ESCENA OCTAVA
La corona merecida
Cuando era joven pensaba que las pesadillas
sustentan la imaginación en una realidad distorsionada cuya fealdad
nos asusta y que, perturbadoras, alcanzan su límite con presagios
insoportables. Deduje entonces que, por eso, a menudo me despertaba
temblorosa, chorreando en sudor, y era incapaz de luchar contra el
insomnio y los absurdos del duermevela. Una noche, cerca del
amanecer, soñé que en el jardín de casa, a la sombra del magnolio,
todos los miembros de aquel tribunal inquisitorial vestían de
riguroso luto. Se le juzgaba por triple delito: negar la
revolución, haber vendido con nocturnidad y alevosía una corona
labrada con humo y sombras y por abandonar a la intemperie a Terete
y Leandrín. Alguien anunció la entrada del presidente del tribunal,
don Emilio Castelar. Se le veía muy anciano. Por su perilla
reconocí a Miguel de Unamuno, recién llegado de Fuerteventura, y el
otro ilustre varón, a tenor de su acento valenciano, debía ser
Vicente Blasco Ibáñez. Ejercía de abogado defensor Primo de Rivera,
don Miguel, de riguroso uniforme de general con enormes lamparones
debajo de la toga.
—Heredero de la ignominia de sus
antecesores, Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena, en paradero
desconocido, quiso negar la revolución —abría así la sesión
Castelar—. Las dinastías históricas, las dinastías tradicionales,
son enemigas de la libertad y de la patria.
—Acabemos con los poderes hereditarios —sin
pedir la palabra agregó mitinero Blasco Ibáñez—. España es una
nación secuestrada, amordazada por la censura del Borbón. La
sociedad internacional le vio simpático hasta que en edad madura
heredó las pésimas condiciones de su bisabuelo, arrogante y
déspota, fusilador de liberales. Merece su castigo. Condenémosle
porque cree que los placeres materiales y satisfacciones de la
vanidad son inherentes a su condición absolutista, porque piensa
que el país es una caja de soldados de plomo de las que se venden
en los bazares y, sobre todo, porque es incapaz de ser hombre cabal
con la mejor de sus amantes y los hijos de sus amantes.
—y no hablemos de su promiscuidad —agregó
Unamuno.
—Eso no se condena —dijo por lo bajinis la
defensa. Entre el barullo de los asistentes, en buen número venidos
del mundo del teatro, de la bohemia y de palacio, quiso tomar la
palabra Primo de Rivera:
—Con la venia, señoría...
—Espere su turno, don Miguel. No sea usted
fablistán —le reprimió Castelar.
Hasta las primeras luces del día fueron
deambulando testigos cuyas declaraciones se amontonaban como
fogonazos inconexos. La Argentinita llegó del brazo de El Gallo y
de Sánchez Mejías para testificar contra el rey de parte de un
Gaona muerto de celos, la cupletista Adelita Lulú no negó que viera
películas subidas de tono en compañía de don Alfonso y otros
señores, el sonetista Pedro Luis Gálvez con un pequeño ataúd blanco
de cartón al hombro dijo entender de bastardías, un monárquico de
toda la vida vino porque se había escapado del manicomio de Sevilla
para matar moros en el Rif También acudieron Marcos Estival,
clérigo chismoso, su vieja esposa celestina y un tal Ybáñez, un
ególatra canijo con lentes y barba de indigente, casposo,
verborreico e iletrado, huido del patio de Monopodio, mamporrero
real en una escuela de lenocinio en el sur de Francia, pero Ybáñez
sólo dijo esta vez que preguntaran a El
Halitoso, un afrancesado pasante de alcahueterías. Lo último
que recuerdo es que Primo de Rivera giraba a rodeabrazo la toga
antes de tirarla al suelo para convertirse en testigo de cargo.
Desperté con mi sobresalto a Juan.
En otra ocasión tuve una pesadilla
angustioso; sería a finales del verano del treinta y cuatro, pues
por entonces tramité la solicitud de una subvención para nuestra
compañía de teatro, que, por cierto, iba a dirigir Juanito. Algunas
actrices decidimos ir a lavar al Manzanares las ropas de los
personajes que interpretamos alguna vez en nuestra carrera y de
pronto comenzamos a disputarnos el puesto de primera actriz del
teatro español. Sólo me acuerdo de Dolores Membrives, Rosario Pino
e Irene López Heredia. Hubo guantazos y reproches por doquier. Pero
no se me pregunte en qué terminó todo aquello. Tras esta pesadilla
estaba seguramente la creencia de que el largo período alejada de
los escenarios conllevó que perdiese el lugar que en ellos tuve un
día. Me torturaba la posibilidad de que mi antigua relación con el
rey y la nueva situación política hicieran mucho más difícil el
retorno a las tablas. Tampoco mis trabajos en el cine facilitaron
las cosas. Lo cierto es que el teléfono y el correo permanecieron
mudos demasiados meses y con excesiva frecuencia tuve la sensación
de que los amigos, salvadas algunas excepciones, se habían mudado
de país.
Por otra parte, me costaba aceptar que mi
relación con un destacado intelectual republicano y hombre de
teatro como Juan Chabás, me allanaría el camino. Con todo, estos
últimos años me he sentido muy agraciada por tener a mi lado a
quien me enamoró sin prisas a la manera de los pertinaces,
pespunteando ritualmente los idilios y amenizando dicharachero una
a una nuestras horas, quien me hace reír con ocurrencias
inimaginables y logra encantarme con la palabra, el mismo que me
inyecta en vena la dosis de teatro que requiero, el mejor
versificador, divertido y aventurero, en la penumbra de la
alcoba.
Al paso que voy me moriré con las ganas de
representar una obra de Lorca y de Alberti. Me atreví a decírselo a
ambos en la misma tarde, cuando Juan y yo por casualidad los
encontramos con María Teresa León en un merendero de Cuatro
Caminos. Estuvimos sentados a su mesa el tiempo de un vermut,
suficiente para hacer recuento de las deudas que teníamos con la
vida. Federico estaba pletórico y parlanchín. Poco necesitaba para
convertir la conversación en un colmado festivo o en tienda de
ultramarinos a tenor de la variedad de los asuntos que iba trayendo
en retahíla al diálogo, como un torbellino inacabable. Aquella
mirada suya, escrutándome con picardía infantil, rebuscando
pajarillos dentro de mi escote, habría hecho dudar a cualquiera que
a aquel señoritín de la Vega granadina le costase reconocer su
sexualidad turbada. Se le agolpaban los deseos.
—Cuando quieras hablamos, Carmen, sabes
cuánto aprecio tu talento; estarías magnífica de Mariana Pineda en
un reestreno, ahora mismo te imagino recitando: ¿Qué crimen cometí? ¿Por qué me matan? ¿Dónde está la
razón de la justicia? En la bandera de la libertad bordé el amor
más grande de mi vida; tendría además su morbo, ¿verdad
Rafael?; o de doña Rosita en mi próxima estampa dramática, que
situaré en nuestra Granada; la Xirgú se pondría hecha un
basilisco.
Juan únicamente sonrió cuando García Lorca,
disimulando haber olvidado el hilo de su monólogo o haciendo un
paréntesis de silencio mientras buscaba con los dientes el hueso a
una aceituna, le echó en cara que no hubiese exigido para Carmen el
papel de protagonista de su drama Ciclón,
estrenado con éxito hacía unos meses en el Beatriz. En la despedida
Juan prometió enviar a sus amigos un ejemplar de Vuelo y estilo, próximo a publicarse.
—Aún me veo capaz y joven. Dispuesta a
cualquier travesura. Ándate con cuidado, Chabás, que por la calle
todavía me requiebran y zaleman; y en privado..., pues ya viste que
hasta Federico me miraba concupiscente...— con mohín picaruelo
pretendí pincharle de camino a casa.
Apenas abrí la puerta, Paca me anunció que
había telefoneado Isabel Barrón por un asunto del Ministerio. De
inmediato devolví la llamada. Isabelita quería avisarme de que
había solicitado una subvención al Ministerio de Instrucción
Pública y que La Voz adelantaba la
noticia de la presunta formación de una compañía bajo mi nombre,
dirigida por Juan Chabás. El diario añadía que en el caso probable
de que el Ministerio concediese una ayuda a Ceferino Palencia y
Pepe Romeu, harían una fusión con nosotros. No andaba muy
equivocado el reportero. Al día siguiente, mientras se aseaba para
salir al estreno del teatro de la Comedia, le dije a Juanito:
—Escucha, Chabás, te leo lo que publica
La Voz: nos parece interesante dar a conocer
los planes de esta artista —se refería a mí—, alejada cierto tiempo de la escena. Dirigirá la
formación el notable escritor Juan Chabás, y ofrece, aparte de un
amplio programa de teatro de alta calidad, dar extraordinaria
importancia al centenario de Lope de Vega. Como el intento es de
altura y empeño y refleja un noble propósito de arte (de lo que no
estamos muy sobrados), destacamos los fundamentos de la petición
formulada por la notable actriz.
—No está mal; esperemos que llegue al
Ministerio —le oí decir en el baño.
—Publican también una foto mía. Se empeñan
en reproducir siempre la clásica, esa en la que salgo un poco
feucha, con la cara regordeta.
La subvención llegó ya primeros de marzo,
después de tres años, volvía a subir a un escenario, concretamente
al del teatro María Guerrero, para representar la comedia
La corona merecida de Lope. En una
generosísima reseña, el crítico Enrique Díez-Canedo ponderó el
acierto de Chabás por elegir esta comedia. Cuando terminé de leerla
no quise retrasar ni un segundo mi agradecimiento y le llamé.
Aquella noche celebré, celebramos mi regreso a la escena hasta bien
cerca del alba.
Había vuelto la primavera a Madrid más
arrogante que nunca y yo no daba abasto cortando rosas blancas,
improvisaba ramos espléndidos imaginando mezclas de aromas y a la
tarde siguiente el jardín parecía aún más florido; llegaron a
acabarse los búcaros que había en casa. Recompuse por fin la
ilusión fracturada, me vinieron a la memoria los grandes ventanales
abiertos al horizonte por aquella chiquilla meritoria de doña María
Guerrero y los primeros éxitos en el Fontalba. Sonreí frente al
espejo. Andaba todo el día con premuras como si me faltara tiempo,
un tiempo interminable, tiempo para acomodar ordenadamente en la
cabeza nuestros proyectos. Y por si acaso una estaba escasa de
alegrías, Juan se presentó ante el portón de la verja cargado de
paquetitos. Salí yo misma a abrirle. De pronto se puso de
rodillas:
—Señora y amada enemiga mía: el herido de
punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima
Carmela de Chamartín, se postra ante ti como súbdito de la
república de la irredenta lascivia y sus territorios de ultramar.
Si tu hermosura me desprecia, si tus desdenes son en mi
afincamiento, mal podré sostenerme en esta cuita. Ruego que, a modo
de expiación por tanto mal de ausencia y tantos días de
abstinencia, aceptes esta mi humilde y modesta ofrenda. Si gustares
de socorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto,
que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi
deseo.
—Aquí tienes a tu Dulcinea, caballero de la
alegre figura —le contesté antes de comerle a besos.
En un envoltorio de estraza traía percebes
comprados en el Mercado de la Cebada, un balón de reglamento para
Leandro con bomba y vejiga de recambio, como el que regalaban con
los dados de extracto de carne Potax, un yo-yo rojo para María
Teresa y mis flores de violetas escarchadas de la plaza de
Canalejas en una cajita de hojalata. Había recibido unas perrillas
de la Sociedad Española de Librería por Vuelo
y estilo y se encontraba feliz por haber sido designado
director de la primera compañía de Artistas Reunidos constituida
por la Cooperativa de productores. No tuvo que hacer demasiado
esfuerzo para convencerme de que era una empresa ilusionante contra
la crisis de trabajo de los actores cuya independencia económica y
artística se favorecería sustancialmente. Me impliqué cuanto pude
junto a Ana Siria, Susana Cáceres y Ofelia Zapico.
No habían transcurrido dos semanas cuando la
dirección de la compañía hubo de emitir en la prensa un desmentido
ante las murmuraciones que corrían acerca de su disolución pues,
siendo una obra colectiva, no se vinculaba a ninguna personalidad
determinada. Consiguientemente, tampoco se había disuelto nuestra
formación. Sin embargo, los rumores en cierto modo no carecían de
fundamento, porque se supo que debía someterme a una operación
quirúrgica, una de esas que por fortuna no obligan a separarse
definitivamente de la actividad profesional. Así decidimos
presentar aquella enfermedad mía. Pero yo pasé unos días
terriblemente asustada.
Juan estuvo siempre a mi lado durante
aquellas jornadas interminables de sufrimiento carcelario. A ratos
se ausentaba para ocuparse de Artistas Reunidos. Lo primero que oía
cada mañana al despertarme era su voz queda entre sonrisas y la
fiesta de sus dedos en mi mejilla.
—¿Has descansado, Moragas de mi copla?
—Anduve coleccionando sueños. Tengo los
labios doloridos de tanto besarte en ellos.
En la segunda semana de abril salí del
hospital con la espada de Damocles, un zurcido en la esperanza y
sin ovarios.