ESCENA DÉCIMA

 

El laberinto de los amores
Me pregunto por qué las salas de hospitales están generalmente pintadas de blanco y no de color pistacho o de rosa pálido. Hasta los catres de hierro siempre frío y los pies de las mesillas son blancos en el sanatorio de la Asociación de la Prensa. Fui allí contra mi voluntad, pues no tenía otro remedio que seguir el consejo de Paco Luque. En aquella habitación, blanquísima por los cuatro costados, se me revolvían los pensamientos en lo más profundo y salían de adentro a codazos, sin esperar su turno, en retahíla desordenada para sentarse frente a mí en la esquina de la cama. Luego iban de un lado para otro de la habitación y me acompañaban hasta bien entrada la noche. Eran legión y de todos los tamaños, sutiles y banales, resentidos e indulgentes, todos entre la caprichosa nube mudable de los recuerdos. Algunos venían de muy lejos, casi del olvido, se quitaban el protagonismo unos a otros y se acomodaban junto a las más allegadas inquietudes junto a la ventana. Cualquier incidencia que ocurriera mientras se hacía gigantesca la soledad, los estimulaba sumiéndome en una especie de dormidera o estado de placidez parecido a aquella tontuna de la abuela Carmina, que la hacía recordar orgullecida la valentía de su hermano en el alzamiento carlista de la Ortegada. Los pensamientos de la mañana, en cambio, eran pasajeros, fugaces, frágiles, sujetos al presente y a la realidad que construía aquel ir y venir de enfermeras. Como mucho, antes del mediodía únicamente dejaban el tiempo justo para bosquejar lo que debía pensar por la tarde si no tenía visitas.
Pensé en lo difíciles que fueron los meses con Rodolfo y comenzaron a amontonarse apresuradamente todas las pesadillas imaginables sobre la mesita que acercaban al lecho del convaleciente cuando podía incorporarse para comer. Brincaban como chispas de herrería y se marchaban en todas las direcciones. En una de ellas mi madre prohibía que soltara el pesado lastre del matrimonio, pero logré librarme con tino paciente de aquella carga agobiante y sinsentido y de toda esa bilis que acumula el desamor. Entonces pude por fin volar más hacia lo alto. Levitar, casi. Pensé un instante cuánto sufrí huérfana del teatro y lo breve que fue mi vuelta a su mundo por esas causas de amor que la razón desconoce cuando se embota. No era tropezar de nuevo en la misma piedra, tan propio y frecuente en el humano sino, peor aún, darse de bruces con el acantilado de la maternidad. Nada menos que por dos veces. Y de la galería llegó sin aviso otro pensamiento que me hizo ver cómo tiraba apenas del hilo e iba destejiendo sin querer el tapete de croché con el que adorné mi infancia: mi pasión machuna por los soldaditos de plomo que tomaban prisionera y desterraban a la muñeca de trapo Sonrisitas al fondo del armario, los puzzles de cartón, el estuche metálico rojo Caran d’Ache con lapiceros de colores made in Switzerland, el beso en la mejilla de Tomasín Cienfuegos y, sobre todo, aquel teatrito de marquetería que durante horas me dejaba absorta, olvidadiza. Tenía puertas, ventanas y dos trampillas que se abrían en el escenario; yo misma me inventaba la tramoya y monigotes de papel mientras soñaba con ser emperatriz, porque reina me parecía poco.
Pensé en las dificultades de respirar que tuve durante el ensueño tenaz con Alfonso de Borbón y HabsburgoLorena. Me entraron sudores fríos, intermitentes, mientras intentaba apartar de la memoria sus mariposeos, los nombres de las vedettes y damiselas nocturnas que condujo a alcobas de pago, las aristócratas seducidas y las mil rameras de Madrid. Pensé en lo que supe hace unos meses de su dorado destierro en brazos de la ya muy vencida Mélanie de Vilmorin y en otros de damas con alcurnia arruinadas del Maxim’s y jovencitas de Deauville. El destino me reservó la misma deslealtad que el rey tributaba a su esposa y a sus amantes y cuando decidí pagarle con la misma moneda alcancé, siendo tan sólo su querida preferida, el alto honor de ser la adúltera más adúltera entre todas las adúlteras de la historia libertina. Un amasijo de recuerdos pretendía llevarme al desasosiego que nunca tuve por yacer con otro al poco de estar preñada por su alteza.
Lo que verdaderamente carcomía mis adentros, con mucho más que pesadumbre y remordimiento, era haber dicho a Juan, al escritor Juan Chabás, la verdad de mi traición cuando aprendí a quererle, provocando con ello su huida a Barcelona. Pensé en las ganas de colgar del palo mayor del reino a mi mala suerte y verla como se desangraba lentamente; no cabe perdonarla, por la jugarreta que me hizo esa fortuna el día que Juanito deseó ir más allá del umbral de los besos, pero estaba yo indispuesta con ese fastidio que cada mes apuntamos en el calendario las damas en tanto que de rosa y azucena se muestra la color en nuestro gesto... Recordé que estuvimos buscando la intimidad en horas festivas de la siesta.
Primeros días de noviembre. Al tercer anochecer de convalecencia me vi difunta. Desde una altura consecuente, todavía no sé en dónde, oteaba un mundo cuyos personajes distinguía apenas por culpa de este nublado afincado por siempre en la mirada y a los que me esforzaba por reconocer. Uno era sin duda Rodolfo Gaona, recién llegado de Guanajuato vestido de luces, quien saludaba a desconocidas con la misma elegancia en el velatorio que en el ruedo de La Condesa en Ciudad de México; se me acercó para disculparse por haber olvidado el ramo de violetas, pero se comprenderá que no pudiera contestarle.
Alfonso también venía de un viaje largo por el extranjero con canela en rama para regalarme y, según creí comprender, de buscar en Ginebra o a las afueras de París un palacete por si acaso un día lo necesitaba como refugio antes de que las hordas republicanas que veía en sueños le socializaran su colección de películas pornográficas y luego le guillotinaran junto a toda su familia en Cibeles. De haber podido le habría reprochado sus miedos merecidos por cobijarse bajo la capa de Primo de Rivera tantos años y decidir que España fuera un cortijo para disfrutar con sus cacerías y queridas. Y hasta le habría preguntado que si nuestros dos hijos acaso eran su familia.
A Juanito le reconocí de inmediato por su voz. Estuve observando sus modales distinguidos en el baile de máscaras organizado, como otros años, por la Asociación de Artistas de Variedades en la sala de fiestas del Metropolitano; renegaba por la misérrima subvención atribuida por Instrucción Pública a nuestra compañía de teatro, adscrita a la Cooperativa de productores; y una a una fui identificando a las mujeres que en grupo le escuchaban y coqueteaban con sus disfraces: La Goya, María Fernanda, Milagritos Leal, Pepita Díaz, Lola Membrives y Carmela Carbonell. Todas ellas estupendas e ilustres. Irremediablemente pensé en el suspiro que dura un luto. Y pensé en lo poco que sabía de Juan. Entre una madeja de pensamientos inconexos hice lo posible por deshacer la maraña de mis celos. Me daba lástima a mí misma de pie, como un pasmarote, mirando por un ventanuco el desfile de los amores suyos que me precedieron. Pensé que sería estúpido por mi parte no cerrarlo de inmediato, y así lo hice, puesto que estaba segura de que jamás soportaría una pesadilla como esa paseándose sin escrúpulos en medio de mi muerte. De pronto se me cruzó una imagen de Rodolfo, Alfonso, Juan y mi tío Natalio bajándome a hombros por las escaleras del hotelito de la avenida del Valle camino del camposanto.
La situación pintaba mal en España y era peor lo que podía adivinarse. Se consentían los ataques impunes a la República y eran numerosos quienes abogaban por restituir los bienes incautados a la familia real. Alejandro Lerroux fue sustituido en la presidencia del Consejo de ministros por Joaquín Chapaprieta, que pronto se vio incapaz de afrontar la gobernanza de un país escandalizado por los sobornos del estraperlo. Los ballenatos de la Falange, arma al brazo, querían más muertos. Juan presagiaba próximas las elecciones generales.
—¿Cómo estás, mi vida? Al paso que vamos, terminaremos a porrazo limpio y algún general bajito y culón nos mandará esta República al guano. Así que ponte buena cuanto antes, por si tenemos que salir por pies a practicar nuestro francés en Paris.
—Esta vida tuya aquí postrada está medio muerta...
Paris n’a de beauté qu’en son histoire, mais cette histoire est belle tellement! La Seine est ..
—La Seine est encaissée absurdement, mais son vert clair a lui seul vaut la gloire —Juan me recordó los versos olvidados de Verlaine.
—¿Qué noticias tenemos de La buena guarda y de la gira por provincias?
—Tu sustituta Rosario Coscolla tiene un brillante porvenir; ha logrado hacerse con el personaje de Clara. Se me ocurre que lo más juicioso es retrasar la gira de la compañía hasta que te restablezcas. He hablado con Paco y dice que todo ha salido de maravilla y que muy pronto andarás persiguiendo con el abuelo a los niños por el jardín.
El doctor Francisco Luque me había aconsejado pasar por el quirófano. Una intervención importante, pero rutinaria, nos dijo. Recuerdo que durante un largo rato estuve dándole vueltas a sus palabras, porque chirriaban contradictorias. ¿Acaso la costumbre reducía la gravedad de la operación? Decidí tranquilizarme a pesar de la tormentosa desazón que me roía por dentro. Entonces tuve la impresión de que la vida iba a aparecer de nuevo, aunque tardaba en entrar la primavera, aunque me veía tremendamente frágil, como esas virutas que se retuercen al afilar un lápiz y a la postre se quiebran.
Vaya usted a saber por qué me acuerdo ahora que el día de los Inocentes de mil novecientos veintisiete me propuse reunir cosas sobre mis cosas en una libreta de tapas negras, que vendrían como anillo al dedo para ir trenzando las memorias que publicaré cuando me retire definitivamente de los escenarios. Cuando amaine esta enfermedad que tantas cosas marchita. Más tarde, estrenando aún la República, decidimos titularlas Vacaciones de una actriz. Y con la estilográfica que me regaló Juanito, empecé a rellenar páginas como una posesa en el cuaderno que heredé de la abuela Carmina. La sugerencia de Juan se me antojó muy pertinente: debería ir desenterrando recuerdos, desolvidándolos, como dice él, y orear las ropas y entretelas de mi vida pública y las privanzas que tuve y las sedas más procaces y el sonrojo y los duermevelas y los aplausos y las ganas locas de volver a querer. Como si fuera mi última colada tendida al mundo. He de apurarme a ordenar mis notas y papeles de otros tiempos. En ese género no basta, Carmen, con quitarse alguna ropa, hay que quedarse en cueros, me dijo Juan Chabás entre dos besos parados en la terneza. Y yo estuve de acuerdo. Resulta curioso que arrancara a escribir mis primeras notas coincidiendo con la noche que dormimos juntos por vez primera. A ver si la vida me deja quedarme un rato más entre los mortales para robarle otro buen puñado de recuerdos al olvido.