la música se dilataba, se hinchaba como una bomba. Llenaba la sala con su transparencia metálica, aplastando contra las paredes nuestro tiempo miserable. Estoy en la Náusea. En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo los circundan, y giran, velando y descubriendo la dura sonrisa de la luz. Mi vaso de cerveza se ha empequeñecido, se aplasta sobre la mesa; parece denso, indispensable. Quiero tomarlo y sopesarlo, extiendo la mano… ¡Dios mío! Esto es, sobre todo, lo que ha cambiado: mis ademanes. Este movimiento de mi brazo se ha desarrollado como un tema majestuoso, se ha deslizado a lo largo del canto de la negra; me pareció que yo bailaba.
El rostro de Adolphe está ahí, apoyado contra la pared chocolate; parece muy próximo. En el momento en que mi mano se cerraba, vi su cabeza; tenía la evidencia, la necesidad de una conclusión. Oprimo mis dedos contra el vidrio, miro a Adolphe: soy feliz.
—¡Ahí está!
Una voz se lanza sobre un fondo de rumores. Es que habla mi vecino, el viejo. Sus mejillas ponen una mancha violeta sobre el cuero pardo de la banqueta. Una carta restalla contra la mesa. Malilla de oros.
Pero el muchacho de cabeza perruna sonríe. El jugador coloradote, curvado sobre la mesa, lo acecha de soslayo, pronto a asaltar.
—¡Y ahí tiene!
La mano del muchacho sale de la sombra, planea un instante, blanca, indolente; luego cae de improviso como un milano y aprieta un naipe contra el tapete. El gordo colorado salta por el aire:
—¡Mierda! Éste alza.
La silueta del rey de corazones aparece entre dedos crispados después alguien la vuelve de narices y el juego continúa. Hermoso rey, venido de tan lejos, preparado por tantas combinaciones, por tantos gestos desaparecidos. Ahora desaparece a su vez, para que nazcan otras combinaciones y otros gestos, ataques, réplicas, vueltas de la fortuna, multitud de pequeñas aventuras.
Estoy emocionado, siento mi cuerpo como una máquina de precisión en reposo. Yo he tenido verdaderas aventuras. No recuerdo ningún detalle, pero veo el encadenamiento riguroso de las circunstancias. He cruzado mares, he dejado atrás ciudades y be remontado ríos; me interné en las selvas buscando siempre nuevas ciudades. He tenido mujeres, he peleado con individuos, y nunca pude volver atrás, como no puede un disco girar al revés. ¿Y adónde me llevaba todo aquello? A este instante, a esta banqueta, a esta burbuja de claridad rumorosa de música.
And when you leave me
Sí, yo que tanto gusté de sentarme en Roma a orillas del Tíber; de bajar y remontar cien veces las Ramblas de Barcelona, a la noche; yo que cerca de Angkor, en el islote de Baray de Prah-Kan vi una baniana que anudaba sus raíces alrededor de la capilla de los nagas, estoy aquí, vivo en el mismo instante que los jugadores de malilla, escucho a una negra que canta mientras afuera vagabundea la noche débil.
El disco se ha detenido.
La noche entra dulzona, vacilante. Es invisible, pero está ahí, vela las lámparas; en el aire se respira algo espeso: es ella. Hace frío. Uno de los jugadores empuja las cartas en desorden hacia otro que las recoge. Un naipe ha quedado atrás. ¿No lo ven? Es el nueve de corazones. Por fin alguien lo entrega al joven de cabeza perruna.
—¡Ah! Es el nueve de corazones.
Está bien. Voy a irme. El viejo violáceo se inclina sobre una hoja chupando la punta de un lápiz. Madeleine lo mira con ojos claros y vacíos. El muchacho da vueltas entre sus dedos al nueve de corazones. ¡Dios mío!…
Me levanto penosamente; en el espejo, sobre el cráneo del veterinario, veo deslizarse un rostro inhumano.
Dentro de un rato iré al cinematógrafo.
El aire me hace bien; no tiene el gusto a azúcar ni el olor vinoso del vermut. Pero Dios mío, qué frío hace.
Son las siete y media, no tengo hambre y el cine no empieza hasta las nueve; ¿qué haré? Necesito caminar ligero para calentarme. Dudo; a mis espaldas, el bulevar lleva al corazón de la ciudad, a los grandes aderezos de luces, de las calles centrales, al palacio Paramount, al Imperial, a las grandes tiendas Jahan. No me tienta nada: es la hora del aperitivo; por el momento ya he visto bastantes cosas vivas, perros, hombres, todas las masas blandas que se mueven espontáneamente.
Doblo hacia la izquierda, voy a hundirme en aquel agujero, allá, al final de la hilera de picos de gas; caminaré por el bulevar Noir hasta la avenida Galvani. Por el agujero sopla un viento glacial: allí sólo hay piedras y tierra. Las piedras son algo duro, y que no se mueve.
Hay una parte aburrida del camino: en la acera de la derecha, una masa gaseosa con regueros de fuego hace un ruido de caracola: es la vieja estación. Su presencia ha fecundado los cien primeros metros del bulevar Noir —desde el bulevar de la Redoute hasta la calle Paradis—, ha engendrado unos diez reverberos, y cuatro cafés juntos, el Rendez-vous des Cheminots y otros tres que languidecen todo el día, pero se iluminan de noche y proyectan rectángulos luminosos en la calzada. Tomo tres baños más de luz amarilla, veo salir de la tienda y mercería Rabache a una vieja que se levanta la pañoleta sobre la cabeza y echa a correr; ahora se acabó. Estoy en el borde de la acera de la calle Paradis, junto al último farol. La cinta de asfalto se interrumpe en seco. Del otro lado de la calle están la oscuridad y el barro. Cruzo la calle Paradis. Meto el pie derecho en un charco de agua, me empapo el calcetín; el paseo comienza.
Esta región del bulevar Noir no está habitada. El clima es demasiado riguroso, el suelo demasiado ingrato para que la vida se instale y desarrolle aquí. Los tres aserraderos de los Hermanos Soleil (los Hermanos Soleil hicieron la bóveda artesonada de la iglesia Sainte-Cécile-de-la-Mer, que costó cien mil francos) se abren al oeste, con todas sus puertas y ventanas, sobre la dulce calle Jeanne-Berthe-Coeuroy, llenándola de rumores. En el bulevar Victor-Noir presenta sus tres espaldas unidas por una pared. Estos edificios bordean la acera izquierda durante cuatrocientos metros: ni la ventana más pequeña, ni siquiera un tragaluz.
Esta vez metí los dos pies en el agua. Crucé la calzada; en la otra acera un solo pico de gas como un faro en el confín de la tierra, ilumina un cerco hundido, arruinado en parte.
Fragmentos de carteles se adhieren aún a las tablas. Un hermoso rostro lleno de odio gesticula sobre un fondo verde, con un desgarrón en forma de estrella; debajo de la nariz alguien ha dibujado un bigote retorcido. En otro jirón todavía puede descifrarse la palabra “depurador” en caracteres blancos de los que caen gotas rojas, quizá gotas de sangre. Puede que el rostro y la palabra hayan formado parte del mismo cartel. Ahora el cartel está roto, los lazos simples y deliberados que los unían desaparecieron, pero se ha establecido espontáneamente otra unidad entre la boca torcida, las gotas de sangre, las letras blancas, la desinencia “dor”; se diría que una pasión criminal e infatigable trata de expresarse mediante estos signos misteriosos. Entre las tablas pueden verse brillar las luces de la vía férrea. Un largo muro continúa la empalizada. Un muro sin aberturas, sin puertas, sin ventanas, que se detiene doscientos metros más lejos, contra una casa. He dejado atrás el campo de acción del farol; entro en el agujero negro. Al ver mi sombra que se funde a mis pies en las tinieblas, tengo la impresión de hundirme en un agua helada. Delante de mí, en el fondo, a través de espesores de negro, distingo una palidez rosada: es la avenida Galvani. Me vuelvo; detrás del reverbero, muy lejos, hay un atisbo de claridad: la estación con los cuatro cafés. Detrás de mí, delante de mí, gentes que beben y juegan a las cartas en las cervecerías. Aquí sólo hay negrura. El viento me trae con intermitencias un campanilleo solitario que viene de lejos. Los ruidos domésticos, el ronquido de los autos, los gritos, los ladridos, no se alejan de las calles iluminadas, permanecen en el calor. Pero ese campanilleo horada las tinieblas y llega hasta aquí: es más duro, menos humano que los otros ruidos.
Me paro a escucharlo. Tengo frío, me duelen las orejas; han de estar rojas. Pero yo no me siento; me ha ganado la pureza de lo que me rodea; nada vive; el viento silba, líneas rígidas huyen en la noche. El bulevar Noir no tiene la facha indecente de las calles burguesas, que hacen gracias a los transeúntes. Nadie se ha preocupado de adornarlo; es exactamente un revés. El revés de la calle Jeanne-Berthe-Coeuroy, de la avenida Galvani. En los alrededores de la estación, los bouvilleses todavía lo vigilan un poco; lo limpian de vez en cuando, por los viajeros. Pero en seguida lo abandonan, y corre derecho, ciego, para chocar con la avenida Galvani. La ciudad lo ha olvidado. A veces un camión grande, de color terroso, lo cruza a toda velocidad, con ruido atronador. Ni siquiera hay asesinatos, por falta de asesinos y de víctimas. El bulevar Noir es inhumano. Como un mineral. Como un triángulo. Es una suerte que haya un bulevar así en Bouville. Por lo general sólo se los encuentra en las capitales, en Berlín del lado de Neukölln o todavía hacia Friedrichshain, en Londres detrás de Greenwich. Corredores rectos y sucios, en plena corriente de aire, con anchas aceras sin árboles. Casi siempre están en los alrededores, en esos barrios extraños donde se fabrican las ciudades, cerca de los depósitos de mercancías, de las estaciones tranviarias, de los mataderos, de los gasómetros. Dos días después del chaparrón, cuando toda la ciudad está mojada bajo el sol e irradia calor húmedo, aún siguen fríos, aún conservan el barro y los charcos. Hasta tienen charcos que nunca se secan, salvo un mes en el año, en agosto.
La Náusea se ha quedado allá, en la luz amarilla. Soy feliz, este frío es tan puro, tan pura la noche; ¿no soy yo mismo una onda de aire helado? No tener ni sangre, ni linfa, ni carne. Deslizarse por este largo canal hacia aquella palidez. Ser sólo frío.
Llega gente. Dos sombras. ¿Qué necesidad tenían de venir aquí?
Es una mujercita que tira a un hombre de la manga. Habla en voz rápida y menuda. No comprendo lo que dice, por el viento.
—¿Quieres cerrar la boca, eh? —dice el hombre.
Ella signe hablando. Bruscamente, el hombre la rechaza. Se miran, vacilantes; después él hunde las manos en los bolsillos y se va sin volverse.
El hombre ha desaparecido. Apenas tres metros me separan ahora de la mujer. De pronto unos sonidos roncos y graves la desgarran, arrancan de ella y llenan toda la calle con una violencia extraordinaria:
—Charles, por favor, ¿sabes lo que te he dicho? ¡Charles, ven, estoy harta, soy muy desgraciada!
Paso tan cerca de ella que podría tocarla. Es… ¿pero cómo creer que esa carne ardida, ese rostro resplandeciente de dolor?… Sin embargo, reconozco la pañoleta, el abrigo y el gran antojo borra de vino que tiene en la mano derecha; es ella, Lucie, la criada. No me atrevo a ofrecerle mi ayuda, pero conviene que pueda pedirla en caso de necesidad; paso delante de ella lentamente, mirándola. Sus ojos se clavan en mí, pero no demuestra verme; es como si sus padecimientos le hubieran hecho perder el juicio. Doy unos pasos, me vuelvo…
Sí, es ella, Lucie. Pero transfigurada, fuera de sí, sufriendo con loca generosidad. La envidio. Está allí, erguida, con los brazos separados, como si esperara los estigmas; abre la boca, se ahoga. Tengo la impresión de que las paredes han crecido a cada lado de la calle, de que se han acercado, de que ella está en el fondo de un pozo. Espero unos instantes; temo que caiga rígida; es demasiado enclenque para soportar este dolor insólito. Pero no se mueve; parece mineralizada, como todo lo que la rodea. Por un momento me pregunto si no me habré equivocado, si no es su verdadera naturaleza la que se me ha revelado de improviso…
Lucie lanza un leve gemido. Se lleva la mano a la garganta abriendo grandes ojos asombrados. No, no hay en ella fuerzas para padecer tanto. Le vienen de afuera… de este bulevar. Habría que tomarla por los hombros, llevarla a las luces, entre la gente, a las calles dulces y rosadas; allá no se puede sufrir tanto; se ablandaría, recuperaría su aire positivo y el nivel ordinario de sus padecimientos.
Le vuelvo la espalda. Después de todo, tiene suerte. Yo estoy demasiado tranquilo desde hace tres años. Ya no puedo recibir de estas soledades trágicas hada más que un poco de pureza vacía. Me voy.
Jueves, once y media
Trabajé dos horas en la sala de lectura. Bajé al patio de las Hipotecas para fumar una pipa. Plaza pavimentada con ladrillos rosados. Los bouvilleses se enorgullecen de ella porque data del siglo XVIII. A la entrada de la calle Chamade y de la calle Suspédart, viejas cadenas impiden el acceso a los coches. Señoras de negro, que sacan a pasear a sus perros, se deslizan bajo las arcadas, a lo largo de las paredes. Rara vez se adelantan hasta la luz del día, pero echan juveniles miradas, de soslayo, furtivas y satisfechas, a la estatua de Gustave Impétraz. No han de saber el nombre de ese gigante de bronce, pero bien ven por su levita y su chistera, que perteneció al gran mundo. Tiene el sombrero en la mano izquierda y apoya la derecha en una pila de infolios; es en cierto modo como si el abuelo estuviera allí, sobre ese zócalo, modelado en bronce. No necesitan mirarlo largo rato para comprender que pensaba como ellas, exactamente como ellas sobre todos los asuntos. Ha puesto su autoridad y la inmensa erudición extraída de los infolios que aplasta con su mano pesada, al servicio de sus pequeñas ideas estrechas y sólidas. Las señoras de negro se sienten aliviadas, pueden entregarse tranquilamente a las preocupaciones de la casa, a pasear el perro; ya no tienen la responsabilidad de defender las santas ideas, las buenas ideas de sus padres; un hombre de bronce se ha erigido en defensor de ellas.
La gran Enciclopedia dedica unas líneas a este personaje; las leí el año pasado. Había apoyado el volumen en el alféizar de la ventana; a través del vidrio podía ver el cráneo verde de Impétraz. Supe que floreció hacia 1890. Fue inspector de academia. Pintaba exquisitas bagatelas y escribió tres libros: De la popularidad entre los antiguos griegos (1887), La pedagogía de Rollin (1891) y un Testamento poético en 1899. Murió en 1902, en medio del pesar emocionado de sus subordinados y de la gente de gusto.
Me he apoyado en la fachada de la biblioteca. Chupo la pipa que amenaza apagarse. Veo a una vieja señora que sale temerosa de la galería con arcadas y mira a Impétraz fina y obstinadamente. De pronto cobra ánimos, cruza el patio a toda la velocidad de sus piernas y se detiene un momento delante de la estatua moviendo las mandíbulas. Después huye, negra sobre el pavimento rosado, y desaparece en una grieta de la pared.
Tal vez esta plaza era alegre hacia el 1800, con sus ladrillos rosa y sus casas. En la actualidad hay en ella algo seco y maligno, una delicada pizca de horror. Procede del monigote que está ahí arriba, sobre el zócalo. Al vaciar en bronce a ese universitario, lo han convertido en un brujo.
Miro a Impétraz de frente. No tiene ojos, apenas nariz, una barba carcomida por esa lepra extraña que cae a veces, como una epidemia, sobre todas las estatuas de un barrio. Saluda; el chaleco luce una mancha verde claro en el lugar del corazón. Tiene un aspecto dolorido y malo. No vive, no, pero tampoco es inanimado. Una sorda potencia emana de él: es como un viento que le rechaza; Impétraz quisiera echarme del patio de las Hipotecas. No me iré antes de acabar esta pipa.
Una alta sombra magra surge bruscamente detrás de mí. Me sobresalto.
—Perdóneme, señor, no quería molestarlo. Vi que movía usted los labios. Sin duda repetía frases de su libro. —Ríe—. ¿Andaba a la caza de alejandrinos?
Miro al Autodidacto con estupor. Pero él parece sorprendido de mi sorpresa.
—¿No hay que evitar cuidadosamente los alejandrinos en la prosa, señor?
He descendido ligeramente en su estima. Le pregunto qué hace aquí a esta hora. Me explica que su patrón le ha dado permiso, y que ha venido directamente a la biblioteca; no almorzará y leerá hasta que cierren. Ya no lo escucho, pero ha de haberse apartado de su tema primitivo pues oigo de pronto:
—… tener como usted la dicha de escribir un libro.
Debo decir algo.
—Dicha… —digo con aire dubitativo. No entiende el sentido de mi respuesta y corrige rápidamente:
—Señor, hubiera debido decir: mérito.
Subimos la escalera. No me dan ganas de trabajar. Alguien ha dejado Eugénie Grandet sobre la mesa; el libro está abierto en la página veintisiete. Lo tomo maquinalmente, me pongo a leer la página veintisiete, luego la veintiocho; no tengo ánimos para empezar por el principio. El Autodidacto se dirige a los estantes de la pared con paso vivo; trae dos volúmenes que deja sobre la mesa, con la expresión del perro que ha encontrado un hueso.
—¿Qué lee usted?
Me parece que le repugna decírmelo; vacila un poco, revuelve sus grandes ojos extraviados, y me tiende los libros como con violencia. Son La turba y las turberas de Larbalétrier, e Hitopadesa o la instrucción útil de Lastex. ¿Pues bien? No veo qué es lo que le molesta; estas lecturas me parecen muy decentes. Para tranquilizar mi conciencia hojeo Hitopadesa, y sólo veo cosas elevadas.
Las tres
He dejado Eugénie Grandet. Me he puesto a trabajar, pero sin entusiasmo. El Autodidacto, que me ve escribir, me observa con respetuosa concupiscencia. De vez en cuando levanto un poco la cabeza, veo el inmenso cuello postizo, recto, de donde sale su pescuezo de gallina. Lleva un traje raído pero la camisa es de una blancura deslumbradora. Acaba de sacar del mismo estante otro libro cuyo título descifro al revés: La flecha de Caudebec, crónica normanda de Mlle. Julie Lavergne. Las lecturas del Autodidacto siempre me desconciertan.
De pronto me vuelven a la memoria los nombres de los últimos autores cuyas obras ha consultado: Lambert, Langlois, Larbalétrier, Lastev, Lavergne. Me iluminé; comprendo el método del Autodidacto: se instruye por orden alfabético.
Lo contemplo con una especie de admiración. ¡Qué voluntad necesita para realizar lenta, obstinadamente, un plan de tan vasta envergadura! Un día, hace siete años (me ha dicho que estudia desde hace siete años), entró con gran pompa en esta sala. Recorrió con la mirada los innumerables libros que tapizan las paredes y debió de decirse, poco más o menos como Rastignac: “Manos a la obra, Ciencia humana”. Después tomó el primer libro del primer estante del extremo derecho; lo abrió en la primera página con un sentimiento de respeto y espanto unido a una decisión inquebrantable. Hoy está en la L. K después de J, L después de K. Pasó brutalmente del estudio de los coleópteros al de la teoría de los cuantas, de una obra sobre Tamerlan a un panfleto católico sobre el darwinismo, sin desconcertarse ni un instante. Lo leyó todo; ha almacenado en su cabeza la mitad de lo que se sabe sobre la partenogénesis, la mitad de los argumentos contra la vivisección. Detrás, delante de él, hay un universo. Y se acerca el día en que se dirá, cerrando el último volumen del último estante del extremo izquierdo: “¿Y ahora?”.
Es el momento de la merienda; come con aire cándido, pan y una tableta de Gala Peter. Tiene los párpados bajos y puedo contemplar a gusto sus hermosas pestañas arqueadas, pestañas de mujer. Despide un olor a tabaco viejo, al que se mezcla, cuando respira, el perfume dulce del chocolate.
Viernes, las tres
Un poco más y caigo en la trampa del espejo. La evito, para caer en la trampa del vidrio: ocioso, con los brazos colgando, me acerco a la ventana. El Depósito, la Empalizada, la Vieja Estación —la Vieja Estación, la Empalizada, el Depósito—. Bostezo tan fuerte que me asoma una lágrima a los ojos. Tengo la pipa en la mano derecha y el paquete de tabaco en la izquierda. Habría que llenar la pipa. Pero me faltan fuerzas. Mis brazos penden; apoyo la frente en el cristal. Aquella vieja me irrita. Corretea obstinadamente, con la vista perdida. A veces se detiene, temerosa, como si la hubiera rozado un peligro invisible. Ahí está bajo mi ventana; el viento le pega la falda a las rodillas. Se detiene, se arregla la pañoleta. Le tiemblan las manos. Reanuda la marcha; ahora la veo de espaldas. ¡Vieja cochinilla! Supongo que doblará a la derecha, en el bulevar Noir. Le faltan unos cien metros por recorrer; al paso que va, tardará lo menos diez minutos, diez minutos durante los cuales me quedaré así, mirándola, con la frente pegada al vidrio. Se detendrá veinte veces, seguirá, se detendrá…
Veo el porvenir. Está allí, en la calle, apenas más pálido que el presente. ¿Qué necesidad tiene de realizarse? ¿Qué ganará con ello? La vieja se va cojeando, se detiene, tira de una mecha gris que le asoma por debajo de la pañoleta. Camina; estaba allá, ahora está aquí… No sé dónde ando: ¿veo sus gestos o los preveo? Ya no distingo el presente del futuro, y sin embargo esto dura, se realiza poco a poco; la vieja avanza por la calle desierta, desplaza sus grandes zapatos de hombre. Así es el tiempo, el tiempo desnudo; viene lentamente a la existencia, se hace esperar y cuando llega uno siente asco porque cae en la cuenta de que hacía mucho que estaba allí. La vieja se acerca a la esquina de la calle, ahora sólo es un montoncito de trapos negros. Bueno, sí, lo acepto, esto es nuevo, no estaba ahí hace un instante. Pero es una novedad descolorida, desflorada, que nunca puede sorprender. Va a doblar la esquina, dobla… durante una eternidad.
Me arranco a la ventana y recorro el cuarto vacilando; me quedo pegado al espejo, me miro, me hastío: otra eternidad. Finalmente escapo a mi imagen y me desplomo sobre la cama. Miro el techo, quisiera dormir.
Calma. Calma. Ya no siento el deslizamiento, los roces del tiempo. Veo imágenes en el techo. Mano redondeles de luz, luego cruces. Mariposean. Y después se forma otra imagen; ésta, en el fondo de mis ojos. Es un animal grande, arrodillado. Veo sus patas delanteras y su albarda. El resto es borroso. Sin embargo lo reconozco: es un camello que vi en Marruecos, atado a una piedra. Se había arrodillado e incorporado seis veces seguidas; los chicos reían y lo excitaban con la voz.
Hace dos años era maravilloso: me bastaba cerrar los ojos; en seguida me zumbaba la cabeza como una colmena, veía rostros, árboles, casas, una japonesa desnuda lavándose en un tonel, un ruso muerto, junto a un charco de sangre, brotada de una ancha herida abierta. Recuperaba el gusto del alcuzcuz, el olor a aceite que llena a mediodía las calles de Burgos, el olor a hinojo que flota en las de Tetuán, los silbidos de los pastores griegos; me sentía conmovido. Hace mucho tiempo que se ha gastado esta alegría. ¿Renacerá hoy?
Un sol tórrido se desliza rígidamente en mi cabeza como una placa de linterna mágica. Le sigue un trozo de cielo azul; después de algunas sacudidas se inmoviliza, estoy todo dorado por dentro. ¿De qué día marroquí (o argelino, o sirio) se desprendió de improviso este esplendor? Me dejo caer en el pasado.
Meknes. ¿Cómo era aquel montañés que nos asustó en una callejuela, entre la mezquita berdana y la plaza encantadora sombreada por una morera? Se nos acercó, Anny estaba a mi derecha. O a mi izquierda.
Ese sol y ese cielo eran un engaño. Es la centésima vez que me dejo atrapar. Mis recuerdos son como las monedas en la bolsa del diablo: cuando uno la abre, sólo encuentra hojas secas.
Del montañés no veo sino un gran ojo reventado, lechoso. ¿Y era de él ese ojo? El médico que me exponía en Bakú el principio de los abortaderos del Estado, también era tuerto, y cuando quiero recordar su rostro, aparece de nuevo ese globo blancuzco. Esos dos hombres, como los nornes, sólo tienen un ojo que se pasan por turno.
El caso de la plaza de Meknes, donde sin embargo iba todos los días, es aún más simple: ya no la veo. Me queda la vaga sensación de que era encantadora, y estas cinco palabras indisolublemente unidas: una plaza encantadora de Meknes. Sin duda, si cierro los ojos o miro vagamente el techo, puedo reconstruir la escena: un árbol a lo lejos, una forma oscura y rechoncha se precipita hacia mí. Pero estoy inventándolo todo a mi gusto. El marroquí era alto y seco: ciertos conocimientos abreviados permanecen en mi memoria. Pero ya no veo nada; es inútil que hurgue en el pasado, sólo saco restos de imágenes y no sé muy bien lo que representan, ni si son recuerdos o ficciones.
Además, hay muchos casos en que estos mismos restos han desaparecido: no quedan sino palabras; aun podría contar las historias, y contarlas demasiado bien (en cuanto a la anécdota, no temo a nadie, salvo a los oficiales de marina y a los profesionales), pero son esqueletos. Se trata de un tipo que hace esto o aquello, pero no soy yo, no tengo nada de común con él. El individuo recorre países que no conozco mejor que si nunca hubiese ido. A veces acierto a pronunciar en mi relato esos hermosos nombres que se leen en los atlas: Aranjuez o Canterbury. Provocan en mí imágenes nuevas, como las que conciben, según sus lecturas, las personas que nunca han viajado; sueño basándome en palabras, eso es todo.
Para cien historias muertas quedan, sin embargo, una o dos historias vivas. Las evoco con precaución, a veces, no con demasiada frecuencia, por temor de gastarlas. Pesco una, vuelvo a ver la decoración, los personajes, las actitudes. De pronto me detengo: sentí el deterioro, vi apuntar una palabra bajo la trama de las sensaciones. Adivino que esta palabra pronto ocupará el lugar de varias imágenes que me gustan. En seguida me detengo, pienso rápido en otra cosa; no quiero fatigar mis recuerdos. Es inútil; la próxima vez que los evoque, una buena, parte se habrá cuajado.
Insinúo un vago movimiento para levantarme, para ir a buscar mis fotos de Meknes, en la caja que metí debajo de la mesa. ¿Para qué? Esos afrodisíacos ya no tienen efecto sobre mi memoria. El otro día encontré, bajo un secante, una pequeña foto empalidecida. Una mujer sonreía junto a un estanque. Contemplé un momento a esta persona sin reconocerla. Después leí, en el reverso: “Anny, Portsmouth, abril 7, 27”.
Nunca sentí como hoy la impresión de carecer de dimensiones secretas, de estar limitado a mi cuerpo, a los pensamientos ligeros que suben de él como burbujas. Construyo mis recuerdos con el presente. Estoy desechado, abandonado en el presente. En vano trato de alcanzar el pasado; no puedo escaparme.
Llaman. Es el Autodidacto; lo había olvidado. Le prometí mostrarle mis fotos de viaje. Que el diablo se lo lleve.
Se sienta en una silla; sus nalgas tensas tocan el respaldo, y el busto rígido se inclina hacia adelante. Salto de la cama y enciendo la luz.
—¿Por qué, señor? Estábamos muy bien.
—No para ver fotografías…
No sabe qué hacer con el sombrero; se lo quito.
—¿Es verdad, señor? ¿Quiere usted mostrármelas?
—Pero naturalmente.
Esto es calculado: espero que se callará mientras las mire. Me meto debajo de la mesa, empajo la caja contra sus zapatos lustrados, deposito en sus rodillas una brazada de tarjetas postales y fotos: España y el Marruecos español.
Pero bien veo en su semblante risueño y abierto que me equivoqué al contar con reducirlo a silencio. Echa una ojeada a una vista de San Sebastián, tomada desde el monte Igueldo, la deja con precaución sobre la mesa, y permanece silencioso un instante. Después suspira:
—¡Ah, señor! Qué suerte la suya. Si es cierto lo que dicen, los viajes son la mejor escuela. ¿Opina usted lo mismo, señor?
Hago un gesto vago. Afortunadamente no ha terminado.
—Ha de ser una conmoción tan grande. Me parece que si alguna vez tuviera que hacer un viaje, antes de partir consignaría por escrito los menores rasgos de mi carácter, para poder comparar, a la vuelta, lo que era y lo que he llegado a ser. He leído que algunos viajeros habían cambiado tanto, en lo físico y en lo moral, que a su regreso los parientes más cercanos no los reconocían.
Manosea distraído un gran paquete de fotografías. Toma una y la pone sobre la mesa sin mirarla; después contempla con intensidad la foto siguiente, que representa un San Jerónimo esculpido en un púlpito de la catedral de Burgos.
—¿Vio usted ese Cristo en piel de animal que está en Burgos? Hay un libro muy curioso, señor, sobre esas estatuas en piel de animal, y hasta en piel humana. ¿Y la Virgen negra? ¿No está en Burgos? ¿Está en Zaragoza? ¿Pero no hay acaso una en Burgos? Los peregrinos la besan, ¿no es cierto? Quiero decir, la de Zaragoza. ¿Y hay una huella de su pie en una losa? ¿Que está en un agujero? ¿Y las madres empujan allí a sus hijos?
Rígido, empuja con las dos manos a un niño imaginario. Se diría que rechaza los presentes de Artajerjes.
—Ah, las costumbres, señor, qué… qué curioso.
Un poco sofocado, me apunta con su quijada de asno. Huele a tabaco y a agua estancada. Sus hermosos ojos extraviados brillan como globos de fuego, y sus escasos cabellos le nimban el cráneo como de vapor. Bajo ese cráneo, samoyedos, niam-niams, malgaches, fueguinos, celebran las más extrañas solemnidades, comen a sus ancianos padres, a sus hijos, giran sobre sí mismos al son del tamtam hasta desvanecerse, se entregan al frenesí del amok, queman a sus muertos, los exponen sobre los techos, los abandonan a la corriente en barcas iluminadas por antorchas, se acoplan al azar, madre e hijo, padre e hija, hermano y hermana, se mutilan, se castran, se distienden los labios con platos, se hacen tatuar en los riñones animales monstruosos.
—¿Puede decirse, con Pascal, que la costumbre es una segunda naturaleza?
Clava sus ojos en los míos, implora una respuesta:
—Según —digo.
Respira.
—Es lo que yo me decía, señor. Pero desconfío de mí mismo; se necesitaría haberlo leído todo.
Pero a la fotografía siguiente, es el delirio. Lanza un grito de gozo.
—¡Segovia! ¡Segovia! Yo he leído un libro sobre Segovia.
Agrega, con cierta nobleza:
—Señor, ya no recuerdo el nombre del autor. A veces tengo distracciones. Na… No… Nod…
—Imposible —le digo vivamente—, está usted en Lavergne.
Lamento en seguida mis palabras; después de todo nunca me habló de este método de lectura; ha de ser un delirio secreto. En efecto, queda desconcertado, y se le hinchan los gruesos labios, con aire llorón. Luego baja la cabeza y mira unas diez postales sin decir palabra.
Pero al cabo de treinta segundos, veo que un poderoso entusiasmo lo colma y que va a reventar si no habla:
—Cuando termine mi instrucción (todavía calculo seis años más), me uniré, si me lo permiten, a los estudiantes y profesores que hacen un crucero anual al Cercano Oriente. Quisiera aclarar ciertos conocimientos —dice con unción— y además, me gustaría que me sucedieran cosas inesperadas, nuevas, aventuras, para decirlo de una vez.
Ha bajado la voz; tiene un gesto pícaro.
—¿Qué clase de aventuras? —le pregunto, asombrado.
—De todas clases, señor. Usted se equivoca de tren. Baja en una ciudad desconocida. Pierde la valija, lo detienen por error, pasa la noche en la cárcel. Señor, creo que la aventura puede definirse así: un acontecimiento que sale de lo ordinario sin ser forzosamente extraordinario. Se habla de la magia de las aventuras. ¿Le parece justa esta expresión? Quisiera hacerle una pregunta, señor.
—¿Qué?
Se ruboriza y sonríe.
—Tal vez sea indiscreta.
—No importa, diga.
Se inclina hacia mí y pregunta, con los ojos entrecerrados:
—¿Ha tenido usted muchas aventuras, señor?
Respondo maquinalmente:
—Algunas. —Me echo hacia atrás, para evitar su aliento pestífero.
Sí, lo dije maquinalmente, sin pensarlo. En efecto, por lo general más bien me enorgullezco de haber tenido tantas aventuras. Pero hoy, en cuanto pronuncio estas palabras, siento una gran indignación contra mí mismo: me parece que miento, que en mi vida he tenido la menor aventura, o mejor, ni siquiera sé qué quiere decir esa palabra. Al mismo tiempo pesa sobre mis hombros el mismo desaliento que me asaltó en Hanoi, hace cerca de cuatro años, cuando Mercier me apremiaba para que me uniera a él, y yo, sin contestar, miraba fijo una estatuita kmer. Y la IDEA, esa gran masa blanca que tanto me desagradó entonces, está ahí; no había vuelto a verla durante estos cuatro años.
—¿Podría preguntarle…? —dice el Autodidacto.
¡Diantre! Que le cuente una de esas famosas aventuras. Pero ya no quiero decir una palabra sobre el tema.
—Ahí —digo inclinado sobre sus hombros estrechos, y apoyando el dedo en una foto—, ahí está Santillana, el pueblo más lindo de España.
—¿Santillana, el pueblo de Gil Blas? No creí que existiera. ¡Ah, señor, qué provechosa es su conversación! Bien se ve que usted ha viajado.
Acompaño al Autodidacto hasta la puerta, después de atiborrar sus bolsillos de tarjetas postales, grabados y fotos. Se fue encantado; apagué la luz. Ahora estoy solo. Completamente solo, no. Todavía delante de mí está esa idea que aguarda. Permanece ahí, hecha un ovillo como un gran gato; no explica nada, no se mueve, se contenta con decir que no. No, no he tenido aventuras.
Lleno la pipa, la enciendo, me recuesto en la cama con un abrigo sobre las piernas. Lo que me asombra es sentirme tan triste y tan cansado. Aunque fuera cierto que nunca tuve aventuras, ¿qué puede importarme? Ante todo, me parece que es pura cuestión de palabras. El asunto de Meknes, por ejemplo, en el que pensaba hace un rato: un marroquí me saltó encima y quiso atacarme con una gran navaja. Pero yo le asesté un puñetazo debajo de la sien… Empezó a gritar en árabe y apareció una caterva de piojosos que nos persiguieron hasta el souk Attarin. Bueno, puede dársele el nombre que se quiera, pero de todos modos es un hecho que me sucedió.
Está completamente oscuro y no sé muy bien si mi pipa sigue encendida. Pasa un tranvía: relámpago rojo en el cielo raso. Después, un coche pesado que hace temblar la casa. Han de ser las seis.
No he tenido aventuras. Me sucedieron historias, acontecimientos, incidentes, todo lo que se quiera. Pero no aventuras. No es cuestión de palabras; comienzo a comprender. Hay algo que, sin darme cuenta, me interesaba más que nada. No era el amor, Dios mío, no, ni la gloria, ni la riqueza… Era… En fin, me imaginé que en ciertos momentos mi vida podía adquirir una cualidad rara y preciosa. No se necesitaban circunstancias extraordinarias; yo pedía exactamente un poco de rigor. Mi vida actual nada tiene de muy brillante; pero de vez en cuando, por ejemplo al escuchar música en los cafés, yo miraba hacia atrás y me decía; en otros tiempos, en Londres, en Meknes, en Tokio conocí momentos admirables, tuve aventuras. Esto es lo que me quitan. Acabo de saber de pronto, sin razón aparente, que me he mentido durante diez años. Las aventuras están en los libros. Y naturalmente, todo lo que se cuenta en los libros puede suceder de veras, pero no de la misma manera. Era esa manera de suceder lo que me interesaba tanto.
Ante todo, los comienzos deberían haber sido verdaderos comienzos. ¡Ay! Ahora veo tan bien lo que quise. Verdaderos comienzos, que aparecieran como sones de trompeta, como las primeras notas de una música de jazz, bruscamente, cortando de golpe el hastío, consolidando la duración; esas noches excepcionales en que uno dice: “Pasearía si fuera una noche de mayo”. Salimos, acaba de aparecer la luna, estamos ociosos, vacantes, un poco vacíos. Y de golpe, pensamos: “Algo ha sucedido”. Cualquier cosa: un ligero crujido en la sombra, una silueta ligera que cruza la calle. Pero ese acontecimiento fútil no se asemeja a los otros; en seguida vemos que precede una gran forma cuyo dibujo se pierde en la bruma, y entonces nos decimos: “Algo comienza”.
Algo comienza para terminar: la aventura no admite añadidos; sólo cobra sentido con su muerte. Hacia esta muerte, que acaso sea también la mía, me veo arrastrado irremisiblemente. Cada instante aparece para traer los siguientes. Me aferró a cada instante con toda el alma; sé que es único, irreemplazable, y sin embargo no movería un dedo para impedir su aniquilación. El último minuto que paso —en Berlín, en Londres— en brazos de una mujer conocida la antevíspera —minuto que amo apasionadamente, mujer que estoy a punto de amar— terminará, lo sé. En seguida partiré a otro país. Nunca recuperaré esta mujer, ni esta noche. Me inclino sobre cada segundo, trato de agotarlo; no dejo nada sin captar, sin fijar para siempre en mí, nada, ni la ternura fugitiva de esos hermosos ojos, ni los ruidos de la calle, ni la falsa claridad del alba; y sin embargo, el minuto transcurre y no lo retengo; me gusta que pase.
Y entonces de pronto algo se rompe. La aventura ha terminado, el tiempo recobra su blandura cotidiana. Me vuelvo; detrás de mí, la hermosa forma melódica se hunde entera en el pasado. Disminuye; al declinar se contrae, ahora el fin y el comienzo son una sola cosa. Al seguir con los ojos ese punto de oro, pienso que —aunque hubiese estado a punto de morir, de perder una fortuna, un amigo— aceptaría revivirlo todo, en las mismas circunstancias, de cabo a rabo. Pero una aventura no se empieza de nuevo, ni se prolonga.
Sí, eso es lo que yo quería, ay, eso es lo que todavía quiero. Siento tanta dicha cuando una negra canta; qué cimas alcanzaría si mi propia vida constituyera la materia de la melodía.
La Idea, la innominable, sigue ahí. Aguarda apaciblemente. Ahora parece decir:
“¿Sí? ¿Eso es lo que querías? Bueno, es eso, precisamente, lo que nunca has tenido (recuerda: te engañabas con palabras; llamabas aventuras al oropel de viajes, amores de prostitutas, riñas, baratijas), y lo que nunca tendrás, ni tú ni nadie”.
¿Pero por qué? ¿POR QUÉ?
Sábado, mediodía
El Autodidacto no me ha visto entrar en la sala de lectura. Estaba sentado a la punta de la mesa del fondo; tenía un libro delante, pero no leía. Miraba sonriendo a su vecino de la derecha, un colegial grasiento que frecuenta la biblioteca. El otro se dejó contemplar un momento, y bruscamente le sacó la lengua haciendo una mueca horrible. El Autodidacto enrojeció, metió precipitadamente la nariz en el libro y se absorbió en la lectura.
He vuelto a mis reflexiones de ayer. Estaba agostado; me daba lo mismo que no hubiera aventuras. Mi única curiosidad era saber si no podía haberlas.
He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede; y trata de vivir su vida como si la contara.
Pero hay que escoger: o vivir o contar. Por ejemplo, cuando estuve en Hamburgo con aquella Erna de quien yo desconfiaba y que me temía, llevé una vida extraña. Pero estaba metido, y no lo pensaba. Y una noche, en un pequeño café de San Pauli, Erna me dejó para ir al lavabo. Me quedé solo; un fonógrafo tocaba Blue Sky. Empecé a contarme lo que había pasado desde mi desembarco. Me dije: “La tercera noche, al entrar en un dancing llamado La Gruta Azul, vi a una mujer alta, medio borracha. Y a esa mujer estoy esperando, y vendrá a sentarse a mi derecha, y rodeará mi cuello con sus brazos”. Entonces sentí con violencia que tenía una aventura. Pero Erna volvió, se sentó a mi lado, rodeó mi cuello con sus brazos y la detesté sin saber bien por qué. Ahora comprendo: había que empezar a vivir de nuevo, y la impresión de aventura acababa de desvanecerse.
Cuando uno vive, no sucede nada. Los decorados cambian, la gente entra y sale, ¿o es todo? Nunca hay comienzos. Los días se añaden a los días sin ton ni son, en una suma interminable y monótona. De vez en cuando, se saca un resultado parcial; uno dice: hace tres años que viajo, tres años que estoy en Bouville. Tampoco hay fin: nunca nos abandonamos de una vez a una mujer, a un amigo, a una ciudad. Y además, todo se parece: Shangai, Moscú, Argel, al cabo de quince días son iguales. Por momentos —rara vez— se hace el balance, uno advierte que está pegado a una mujer, que se ha metido en una historia sucia. Dura lo que un relámpago. Después de esto, empieza de nuevo el desfile, prosigue la suma de horas y días. Lunes, martes, miércoles. Abril, mayo, junio. 1924, 1925, 1926.
Esto es vivir. Pero al contar la vida, todo cambia; sólo que es un cambio que nadie nota; la prueba es que se habla de historias verdaderas. Como si pudiera haber historias verdaderas; los acontecimientos se producen en un sentido, y nosotros los contamos en sentido inverso. En apariencia se empieza por el comienzo: “Era una hermosa noche de otoño de 1922. Yo trabajaba con un notario en Marommes”. Y en realidad se ha empezado por el fin. El fin está allí, invisible y presente; es el que da a esas pocas palabras la pompa y el valor de un comienzo. “Estaba paseando; había salido del pueblo sin darme cuenta; pensaba en mis dificultades económicas”. Esta frase, tomada simplemente por lo que es, quiere decir que el tipo estaba absorbido, taciturno, a mil leguas de una aventura, precisamente con esa clase de humor en que uno deja pasar los acontecimientos sin verlos. Pero ahí está el fin que lo transforma todo. Para nosotros el tipo es ya el héroe de la historia. Su taciturnidad, sus dificultades económicas son más preciosas que las nuestras: están doradas por la luz de las pasiones futuras. Y el relato prosigue al revés: los instantes han cesado de apilarse a la buena de Dios unos sobre otros, el fin de la historia los atrae, los atrapa, y a su vez cada uno de ellos atrae al instante que lo precede. “Era de noche, la calle estaba desierta”. La frase cae negligentemente, parece superfina; pero no nos dejamos engañar y la ponemos a un lado; es un dato cuyo valor comprenderemos después. Y sentimos que el héroe ha vivido todos los detalles de esa noche como anunciaciones, como promesas, y que sólo vivía las promesas, ciego y sordo a todo lo que no anunciara la aventura. Olvidamos que el porvenir todavía no estaba allí; el individuo paseaba en una noche sin presagios, que le ofrecía en desorden sus riquezas monótonas; él no escogía.
He querido que los momentos de mi vida se sucedieran y ordenaran como los de una vida recordada. Tanto valdría querer agarrar al tiempo por la cola.
Domingo
Esta mañana había olvidado que era domingo. Salí y recorrí las calles como de costumbre. Había llevado Eugénie Grandet. Y de pronto, al empujar la verja del jardín público, tuve la impresión de que algo me hacía una seña. El jardín estaba solitario y desnudo. Pero… ¿cómo decirlo? No tenía su aspecto ordinario; me sonreía. Permanecí un momento apoyado en la verja y bruscamente comprendí que era domingo. Estaba allí, en los árboles, en el césped, como una ligera sonrisa. Era indescriptible; hubiera sido necesario pronunciar muy rápido: “Es un jardín público, en invierno, una mañana de domingo”.
Solté la verja, me volví hacia las casas y calles burguesas, y dije a media, voz: “Es domingo”.
Es domingo; detrás de las dársenas, a lo largo del mar, cerca del depósito de mercancías, en torno a la ciudad hay cobertizos vacíos y máquinas inmóviles en la sombra. En todas las casas, los hombres se afeitan detrás de las ventanas; echan la cabeza hacia atrás, miran ya el espejo, ya el cielo frío para saber si hará buen tiempo. Los burdeles se abren a los primeros clientes, campesinos y soldados. En las iglesias, a la luz de los cirios, un hombre bebe vino delante de mujeres arrodilladas. En todos los suburbios, entre las paredes interminables de las fábricas, largas filas negras se han puesto en marcha, avanzan lentamente al centro de la ciudad. Para recibirlas, las calles han adquirido el aspecto de los días de motín: todos los comercios, salvo los de la calle Tournebride, han bajado las cortinas metálicas. Pronto las columnas invadirán en silencio esas calles que se fingen muertas: primero vendrán los ferroviarios de Tourville y sus mujeres, que trabajan en las jabonerías de Saint-Symphorin; después los pequeños burgueses de Jouxtebouville; después los obreros de las hilanderías Pinot; después todos los cambalacheros del barrio Saint Maxence; los hombres de Thiérache llegarán últimos en el tranvía de las once. Pronto va a nacer la multitud de los domingos, entre comercios acerrojados y puertas cerradas.
Un reloj da las diez y media y me pongo en camino; el domingo a esta hora Bouville presenta un espectáculo de calidad, pero no hay que llegar demasiado tarde después de la salida de la misa mayor.
La callecita Joséphin-Soulary está muerta, huele a sótano. Pero, como todos los domingos, la llena un ruido suntuoso, un ruido de marea. Doblo en la calle President Chamart, con casas de tres pisos y largas persianas blancas. Esta calle de notarios está poseída por el voluminoso rumor del domingo. En el pasaje Gillet el ruido crece aún más y lo reconozco: es un ruido de hombres. Luego, de improviso, a la izquierda, se produce como un estallido de luz y sones. He llegado: ésta es la calle Tournebride; me basta situarme entre mis semejantes y veré cómo cambian sombrerazos los señores.
Hace apenas sesenta años nadie se hubiera atrevido a prever el milagroso destino de la calle Tournebride, llamada hoy el pequeño Prado por los habitantes de Bouville. He visto un plano con fecha de 1847, donde ni siquiera figuraba. Debía de ser entonces un callejón negro y hediondo, con una zanja por donde corrían cabezas y tripas de pescado entre las piedras. Pero a fines de 1873, la Asamblea nacional declaró de utilidad pública la construcción de una iglesia en la colina de Montmartre. Pocos meses después, la mujer del alcalde de Bouville tuvo una aparición; Santa Cecilia, su patrona, la amonestó. ¿Era tolerable que la flor y nata de Bouville se enlodara todos los domingos para ir a Saint-René o Saint-Claudien a oír misa con los tenderos? ¿No había dado el ejemplo la Asamblea nacional? Bouville tenía, en la actualidad, por causa de la protección celestial una situación económica de primer orden; ¿no convenía edificar una iglesia en acción de gracias al Señor?
Estas visiones fueron bien recibidas; el Consejo municipal realizó una sesión y el obispo aceptó encargarse de las suscripciones. Faltaba escoger el emplazamiento. Las viejas familias de comerciantes y armadores opinaban que el edificio debía levantarse en la cima del Coteau Vert, donde ellos vivían, “para que Santa Cecilia velara sobre Bouville como el Sagrado Corazón de Jesús sobre París”. Los nuevos señores del bulevar Maritime, poco numerosos todavía, pero muy ricos, se hicieron rogar: darían lo necesario, pero la iglesia se construiría en la plaza Marignan; si pagaban una iglesia, creían tener derecho a usarla; no les importaba hacer sentir su poderío a esa altiva burguesía que los trataba como si fueran advenedizos. El obispo imaginó un arreglo: la iglesia fue construida a medio camino del Coteau Vert y del bulevar Maritime, en la plaza de la Halleaux-Morues, a la cual bautizaron plaza Sainte-Cécile-de-la-Mer. El monstruoso edificio, terminado en 1887, costó nada menos que catorce millones.
La calle Tournebride, ancha, pero sucia, y de mala reputación, hubo de ser enteramente reconstruida, y sus habitantes fueron firmemente rechazados detrás de la plaza Sainte-Cécile; el pequeño Prado se ha convertido —sobre todo los domingos por la mañana— en lugar de reunión de los elegantes y notables. Hermosos comercios se han ido abriendo, uno por uno, al paso del gran mundo. Permanecen abiertos el lunes de Pascua, toda la noche de Navidad los domingos hasta mediodía. Al lado de Julien, el salchichero, famoso por sus pasteles calientes, el confitero Foulon expone sus renombradas especialidades, admirables pastelillos cónicos de manteca malva, coronados por una violeta de azúcar. En la vidriera del librero Dupaty se ven las novedades de la casa Pión, algunas obras técnicas, como por ejemplo, una teoría del Navío o un tratado del Velamen, una gran historia ilustrada de Bouville y ediciones de lujo elegantemente presentadas: Koenigsmarck, encuadernado en cuero azul, Le livre de mes fils de Paul Doumer, encuadernado en cuero crudo con flores purpúreas. Ghislaine “Costura fina, modelos de París”, separa a Piégeois, el florista, de Paquin, el anticuario. El peinador Gustave, con sus cuatro manicuras, ocupa el primer piso de un inmueble nuevo, pintado de amarillo.
Hace dos años, en la esquina del callejón des Moulins-Gémeneaur y de la calle Tournebride, una impúdica tiendecita exhibía aún una propaganda del Tu-pu-nez, producto insecticida. Había florecido en los tiempos en que se pregonaba el bacalao en la plaza Sainte-Cécile; tenía cien años. Los vidrios de la portada rara vez estaban limpios; había que hacer un esfuerzo para distinguir, a través del polvo y el vapor, una multitud de pequeños personajes vestidos con jubones color de fuego, que figuraban ratas y ratones. Los animales desembarcaban de un navío de alto bordo, apoyados en bastones; apenas tocaban tierra, una campesina coquetonamente vestida, pero lívida y negra de grasa, los ponía en fuga rociándolos con Tu-pu-nez. Me gustaba mucho esta tienda, tenía un aire cínico y obstinado; recordaba con insolencia los derechos de los parásitos y la grasa a dos pasos de la iglesia más costosa de Francia.
La vieja herborista murió el año pasado y su sobrino ha vendido la casa. Bastó derribar unas paredes; ahora es una salita de conferencias, “La Bombonera”. El año pasado Henry Bordeaux dio una charla sobre alpinismo.
Por la calle Tournebride no hay que ir con prisa; las familias caminan lentamente. A veces se gana una fila porque toda una familia ha entrado en casa de Foulon o de Piégeois. Pero en otros momentos, es preciso detenerse y marcar el paso porque dos familias que pertenecen, una a la columna ascendente y otra a la columna descendente, se han encontrado y se toman de las manos. Avanzo a pasos cortos. Mi cabeza domina las dos columnas, y veo sombreros, un mar de sombreros. En su mayoría son negros y duros. De vez en cuando se ve uno que vuela en la punta de un brazo y descubre el tierno espejeo de un cráneo; después de unos instantes de vuelo pesado, se posa. En la calle Tournebride 16, el sombrerero Urbain, especialista en quepis, hace planear como un símbolo un inmenso sombrero rojo de arzobispo cuyas borlas de oro penden a dos metros del suelo.
Se produce un alto; acaba de formarse un grupo justo debajo de las borlas. Mi vecino espera sin impaciencia, con los brazos colgando; creo que este viejecito, pálido y frágil como una porcelana, es Coffier, el presidente de la Cámara de Comercio. Según parece, intimida mucho porque nunca dice nada. Vive en lo alto del Coteau Vert, en una gran casa de ladrillos cuyas ventanas están siempre abiertas de par en par. Se acabó; el grupo se ha disgregado; reanuda la marcha. Acaba de formarse otro, pero ocupa menos lugar; no bien constituido se aprieta contra el escaparate de Ghislaine. La columna ni siquiera se detiene; apenas se aparta un poco; desfilamos frente a seis personas tomadas de las manos: “Buenos días, señor, buenos días estimado señor, cómo está usted; pero cúbrase, señor, tomará frío; gracias, señora, es que no hace calor. Querida, te presento al doctor Lefrançois; doctor, encantada de conocerlo, mi marido siempre me habla del doctor Lefrançois que tan bien lo ha atendido, pero cúbrase, doctor, este frío le hará daño. Pero el doctor se curaría en seguida; ay, señora, los médicos son los que están peor atendidos; el doctor es un músico notable. Dios mío, doctor, no lo sabía; ¿toca usted el violín? El doctor tiene mucho talento”.
El viejecito que está a mi lado es seguramente Coffier; una de las mujeres del grupo, la morena, lo devora con los ojos mientras sonríe al doctor. Como si pensara: “Ahí está el señor Coffier, el presidente de la Cámara de Comercio; qué aspecto intimidador, dicen que es tan frío”. Pero M. Coffier no se digna ver nada: éstas son gentes del bulevar Maritime, no pertenecen al gran mundo. Desde que vengo a esta calle a ver los sombrerazos del domingo, he aprendido a distinguir las gentes del bulevar y las del Coteau. Cuando un tipo lleva un abrigo nuevecito, un sombrero flexible, una camisa deslumbradora, cuando desplaza aire, no es posible equivocarse: es del bulevar Maritime. Las gentes del Coteau Vert se distinguen por un no sé qué miserable y abatido. Tienen los hombros estrechos y un aire de insolencia en sus caras gastadas. Juraría que ese señor gordo que lleva a un niño de la mano, pertenece al Coteau; su rostro es gris y su corbata está anudada como un cordel.
El señor gordo se nos acerca; mira fijo a M. Coffier. Pero poco antes de cruzarse con él, desvía la cabeza y se pone a bromear paternalmente con su hijo, clavando los ojos en sus ojos, como un papá cabal; y de pronto, volviéndose con presteza hacia nosotros, echa una viva ojeada al viejecito y hace un saludo amplio y seco, con un ademán circular. El muchachito, desconcertado, no se ha descubierto; es un asunto de personas mayores.
En el ángulo de la calle Basse-de-Vieille nuestra columna tropieza con una columna de fieles que salen de misa; unas diez personas chocan y se saludan arremolinándose, pero los sombrerazos son demasiado rápidos para que pueda detallarlos; por encima de esta multitud gorda y pálida, la iglesia Sainte-Cécile yergue su monstruosa masa blanca: blanco de tiza sobre un cielo oscuro; detrás de esas murallas resplandecientes, retiene en sus flancos un poco del negro de la noche. La marcha se reanuda en un orden ligeramente modificado. M. Coffier ha quedado detrás de mí. Una señora de azul marino se pega a mi costado derecho. Viene de misa. Guiña los ojos, un poco deslumbrada por la mañana. Ese señor que camina delante de ella y que tiene una nuca tan delgada, es su marido.
En la otra acera, un señor que lleva a su mujer del brazo acaba de susurrarle unas palabras al oído y se ha puesto a sonreír. En seguida ella despoja cuidadosamente de toda expresión su cara cremosa y da unos pasos como ciega. Esos signos no engañan: van a saludar. En efecto, al cabo de un instante el señor echa la mano al aire. Cuando sus dedos están próximos al fieltro, vacilan un segundo antes de posarse delicadamente. Mientras levanta con suavidad el sombrero, bajando un poco la cabeza para ayudar la extracción, su mujer da un saltito grabando en su rostro una sonrisa juvenil. Una sombra los domina inclinándose; pero sus dos sonrisas gemelas no se borran en seguida; permanecen unos instantes en sus labios, por una especie de remanencia. Cuando el señor y la señora se cruzan conmigo, han recobrado su impasibilidad pero todavía les queda un aire alegre en torno a la boca.
Se acabó; la multitud es menos densa, los sombrerazos escasean, las vidrieras de los comercios han perdido exquisitez; estoy al final de la calle Tournebride. ¿Voy a cruzar y remontar la calle por la otra acera? Creo que ya tengo bastante; ya he visto bastantes cráneos rosados, caras menudas, distinguidas, borrosas. Cruzaré la plaza Marignan. Al extirparme con precaución de la columna, una cabeza de verdadero señor surge, muy cerca de un sombrero negro. Es el marido de la señora de azul marino. ¡Ah! Qué hermoso cráneo largo de dolicocéfalo, con pelo corto y duro, qué bello bigote americano con hilos de plata. Y sobre todo la sonrisa, la admirable sonrisa cultivada. También hay unos lentes en alguna parte, sobre una nariz.
El marido se volvía hacia la mujer y le decía:
—Es un nuevo dibujante de la fábrica. Me pregunto qué puede hacer aquí. Es un buen muchacho, tímido; me divierte.
Contra el espejo del salchichero Julien, el joven dibujante que acaba de cubrirse, ruborizado todavía, con los ojos bajos, el semblante obstinado, guarda todas las apariencias de una intensa voluptuosidad. Es el primer domingo, no cabe duda, que se atreve a cruzar la calle Tournebride. Parece un chico de primera comunión. Ha anudado las manos detrás de la espalda y vuelve el rostro con una expresión de pudor realmente excitante; mira, sin verlas, cuatro salchichas delgadas, brillantes de gelatina que se extienden sobre un aderezo de perejil.
Una mujer sale de la salchichería y lo toma del brazo. Es su esposa, muy joven a pesar de su piel gastada. Puede rondar por los alrededores de la calle Tournebride, nadie la tomará por una señora; la traiciona el brillo cínico de sus ojos, su aire razonable y entendido. Las verdaderas señoras no conocen el precio de las cosas; gustan de las hermosas locuras; sus ojos son bellas flores cándidas, flores de invernáculo.
Al dar la una llego a la cervecería Vézelise. Allí están los viejos, como de costumbre. Dos de ellos han empezado a comer. Hay cuatro jugando a la malilla mientras beben el aperitivo. Los otros están de pie y los miran jugar, mientras les preparan los cubiertos. El más alto, de barba caudalosa, es agente de cambio. Otro es comisario jubilado de la Inscripción Marítima. Comen y beben como a los veinte años. El domingo se hartan de chucrut. Los recién llegados interpelan a los otros que ya están comiendo:
—Bueno, ¿siempre el chucrut dominical?
Se sientan y suspiran, a sus anchas:
—Mariette, nena, un medio litro sin cuello y un chucrut.
Esta Mariette es una bribona. Cuando me siento a la mesa del fondo, un viejo color escarlata se pone a toser de furor. Mariette le sirve un vermut.
—Sírvame un poco más, vamos —dice tosiendo.
Pero ella también se enfada; no había terminado de servir:
—Pero déjeme servirle, ¿quién le ha dicho algo? Usted es de los que contestan antes de que les pregunten.
Los otros se echan a reír.
—¡Triunfo!
Al ir a sentarse, el agente de cambio toma a Mariette de los hombros:
—Hoy es domingo, Mariette. ¿Esta tarde va al cine con su galán?
—¡Ah, cómo no! Hoy tiene franco Antoinette. En cuanto al galán, yo me pago la juerga.
El agente de cambio se sienta frente a un viejo afeitado, de semblante afligido. El viejo afeitado empieza en seguida un animado relato. El agente de cambio no lo escucha: hace muecas y se mesa la barba. Nunca se escuchan.
Reconozco a mis vecinos: son pequeños comerciantes de la vecindad. El domingo la criada tiene “salida”. Entonces vienen aquí y se instalan siempre en la misma mesa. El marido come una hermosa costilla rosada de buey. La mira de cerca y resopla de vez en cuando. La mujer mordisquea de su plato. Es una rubia fuerte, cuarentona, de mejillas rojas y algodonosas. Tiene hermosos senos duros bajo la blusa de raso. Se bebe, como un hombre, su botella de Burdeos tinto en cada comida.
Voy a leer Eugénie Grandet. No es que me guste mucho, pero hay que hacer algo. Abro el libro al azar: madre e hija hablan del amor incipiente de Eugénie:
Eugénie le besó la mano, diciendo:
—¡Qué buena eres, mamá querida!
Estas palabras hicieron resplandecer el viejo rostro materno, ajado por largos dolores.
—¿Te parece bien? —preguntó Eugénie.
Mme. Grandet respondió con una sonrisa, y después de guardar silencio, dijo, en voz baja:
—Entonces, ¿ya lo quieres? Estaría mal.
—¿Mal? —replicó Eugénie—. ¿Por qué? Si te gusta, si le gusta a Nanon, ¿por qué no había de gustarme? Mira, mamá, pongamos la mesa para el almuerzo.
Dejó su labor; la madre hizo otro tanto, diciéndole:
—Estás loca.
Pero se complació en justificar la locura de su hija, compartiéndola.
Eugénie llamó a Nanon.
—¿Qué más quiere usted, señorita?
—Nanon, ¿habrá crema para el mediodía?
—Ah, para el mediodía sí —respondió la vieja criada.
—Bueno, dale café bien cargado; he oído decir a M. des Grassins que el café se hace muy cargado en París. Ponle mucho.
—¿Y de dónde quiere usted que lo saque?
—Cómpralo.
—¿Y si el señor me encuentra?
—Está en sus prados.
Mis vecinos habían guardado silencio desde mi llegada, pero de pronto la voz del marido me saca de mi lectura.
El marido, con aire divertido y misterioso:
—Dime, ¿has visto?
La mujer se sobresalta y lo mira, saliendo de un sueño. Él come y bebe; luego prosigue, con el mismo aire misterioso:
—¡Ah, ah!
Silencio; la mujer vuelve a su sueño.
De pronto se estremece y pregunta:
—¿Qué dices?
—Suzanne, ayer.
—Ah, sí —dice la mujer—, había ido a ver a Víctor.
—¿Qué te había dicho yo?
La mujer rechaza el plato con gesto impaciente.
—Eso no está bien.
Las bolitas de carne gris que ha escupido guarnecen el borde del plato. El marido continúa su idea.
—Esa mujercita…
Se calla y sonríe vagamente. Frente a nosotros, el viejo agente de cambio acaricia el brazo de Mariette soplando un poco. Al cabo de un momento:
—Yo te lo dije el otro día.
—¿Qué me habías dicho?
—Víctor, que ella iría a verlo. ¿Qué hay? —pregunta bruscamente con semblante espantado—. No te gusta.
—No está bien.
—Ya no es así —dice él con importancia—, ya no es como en tiempos de Hécart. ¿Sabes dónde está Hécart?
—Está en Domremy, ¿no?
—Sí, ¿quién te lo dijo?
—Tú; me lo dijiste el domingo.
Ella come una miga de pan que toma del mantel de papel. Luego alisa con la mano el papel en el borde de la mesa; vacilando dice:
—¿Sabes? Te equivocas, Suzanne es más…
—Es posible, nenita, es posible —responde él distraído. Busca con la mirada a Mariette, le hace una seña.
—Hace calor.
Mariette se apoya familiarmente en el borde de la mesa.
—Oh, sí hace calor —dice la mujer, gimiendo—, una se ahoga aquí, y además el buey no es bueno, se lo diré al patrón, ya no es como antes, abra un poco el postigo, Mariette.
El marido recobra su cara divertida:
—Dime, ¿no viste sus ojos?
—¿Pero cuándo, pichón?
Él la remeda con impaciencia:
—¿Pero cuándo, pichón? Es muy tuyo: en verano, cuando nieva.
—¿Ayer, quieres decir? ¡Ah, bueno!
El hombre ríe, mira a lo lejos, recita muy rápido, con cierta aplicación:
—Ojos de gato que en las brasas…
Está tan satisfecho que parece haber olvidado lo que quería decir. Ella también se divierte, sin segunda intención.
—Ja, ja, malo.
Le da unos golpecitos en el hombro.
—Malo, malo.
El hombre repite con más seguridad:
—De gato que en las brasas…
Pero la mujer ya no ríe:
—No, de veras, tú sabes que ella es seria.
El hombre se inclina, le cuchichea una larga historia al oído. Ella permanece un momento con la boca abierta, el rostro un poco tenso y risueño, como quien va a desternillarse de risa; y bruscamente se echa hacia atrás y le araña las manos.
—No es cierto, no es cierto.
Él dice, con aire razonable y pausado:
—Escúchame, nena, él lo dijo: si no fuera cierto, ¿por qué habría de decirlo?
—No, no.
—Pero si él lo dijo; escucha, supón…
Ella se echa a reír:
—Me río porque pienso en René.
El hombre también se ríe. La mujer sigue, en voz baja e importante:
—Entonces es que se dio cuenta el martes.
—El jueves.
—No, el martes, sabes, a causa de…
Ella dibuja en los aires una especie de elipse.
Largo silencio. El marido moja miga de pan en la salsa. Mariette cambia los platos y les lleva tartas. Dentro de un rato yo también pediré una tarta. De improviso la mujer, un poco soñadora, con una sonrisa orgullosa algo escandalizada en los labios, dice, en voz lenta:
—¡Oh, no, sabes!
Hay tanta sensualidad en la voz que él se conmueve, le acaricia la nuca con su mano gorda.
—Charles, quieto, me excitas, querido —murmura ella sonriendo, con la boca llena.
Intento reanudar la lectura:
—¿Y de dónde quiere usted que lo saque?
—Cómpralo.
—¿Y si el señor me encuentra?
Pero todavía oigo a la mujer que dice:
—Mira, haré reír a Marthe, voy a contárselo.
Mis vecinos se han callado. Después de la tarta, Mariette les ha llevado ciruelas pasas y la mujer está ocupada en poner graciosamente los carozos en la cuchara. El marido, mirando el techo, tamborilea una marcha en la mesa. Parecería que su estado normal es el silencio, y la palabra una fiebre ligera que les da de vez en cuando.
—¿Y de dónde quiere usted que lo saque?
—Cómpralo.
Cierro el libro, me voy a pasear.
Cuando salí de la cervecería Vézelise eran cerca de las tres; yo sentía la tarde en todo mi cuerpo entorpecido. No mi tarde: la de ellos, la que cien mil bouvilleses iban a vivir en común. A esa misma hora, después del copioso y largo almuerzo del domingo, se levantaban de la mesa, y para ellos, algo estaba muerto. El domingo había gastado su ligera juventud. Era necesario digerir el pollo y la tarta, vestirse para salir.
La campanilla del Cine Eldorado repicaba en el aire claro. Esta campanilla a la luz del día es un ruido familiar del domingo. Más de cien personas hacían cola a lo largo del muro verde. Esperaban ávidamente la hora de las dulces tinieblas, del relajamiento, del abandono, la hora en que la pantalla, reluciente como un guijarro blanco bajo el agua, hablaría y soñaría por ellas. Vano deseo: algo quedaría contraído; era demasiado el miedo de que les aguaran el hermoso domingo. Dentro de un instante, como todos los domingos, iban a sufrir una decepción: el film sería idiota, el vecino fumaría en pipa y escupiría entre sus rodillas, o Lucie estaría tan desagradable, sin una palabra gentil, o, como si lo hiciera a propósito, justamente hoy, por una vez que iban al cinematógrafo, le reaparecería el dolor intercostal. Dentro de un instante, como todos los domingos, pequeñas cóleras sordas crecerían en la sala oscura.
Seguí por la tranquila calle Bressan. El sol había disipado las nubes, el tiempo era bueno. Una familia acababa de salir de la villa “La ola”. La hija se abotonaba los guantes en la acera. Podía tener treinta años. La madre, planuda en el primer peldaño de la escalinata, miraba hacia adelante, con aire seguro, respirando ampliamente. Del padre, sólo veía yo la espalda enorme. Curvado sobre la cerradura, ponía llave a la puerta. La casa quedaba vacía y negra hasta que regresaran. En las casas vecinas, ya acerrojadas y desiertas, los muebles y los pisos crujían dulcemente. Antes de salir, alguien había apagado el fuego en la chimenea del comedor. El padre alcanzó a las dos mujeres, y la familia sin decir una palabra, se puso en camino. ¿A dónde iban? El domingo se va al cementerio monumental o de visita a casa de los parientes, o si uno está del todo libre, a pasear por la Jetée. Yo estaba libre: caminé por la calle Bressan que desemboca en la Jetée-Promenade.
El cielo era de un azul pálido; un poco de humo, algunos penachos; de vez en cuando una nube a la deriva pasaba delante del sol. Veía a lo lejos la balaustrada de cemento blanco que corre a lo largo de la Jetée-Promenade; el mar brillaba a través de los agujeros. La familia tomó a la derecha, por la calle del Aumônier-Hilaire, que trepa el Coteau Vert. Los vi subir a pasos lentos; ponían tres manchas negras en el cabrilleo del asfalto. Doblé a la izquierda y entré en la multitud que desfilaba a la orilla del mar.
Era más heterogénea que a la mañana. Parecía como si todos esos hombres no hubieran tenido fuerzas para sostener la hermosa jerarquía social de que tan orgullosos estaban antes del almuerzo. Los comerciantes y los funcionarios marchaban juntos; se dejaban codear y hasta empujar y desplazar por pequeños empleados de facha pobre. Las aristocracias, las “élites”, los grupos profesionales se habían fundido en esa multitud tibia. Eran hombres casi solos, que ya no representaban nada.
Un charco de luz en la lejanía era la baja mar. Algunos escollos a flor de agua horadaban con sus cabezas esa superficie de claridad. Sobre la arena yacían barcas pesqueras, no lejos de los pegajosos cubos de piedra arrojados en montón al pie de la escollera para protegerla de las olas, formando agujeros llenos de bichos. A la entrada del antepuerto, sobre el cielo blanqueado por el sol, recortaba su sombra una draga. Todas las tardes, hasta la medianoche, aúlla, gime y marcha a una velocidad de todos los demonios. Pero el domingo, los obreros pasean por tierra; sólo queda un guardián a bordo; la draga calla.
El sol era claro y diáfano: un vinito blanco. Su luz rozaba apenas los cuerpos, dándoles sombras, no relieve; los rostros y las manos eran manchas de oro pálido. Esos hombres de sobretodo parecían flotar dulcemente a unas pulgadas del suelo. De vez en cuando el viento empujaba hacia nosotros sombras trémulas como agua; los rostros se apagaban un instante, se ponían gredosos.
Era domingo; encajonada entre los balaustres y las verjas de los chalets de recreo, la multitud se derramaba en olitas para perderse en mil arroyos detrás del gran hotel de la Compañía Transatlántica. ¡Cuántos niños! Niños en coche, en brazos, de la mano o caminando de a dos, de a tres, delante de sus padres, con gravedad fingida. Yo había visto todos esos rostros pocas horas antes, casi triunfantes, en la juventud de una mañana de domingo. Ahora, bañados de sol, sólo expresaban calma, aflojamiento, una especie de obstinación.
Pocos gestos; todavía algunos sombrerazos, pero sin amplitud, sin la alegría nerviosa de la mañana. Todos se dejaban ir un poco hacia atrás, con la cabeza levantada, mirando la lejanía, abandonados al viento que los empujaba hinchando sus abrigos. De vez en cuando, una risa seca, pronto sofocada, el grito de una madre: Jeannot, Jeannot, ven. Y después, el silencio. Ligero olor a tabaco rubio: son los empleados que fuman. Salammbô, Aïcha, cigarrillos del domingo. En algunos rostros más descuidados, creí leer un poco de tristeza; pero no, esas gentes no estaban ni tristes ni alegres; descansaban. Sus ojos muy abiertos y fijos, reflejaban pasivamente el mar y e cielo. Dentro de un rato, de regreso, beberían una taza de té en familia, en la mesa del comedor. Por el momento, querían vivir con el mínimo de gasto, economizar gestos, palabras, pensamientos, hacer la plancha: tenían un solo día para borrar las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana. Un solo día. Sentían que los minutos se les deslizaban entre los dedos; ¿tendrían tiempo de acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana? Respiraban a pleno pulmón porque el aire del mar vivifica; sólo su aliento, regular y profundo como el de las personas dormidas, demostraba que vivían. Yo andaba con tiento, no sabía qué hacer con mi cuerpo duro y fresco, en medio de esa multitud trágica en reposo.
El mar estaba ahora de color pizarra; subía lentamente. A la noche habría marea alta; esa noche la Jetée-Promenade estaría más desierta que el bulevar Noir. Hacia adelante y a la izquierda una luz roja brillaría en el canal.
El sol descendía lentamente sobre el mar. Incendiaba al pasar la ventana de un chalet normando. Una mujer encandilada se llevó con aire cansado una mano a los ojos y agitó la cabeza.
—Gaston, me encandila —dijo ella con una sonrisa vacilante.
—Ah, es un lindo sol —respondió el marido—; no calienta, pero sin embargo, da gusto.
Ella añade, volviéndose hacia el mar.
—Creí que podríamos verla.
—No hay ninguna posibilidad —dice el hombre—, está al sol.
Debían de hablar de la isla Caillebotte, cuya punta meridional tendría que haberse visto entre la draga y el muelle del antepuerto.
La luz se suaviza. En esa hora inestable, algo anunciaba la noche. El domingo había pasado ya. Las villas y la balaustrada gris parecían recuerdos muy cercanos. Los rostros iban perdiendo uno a uno su ocio; muchos se pusieron casi tiernos.
Una mujer encinta se apoyaba en un muchacho rubio, de aspecto brutal.
—Allá, allá, mira —dijo ella.
—¿Qué?
—Allá, allá, las gaviotas.
El muchacho se encogió de hombros: no había gaviotas. El cielo estaba casi puro, un poco rosado en el horizonte.
—Las oí. Escucha, gritan.
El hombre respondió:
—Es algo que ha rechinado.
Brilló un pico de gas. Creí que había pasado el farolero. Los niños lo acechan, pues él da la señal de regreso. Pero era un último reflejo del sol. El cielo estaba claro aún, pero la tierra se envolvía en penumbra. La multitud raleaba; se oía distintamente el estertor del mar. Una mujer joven, apoyada con las dos manos en la balaustrada, levantó hacia el cielo su cara azul, rayada de negro por la pintura de los labios. Me pregunté un instante si no iba yo a amar a los hombres. Pero después de todo, era el domingo de ellos, no el mío.
La primera luz encendida fue la del faro Caillebotte; un muchachito se detuvo cerca de mí y murmuró con semblante extasiado:
—¡Oh, el faro!
Entonces sentí mi corazón colmado de un gran sentimiento de aventura.
Doblo a la izquierda, y por la calle des Voiliers llego al pequeño Prado. Han bajado las cortinas metálicas de los escaparates. La calle Tournebride está clara pero desierta, ha perdido su breve gloria matinal; nada la distingue ya, a esta hora, de las calles vecinas. Se ha levantado un viento bastante fuerte. Oigo crujir el sombrero de lata del arzobispo.
Estoy solo, la mayoría de los paseantes han regresado a sus casas, leen el diario de la noche mientras escuchan la radio. El domingo declinante les ha dejado un gusto a ceniza, y piensan ya en el lunes. Pero para mí no hay ni lunes ni domingo; hay días que se empujan en desorden, y de pronto, relámpagos como éste.
Nada ha cambiado y sin embargo todo existe de otra manera. No puedo describirlo; es como la Náusea y sin embargo es justo lo contrario: al fin me sucede una aventura, y cuando me interrogo veo que me sucede que yo soy yo y que estoy aquí; soy yo quien hiende la noche; me siento feliz como un héroe de novela.
Algo va a producirse: en la sombra de la calle Basse-de-Vieille hay algo que me aguarda; allá, justo en el ángulo de esta calle tranquila, comenzará mi vida. Me veo avanzar, con un sentimiento de fatalidad. En la esquina de la calle hay una especie de mojón blanco. De lejos parecía todo negro, y a cada paso vira un poco más hacia el blanco. Ese cuerpo oscuro que se aclara poco a poco me hace una impresión extraordinaria: cuando esté completamente claro, completamente blanco, me detendré exactamente a su lado, y entonces comenzará la aventura. Ahora ese faro blanco que emerge de la sombra está tan cerca, que casi tengo miedo; pienso un instante en volver sobre mis pasos. Pero no es posible romper el encantamiento. Avanzo, extiendo la mano, toco el mojón.
Ésta es la calle Basse-de-Vieille y la enorme masa de Sainte-Cécile, agazapada en la sombra, con sus vitrales relucientes. El sombrero de lata chirría. No sé si el mundo se ha concentrado de golpe o si yo establezco entre los sonidos y las formas una unidad tan fuerte: ni siquiera puedo concebir que nada de lo que me circunda sea distinto de lo que es.
Me detengo un instante, aguardo, siento latir mi corazón; escudriño con la mirada la plaza desierta. No veo nada. Se ha levantado un viento bastante fuerte. Me equivoqué, la calle Basse-de-Vieille era una posta: la cosa me espera en el fondo de la plaza Ducoton.
Tengo mucha prisa por reanudar el camino. Me parece que he tocado la cima de la dicha. Qué no hice en Marsella, en Shangai, en Meknes, para conseguir un sentimiento tan pleno. Hoy ya no espero nada, vuelvo a mi casa, al final de un domingo vacío: la cosa está allá.
Echo a andar. El viento me trae el grito de una sirena. Estoy solo, pero camino como un ejército que irrumpiera en una ciudad. En este momento hay navíos resonantes de música en el mar; se encienden luces en todas las ciudades de Europa; nazis y comunistas se tirotean en las calles de Berlín: obreros sin trabajo callejean en Nueva York; mujeres delante del espejo, en habitaciones caldeadas, se ponen cosmético en las pestañas. Y yo estoy aquí, en esta calle desierta, y cada tiro que parte de una ventana de Neukölln, cada vómito de sangre de los heridos, cada ademán preciso y menudo de las mujeres que se engalanan, responde a cada uno de mis pasos, a cada latido de mi corazón.
Frente al pasaje Gillet ya no sé qué hacer. ¿Acaso no me aguardan en el fondo del pasaje? Pero también en la plaza Ducoton, al final de la calle Tournebride hay cierta cosa que me necesita para nacer. Estoy lleno de angustia: el menor gesto me compromete. No puedo adivinar qué quieren de mí. Sin embargo, es preciso escoger; sacrifico el pasaje Gillet, ignoraré para siempre lo que me reservaba.
La plaza Ducoton está vacía. ¿Me equivoqué? Me parece que no lo soportaría. Realmente, ¿no va a suceder nada? Me acerco a las luces del café Mably. Estoy desorientado, no sé si entraré; echo una ojeada a través de los grandes vidrios empañados.
La sala está abarrotada. El aire es azul por el humo de los cigarrillos y el vapor que desprenden las ropas húmedas. La cajera está en el mostrador. La conozco bien: es pelirroja como yo; tiene una enfermedad en el vientre. Se pudre dulcemente bajo las faldas, con una sonrisa melancólica, semejante al olor a violetas que exhalan a veces los cuerpos en descomposición. Un estremecimiento me recorre de la cabeza a los pies: ella… ella es lo que me aguardaba. Estaba allí, irguiendo su busto inmóvil sobre el mostrador; sonreía. Desde el fondo de este café, algo retrocede a los momentos dispersos del domingo y los suelda unos con otros, les da un sentido: he atravesado todo este día para rematar aquí, con la frente pegada a este vidrio, para contemplar ese fino rostro que se abre sobre una cortina granate. Todo se ha detenido: este gran vidrio, ese aire pesado, azul como agua, esa planta carnosa y blanca en el fondo del agua, y yo mismo, formamos un todo inmóvil y pleno; soy feliz.
Al volver al bulevar de la Redoute, sólo me quedaba una amarga pena. Me decía: “Quizá no haya nada en el mundo que me interese tanto como este sentimiento de aventura. Pero viene cuando quiere; y se va tan rápido, me deja tan agotado. ¿Me hará estas breves visitas irónicas para demostrarme que he frustrado mi vida?”
Detrás de mí, en la ciudad, en las grandes calles desiertas, un formidable acontecimiento social agonizaba a la fría claridad de los faroles: era el fin del domingo.
Lunes
¿Cómo pude escribir ayer esta frase absurda y pomposa: “Estoy solo pero camino como un ejército que irrumpiera en una ciudad”?
No necesito hacer frases. Escribo para poner en claro ciertas circunstancias. Desconfiar de la literatura. Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras.
En el fondo, lo que me disgusta es haber estado sublime anoche. Cuando tenía veintidós años, me emborrachaba y en seguida explicaba que yo era un tipo de la clase de Descartes. Sabía muy bien que me estaba inflando de heroísmo, pero me dejaba llevar, eso me gustaba. Al día siguiente, sentía tanto asco como si me hubiera despertado en una cama vomitada. No vomito cuando estoy borracho, pero sería preferible. Ayer ni siquiera tenía la excusa de la embriaguez. Me exalté como un imbécil. Necesito limpiarme con pensamientos abstractos, transparentes como agua.
Decididamente ese sentimiento de aventura no procede de los acontecimientos: ya tenemos la prueba. Más bien es la manera de encadenarse los instantes. Creo que esto es lo que pasa: de pronto uno siente que el tiempo transcurre, que cada instante conduce a otro, éste a otro y así sucesivamente; que cada instante se aniquila, que no vale la pena intentar retenerlo, etc., etc. Y entonces atribuimos esta propiedad a los acontecimientos que se presentían en los instantes; lo que pertenece a la forma lo referimos al contenido. En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer.
Ahora bien, por momentos nos parece que la vemos envejecer y que nos sentimos envejecer con ella: es el sentimiento de aventura.
Se llama así, si mal no recuerdo, a la irreversibilidad del tiempo. El sentimiento de la aventura sería, simplemente, el de la irreversibilidad del tiempo. ¿Pero por qué no lo tenemos siempre? ¿Acaso no será siempre irreversible el tiempo? Hay momentos en que uno tiene la impresión de que puede hacer lo que quiere, adelantarse o retroceder, que esto no tiene importancia; y otros en que se diría que las mallas se han apretado, y en estos casos se trata de no errar el golpe, porque sería imposible empezar de nuevo.
Anny hacía rendir el máximo al tiempo. En la época en que ella estaba en Djibuti y yo en Adén, cuando iba a verla por veinticuatro horas se ingeniaba para multiplicar los malentendidos entre nosotros, hasta que sólo quedaban exactamente sesenta minutos antes de mi partida: sesenta minutos, justo el tiempo necesario para sentir el transcurso de los segundos, uno por uno. Recuerdo una de aquellas veladas. Yo debía marcharme a medianoche. Habíamos ido al cine al aire libre; estábamos desesperados, Anny tanto como yo, sólo que ella dirigía el juego. A las once, al comienzo del film principal, me tomó la mano y la estrechó entre las suyas sin decir una palabra. Me sentí invadido por una alegría acre, y comprendí sin necesidad de mirar el reloj que eran las once. A partir de ese momento empezamos a sentir el curso de los minutos. Esa vez nos separábamos por tres meses. En cierto momento apareció en la pantalla una imagen completamente blanca; la oscuridad se suavizó y vi que Anny lloraba. A medianoche me soltó la mano después de apretarla violentamente; me levanté y me fui sin decirle una sola palabra. Eso era trabajo bien hecho.
Las siete de la noche
Jornada de trabajo. No ha marchado del todo mal; he escrito seis páginas con cierto placer. Sobre todo porque eran consideraciones abstractas sobre el reinado de Pedro I. Después de la orgía de anoche, me quedé todo el día quieto. ¡No hubiera necesitado apelar a mi voluntad! Me sentía muy a mis anchas desmontando los resortes de la aristocracia rusa.
Sólo ese Rollebon me irrita. Se las da de misterioso en las cosas más íntimas. ¿Qué pudo hacer en Ucrania en el mes de agosto de 1804? Habla de su viaje en términos velados:
“La posteridad juzgará si mis esfuerzos, que el éxito no podía coronar, merecían un rechazo brutal y humillaciones que hube de soportar en silencio, cuando tenía en mi mano el medio de acallar y atemorizar a los que se burlaban”.
Me dejé atrapar una vez; se mostraba lleno de pomposa reticencia con motivo de un breve viaje que había hecho a Bouville en 1790. Perdí un mes verificando sus hechos y movimientos. Al fin de cuentas, había dejado encinta a la hija de uno de sus arrendatarios. ¿No es simplemente un farsante?
Ese pequeño presumido tan mentiroso me irrita; tal vez sea despecho; me encantaba que mintiera a los demás, pero hubiera querido que hiciese una excepción conmigo; ¡creí que nos entenderíamos como lobos de la misma camada, prescindiendo de todos esos muertos, y que acabaría por decirme la verdad! No dijo nada, absolutamente nada; igual que a Alejandro o a Luis XVIII, a quien engañaba. Me importa mucho que Rollebon haya sido un tipo “bien”. Bribón, sin duda; ¿quién no lo es? ¿Pero un bribón grande o chico? No estimo bastante las investigaciones históricas para perder el tiempo con un muerto cuya mano no me dignaría tocar si estuviera vivo. ¿Qué sé de él? No es posible soñar vida más bella que la suya; ¿pero la hizo? Si por lo menos sus cartas no fueran tan hinchadas… ¡Ah! Sería preciso haber conocido su mirada; quizá inclinara la cabeza sobre el hombro de un modo encantador, o levantara con aire astuto el largo dedo índice junto a la nariz, o bien, entre dos mentiras corteses, le acometiera a veces un breve arrebato de violencia sofocado en seguida. Pero ha muerto; quedan de él un Tratado de estrategia y Reflexiones sobre la virtud.
Si me dejara llevar, lo imaginaría tan bien; bajo su ironía brillante, que hizo tantas víctimas, es un simple, casi un ingenuo. Pienso poco, pero, por una especie de gracia profunda, hace en toda ocasión exactamente lo que debe. Su bellaquería es cándida, espontánea, muy generosa, tan sincera como su amor a la virtud. Y cuando ha traicionado bien a sus benefactores y amigos, encara los acontecimientos con gravedad, para sacar la moraleja. Nunca pensó que tuviera el menor derecho sobre los demás, ni los demás sobre él; considera injustificados y gratuitos los dones de la vida. Se ata fuertemente a todo, pero de todo se desprende con facilidad. Y nunca escribió sus cartas, sus obras; las hizo componer por el escribano público.
Sólo que, para llegar a esto, más bien tendría que escribir una novela sobre el marqués de Rollebon.
Las once de la noche
Cené en el Rendez-vous des Cheminots. Como estaba la patrona, tuve que hacerle el amor, pero fue por cortesía. Me desagrada un poco, es demasiado blanca y además huele a recién nacido. La patrona oprimía mi cabeza contra su pecho en un arrebato de pasión; cree que lo hace bien. En cuanto a mí, hurgaba en su sexo distraídamente bajo la colcha; luego se me entumeció el brazo. Pensaba en M. de Rollebon: después de todo, ¿qué me impide escribir una novela sobre su vida? Dejé caer mi brazo a lo largo del flanco de la patrona y de pronto vi un jardincito con árboles bajos y anchos de los que colgaban inmensas hojas cubiertas de pelos. Hormigas, ciempiés y polillas corrían por todas partes. Había animales más horribles aún; sus cuerpos eran una rebanada de pan tostado como el de los canapés de pollo; caminaban de costado con patas de cangrejo. Las hojas anchas estaban negras de bichos. Detrás de los cactos y las chumberas, la Véleda del jardín público señalaba su sexo con el dedo. “Este jardín huele a vómito” grite.
—No hubiera querido despertarlo —dijo la patrona—, pero tenía un pliegue de la sábana debajo de las nalgas; además debo bajar para atender a los clientes del tren de París.
Martes de carnaval
Maurice Barrès, recibió una buena azotaina. Éramos tres soldados y uno de nosotros tenía un agujero en medio de la cara. Maurice Barrès se acercó y nos dijo: “¡Está bien!” y entregó a cada uno un ramillete de violetas. “No sé dónde meterlo”, dijo el soldado de la cabeza agujereada. Entonces Maurice Barrès dijo: “Debe ponérselo en medio del agujero que tiene usted en la cabeza”. El soldado respondió: “Voy a metértelo en el culo”. Y pescamos a Maurice Barrès y le quitamos los pantalones. Debajo del calzoncillo llevaba una vestidura roja de cardenal. Levantamos la vestidura y Maurice Barrès se puso a gritar: “Atención, tengo pantalones con trabillas”. Pero lo azotamos hasta hacerle sangre y en el trasero le dibujamos, con los pétalos de las violetas, la cabeza de Déroulède.
Recuerdo mis sueños con mucha frecuencia después de un tiempo. Además, he de moverme mucho mientras duermo, porque a la mañana encuentro toda la ropa en el suelo. Hoy es martes de carnaval, pero en Bouville esto no significa gran cosa; apenas hay en toda la ciudad unas cien personas para disfrazarse.
Cuando bajaba la escalera me llamó la patrona:
—Hay una carta para usted.
Una carta: la última que recibí era del director de la biblioteca de Rouen, del mes de mayo último. La patrona me lleva a su escritorio; me entrega un largo sobre amarillento e hinchado: carta de Anny. Hacía cinco años que no tenía noticias suyas. La carta ha ido a buscarme a mi antiguo domicilio de París; lleva sello del primero de febrero.
Salgo con el sobre entre los dedos; no me atrevo a abrirlo; Anny no ha cambiado el papel de cartas; me pregunto si siempre lo comprará en la pequeña librería de Piccadilly. Pienso si habrá conservado también su peinado, aquel pesado cabello rubio que no quería cortarse. Ha de luchar pacientemente delante del espejo para salvar su rostro; no por coquetería ni por miedo a envejecer; quiere quedarse como es, exactamente como es. Acaso fuera lo que yo prefería en ella: esa fidelidad poderosa y severa al menor rasgo de su imagen.
Las letras firmes de la dirección, trazadas con tinta violeta (tampoco ha cambiado de tinta), todavía brillan un poco.
“Señor Antoine Roquentin”
Cómo me gusta leer mi nombre en estos sobres. Entre brumas he encontrado una de sus sonrisas, he adivinado sus ojos, su cabeza inclinada; cuando estaba sentado, venía a plantarse sonriendo delante de mí. Me dominaba con todo el busto, me tomaba de los hombros y me sacudía con los brazos extendidos.
El sobre es pesado, debe de contener por lo menos seis hojas. Las patas de mosca de mi antigua portera cruzan la hermosa letra:
“Hotel Printania-Bouville”
Estas letritas no brillan.
Cuando abro el sobre, mi desilusión me rejuvenece seis años:
“No sé cómo se las arregla Anny para hinchar así los sobres; nunca hay nada dentro”.
Esta frase la dije cien veces en la primavera de 1924, luchando, como hoy, para extraer del forro un pedazo de papel cuadriculado. El forro es esplendoroso: verde oscuro con estrellas de oro; parece una tela pesada y tiesa. El forro solo constituye las tres cuartas partes del peso del sobre.
Anny ha escrito con lápiz:
“Pasaré por París dentro de unos días. Ven a verme al hotel d’Espagne el 20 de febrero. ¡Te lo ruego! (agregó ‘te lo ruego’ encima de la línea, y lo unió al ‘verme’ con una curiosa espiral). Tengo que verte. Anny”.
En Meknes, en Tánger, a veces, cuando volvía a la noche, encontraba un billete sobre la cama: “Quiero verte en seguida”. Corría, Anny me abría con las cejas levantadas y expresión de asombro: ya no tenía nada que decirme; me reprochaba un poco que hubiera ido. Iré; tal vez se niegue a recibirme. O bien me dirán en el mostrador del hotel: “Nadie con ese nombre ha parado aquí”. No creo que lo haga. Sólo que, dentro de ocho días puede escribirme que ha cambiado de opinión y que será para otra vez.
Las gentes están en su trabajo. Se anuncia un martes de carnaval bien chato. La calle des Mutiles huele fuertemente a madera húmeda, como siempre que va a llover. No me gustan estos días raros; los cines dan matinées, los niños de las escuelas tienen vacaciones; hay en las calles un vago airecito de fiesta que solicita incesantemente la atención y se desvanece no bien uno repara en él.
Sin duda veré de nuevo a Anny, pero no puedo decir que esta idea me haga precisamente feliz. Desde que recibí su carta, me siento desocupado. Por suerte es mediodía; no tengo hambre, pero comeré para pasar el rato. Entro en el restaurante Camille, en la calle des Horlogers.
Es un local bien cerrado; sirven chucrut o cazuela toda la noche. El público viene a cenar a la salida del teatro; los agentes de policía mandan a los viajeros que llegan de noche con hambre. Ocho mesas de mármol. Una banqueta de cuero corre pegada a las paredes. Dos espejos comidos por manchas rojizas. Los vidrios de las dos ventanas y de la puerta son esmerilados. El mostrador está en el fondo. También hay un cuarto al costado. Pero nunca entré; es para las parejas.
—Deme una tortilla de jamón.
La criada, una mujer enorme de mejillas rojas, no puede evitar la risa cuando habla con un hombre.
—No tengo permiso. ¿Quiere usted una tortilla de papas? El jamón está guardado; sólo el patrón puede cortarlo.
Pido una cazuela. El patrón se llama Camille y es un matón.
La criada se va. Estoy solo en este viejo recinto sombrío. En mi valija hay una carta de Anny. Una falsa vergüenza me impide releerla. Trato de recordar las frases una por una.
“Querido Antoine”
Sonrío; no, claro que no, Anny no ha escrito “querido Antoine”.
Hace seis años —acabábamos de separarnos de común acuerdo—, decidí marcharme a Tokio. Le escribí unas palabras. Ya no podía llamarla “amor mío”; comencé con toda inocencia: “querida Anny”.
“Admiro tu soltura —me respondió—; nunca he sido ni soy tu querida Anny. Y te ruego que creas que no eres mi querido Antoine. Si no sabes cómo llamarme, no me llames; será preferible”
Saco la carta de la valija. No ha escrito “querido Antoine”. Al pie de la carta tampoco hay fórmula de cortesía. “Tengo que verte. Anny”. Nada que pueda darme seguridad. No puedo quejarme: reconozco en esto su amor a lo perfecto. Ella siempre quería realizar “momentos perfectos”. Si el instante no se prestaba, todo le era indiferente; la vida desaparecía de sus ojos, se arrastraba perezosa como una muchacha en la edad ingrata. O si no me buscaba pendencia:
—Te suenas como un burgués, solemnemente, y toses en el pañuelo con satisfacción.
Era preferible no responder, había que esperar; de improviso, a alguna señal imperceptible para mí, se sobresaltaba, endurecía sus hermosas facciones lánguidas y comenzaba su trabajo de hormiga. Tenía una magia imperiosa y encantadora; canturreaba entre dientes, mirando a todos lados, luego se erguía sonriente, venía a sacudirme por los hombros, y durante unos instantes parecía dar órdenes a los objetos que la rodeaban. Me explicaba, en voz baja y rápida, lo que esperaba de mí:
—Escucha, tú quieres hacer un esfuerzo, ¿verdad? Has estado tan tonto la última vez. ¿Ves cómo podría ser bello este momento? Mira el cielo, mira el color del sol en la alfombra. Justamente me puse el vestido verde y no me pinté, estoy pálida. Retrocede, ve a sentarte a la sombra; ¿comprendes lo que tienes que hacer? ¡Buenos, vamos a ver! ¡Qué tonto eres! Háblame.
Yo sentía que el éxito de la empresa estaba en mis manos; el instante tenía un sentido oscuro que era preciso afinar y perfeccionar: había que hacer ciertos gestos, decir ciertas palabras; abrumado por el peso de mi responsabilidad, desencajaba los ojos y no veía nada; me debatía en medio de los ritos que Anny inventaba en el momento, y los desgarraba con mis grandes brazos como telas de araña. En esos momentos ella me odiaba.
Claro que iré a verla. La estimo y la quiero aún con toda el alma. Deseo que otro haya tenido más suerte y habilidad en el juego de los momentos perfectos.
—Tu endemoniado pelo lo echa todo a perder —decía—. ¿Qué quieres hacer con un pelirrojo?
Sonreía. Primero perdí el recuerdo de sus ojos, luego el de su largo cuerpo. Retuve lo más que pude su sonrisa, y hace tres años también la perdí. Hace un rato, bruscamente, cuando recibí la carta de manos de la patrona, volvió: creí ver a Anny sonriendo. Aún trato de recordarla; necesito sentir toda la ternura que Anny me inspira; esa ternura está ahí, muy cerca; lo único que pide es nacer. Pero la sonrisa no vuelve: se acabó. Permanezco vacío y seco.
Entra un hombre friolento.
—Señoras, señores, buenas tardes.
Se sienta sin quitarse el sobretodo verdoso. Frota las manos una contra otra, entrecruzando los dedos.
—¿Qué le sirvo?
El hombre se sobresalta, mira inquieto.
—¿Eh? Un “byrrh” con agua.
La criada no se mueve. En el espejo, su rostro parece dormido. En realidad, sus ojos están abiertos, pero son rendijas. Ella es así; no se apresura a servir a los clientes; siempre se demora un rato soñando con las órdenes recibidas. Ha de proporcionarle un pequeño placer imaginativo; creo que piensa en la botella que tomará del mostrador, de rótulo blanco con letras rojas, en el espeso jarabe negro que servirá: es en cierto modo como si ella bebiera.
Deslizo la carta de Anny en la valija; me ha dado lo que podía; no consigo remontarme a la mujer que la ha tenido en sus manos, que la ha doblado e introducido en el sobre ¿Es siquiera posible pensar en alguien metido en el pasado? Mientras nos amamos, no permitimos que el más ínfimo de nuestros instantes, el más leve de nuestros pesares se desprendiera de nosotros y quedara rezagado. Nos lo llevábamos todo, y todo permanecía vivo: los sonidos, los olores, los matices del día, los mismos pensamientos que no nos habíamos dicho; no cesábamos de gozarlos y padecerlos en el presente. Ni un recuerdo; un amor implacable y tórrido, sin sombras, sin perspectiva, sin refugio. Tres años presentes a la vez. Por eso nos separamos: no teníamos fuerzas para soportar la carga. Y cuando Anny me dejó, los tres años se derrumbaron en el pasado, de un solo golpe, de una sola pieza. Ni siquiera sufrí; me sentía vacío. Después el tiempo reanudó su curso y el vacío se agrandó. Y en Saigón, cuando decidí regresar a Francia, todo lo que aún restaba —rostros extraños, lugares, muelles a la orilla de largos ríos—, todo se aniquiló. Y ahora mi pasado es un enorme agujero. Mi presente: esa criada de blusa negra que sueña junto al mostrador, y ese hombrecito. Me parece haber aprendido en los libros todo lo que sé de mi vida. El palacio de Benarés, la terraza del Rey Leproso, los templos de Java con sus grandes escaleras derruidas, se han reflejado un instante en mis ojos, pero quedaron allá, sin moverse. El tranvía que pasa delante del hotel Printania, no se lleva, de noche, en los vidrios, el reflejo del cartel de neón; se inflama un instante y se aleja con los cristales negros.
Ese hombre no deja de mirarme; me fastidia. Se da demasiada importancia para su talla. Por fin la criada decide servirlo. Levanta perezosamente el gran brazo negro, alcanza la botella y la lleva junto con un vaso.
—Aquí está, señor.
—Señor Achille —dice él con urbanidad.
La criada sirve sin responder; de pronto el hombre se saca el dedo de la nariz y apoya las dos manos abiertas en la mesa. Ha echado la cabeza hacia atrás y le brillan los ojos. Dice, con voz fría:
—Pobre mujer.
La criada se sobresalta y yo también me sobresalto; la expresión del hombre es indefinible, de asombro tal vez, como si fuera otro el que acaba de hablar. Los tres estamos incómodos.
La gorda criada es la primera en recobrarse; le falta imaginación. Mira de arriba abajo al señor Achille con dignidad; sabe que le bastaría una sola mano para arrancarlo del asiento y arrojarlo afuera.
—¿Y por qué voy a ser una pobre mujer? Él vacila. La mira desconcertado y ríe. Su rostro se pliega en mil arrugas; hace movimientos ligeros con el puño:
—Le ha molestado. Uno dice pobre mujer, sin intención. Pero ella le vuelve la espalda y se mete detrás del mostrador: está realmente ofendida. El hombre ríe todavía:
—¡Ja, ja! Se me escapó. ¿Está enojada? Está enojada —dice, dirigiéndose vagamente a mí.
Desvío la cabeza. Él levanta un poco el vaso, pero no piensa en beber; entrecierra los ojos con aire sorprendido e intimidado; se diría que trata de recordar algo. La criada se ha sentado en la caja; toma una costura. Todo ha vuelto al silencio; pero ya no es el mismo silencio. Ha empezado a llover; las gotas golpean ligeramente los vidrios esmerilados; si todavía quedan niños disfrazados en las calles, se les ablandarán y embadurnarán las máscaras de cartón.
La criada enciende las lámparas; apenas son las dos, pero el cielo está negro, ya no ve bastante para coser. Luz suave; las gentes están en sus casas, también habrán encendido la luz. Leen, miran el cielo por la ventana. Para ellos… es otra cosa. Han envejecido de otra manera. Viven en medio de legados, de regalos, y cada uno de los muebles es un recuerdo. Relojitos, medallas, retratos, caracoles, pisapapeles, biombos, chales. Tienen armarios llenos de botellas, telas, trajes viejos, periódicos; lo han guardado todo. El pasado es un lujo de propietario.
¿Dónde había de conservar yo el mío? Nadie se mete el pasado en el bolsillo; hay que tener una casa para acomodarlo. Mi cuerpo es lo único que poseo; un hombre solo, con su cuerpo, no puede detener los recuerdos; le pasan a través. No debería quejarme: sólo quise ser libre.
El hombrecito se agita y suspira. Se ha apelotonado en su abrigo, pero de vez en cuando se endereza y adopta un aire altanero. Él tampoco tiene pasado. Buscando bien, sin duda encontraríamos en casa de primos que ya no lo visitan una fotografía suya en una fiesta, con un cuello roto, una camisa de plastrón y un bigote duro de muchacho. De mí creo que ni siquiera queda eso.
Todavía me mira. Esta vez me hablará; me siento rígido. No es simpatía lo que hay entre nosotros; somos parecidos, eso es todo. Está solo como yo, pero más hundido que yo en la soledad. Ha de esperar su Náusea o algo por el estilo. Entonces, ahora hay gente que me reconoce y piensa, después de mirarme: “Ése es de los nuestros”. Bueno… ¿Qué quiere? Debe de saber bien que nada podemos el uno por el otro. Las familias están en sus casas, en medio de sus recuerdos. Y aquí nosotros, dos restos sin memoria. Si se levantara de golpe, si me dirigiera la palabra, yo daría un salto.
La puerta se abre con estrépito: es el doctor Rogé.
—Buenas tardes a todo el mundo.
Entra, hosco y receloso, vacilando un poco sobre sus largas piernas, que apenas soportan su torso. Lo veo a menudo los domingos en la cervecería Vézelise, pero él no me conoce. Tiene la estructura de los antiguos monitores de Joinville: brazos como muslos, ciento diez de contorno de pecho y, sin embargo, no se mantiene en pie.
—Jeanne, nena.
Corretea hasta la percha para colgar el gran sombrero de fieltro. La criada ha doblado su costura y va sin prisa, durmiendo, a extraer al doctor de su impermeable.
—¿Qué toma usted, doctor?
Él mira gravemente. Eso es lo que yo llamo una hermosa cabeza de hombre. Gastada, agrietada por la vida y las pasiones. Pero el doctor ha comprendido la vida, ha dominado sus pasiones.
—No sé qué es lo que quiero —dice con voz profunda.
Se ha dejado caer en la banqueta que está frente a mí; se enjuga la frente. No bien deja de estar sobre sus piernas, se siente cómodo. Sus ojos, grandes ojos negros e imperiosos, intimidan.
—Será…, será…, será, sería un viejo calvados, hija mía.
Sin hacer un movimiento, la criada contempla la enorme cara surcada. Está pensativa. El hombrecito ha levantado la cabeza con una sonrisa de liberación, Y es cierto: este coloso nos ha liberado. Había aquí algo horrible a punto de atraparnos. Respiro con fuerza; ahora estamos entre hombres.
—Bueno, ¿viene o no ese calvados?
La criada se sobresalta y echa a andar. El doctor extiende sus brazos gordos, rodea la mesa. M. Achille está muy contento; quisiera llamar la atención del doctor. Pero es inútil que balancee las piernas y salte en la banqueta: es tan menudo que no hace ruido.
La criada trae el calvados. Con un cabeceo señala al doctor su vecino. El doctor Rogé hace girar el busto con lentitud: no puede mover el cuello.
—Ah, ¿eres tú, vieja porquería? —grita—. ¿Todavía no te has muerto?
Se dirige a la criada:
—¿Y ustedes admiten eso?
Mira al hombrecito con sus ojos feroces. Una mirada directa, que pone las cosas en su sitio. Explica:
—Es un viejo tocado, nada más.
Ni siquiera se toma el trabajo de demostrar que bromea. Sabe que el viejo tocado no se enfadará, que va a sonreír. Y así es: el otro sonríe con humildad. Un viejo tocado: se afloja, se siente protegido contra sí mismo; hoy no le sucederá nada. Lo mejor es que yo también me tranquilizo. Un viejo tocado: entonces era eso, nada más que eso.
El doctor ríe, me lanza una ojeada insinuante y cómplice: seguramente a causa de mi talla —y además tengo la camisa limpia— quiere asociarme a su broma.
No me río, no respondo a sus avances; entonces, sin dejar de reír, prueba conmigo el fuego terrible de sus pupilas. Nos miramos en silencio durante unos segundos; mira de arriba abajo haciéndose el miope, me clasifica. ¿En la categoría de los tocados? ¿En la de los granujas?
Con todo, es él quien aparta la cabeza; no vale la pena mentar esta gallinería frente a un tipo solo, sin importancia social; se olvida en seguida. Enrolla un cigarrillo y lo enciende; después permanece inmóvil con los ojos fijos y duros, como los viejos.
Hermosas arrugas; las tiene todas: las barras transversales de la frente, las patas de gallo, los pliegues amargos a cada lado de la boca, sin contar las cuerdas amarillas que le cuelgan debajo del mentón. Es un hombre de suerte; aunque uno lo vea de lejos, piensa que ha de haber sufrido, y que es una persona que ha vivido. Además, se merece su cara, porque no ha errado ni un instante la manera de retener y utilizar el pasado; simplemente, lo ha conservado, lo ha convertido en experiencia para uso de mujeres y jóvenes.
M. Achille es feliz como no lo era seguramente desde hacía mucho tiempo. Abre la boca admirado; bebe el “byrrh” a traguitos, inflando las mejillas. ¡Bueno! ¡El doctor ha sabido pescarlo! No iba a ser el doctor quien se dejara fascinar por un viejo tocado a punto de sufrir una crisis; un buen insulto, unas palabras bruscas como latigazos, eso es lo que le hacía falta. El doctor tiene experiencia; los médicos, los sacerdotes, los magistrados y los oficiales conocen a los hombres como si los hubieran hecho.
Me avergüenzo por M. Achille. Somos de la misma pandilla; deberíamos formar un bloque contra ellos. Pero me falló, se ha pasado al otro bando; cree honestamente en la Experiencia. No en la suya ni en la mía. En la del doctor Rogé. Hace un instante, M. Achille se sentía raro, tenía la impresión de estar completamente solo; ahora sabe que hay otros de su clase, muchos otros; el doctor Rogé los ha conocido, podría contar a M. Achille la historia de cada uno y decirle cómo terminaron. M. Achille es simplemente un caso posible de reducir con facilidad a unas cuantas nociones comunes.
Cómo me gustaría decirle que lo engañan, que está haciendo el juego a los importantes. ¿Profesionales de la experiencia? Han arrastrado su vida en el embotamiento y la soñera, se han casado precipitadamente, por impaciencia, y han tenido hijos al azar. Han visto a los demás hombres en los cafés, en las bodas, en los entierros. De vez en cuando, presos en un remolino, se han debatido sin comprender que les sucedía. Todo lo que pasaba a su alrededor empezó y concluyó fuera de su vista; largas formas oscuras, acontecimientos que venían de lejos los rozaron rápidamente, y cuando quisieron mirar, todo había terminado ya. Y a los cuarenta años bautizan sus pequeñas obstinaciones y algunos proverbios con el nombre de experiencia; comienzan a actuar como distribuidores automáticos: dos céntimos en la hendidura de la izquierda y salen anécdotas envueltas en papel plateado; dos céntimos en la hendidura de la derecha y se obtienen preciosos consejos que se pegan a los dientes como caramelos blandos. También yo, en este sentido, podría conseguir que la gente me invitara, y dirían que soy un gran viajero de lo Eterno. Sí: los musulmanes orinan agachados; las comadronas hindúes utilizan vidrio machacado en bosta de vaca a guisa de ergotina; en Borneo, cuando una mujer tiene sus reglas, se pasa tres días y tres noches en el techo de la casa. He visto en Venecia entierros en góndola, en Sevilla las fiestas de Semana Santa; he visto la Pasión en Oberammergau. Naturalmente, todo esto es una flaca muestra de mi saber; podría recostarme en una silla y comenzar divertido:
—¿Conoce usted Jihlava, estimada señora? Es una curiosa y pequeña ciudad de Moravia, donde residí en 1924…
Y el presidente del tribunal, que ha visto tantos casos, tomará la palabra al final de mi historia:
—Qué cierto, señor, qué humano es eso. He visto un caso semejante al principio de mi carrera. Fue en 1902. Yo era juez suplente en Limoges…
Sólo que en mi juventud me hartaron con estas cosas. Sin embargo, yo no pertenecía a una familia de profesionales. Pero también hay aficionados. Son los secretarios, los empleados, los comerciantes, los que escuchan a los demás en el café; al acercarse a los cuarenta se sienten henchidos de una experiencia que no pueden verter fuera. Afortunadamente han tenido hijos y los obligan a consumirla. Quisieran hacernos creer que su pasado no está perdido, que sus recuerdos se han condensado y convertido delicadamente en Sabiduría. ¡Cómodo pasado! Pasado de bolsillo, librito dorado lleno de bellas máximas. “Créame, le hablo por experiencia; todo lo que sé me lo ha enseñado la vida.” ¿Se habrá encargado la Vida de pensar por ellos? Explican lo nuevo por lo viejo, y lo viejo lo han explicado por acontecimientos más viejos todavía, como esos historiadores que hacen de Lenin un Robespierre ruso, y de Robespierre un Cromwell francés; al fin de cuentas nunca han comprendido absolutamente nada… Detrás de sus aires de importancia se adivina una pereza tristona; ven desfilar apariencias, bostezan, piensan que no hay nada nuevo bajo el sol. “Un viejo tocado”, y el doctor Rogé pensaba vagamente en otros viejos tocados sin recordar ninguno en particular. Ahora, nada de lo que haga M. Achille puede sorprendernos: ¡Si es un viejo tocado!
No es un viejo tocado: tiene miedo. ¿De qué tiene miedo? Cuando queremos comprender una cosa, nos situamos frente a ella. Solos, sin ayuda; de nada podría servir todo el pasado del mundo. Y después la cosa desaparece y lo que hemos comprendido desaparece con ella.
Las ideas generales son algo más halagador. Y además los profesionales y los mismos aficionados acaban siempre por tener razón. Su sabiduría recomienda hacer el menor ruido posible, vivir lo menos posible, dejarse olvidar. Sus mejores historias son las de imprudentes y originales que han recibido castigo. Bueno, sí; así sucede y nadie dirá lo contrario. Acaso M. Achille no tenga la conciencia muy tranquila. Acaso se diga que no estaría como está si hubiese escuchado los consejos de su padre, de su hermana mayor. El doctor tiene derecho a hablar; no ha frustrado su vida; ha sabido hacerla útil. Domina, tranquilo y poderoso, esa pequeña ruina; es una roca. El doctor Rogé ha bebido el calvados. Su gran cuerpo se apoltrona y sus párpados caen pesadamente. Por primera vez veo su rostro sin ojos: parece una máscara de cartón, como las que se venden hoy en los comercios. Sus mejillas tienen un horrible color rosa… De improviso se me aparece la verdad: este hombre morirá pronto. Seguramente lo sabe; basta con que se haya mirado en un espejo; cada día se asemeja un poco más al cadáver que será. Esto es la experiencia de los hombres; por eso me dije tantas veces que huele a muerte: es su última defensa. El doctor quisiera creerlo, quisiera enmascarar la insostenible realidad; que está solo, sin conocimientos, sin pasado, con una inteligencia que se embota y un cuerpo en descomposición. Por eso ha construido, ha arreglado, ha acolchado bien su pequeño delirio de compensación: se dice que progresa. ¿Hay agujeros en los pensamientos, instantes en que en su cabeza todo gira en el vacío? Es que su juicio ya no tiene la precipitación de la juventud. ¿No comprende lo que lee en los libros? Es que está tan lejos de los libros, en la actualidad. ¿Ya no puede hacer el amor? Pero lo ha hecho. Haberlo hecho es mucho mejor que seguir haciéndolo: la perspectiva permite el juicio, la comparación, la reflexión. Y para poder soportar su vista en los espejos, ese horrible rostro de cadáver trata de creer que en él se han grabado las lecciones de la experiencia.
El doctor vuelve un poco la cabeza. Sus párpados se entreabren, me mira con ojos rosados de sueño. Le sonrío. Quisiera que esta sonrisa le revelara todo lo que intenta ocultarse. Despertaría si pudiera decirse: “¡Ése sabe que voy a reventar!” Pero sus párpados caen de nuevo; se duerme. Me voy; dejo a M. Achille para que vele su sueño.
La lluvia ha cesado, el aire es suave, por el cielo ruedan lentamente bellas imágenes negras: es más de lo que se necesita como marco de un momento perfecto; Anny provocaría en nuestros corazones pequeñas y oscuras mareas para reflejar esas imágenes. No sé aprovechar la ocasión; voy sin rumbo, vacío y tranquilo, bajo este cielo desperdiciado.
Miércoles
No hay que tener miedo.
Jueves
Escribí cuatro páginas. Después, largo momento de felicidad. No reflexionar demasiado en el valor de la Historia. Uno corre el riesgo de hastiarse de ella. No olvidar que M. de Rollebon representa, en la hora actual, la única justificación de mi existencia.
De hoy en ocho días veré a Anny
Viernes
La niebla era tan densa en el bulevar de la Redoute, que creí prudente caminar pegado a los muros del Cuartel; a mi derecha los faros de los autos arrojaban hacia adelante una luz mojada; era imposible saber dónde concluía la acera. Había gente a mi alrededor; yo oía el ruido de sus pasos, por momentos el ligero zumbido de sus palabras; pero no veía a nadie. Una vez, a la altura de mi hombro se formó un rostro de mujer, pero la bruma se lo tragó en seguida; otra vez alguien me rozó respirando muy fuerte. No sabía adónde iba, estaba demasiado absorbido; era preciso avanzar con precaución, tantear el suelo con la punta del pie y aun extender las manos hacia delante. No me agradaba nada este ejercicio. Sin embargo, no se me ocurriría volver; estaba obsesionado. Por fin, al cabo de una media hora, vi a lo lejos un vapor azulado. Guiándome por él, pronto llegué a la orilla de un gran resplandor; en el centro, taladrando la bruma con sus luces, reconocí el café Mably.
El café Mably tiene doce lámparas eléctricas; pero sólo había dos encendidas, una sobre la caja, otra en el techo. El único mozo me empujó a la fuerza hacia un rincón oscuro.
—Aquí no, señor, estoy limpiando.
Andaba de chaqueta, sin chaleco ni cuello postizo, con una camisa blanca a rayas violetas. Bostezaba, me miraba con aire malhumorado, pasándose los dedos por el pelo.
—Un café solo, con medialunas.
Se frotó los ojos sin responder y se alejó. La sombra, una sucia sombra glacial, me llegaba hasta los ojos. Seguramente no funcionaba el radiador.
No estaba solo. Había una mujer de tez cérea sentada frente a mí, y sus manos se agitaban sin interrupción, ya para acariciar la blusa, ya para enderezarse el sombrero negro. La acompañaba un rubio alto que comía un bollo sin decir palabra. El silencio me pareció pesado. Tenía ganas de encender la pipa, pero me hubiera resultado desagradable llamarles la atención con el chasquido de la cerilla.
Un timbre de teléfono. Las manos se detuvieron; permanecieron pegadas a la blusa. El mozo no se daba prisa. Terminó tranquilamente de barrer antes de ir a descolgar el receptor. —Hola, ¿el señor Georges? Buenos días señor Georges… Sí, señor Georges… El patrón no está… Sí, debería haber bajado… Ah, con este tiempo brumoso… Sí, señor Georges, le daré el encargo. Hasta luego, señor Georges.
La niebla gravitaba sobre los vidrios como una pesada cortina de terciopelo gris. Una cara se pegó un instante al cristal y desapareció.
La mujer dijo, quejumbrosa:
—Átame el zapato.
—No está desatado —respondió el hombre sin mirar. Ella se puso nerviosa. Sus manos corrían a lo largo de la blusa y el cuello como gruesas arañas.
—Sí, sí, átame el zapato.
Él se agachó con aire de fatiga y le tocó ligeramente el pie debajo de la mesa:
—Ya está.
La mujer sonrió satisfecha. El hombre llamó al mozo.
—Mozo, ¿cuánto es?
—¿Cuántos bollos? —dijo el mozo.
Yo había bajado los ojos para que no vieran que los estaba mirando. Después de unos instantes oí crujidos y vi aparecer el ruedo de una falda y dos botines manchados de barro. A continuación los del hombre, charolados y puntiagudos. Los botines se adelantaron hacia mí, se detuvieron y dieron media vuelta: el hombre estaba poniéndose el abrigo. En ese momento una mano comenzó a bajar a lo largo de la falda, en la punta de un brazo rígido; vaciló un poco arañando la tela.
—¿Estás lista? —dijo el hombre.
La mano se abrió y fue a tocar una ancha estrella de barro en el botín derecho; luego desapareció.
—¡Uf! —dijo el hombre.
Había tomado una valija del perchero. Salieron; los vi hundirse en la niebla.
—Son artistas —me dijo el mozo trayéndome el café—; son los que hicieron el número de entreacto en el Cine Palace. La mujer se venda los ojos y lee el nombre y la edad de los espectadores. Hoy se van porque es viernes y el programa cambia.
Fue a buscar un plato de medias lunas de la mesa que acababan de dejar los artistas.
—No vale la pena.
No tenía ganas de comer esas medias lunas.
—Tengo que apagar la luz. Dos lámparas para un solo cliente a las nueve de la mañana: el patrón me regañaría.
La penumbra invadió el café. Una débil claridad embadurnada de gris y pardo caía ahora de los altos vidrios.
—Quisiera ver al señor Fasquelle. No había visto entrar a la vieja. Una bocanada de aire helado me hizo estremecer.
El señor Fasquelle no ha bajado todavía.
—Me manda la señora Florent —continuó la vieja—. No vendrá hoy.
Mme. Florent es la cajera, la pelirroja.
—Este tiempo —dijo— es malo para su vientre. El mozo adoptó un aire importante:
—Es la niebla —respondió—; como el señor Fasquelle: me sorprende que no haya bajado. Lo llamaron por teléfono. Por lo general baja a las ocho.
Maquinalmente la vieja miró el cielo raso:
—¿Está arriba?
—Sí, ése es su cuarto.
La vieja dijo, con voz lenta, como si hablara consigo misma:
—Podría ser que estuviera muerto…
—¡Bueno! —el rostro del mozo expresó la más viva indignación—. ¡Bueno! Gracias.
Podría ser que estuviera muerto… Este pensamiento me había rozado. Es del tipo de ideas que a uno se le ocurren en tiempo brumoso.
La vieja partió. Debería haberla imitado; el local estaba frío y oscuro. La niebla se filtraba por debajo de la puerta; subiría lentamente y lo anegaría todo. En la biblioteca municipal hubiera encontrado luz y fuego.
Otro rostro vino a aplastarse contra el vidrio; hacía muecas.
—Espera un poco —dijo el mozo colérico, y salió corriendo.
El rostro se borró, me quedé solo. Me reproché amargamente haber salido de mi cuarto. Ahora la niebla lo habría invadido; me daría miedo volver.
Detrás de la caja, en la sombra, algo crujió. Era en la escalera privada; ¿bajaba al fin el encargado? Pero no, no apareció nadie; los peldaños crujían solos. M. Fasquelle seguía durmiendo. ¿O estaba muerto sobre mi cabeza? Lo hallaron muerto en su casa, una mañana de niebla. Como subtítulo: En el café, los clientes no sospechaban…
¿Pero estaba aún en cama? ¿No se habría caído arrastrando consigo las sábanas y golpeándose la cabeza en el piso?
Yo conocía muy bien a M. Fasquelle; muchas veces se había interesado por mi salud. Es un gordo alegre, de barba cuidada; si ha muerto, será de un ataque. Estará de color berenjena, con la lengua fuera de la boca. La barba al aire, el cuello violeta bajo el pelo ensortijado.
La escalera privada se perdía en la oscuridad. Apenas lograba distinguir la perilla del pasamanos. Habría que cruzar esa sombra. La escalera crujiría. Arriba, la puerta del cuarto.
El cuerpo estaba allí, sobre mi cabeza. Yo haría girar el conmutador, tocaría la piel tibia para ver. No puedo más, me levanto. Si el mozo me sorprende en la escalera, le diré que oí ruido.
El mozo regresó bruscamente, sofocado.
—¡Sí, señor! —gritó.
¡Imbécil! Se me acercó.
—Son dos francos.
—Oí ruido allá arriba —le dije.
—¡No es tan temprano!
—Sí, pero no me parece nada bueno; eran como estertores y después hubo un ruido sordo.
En aquella sala oscura, con la niebla detrás de los vidrios, esto sonaba muy natural. No olvidaré los ojos que puso.
—Usted debería subir a ver —agregué, pérfidamente.
—¡Ah, no! —dijo; y después—: tengo miedo de que me pesque. ¿Qué hora es?
—Las diez
—Iré a las diez y media, si no ha bajado.
Di un paso hacia la puerta.
—¿Se va usted? ¿No se queda?
—No.
—¿Era un estertor de verdad?
—No sé —le dije al salir—, tal vez fuera que estaba pensando en eso.
La niebla se había despejado un poco. Me dirigí a prisa hacia la calle Tournebride; necesitaba sus luces. Fue una decepción; luz, sí, había; chorreaba por los vidrios de los comercios. Pero no era luz alegre, sino completamente blanca, a causa de la niebla, y caía sobre los hombros como una ducha.
Mucha gente, sobre todo mujeres: criadas, asistentas, también patronas, de las que dicen: “Compro yo misma; es más seguro”. Husmeaban un poco los escaparates y al fin decidían entrar.
Me detuve delante de la salchichería Julien. De vez en cuando, a través del cristal veía una mano que señalaba las patas trufadas y las salchichas. Entonces una mujer gorda y rubia se inclinaba, ofreciendo el pecho, y cogía el pedazo de carne muerta entre sus dedos. En su cuarto, a cinco minutos de allí, M. Fasquelle estaba muerto.
Busqué a mi alrededor un apoyo sólido, una defensa contra mis pensamientos. No la había; poco a poco se desgarraba la niebla, pero algo inquietante permanecía arrastrándose en la calle. Quizá no una verdadera amenaza: algo borrado, transparente. Pero eso era justamente lo que acababa por atemorizar. Apoyé la frente en la vidriera. Sobre la mayonesa de un huevo a la rusa, advertí una gota de un rojo oscuro: era sangre. El rojo sobre el amarillo me revolvía el estómago.
Bruscamente tuve una visión: alguien había caído con la cara hacia adelante, y sangraba en los platos. El huevo había rodado en la sangre: la rodaja de tomate que lo coronaba se había despegado aplastándose, rojo sobre rojo. La mayonesa un poco derretida formaba un charco de crema amarilla que dividía en dos brazos el arroyito de sangre.
“Es demasiado estúpido, tengo que recobrarme. Iré a trabajar a la biblioteca.”
¿Trabajar? Sabía que no iba a escribir una línea. Otro día perdido. Al cruzar el jardín público vi, en el banco donde por lo general me siento, una gran esclavina azul inmóvil. Uno que no tiene frío.
Cuando entré en la sala de lectura, el Autodidacto estaba por salir. Se me abalanzó:
—Debo darle las gracias, señor. Sus fotografías me han hecho pasar horas inolvidables.
Al verlo concebí una momentánea esperanza: entre dos quizá fuera más fácil atravesar esa jornada. Pero con el Autodidacto ser dos nunca es más que una apariencia.
Golpeó sobre un volumen en cuarto. Era una historia de las religiones.
—Señor, nadie más indicado que Nouçapié para intentar esta vasta síntesis, ¿no es cierto?
Parecía cansado y le temblaban las manos:
—Tiene usted mala cara —le dije.
—¡Ah, señor, ya lo creo! Me sucede algo abominable.
El guardián se nos acercaba; es un corso bajito y rabioso, con bigotes de tambor mayor. Se pasea horas enteras entre las mesas, taconeando. En invierno escupe en el pañuelo y después lo pone a secar en la estufa.
El Autodidacto se aproximó hasta echarme el aliento en la cara:
—No le diré nada delante de ese hombre —me dijo con aire confidencial—. Si usted quisiera, señor…
—¿Qué?
Enrojeció y sus caderas ondularon graciosamente.
—¡Señor, ah, señor! Bueno, ahí va: ¿me haría usted el honor de almorzar conmigo el miércoles?
—Con mucho gusto.
Tenía tantas ganas de almorzar con él como de ahorcarme.
—Qué honor me hace —dijo el Autodidacto. Agregó rápidamente—: Iré a buscarlo a su casa, si usted quiere. Y desapareció, sin duda por temor de que yo mudara de opinión si me dejaba tiempo.
Eran las once y media. Trabajé hasta las dos menos cuarto. Mal trabajo: tenía un libro bajo los ojos, pero mi pensamiento volvía sin cesar al café Mably. ¿Habría bajado ya M. Fasquelle? En el fondo no creía demasiado en su muerte y precisamente eso me irritaba; era una idea flotante, no podía ni persuadirme ni desprenderme de ella. Los zapatos del corso crujían en el piso. Varias veces vino a plantarse delante de mí como si quisiera hablarme. Pero cambiaba de idea y se alejaba.
A eso de la una los lectores salieron. Yo no tenía hambre: sobre todo, no quería marcharme. Trabajé un momento más y de pronto me sobresalté: me sentía amortajado en el silencio.
Alcé la cabeza: estaba solo. El corso debía de haber bajado a ver a su mujer que es portera de la biblioteca; yo deseaba el ruido de sus pasos. Oí exactamente una leve caída del carbón en la estufa. La niebla había invadido el recinto, no la verdadera niebla disipada hacía rato: la otra, ésa que colmaba aún las calles, que salía de las paredes, del pavimento. Una especie de inconsistencia de las cosas. Los libros seguían allí, naturalmente, acomodados por orden alfabético en los estantes, con sus lomos negros o castaños y sus rótulos U.P. – l.f. 7996 (Uso Público – Literatura francesa) o U.P. – c.n. (Uso Público – Ciencias naturales). Pero… ¿cómo decirlo? Por lo general poderosos y rechonchos, con la estufa, las lámparas verdes, las grandes ventanas, las escaleras de mano, ponen diques al porvenir. Mientras uno permanezca entre estas paredes, lo que suceda ha de suceder a la derecha o a la izquierda de la estufa. Aunque el mismo San Dionisio entrara trayendo su cabeza en las manos, tendría que entrar por la derecha, marcharía entre dos estantes dedicados a la literatura francesa y la mesa reservada a las lectoras. Y si no tocara tierra, si flotara a veinte centímetros del suelo, su cuello ensangrentado estaría justo a la altura del tercer estante de libros. De modo que esos objetos sirven por lo menos para fijar los límites de lo verosímil.
Bueno, hoy ya no fijaban absolutamente nada; era como si su misma existencia fuera dudosa, como si les costara el mayor esfuerzo pasar de un instante a otro. Apreté fuertemente en mis manos el volumen que leía; pero las sensaciones más violentas estaban embotadas. Nada parecía verdadero; me sentía rodeado por una decoración de papel que podía sufrir un brusco trasplante. El mundo aguardaba, reteniendo el aliento, haciéndose pequeño; aguardaba su crisis, su Náusea, como M. Achille el otro día.
Me levanté. Ya no podía estarme quieto en medio de esas cosas debilitadas. Iba a echar una ojeada por la ventana al cráneo de Impétraz. Todo puede producirse, todo puede suceder. Evidentemente no la clase de horror que los hombres han inventado; Impétraz no se pondría a bailar en su pedestal; sería otra cosa.
Miré con espanto esos seres inestables que quizá dentro de una hora, de un minuto se desplomarían; bueno, sí; yo estaba allí, vivía en medio de esos libros llenos de conocimientos: unos describían las formas inmutables de las especies animales, otros explicaban que la cantidad de energía se conserva íntegra en él universo; yo estaba allí, de pie delante de una ventana cuyos vidrios tenían un índice de refracción determinado. ¡Pero qué barreras débiles! Supongo que es por pereza que el mundo se asemeja de un día a otro. Parecía como si hoy, quisiera cambiar. Y entonces, todo, todo podía suceder.
No tengo tiempo que perder: en el origen de este malestar se encuentra el asunto del café Mably. Es preciso que vuelva allí, que vea a M. Fasquelle en vida y le toque, si es necesario, la barba, las manos. Entonces tal vez me libre.
Tomé el sobretodo apresuradamente y me lo eché por los hombros, sin ponérmelo; escapé. Al cruzar el jardín público, encontré en el mismo sitio al hombre de la esclavina; tenía una enorme cara pálida entre dos orejas escarlata de frío.
El café Mably centelleaba de lejos; esta vez debían de estar encendidas las doce lámparas. Apreté el paso; era necesario terminar. Eché primero una mirada por la puerta vidriera; la sala estaba desierta. No se veía a la cajera, tampoco al mozo ni a M. Fasquelle.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para entrar; no me senté. Grité: —¡Mozo! —Nadie respondió. Una taza vacía en una mesa. Un terrón de azúcar en el platillo.
—¿No hay nadie?
Un abrigo colgaba de la percha. Sobre un velador se apilaban revistas en carpetas negras. Aceché el menor ruido conteniendo la respiración. La escalera privada crujió ligeramente. Afuera, la sirena de un barco. Salí retrocediendo, sin quitar los ojos de la escalera.
Lo sé: a las dos de la tarde los clientes son escasos. M. Fasquelle tenía gripe; seguramente había enviado al mozo por unas diligencias, en busca de un médico quizá. Sí, pero yo necesitaba ver a M. Fasquelle. A la entrada de la calle Tournebride me volví; contemplé con desagrado el café resplandeciente y desierto. Las persianas del primer piso estaban cerradas.
Un verdadero pánico se apoderó de mí. Ya no sabía a dónde iba. Corrí a lo largo de las dársenas, di vueltas por las calles desiertas del barrio Beauvoisis; las casas me miraban huir con sus ojos melancólicos. Me repetía angustiado: ¿adónde ir? ¿adónde ir? Todo puede suceder. De vez en cuando, con el corazón palpitante, daba una brusca media vuelta: ¿qué ocurría a mis espaldas? Quizá eso comenzara detrás de mí, y cuando me volviera, de pronto, sería demasiado tarde. Mientras pudiera ver los objetos, no se produciría, nada: miraba todo lo posible el pavimento, las casas, los picos de gas: mis ojos pasaban rápidamente de unos a otros para sorprenderlos y detenerlos en medio de sus metamorfosis. No parecían demasiado naturales, pero yo me decía con fuerza: es un pico de gas, es una fuente, y trataba de reducirlos a su aspecto cotidiano mediante el poder de mi mirada. Varias veces encontré bares en el camino: el Café des Bretons, el Bar de la Marne. Me detenía, vacilaba delante de sus cortinas de tul rosa: quizá esos locales bien cerrados habían sido perdonados, quizá encerraban aún una parcela aislada, olvidada, del mundo de ayer. Pero era preciso empujar la puerta, entrar. No me atrevía; reanudaba la marcha. Las puertas de las casas, sobre todo, me daban miedo. Temí que se abrieran solas. Terminé caminando por el centro de la calzada.
Desemboqué bruscamente en el muelle de los diques del norte. Barcas pesqueras, pequeños yates. Apoyé el pie en una argolla empotrada en la piedra. Allí, lejos de las casas, lejos de las puertas, conocería un instante de reposo. Bajo el agua tranquila y salpicada de granos negros, flotaba un corcho.
“¿Y debajo del agua? ¿No has pensado en lo que puede haber debajo del agua?”
¿Un animal? ¿Un gran carapacho medio hundido en el fango? Doce pares de patas surcan el limo lentamente. El animal se levanta un poco de vez en cuando. En el fondo del agua. Me acerqué, espiando un remolino, una débil ondulación. El corcho seguía inmóvil entre los granos negros.
En ese momento oí voces. Era tiempo. Giré sobre mí mismo y proseguí la carrera.
Alcancé a los dos hombres que hablaban en la calle de Castiglione. Al ruido de mis pasos se estremecieron violentamente y se volvieron juntos. Vi que sus ojos inquietos se clavaban en mí, luego detrás de mí para ver si no venía otra cosa. ¿Entonces eran como yo, tenían miedo? Cuando les dejé atrás, nos miramos: casi nos dirigimos la palabra. Pero de improviso las miradas expresaron desconfianza; en un día como éste no se habla con cualquiera.
Me encontré en la calle Boulibet, sin aliento. Bueno; la suerte estaba echada: regresaría a la biblioteca, tomaría una novela, trataría de leer. Mientras costeaba la verja del jardín público, vi al hombre de la esclavina. Seguía allí, en el jardín desierto; la nariz se le había puesto tan roja como las orejas.
Iba a empujar la puerta, pero la expresión de su rostro me detuvo: arrugaba los ojos y reía a medias, con aire estúpido y dulzón. Pero al mismo tiempo miraba fijo hacia adelante algo que yo no podía ver, con una mirada tan dura e intensa que me volví bruscamente.
Frente a él, con un pie en el aire y la boca entreabierta, una chiquilla de unos diez años, fascinada, lo miraba, tironeando nerviosamente de su pañoleta, y adelantando su rostro puntiagudo.
El hombre sonreía para sí como quien va a hacer una buena broma. De golpe se levantó con las manos en los bolsillos de la esclavina que le llegaba hasta los pies. Dio dos pasos y puso los ojos en blanco. Creí que se caería. Pero continuaba sonriendo con aire somnoliento.
De pronto comprendí: ¡la esclavina! Hubiera querido impedirlo. Me habría bastado con toser o empujar la puerta. Pero también me fascinaba el rostro de la chiquilla. Tenía las facciones tensas de miedo; el corazón debía de latirle horriblemente; sólo que además yo leía en ese hocico de rata algo poderoso y maligno. No curiosidad, sino más bien una especie de segura espera. Me sentí impotente; yo estaba afuera, al borde del jardín, al borde del pequeño drama; pero a ellos los unía la oscura potencia de sus deseos; formaban una pareja. Contuve la respiración, quería ver qué se pintaría en esa cara de revieja cuando el hombre, a mis espaldas, apartara los paños de la esclavina.
Pero de pronto la niña, liberada, sacudió la cabeza y echó a correr. El tipo de la esclavina me había visto; fue lo que lo detuvo. Permaneció un segundo inmóvil en medio de la avenida, y echó a andar con la espalda encorvada. La esclavina le golpeaba las pantorrillas.
Empujé la puerta y lo alcancé de un salto.
—¡Eh, usted! —grité.
El hombre empezó a temblar.
—Una gran amenaza pesa sobre la ciudad —le dije cortésmente al pasar.
Entré en la sala de lectura y tomé de una mesa La Chartreuse de Parme. Trataba de absorberme en la lectura, de encontrar un refugio en la clara Italia de Stendhal. Lo conseguía por momentos, en breves alucinaciones, para recaer en el día amenazador, frente a un viejecito que se aclaraba la garganta, y un muchacho soñador, recostado en su silla.
Pasaban las horas, los vidrios se habían puesto negros. Éramos cuatro, sin contar el corso que sellaba en su escritorio las últimas adquisiciones de la biblioteca. Estaban el viejecito, el muchacho rubio, una joven que prepara su licenciatura, y yo. De vez en cuando uno de nosotros alzaba la cabeza, echaba una mirada rápida y desconfiada a los otros tres, como si tuviera miedo. En cierto momento el viejecito se echó a reír; vi que la joven se estremecía de pies a cabeza. Pero yo había descifrado el título del libro que leía el viejo: era una novela divertida.
Las siete menos diez. Pensé bruscamente que la biblioteca cerraba a las siete. Otra vez me vería arrojado a la ciudad. ¿A dónde iba a ir? ¿Qué haría? El viejo había terminado la novela. Pero no se marchaba. Daba en la mesa golpes secos y regulares con el dedo.
—Señores —dijo el corso—, va a ser hora de cerrar.
El muchacho se sobresaltó y me echó una breve ojeada. La joven miraba al corso, luego tomó de nuevo el libro y pareció sumergirse en la lectura.
—Hora de cerrar —dijo el corso cinco minutos más tarde.
El viejo meneó la cabeza con aire indeciso. La joven hizo a un lado el libro pero sin levantarse.
El corso no salía de su asombro. Dio unos pasos vacilantes e hizo girar un conmutador. En las mesas de lectura las lámparas se apagaron. Sólo la ampolla central permanecía encendida.
—¿Hay que marcharse? —preguntó dulcemente el viejo. Con lentitud, con pesar, el joven se levantó. Aquello fue jugar a quien tardaría más para ponerse el abrigo. Cuando salí, la mujer seguía sentada, con una mano abierta apoyada en el libro.
Abajo, la puerta de entrada se abría a la noche. El muchacho, que iba adelante, se volvió, bajó lentamente la escalera, cruzó el vestíbulo; en el umbral se detuvo un instante, se lanzó hacia la noche y desapareció.
Al llegar al pie de la escalera, alcé la cabeza. Al cabo de un momento, el viejecito abandonó la sala de lectura, abrochándose el sobretodo. Cuando hubo bajado los tres primeros peldaños, tomé impulso y me zambullí cerrando los ojos.
Sentí en el rostro una ligera caricia fresca. A lo lejos, alguien silbaba. Levanté los párpados: llovía. Una lluvia dulce y tranquila. La plaza estaba apaciblemente iluminada por los cuatro faroles. Una plaza de provincia bajo la lluvia. El joven se alejaba a grandes trancos; era él quien silbaba: tuvo ganas de gritar a los otros dos, ignorantes aún, que podían salir sin temor, que había pasado la amenaza.
El viejecito apareció en el umbral. Se rascó la mejilla con aire turbado, sonrió ampliamente y abrió el paraguas.
Sábado a la mañana
Un sol encantador, con una niebla ligera que promete buen tiempo para todo el día. Tomé el desayuno en el café Mably.
Mme. Florent, la cajera, me dedica una graciosa sonrisa. Grito desde mi mesa:
—¿El señor Fasquelle está enfermo?
—Sí, señor; una fuerte gripe; tiene para unos cuantos días de cama. Su hija llegó esta mañana de Dunkerque. Se ha instalado aquí para cuidarlo.
Por primera vez desde que recibí la carta, estoy francamente contento de ver a Anny. ¿Qué ha hecho en estos seis años? ¿Estaremos incómodos cuando nos veamos? Anny ignora la incomodidad. Me recibirá como si la hubiese dejado ayer. Con tal de que no me porte como un animal y no la prevenga contra mi desde un principio recordar que no he de tenderle la mano; lo detesta.
¿Cuántos días pasaremos juntos? Quizá la traiga a Bouville. Bastaría que viviera aquí unas horas, que durmiera una noche en el hotel Printania. Después no sería lo mismo; ya no podría tener miedo.
A la tarde
El año pasado, cuando hice mi primera visita al Museo de Bouville, me sorprendió el retrato de Olivier Blévigne. ¿Falta de proporciones, de perspectiva? No hubiera sabido decirlo, pero algo me molestaba; el diputado no parecía seguro en la tela.
Después volví varias veces. Pero mi incomodidad persistía. No quise admitir que Bordurin, premio de Roma y seis veces condecorado hubiera cometido un error en el dibujo.
Pero esta tarde, hojeando una vieja colección del Satirique Bouvillois, publicación de chantaje cuyo propietario fue acusado de alta traición durante la guerra, sospeché la verdad. En seguida salí de la biblioteca y fui a dar una vuelta por el Museo.
Crucé rápidamente la penumbra del vestíbulo. En las baldosas blancas y negras, mis pasos no hacían ruido alguno. A mi alrededor, todo un pueblo de yeso retorcía sus brazos. Entreví, al pasar delante de dos grandes puertas, vasos resquebrajados, platos, un sátiro azul y amarillo sobre un zócalo. Era la sala Bernard Palisy, dedicada a la cerámica y a las artes menores. Pero la cerámica no me divierte. Un señor y una señora de luto contemplaban respetuosamente los objetos de barro cocido.
Sobre la entrada del gran salón —o salón Bordurin-Renaudas—, habían colgado, sin duda desde hacía poco, una tela grande desconocida para mí. Estaba firmada por Richard Séverand y se llamaba La muerte del célibe. Era una donación del Estado.
Desnudo hasta la cintura, el torso un poco verde como corresponde a los muertos, el célibe yacía en una cama deshecha. Las sábanas y colchas en desorden probaban una larga agonía. Sonrío pensando en M. Fasquelle. Él no estaba solo; lo cuidaba su hija. En la tela, el ama de llaves, de facciones marcadas por el vicio, había abierto ya el cajón de la cómoda, y contaba escudos. Por una puerta abierta se veía, en la penumbra, un hombre de gorra aguardando con un cigarrillo pegado al labio inferior. Cerca de la pared, un gato indiferente bebía leche.
Ese hombre había vivido para sí. Como castigo severo y merecido, nadie había ido a cerrarle los ojos en su lecho de muerte. El cuadro me hacía una última advertencia; aún era tiempo, podía volver sobre mis pasos. Pero si seguía adelante, que supiera esto: en el gran salón donde iba a entrar, había más de ciento cincuenta retratos colgados en las paredes; exceptuando algunos jóvenes arrebatados demasiado pronto a sus familias, y la Madre Superiora de un orfanato, ninguno de los allí representados había muerto célibe, ninguno había muerto sin hijos ni intestado, ninguno sin los últimos sacramentos. En regla, ese día como todos los otros, con Dios y con el mundo, esos hombres habían pasado dulcemente a la muerte, para reclamar la parte de vida eterna a la cual tenían derecho.
Pues habían tenido derecho a todo: a la vida, al trabajo, a la riqueza, al mando, al respeto y, para terminar, a la inmortalidad.
Me recogí un instante y entré. El guardián dormía junto a una ventana. Una luz rubia, que caía de los vidrios, manchaba los cuadros. Nada viviente había en esa gran sala rectangular, salvo un gato que escapó asustado cuando entré. Pero sentí la mirada de ciento cincuenta pares de ojos.
Todos los que formaron parte de la “élite” bouvillesa entre 1875 y 1910 están allí, hombres y mujeres, pintados con escrúpulo por Renaudas y Bordurin. Los hombres construyeron Sainte-Cécile-de-la-Mer. Fundaron en 1882 la Federación de Armadores y Comerciantes de Bouville “para agrupar en un haz poderoso a todas las buenas voluntades; para cooperar en la obra de recuperación nacional, y mantener en jaque a los partidos del desorden…” Ellos hicieron de Bouville el puerto comercial francés mejor equipado para descarga de carbón y madera. Dieron toda la amplitud deseable a la estación marítima, y por medio de perseverantes dragados, llevaron a 10m70 la profundidad del agua con marea baja. En veinte años el tonelaje de los barcos de pesca, que era de 5000 toneladas en 1869, se elevó, gracias a ellos, a 18.000. Sin retroceder ante ningún sacrificio para facilitar la ascensión de los mejores representantes de la clase obrera trabajadora, crearon, por propia iniciativa, diversos centros de enseñanza técnica y profesional que prosperaron bajo su alta protección. Rompieron la famosa huelga de las dársenas en 1898, y dieron sus hijos a la patria en 1914.
Las mujeres, dignas compañeras de esos luchadores, fundaron la mayoría de los patronatos, casas cunas, talleres de caridad. Pero fueron ante todo, esposas y madres. Educaron hermosos hijos, les enseñaron sus deberes y derechos, la religión y las tradiciones de Francia.
El tinte general de los retratos tiraba al castaño oscuro. Los colores vivos habían sido proscritos por razones de decencia. Sin embargo, en los retratos de Renaudas, que pintaba de preferencia a los ancianos, la nieve del pelo y las patillas resaltaba sobre el fondo negro; Renaudas sobresalía en el tratamiento de las manos. En Bordurin, de técnica inferior, las manos eran en cierto modo sacrificadas, pero los cuellos postizos brillaban como mármol.
Hacía mucho calor y el guardián roncaba dulcemente. Eché una ojeada circular a las paredes: vi manos y ojos; aquí y allá una mancha de luz comía un rostro. Al encaminarme hacia el retrato de Olivier Blévigne, algo me retuvo: desde el cimacio, el comerciante Pacôme dejaba caer sobre mí una clara mirada.
Estaba de pie, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás; tenía en una mano, contra el pantalón gris perla, un sombrero de copa y guantes… No pude evitar cierta admiración; no vi en él nada mediocre, nada que diera motivo a la crítica: pies pequeños, manos finas, anchos hombros de luchador, elegancia discreta, con una pizca de fantasía. Ofrecía cortésmente a los visitantes la nitidez sin arrugas de su rostro; hasta flotaba en sus labios la sombra de una sonrisa. Pero sus ojos grises no sonreían. Podía tener cincuenta años; estaba joven y fresco como a los treinta. Era hermoso.
Renuncié a pillarlo en falta. Pero él no me soltó. Leí en sus ojos un juicio tranquilo e implacable.
Comprendí entonces todo lo que nos separaba: lo que yo podía pensar de él no lo alcanzaba, era exactamente psicología como la de las novelas. Pero su juicio me traspasaba como una espada y ponía en duda hasta mi derecho a existir. Y era verdad, siempre lo había sabido: yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio. Mi vida crecía a la buena de Dios, y en todas direcciones. A veces me enviaba vagas señales; otras veces sólo sentía un zumbido sin consecuencias.
Pero con ese hermoso hombre sin defectos, muerto hoy, con Jean Pacôme, hijo del Pacôme de la Defensa Nacional, la cosa era muy distinta: los latidos de su corazón y los rumores sordos de sus órganos le llegaban en forma de pequeños derechos instantáneos y puros. Durante sesenta años, sin desfallecimientos, había hecho uso del derecho a vivir. ¡Qué magníficos ojos grises! Jamás había pasado por ellos la sombra de una duda. Además, Pacôme no se había equivocado nunca.
Siempre cumplió con su deber, con todos sus deberes: de hijo, de esposo, de padre, de jefe. También reclamó sin debilidad sus derechos: niño, el derecho a ser bien educado en una familia unida, el derecho a heredar un nombre sin tacha, un negocio próspero; marido, el derecho a gozar de cuidados, de tierno afecto; padre, el de ser venerado; jefe, el derecho a ser obedecido sin chistar. Pues un derecho es la otra cara de un deber. Su éxito extraordinario (los Pacôme son hoy la familia más rica de Bouville) nunca debió de asombrarle. Nunca se dijo que era feliz, y cuando algo le proporcionaba placer, debía de entregarse a él con moderación, diciendo: “Es un entretenimiento”. De este modo, al pasar al rango de derecho, el placer perdía su agresiva futilidad. A la izquierda, un poco más arriba de su pelo gris azulado, en un estante, vi unos libros. Eran bellas encuadernaciones; seguramente serían clásicos. Sin duda Pacôme leía a la noche, antes de dormirse, unas páginas de “su viejo Montaigne” o una oda de Horacio en el texto latino. A veces también leería, para informarse, una obra contemporánea. Así había conocido a Barrès y a Bourget. Al cabo de un rato dejaba el libro. Sonreía. La mirada perdía su admirable vigilancia; se tornaba casi soñadora. Decía: “Cuánto más simple y difícil es cumplir con el deber”.
Nunca más pensó en sí mismo: era un jefe.
Otros jefes colgaban de las paredes; hasta era lo único que había. Jefe era ese anciano verde grisáceo en su sillón. El chaleco blanco resultaba una afortunada evocación de su pelo plateado. (En esos retratos —pintados sobre todo con fines de edificación moral—, la exactitud llegaba hasta el escrúpulo, pero sin excluir la preocupación artística.) Posaba su larga y fina mano en la cabeza de un muchachito. Había un libro abierto sobre sus rodillas. Pero su mirada erraba en la lejanía. Veía todas esas cosas invisibles para los jóvenes. Su nombre figuraba en un losange de madera dorada, encima del retrato; debía de llamarse Pacôme, o Parrottin o Chaigneau. No se me ocurrió ir a comprobarlo; para sus allegados, para ese niño, para él mismo, era simplemente el Abuelo; dentro de un instante, si consideraba llegada la hora de mostrar a su nieto el alcance de sus futuros deberes, hablaría de sí mismo en tercera persona: “Vas a prometer a tu abuelo que serás muy juicioso, queridito, y trabajarás mucho el año próximo. Tal vez el año próximo el abuelo ya no esté aquí”.
En el ocaso de la vida, derramaba sobre todos su indulgente bondad. Yo mismo, en caso de que me viera —pero era transparente a sus miradas—, hallaría gracia a sus ojos; él pensaría que en otros tiempos había tenido abuelos. No reclamaba nada; ya no hay deseos a esa edad. Nada, salvo que bajaran ligeramente el tono al entrar; que hubiera a su paso un matiz de ternura y respeto en las sonrisas; nada, salvo que su nuera dijese, a veces: “Papá es extraordinario; está más joven que todos nosotros”; salvo ser el único capaz de calmar las cóleras del nieto, imponiéndole las manos en la cabeza y diciendo en seguida: “El abuelo sabe consolar estas grandes penas”; nada, salvo que su hijo solicitara su consejo varias veces al año sobre cuestiones delicadas; en fin, nada salvo sentirse sereno, apaciguado, infinitamente cuerdo. La mano del viejo señor apenas pesaba sobre los bucles de su nieto; era casi una bendición. ¿En qué podía pensar? En su pasado honorable que le confería el derecho a hablar de todo y a decir en todo la última palabra. No llegué bastante lejos el otro día: la Experiencia es mucho más que una defensa contra la muerte; es un derecho: el derecho de los ancianos.
El general Aubry, colgado de la moldura, con su gran sable, era un jefe. Otro jefe, el presidente Hébert, fino letrado, amigo de Impétraz… Su rostro era largo y simétrico, con un interminable montón señalado, justo bajo el labio, por una perilla; adelantaba un poco la mandíbula con el aire divertido de quien hace un distingo o suelta una objeción de principio como un ligero eructo. Soñaba, sosteniendo una pluma de ganso en la mano; también él, diablos, se entretenía, y haciendo versos. Pero tenía el ojo de águila de los jefes.
¿Y los soldados? Yo estaba en el centro de la sala, punto de mira de todos esos ojos graves. No era un abuelo, ni un padre, ni siquiera un marido No votaba, apenas pagaba algunos impuestos; no podía engreírme ni de los derechos del contribuyente, ni de los del elector, ni siquiera del humilde derecho a la honorabilidad que veinte años de obediencia confieren al empleado. Mi existencia comenzaba a asombrarme seriamente. ¿No sería yo una simple apariencia?
“¡Vaya, me dije de improviso, yo soy el soldado!” Esto me hizo reír sin rencor.
Un quincuagenario rollizo me devolvió cortésmente una hermosa sonrisa. Renaudas lo había pintado con amor; no había dado toques demasiado tiernos a las pequeñas orejas carnosas y cinceladas, ni, sobre todo, a las manos largas, nerviosas, de dedos finos; verdaderas manos de sabio o de artista. Su rostro me era desconocido; seguramente habría pasado con frecuencia delante de la tela sin reparar en ella. Me acerqué, leí: Rémy Parrottin, nacido en Bouville en 1849, profesor de la Escuela de Medicina de París.
Parrottin: el doctor Wakefield me había hablado de él. “Una vez en mi vida encontré un gran hombre. Era Rémy Parrottin. Seguí sus cursos durante el invierno de 1904 (como usted sabe, pasé dos años en París para estudiar obstetricia). Me hizo comprender lo que es un jefe. Tenía fluido, se lo aseguro. Nos electrizaba: nos hubiera llevado al fin del mundo. Y además era un gentleman; poseía una inmensa fortuna y dedicaba una buena parte de ella a ayudar a los estudiantes pobres”.
De modo que este príncipe de la ciencia me había inspirado algunos sentimientos fuertes la primera vez que oí hablar de él. Ahora estaba en su presencia, y me sonreía. ¡Cuánta inteligencia y afabilidad en su sonrisa! Su cuerpo regordete reposaba muellemente en el fondo de un gran sillón de cuero. Este sabio sin pretensiones ponía en seguida cómoda a la gente. Hasta hubiera pasado por un infeliz de no ser por la espiritualidad de su mirada.
No hacía falta mucho para adivinar la razón de su prestigio: era querido porque lo comprendía todo; se le podía decir todo. Se asemejaba un poco a Renan, en suma, pero más distinguido. Era de los que dicen: “¿Los socialistas? ¡Bueno, yo voy más lejos que ellos!” Para seguirlo por este camino peligroso, era preciso abandonar en seguida, estremeciéndose, la familia, la Patria, el derecho de propiedad, los valores más sagrados. Hasta se dudaba un segundo del derecho de la “élite” burguesa a mandar. Un paso más, y de improviso todo quedaba restablecido, maravillosamente fundado en sólidas razones, a la antigua. Uno se volvía y divisaba allá atrás a los socialistas, lejos ya, muy pequeños, que agitaban el pañuelo gritando: “Espérennos”.
Además, yo sabía por Wakefield que el Maestro gustaba, como él mismo decía, de “alumbrar las almas”. Como se mantenía joven, le agradaba rodearse de juventud; recibía con frecuencia a los jóvenes de buena familia que se destinaban a la medicina. Wakefield había estado varias veces a almorzar con él. Después de la comida pasaban al salón de fumar. El Jefe trataba como si fueran hombres a esos estudiantes que no estaban aún muy lejos del primer cigarrillo; les ofrecía cigarros. Se tendía en un diván y hablaba largamente, con los ojos entrecerrados, rodeado por la multitud ávida de sus discípulos. Evocaba recuerdos, contaba anécdotas, deduciendo moralejas picantes y profundas. Y si entre esos jóvenes bien educados había alguno que le hacía frente, Parrottin se interesaba especialmente en él. Lo incitaba a que hablara, lo escuchaba atentamente, le sugería ideas, temas de meditación. Era forzoso que un día el joven lleno de ideas generosas, excitado por la hostilidad de los suyos, cansado de pensar solo y contra todos, pidiera al Jefe que lo recibiese a solas; y balbuciente de timidez, le entregaba sus más íntimos pensamientos, sus indignaciones, sus esperanzas. Parrottin lo estrechaba contra su pecho. Decía: “Lo comprendo, lo comprendí desde el primer día”. Conversaba. Parrottin iba lejos, más lejos aún, tan lejos que el muchacho lo seguía a duras penas. Con algunas pláticas por el estilo, podía observarse una sensible mejoría en el joven rebelde. Veía claro en sí mismo, aprendía a conocer los vínculos profundos que lo ligaban a su familia, a su medio; comprendía por fin el papel admirable de la “élite”. Y para terminar, como por arte de magia, la oveja descarriada que había seguido a Parrottin paso a paso, se encontraba en el redil, ilustrada, arrepentida. “Ha curado más almas”, concluía Wakefield, “que yo cuerpos”.
Rémy Parrottin me sonreía afablemente. Dudaba, trataba de comprender mi posición para cambiarla despacito y conducirme al redil. Pero yo no le tenía miedo: no era una oveja. Miré su hermosa frente serena y sin arrugas, su pequeño vientre, su mano abierta sobre la rodilla. Le devolví la sonrisa y lo dejé.
Jean Parrottin, su hermano, presidente de la S. A. B., apoyaba las dos manos en el borde de una mesa cargada de papeles; toda su actitud daba a entender al visitante que la audiencia había terminado. Su mirada era extraordinaria; parecía abstracta, y brillaba de derecho puro. Sus ojos deslumbrantes le devoraban toda la cara. Debajo de ese incendio, advertí unos labios delgados y prietos de místico. “Es extraño”, me dije: “se parece a Rémy Parrottin”. Me volví hacia el Gran Jefe; al examinarlo a la luz de este parecido, surgía bruscamente de su dulce rostro un no sé qué árido y desolado, el aire de familia. Regresé a Jean Parrottin.
Este hombre tenía la simplicidad de una idea. Sólo le quedaban huesos, carne muerta y Derecho Puro. Un verdadero caso de poseso, pensé. Cuando el Derecho se apodera de un hombre, no hay exorcismo que pueda expulsarlo; Jean Parrottin había consagrado toda su vida a pensar en el Derecho, nada más. En lugar del incipiente dolor de cabeza que yo sentía, como siempre que visito un museo, él hubiera sentido en sus sienes el derecho doloroso a que lo cuidaran. Era preciso no hacerlo pensar demasiado, no llamar su atención sobre realidades desagradables, sobre su muerte posible, sobre los sufrimientos de los demás. Sin duda, en su lecho de muerte, en la hora en que, desde Sócrates, es de rigor pronunciar algunas palabras elevadas, dijo a su mujer, como uno de mis tíos a la suya que lo había velado doce noches: “A ti, Thérèse, no te doy las gracias; no has hecho más que cumplir con tu deber”. Cuando un hombre llega a esto, hay que quitarse el sombrero.
Sus ojos, que yo miraba embobado, me despedían. No me fui; estuve resueltamente indiscreto. Sabía, por haber contemplado mucho tiempo en la biblioteca del Escorial cierto retrato de Felipe II, que cuando se mira a la cara un rostro resplandeciente de derecho, al cabo de un momento ese brillo se apaga y queda un residuo ceniciento; ese residuo era el que me interesaba.
Parrottin ofrecía una hermosa resistencia. Pero de golpe se apagó su mirada; el cuadro se empañó. ¿Qué quedaba? Ojos ciegos, la boca delgada como una serpiente, y mejillas. Mejillas pálidas y redondas, de niño; se desplegaban en la tela. Los empleados de la S. A. B. nunca las habían sospechado; no se demoraban demasiado en el despacho de Parrottin. Al entrar encontraban esa terrible mirada como un muro. Detrás, estaban a cubierto las mejillas, blancas y blandas. ¿Al cabo de cuántos años las había notado su mujer? ¿Dos? ¿Cinco? Me imagino que un día, mientras el marido dormía a su lado y un rayo de luna le acariciaba la nariz, o mientras digería penosamente, a la hora del calor, recostado en un sillón, con los ojos entrecerrados y un charco de sol en la barbilla, se había atrevido a mirarlo de frente: toda esa carne se le apareció sin defensa, abotagada, babosa, vagamente obscena. Sin duda a partir de entonces Mme. Parrottin asumió el mando.
Retrocedí unos pasos, envolví en una sola ojeada a todos los grandes personajes: Pacôme, el presidente Hébert, los dos Parrottin, el general Aubry. Habían usado sombrero de copa; los domingos encontraban en la calle Tournebride a Mme. Gratien, la mujer del alcalde, que vio a Santa Cecilia en sueños. Le dirigían grandes saludos ceremoniosos cuyo secreto se ha perdido.
Estaban pintados con gran exactitud, y sin embargo, bajo el pincel, sus rostros habían perdido la misteriosa debilidad de los rostros humanos. Sus caras, aun las más flojas, eran netas como porcelana: en vano buscaba yo algún parentesco con los árboles y los animales, con los pensamientos de la tierra o el agua. Pensaba que en vida no habían tenido ese carácter de necesidad. Pero en el momento de pasar a la posteridad se habían confiado a un pintor de renombre para que operara discretamente en sus rostros esos dragados, esas perforaciones, esas irrigaciones que transformaran el mar y los campos en los alrededores de Bouville. De este modo, con el concurso de Renaudas y Bordurin, habían avasallado a toda la Naturaleza: afuera y en sí mismos. Lo que estas telas ofrecían a mi mirada era el hombre repensado por el hombre, con su más bella conquista como único adorno: el ramillete de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Admiré sin reservas al género humano.
Habían entrado un señor y una señora. Estaban vestidos de negro y trataban de pasar inadvertidos. Se detuvieron, sobrecogidos, en el umbral de la puerta, y el señor se descubrió maquinalmente.
—¡Ah! —exclamó la señora muy conmovida.
El señor recobró más rápido su sangre fría. Dijo, en tono respetuoso:
—Es toda una época.
—Sí —dijo la señora—, es la época de mi abuela.
Dieron unos pasos y encontraron la mirada de Jean Parrottin. La señora se quedó con la boca abierta, pero el señor no era orgulloso; tenía unos ojos humildes, debía de conocer bien las miradas intimidantes y las audiencias abreviadas. Tiró dulcemente a su mujer del brazo:
—Mira a éste —dijo.
La sonrisa de Rémy Parrottin siempre había puesto cómodos a los humildes. La mujer se acercó y leyó, con aplicación:
—Retrato de Rémy Parrottin, nacido en Bouville en 1849, profesor de la escuela de medicina de París, por Renaudas.
—Parrottin, de la Academia de las Ciencias —dijo su marido—, por Renaudas, del Instituto. ¡Esto es Historia!
La señora meneó la cabeza y miró al Gran Jefe.
—¡Qué bien está! —dijo— ¡Qué expresión inteligente!
El marido hizo un amplio ademán.
—Todos éstos son los que han hecho a Bouville —dijo con simplicidad.
—Está bien que los hayan puesto aquí juntos —dijo la mujer enternecida.
Éramos tres soldados de maniobras en aquella sala inmensa. El marido, que reía de respeto, en silencio me echó una mirada inquieta, y bruscamente dejó de reír. Apartándome fui a plantarme frente al retrato de Olivier Blévigne. Me invadió un dulce gozo; bueno, yo tenía razón. Era realmente demasiado raro.
La mujer se me había acercado.
—¡Gastón —dijo, con brusca osadía—, ven!
El marido vino hacia nosotros.
—Mira, éste, Olivier Blévigne, tiene su calle. ¿Sabes? la callecita que trepa por el Coteau Vert justo antes de llegar a Jouxtebouville.
Agregó, al cabo de un instante:
—No se sentía a gusto.
—¡No! Los criticones encontrarían motivo para hablar.
La frase era dirigida a mí. El señor me miró con el rabillo del ojo y se echó a reír algo ruidosamente esta vez, con un aire fatuo y reparón, como si él mismo fuera Olivier Blévigne.
Olivier Blévigne no reía. Nos apuntaba con la mandíbula apretada; la manzana de Adán le sobresalía.
Hubo un momento de silencio y de éxtasis.
—Parece que fuera a hablar —dijo la señora.
El marido explicó, cortésmente:
—Era un gran comerciante en algodón. Después hizo política; fue diputado.
Yo lo sabía. Hace dos años consulté por él el “Pequeño diccionario de grandes hombres de Bouville” del padre Morellet. Copié el artículo.
“Blévigne Olivier-Martial, hijo del anterior, nacido y muerto en Bouville (1849-1908), cursó derecho en París y obtuvo la licenciatura en 1872. Fuertemente impresionado por la insurrección de la Comuna, que lo obligó, como a tantos parisienses, a refugiarse en Versalles bajo la protección de la Asamblea Nacional, se juró, a la edad en que los jóvenes sólo piensan en el placer, ‘consagrar su vida al restablecimiento del Orden’. Mantuvo su palabra: a su regreso a nuestra ciudad fundó el famoso club del Orden que reunió todas las noches, durante largos años, a los principales comerciantes y armadores de Bouville. Este círculo aristocrático del que pudo decirse, con una humorada, que era más cerrado que el Jockey, ejerció hasta 1908 una saludable influencia en los destinos de nuestro gran puerto comercial. Olivier Blévigne casó en 1880 con Marie Louise Pacôme, hija menor del comerciante Charles Pacôme (ver este nombre) y fundó, a la muerte de éste, la casa Pacôme-Blévigne e hijo. Poco después se interesó en política y presentó su candidatura a la diputación. ‘El país, dijo en un discurso célebre, padece la enfermedad más grave: la clase dirigente ya no quiere mandar. ¿Y quién mandará, señores, si aquellos que por herencia, educación, experiencia, son más aptos para el ejercicio del poder se apartan de él por resignación o cansancio? Lo he dicho muchas veces: mandar no es un derecho de la ‘élite’, sino su principal deber. Señores, os conjuro: ¡restauremos el principio de autoridad!’
“Fue elegido por primera vez el 4 de octubre de 1885 y reelegido después constantemente. Pronunció numerosos y brillantes discursos con una elocuencia enérgica y ruda. Estaba en París en 1898 cuando estalló la terrible huelga. Se trasladó urgentemente a Bouville donde fue el animador de la resistencia. Tomó la iniciativa de negociar con los huelguistas. Estas negociaciones, inspiradas en un espíritu amplio y conciliatorio, fueron interrumpidas por la escaramuza de Jouxtebouville. Se sabe que una intervención discreta de las tropas restableció la calma en los ánimos.
“La muerte prematura de su hijo Octave, que ingresara muy joven en la Escuela Politécnica y de quien quería ‘hacer un jefe’ asestó un terrible golpe a Olivier Blévigne. No pudo recobrarse, y murió dos años más tarde, en febrero de 1908.
“Colecciones de discursos: Las fuerzas morales (1894. Agotado). El deber de castigar (1900. Los discursos de esta colección fueron pronunciados en su totalidad a propósito del affaire Dreyfus. Agotado). Voluntad (1902. Agotado). Después de su muerte se reunieron los últimos discursos y algunas cartas a sus íntimos bajo el título: Labor improbus (Ed. Plon, 1910). Iconografía: existe un excelente retrato suyo de Bordurin en el museo de Bouville.”
Un excelente retrato, sea. Olivier Blévigne usaba un bigotito negro y su rostro oliváceo era un poco parecido al de Maurice Barrès. Seguramente los dos hombres se conocieron; sesionaban en las mismas bancas. Pero el diputado de Bouville no tenía la soltura del Presidente de la Liga de Patriotas. Era rígido como un garrote y saltaba de la tela como un diablo de su caja. Sus ojos chispeaban; la pupila era negra, la córnea rojiza. Fruncía sus pequeños labios carnosos y apretaba la mano derecha contra el pecho.
¡Cómo me había atormentado ese retrato! Unas veces encontraba a Blévigne demasiado alto, otras demasiado bajo. Pero ahora sabía a qué atenerme.
Conocí la verdad hojeando el Satirique Bouvillois. El número del 6 de noviembre de 1905 estaba consagrado por entero a Blévigne. Aparecía en la tapa, minúsculo, colgado de la melena de Combes, con esta leyenda: “El piojo del león”. Y desde la primera página se explicaba todo: Olivier Blévigne medía un metro cincuenta y tres. Su breve talla y su voz de rana, que más de una vez había hecho desternillar de risa a la cámara entera, eran motivo de mofa. Lo acusaban de usar taloneras de caucho en los botines. Por el contrario, Mme. Blévigne, Pacôme de soltera, era un caballo. “Es oportuno decir, agregaba el cronista, que tiene el doble por mitad”.
¡Un metro cincuenta y tres! A Bordurin, con celoso cuidado, lo había rodeado de esos objetos que no corren el riesgo de empequeñecer: un puf, un sillón bajo, un anaquel con algunos volúmenes en doce, un pequeño velador persa. Pero le dio la misma talla que a su vecino Jean Parrottin y las dos telas tenían las mismas dimensiones. Resultaba que en una el velador era casi tan grande como la mesa enorme de la otra, y el puf llegaría al hombro de Parrottin. El ojo realizaba instintivamente la comparación entre los dos retratos; ésa era la causa de mi malestar.
En la actualidad me daban ganas de reír; ¡un metro cincuenta y tres! Si yo hubiera querido hablar a Blévigne, habría debido inclinarme o doblar las rodillas. Ya no me asombraba que levantara con tanto ímpetu la nariz al aire; el destino de los hombres de esta talla se juega siempre a unas pulgadas por encima de sus cabezas.
¡Admirable poder del arte! De ese hombrecito de voz chillona pasaría a la posteridad un rostro amenazador, un gesto soberbio, y sangrientos ojos de toro. El estudiante aterrorizado por la Comuna, el diputado minúsculo y rabioso; esto se lo había llevado la muerte. Pero gracias a Bordurin, el presidente del club del Orden, el orador de Las fuerzas morales era inmortal.
—¡Oh, pobre Pipo!
La señora lanzó un grito sofocado: bajo el retrato de Octave Blévigne “hijo del anterior”, una mano piadosa había trazado estas palabras:
“Muerto en la Politécnica, en 1904”.
—¡Murió! Como el hijo de Arondel. Tenía una cara tan inteligente. ¡Cuánto habrá sufrido la mamá! También, exigen demasiado en esas grandes escuelas. El cerebro trabaja hasta durante el sueño. A mí me gustan mucho esos bicornios, quedan elegantes. ¿Se llaman casuarios?
—No, los casuarios son los de Saint-Cyr.
Contemplé yo también al politécnico muerto a temprana edad. Su tez cerúlea y su bigote reflexivo hubieran bastado para despertar la idea de una muerte próxima. Además, él había previsto su destino; se notaba cierta resignación en sus ojos claros que veían lejos. Pero al mismo tiempo llevaba alta la cabeza; con ese uniforme representaba al ejército francés.
Tu Marcellus eris! Manibus date lilia plenis…
Una rosa cortada, un politécnico muerto: ¿puede haber algo más triste?
Seguí despacito por la larga galería, saludando al pasar, sin detenerme, los rostros distinguidos que salían de la penumbra: M. Bossoire, presidente del tribunal de comercio; M. Faby, presidente del consejo de administración del puerto autónomo de Bouville; M. Boulange, comerciante, con su familia; M. Rannequin, alcalde de Bouville; M. de Lucien, nacido en Bouville, embajador de Francia en los Estados Unidos y poeta; un desconocido con uniforme de prefecto; la Madre Sainte-Marie-Louise, superiora del Gran Orfelinato; M. y Mme. Théréson; M. Thiboust-Gouron, presidente general del consejo de prohombres; M. Bobot, administrador principal de la inscripción Marítima; M. Brion, Minette, Grelot, Lefèbvre; el doctor Pain y señora; el propio Bordurin, pintado por su hijo Fierre Bordurin. Miradas claras y frías, facciones finas, labios delgados. M. Boulange era económico y paciente; la Madre Sainte-Marie-Louise de una piedad industriosa; M. Thiboust-Gouron tan duro consigo mismo como con los demás. Mme. Théréson luchaba sin flaquear contra un mal profundo. Su boca infinitamente cansada hablaba bastante de su padecimiento. Pero esta mujer piadosa nunca había dicho: “Me duele”. Sabía sobreponerse; componía listas de platos y presidía sociedades de beneficencia. A veces, en mitad de una frase, cerraba lentamente los párpados y la vida abandonaba su rostro. Ese desfallecimiento no duraba más de un segando; Mme. Théréson abría en seguida los ojos, continuaba la frase. Y en el taller de caridad se cuchicheaba: “¡Pobre Mme. Théréson! Nunca se queja”.
Había cruzado el salón Bordurin-Renaudas en toda su longitud. Me volví. Adiós hermosos lirios, pura fineza en vuestros pequeños santuarios pintados, adiós hermosos lirios, orgullo nuestro y nuestra razón de ser, adiós. Cochinos.