ESCENA TERCERA

 

Noticias de Barcelona
La soledad nunca traiciona y dicen que ilumina el camino a los pensamientos erráticos. Pero a menudo en ella me pierdo con miedo cobarde. Durante meses he ido esquivando sus sospechas sin el valor suficiente para enfrentarle a la verdad. Será una flojera de atrevimiento, me digo. O quizá pereza. Lo cierto es que no quisiera prolongar esta apatía que su visiteo me suscita, esta desgana que fatiga tanto, esta fractura de los sentimientos antes de que desemboquen en la displicencia más desdeñosa. De modo que decidí que en un próximo encuentro, una de aquellas tardes invernales que invitan a la confidencia, hablaremos exclusivamente de cosas nuestras en el gabinete, el refugio cómplice de mis lecturas, trabajo y amores.
El último domingo del mes de enero del treinta, tremendamente desapacible, anunciaba nieves. Desde su llegada, Alfonso estuvo quejoso por la situación, sin duda alguna bastante difícil, que cercenaba su ánimo y la voluntad de mostrarse firme en sus convicciones estratégicas:
—Le hice llamar a mi despacho esta mañana y sin preámbulo alguno exigí su dimisión. ¿Que no tengo recambio? Tal vez, pero no le soporto más..., aunque se piense imprescindible. En caso de suceder, él mismo me recomendó a Dámaso Berenguer.
—¡Ay, mi soldadín! Anda, cálmate, huele, sabes que son mis preferidas—. Quise aquietar su enojo recordándole, además, que su Leandrín, mi borboncito, acababa de cumplir ya nueve meses, al tiempo que le hacía oler el ramo reventón de rosas blancas que había sobre el piano.
—¡No puedo consentir ser su segundón, otro Víctor Manuel! —crecía su enojo—. Me molestan esos rumores de que es él quien manda en la redondez de España. Me juzgan siempre mal y me han infamado, me hieren aunque siempre procuré no damnificar a mis súbditos.
Mientras escuchaba, imaginé conjuras en el trasiego palaciego. Parecía que fuera el reinicio de las depresiones que le martirizaron tras la muerte de su madre y que volvieron a dejar sentirse el pasado otoño. El monólogo fluía entre alguna que otra digresión, indiferente ante el revoloteo de mis caricias, rutinarias, en su nuca. La situación política y, sobre todo, el mal trago vivido a mediodía con Primo de Rivera, no eran muy propicios ciertamente para momentos de solaz y de cortejos carnales, pues ahondaban su abulia, agudizada durante los últimos meses. Notaba que ya no era mía aquella bonanza que antes sentía acurrucada en su pecho, ni que los besos moldeaban las posturas de la pasión de antaño. Alfonso se desahogaba y encontraba su sedante en mí quietud mientras se me iba el pensamiento hacia el telegrama que venía del barrio barcelonés de Sant Gervasi.
El pasado año había sido horroroso en todos los sentidos, y me creía en la obligación de hacérselo olvidar. Aunque fuera francamente difícil. ¿Cuántas veces le he dicho que se quitara de encima todas esas cuestiones y me hiciera caso, que por favor dejara que otros gobernasen y él se limitara a reinar...? No estaba el horno para bollos y menos para exponerle mis cuitas de amor. O acaso de desamor.
Me miraba con cierta complacida sorpresa. Luego perdía la mente por uno de los ventanillos emplomados del torreón, a través del cual se atisbaba a lo lejos la variedad de verdes de las coníferas y de los belloteros del monte de El Pardo, que contrastaba con las ramas desnudas asomadas al exiguo cauce del Manzanares. Pero seguía entreteniendo su pensamiento en otros asuntos. Tenía la misma gallarda y elegante estampa del galán que me enamoró, con aquel traje de franela gris y camisa color crudo, corbata de lanilla encarnada, anchos tirantes de azul cobalto. Sin duda, un hombre elegante; el monarca más elegante de Europa, incapaz aquella tarde, sin embargo, de disimular su desaliento y enamorarme.
—Carmela, ¿merezco esas voces que me censuran por autoritario, militarista y perjuro? Me indignan. ¿Han olvidado tan pronto mis acciones humanitarias durante la Gran Guerra? No les basta mi talante liberal... ¿Acaso no viajé a caballo hasta Las Hurdes, alojándome en tiendas de campaña para vivir directamente las necesidades de sus gentes? ¿Acaso no me tragué el orgullo con aquel panfleto del mamonazo Blasco Ibáñez? .. Que me había desenmascarado... Eso pensaba.
No quise ahondar en la herida recordándole hasta qué punto considera a los políticos aves de rapiña, que siempre se muestra por encima de todos ellos, que es demasiada su inclinación a actuar como un político más, que se vanagloria de conocer directamente los deseos de sus compatriotas aunque los llame súbditos, que jamás reconocerá sus gestos absolutistas...
Me acuerdo de la noche del año veinticuatro cuando llegó con unas enormes ojeras de martirio nocturno, demudado, intratable. Aún no había superado el daño que le hizo Blasco Ibáñez, lo llevaba tatuado en su cerebro. Se preguntaba tratando de convencerse a sí mismo de que no había quien se creyese eso de la nación oprimida por la censura y por un ejército represor.
—Hombre, Alfonso, tú mismo has hablado alguna vez de tu ejército como organización pretoriana y te enorgullece que esté siempre en vigilia por la defensa de la monarquía. Y bien sabes que hay quien se queja por sus excesos policiales.
—Puedes estar segura de que en hora de necesidad mis soldados estarían dispuestos al sacrificio de la propia vida por su rey, pero ni siquiera ante una amenaza de vuelta a la República no tendría yo empuje moral para emplear la fuerza material. Jamás contra mi pueblo. Ese cabronazo valenciano quiso joderme cuanto pudo.
Cuando ojeé aquel librito de Blasco Ibáñez concluí que contiene suficientes elementos para suponer la indignación mayúscula del rey ante tanta displicencia y acritud y una letanía inacabable de sombras. Alfonso siempre fue incapaz de encajar las críticas con desdén y buena dosis de hipocresía diplomática. Ni supo desmentirlas ni olvidarlas con desprecio. Un estigma indeleble.
—Ven, siéntate a mi lado, te encenderé un cigarrillo, —le dije adornando mi ruego con la más sincera de las sonrisas. Dudé unos segundos sobre la conveniencia de hablarle de nuestras distancias, últimamente quizás extremas, pero me retuve porque parecía medio ausente.
Alfonso volvió su memoria hacia la guerra en África.
Aún le golpeaba en lo más profundo de su ser cada derrota del ejército, cada céntimo gastado para pagar los rescates de soldados, cada queja proferida por una caterva de diputados contraria a desbloquear créditos destinados a la campaña:
—¡Anda que si yo hubiera sido rey a secas...!, —se quejaba melancólico—. El respeto constitucional me tiene atado de pies y manos, y de ahí todo lo que sufrimos frente al morraco infiel. ¿Que algún general no fue todo lo eficaz que hubiera debido? ¡Pues, claro..., ya lo sé...!
y dicho esto, mentó de nuevo a Primo de Rivera para reconocer que supo acabar con la pesadilla africana. Opinión muy distinta le merecía la cuestión catalana. Ya le había escuchado antes sus buenas relaciones con Cambó, para precisar luego que éste las había destrozado. Esta era otra de las espinas clavadas en su alma. Me atrevo a afirmar que alguna vez me confesó que pensó en Francesc Cambó para resolver radicalmente la situación política del país. Pero Cambó no se dejó españolizar. Alfonso ha vivido muy cómodamente a la sombra del general jerezano, sin sobresaltos, de modo que podía dedicar mucho más tiempo a sus aficiones. No obstante, aquella tarde de domingo insistí que veía llegada la hora de un recambio, si no quería que el clima en el país fuera enrareciéndose a pasos agigantados.
La dimisión irrevocable de Calvo Sotelo como ministro de Hacienda en el mes de diciembre, propició el nombramiento del Conde de los Andes, José de la Serna y Martínez de Hinojosa, hasta entonces ministro de Economía Nacional. Días después Alfonso me confió su estrategia, con la que a la postre lograría su propósito: que estos nombramientos durasen únicamente el tiempo necesario hasta que Primo acercara a Palacio su dimisión. El jueves siguiente a nuestro encuentro, treinta de enero, escuché en la radio la noticia. Entonces recordé el último beso en la semipenumbra del torreón de la avenida del Valle, aquel que sobrevoló sobre los labios de mi duque de Toledo como si fuera un apresurado adiós para siempre, rozándolos apenas. Y constaté que ni siquiera me había preguntado por sus hijos. Y, por supuesto, tampoco por mis proyectos en el cinematógrafo.
Desde que se marchó a Barcelona, dispuso no llamarme ni escribirme. Ni siquiera cuando supo que ya había parido. Le imaginé rellenando espacios del día en algún café del Ensanche con poetas urbaneros o en las playas íntimas y quietas de la ciudad alejada del mar que para él son las terrazas, paseando las Ramblas con sus amigos el poeta López Picó y el joven crítico Agustín Esclassans, o citándose en el Ateneo con Tomás Garcés. Oí de él muchas cosas. Algunas me incomodaban el sueño aunque procuraba decirme a mí misma que no son ciertas, aunque sé que no tenía derecho a quejarme y mucho menos a pedirle cuentas. ¿Qué compromiso podía tener conmigo después de lo que pasó? Ninguno. ¿Le faltaban razones para sentirse traicionado? Por supuesto, no debe ser plato de buen gusto que la mujer con quien uno ha decidido meterse en la cama le diga tras haberla amado que está embarazada de otro y, peor aún si cabe, que con ese otro ha tenido ya descendencia. Más todavía, que le diga a ese uno, republicano confeso, que el hijo esperado será un bastardo del rey... Una se pone en su lugar y no para de darse tortas. Pero me lastimaba oír lo que oía de Juan. y me costaba contener el llanto.
Mi amiga Consuelín supuso que Juanito venía alguna vez por Madrid, pues se le ha visto saliendo de un café de la calle Arenal con Josefina de la Torre, una poeta canaria cuyo nombre me recuerda todavía a una jovencita resultona con caracoles rubios que hace años andaba abriendo puertas del mundo del teatro y de la poesía guiada por su hermano Claudio. Aun mordiéndome los celos porque acaso era cierta esa relación, lo peor que llevé fueron sus tan cacareadas aventuras y mis fantaseos. Sin embargo no me creí que anduviera detrás de la esposa de Paul Eluard en la Costa Brava, como se dijo. Probablemente confundían esa historia con la relación que mantuvo con Margarita Manso, discípula de Romero de Torres en la Academia de San Fernando, mujer sin duda de cuerpo y mente muy del gusto de Juan y de quien se hablaba que a sus diecisiete añitos se dejó hacer por Federico García Lorca en un atardecer de circunstancias, despechado a causa de su malograda sodomía con Salvador Dalí. O acaso se referían a la pintora Maruja Mallo, que también tuvo lo suyo con Juan. Según sé por él mismo, Maruja se acostaba con quien se le antojaba y Juanito, muy amigo de su hermano Cristino, excelente escultor que solía ir con él a la tertulia de la Granja El Henar, se le resistió hasta que sintió cierta conmiseración por ella poco después de que otro escultor, guapísimo y atlético, Emilio Aladrén Perojo, la dejara por García Lorca. O que compartiera a ambos, a Maruja y a Federico, durante unos meses. Eran tiempos en los que todos se andaban en bríos y en tamaños. La preocupación sexual, base sobre la que se apoya toda la actividad del espíritu, le oí decir a Juanito, estaba a la vuelta de cada esquina, a salto de mata, en lechos prestados, entre trigos y amapolas a las afueras de Madrid.
Desde luego, Juan debió venir con frecuencia. En algún lado leí que cenó entre amigos aprovechando la visita del escritor mallorquín Joan Estelrich a Madrid. También que estuvo a mediados de junio en la exposición de los dibujos abstractos de Joan Rebull en La Galería, la sala de arte patrocinada por La Gaceta Literaria. Me contaron que en Barcelona había publicado prosas en Mirador, una especie de noticiero de la literatura y de la vida de las letras, bromista e insolente muchas veces, también en las revistas Imatges y Oc y en la sección catalana de La Gaceta Literaria. Con esto quiero decirle al lector que seguía a Chabás casi con vocación de discípula. Devoraba sus escritos en Diario de Barcelona. Por entonces habría aparecido en Denia el periódico republicano que me dijo que iba a llamar El País para distribuirlo en las Marinas alicantinas. Sus planes venían de lejos y su amistad con Marcelino Domingo los aceleró sin duda.
Antes de su marcha a Barcelona los más variopintos asuntos sociales ocuparon un importante espacio en nuestras conversaciones. Desde los chismes de las tertulias a los planteamientos políticos. Recordaré, por ejemplo, que llegó a mis oídos el hecho de que Chabás no era para Lorca santo de su devoción. Acaso porque antaño le había mostrado todo el desdén del mundo al conocer los desengaños sufridos en su relación con Dalí y, luego, porque fue mucho el desprecio de Juan ante los requiebros e insinuaciones del de Granada. Dimes y di retes que aventaron algunos, sobre todo el bruto de Luis Buñuel, quien apostillaba cruel y despiadadamente que Juanito era demasiado macho e inalcanzable para Lorquita. Otras veces hablábamos sobre las posiciones políticas federalistas y de oposición a la Dictadura. ¿Cómo podía estar yo en desacuerdo con que las mujeres tuvieran derecho a votar y con la igualdad social y la democracia parlamentaria y la autonomía de las regiones y la necesidad de una reforma en el Ejército?, ¿le habría hecho el rey una barriga a una que era republicana sin saberlo? Antes de la mudanza de Juan a Barcelona me sentía cada vez más próxima a ciertas tendencias moderadas de Alianza Republicana. De ello nunca hablé a Alfonso, pero nadie podrá negar que le he guardado siempre máxima lealtad escuchando sus lamentos, comprobando apenada sus depresiones, solidarizándome con sus bien fundadas inquietudes por la creciente pujanza de quienes buscaban el cambio de régimen. A Alfonso le ofrecí en cada momento mi mejor consejo para la continuidad de la Corona, al menos hasta que logró desembarazarse de Primo de Rivera.
Poco más supe de Juanito. Pero solía verle en imaginaciones que se encadenaban desordenadamente en mis duermevelas al alba. Me vi durante una gira de la compañía en Barcelona durmiendo con él en el hotel Intercontinental de las Ramblas, a tiro de piedra de los conciertos del Gran Teatre del Liceu y del Romea, yendo de su brazo a salones de fiestas intelectuales y a exposiciones de alto comercio artístico en las galerías Laietanas, Dalmau y en Casa Parés, o planificando unos días de descanso en los Baños de Sant Telm, en Sant Feliu de Guixols. Me vi en atardeceres entre amigos, con Josep María Sagarra, o hablando de proyectos con el grupo de L’Amic de les Arts en una de las terrazas de la Plaza de Cataluña. Me enteré que en un esquinazo de esa plaza, bajo la claraboya del Gran Café Colón, se citaba las tardes de los lunes con dos de sus mejores contertulios catalanes, Lluis Montanya y Sebastia Gasch. Imaginé que habíamos quedado en vernos con Tomás Garcés en el café Zurich para tomarnos una cerveza de barril y una horchata de chufa; allí me hablaba del ambiente literario y artístico barcelonés y le dolía que hubiera pasado a mejor vida la tertulia del Ateneillo de l’Hospitalet, que dos o tres años atrás animaba el pintor Rafael Barradas en su casa de Hospitalet de Llobregat y donde conoció a Joan Salvat-Papasseit. Otras veces, en mis sueños más osados, yo huía de todos porque Juanito se empeñaba en contar los amaneceres a mi lado en su piso de Sant Gervasi, o nos besábamos con ganas en un banco del parque Güell antes de leerme muy cerca y bajito unas cuartillas manuscritas:
—Un hombrecillo entra por un sendero del jardín. Vosotros le miráis desde una ventana alta de la casa, sin pensar que reparáis en él, seguros de que no distrae por un instante vuestra indiferencia. Y este hombrecito, sin que nadie lo advierta, sin que vosotros mismos sintáis ningún estremecimiento de todo vuestro espíritu que os lo indique, tiene en la mano, como una moneda, vuestra vida. Puede perderla. Pue de jugarla en una apuesta; puede ofrecérosla, en un instante cualquiera, con un signo determinado. Cara o cruz. Ya ha lanzado la moneda al aire; ya está jugando con vuestra vida, y aún no lo advertís vosotros. Os parece un entretenimiento que no os atañe. Os regocija acaso. Pero cuando la moneda cae al suelo, cuando vuestra vida se arraiga, sola sobre la tierra, tiene ya un signo que mira al cielo, al aire; otro, que se pega al suelo, oscuro y húmedo. Es un juego: cara o cruz.
—¿Késaco?, —le pregunté curiosa en mi delirio.
—Un petit bout de moi. De la novela que Ediciones Ulises ha aceptado publicarme. Cara o cruz. La dedico a nuestro amigo Juan Gutiérrez Gili, por sus cuidados.
—J’en ai très envie moi de ton petit bout de toi.
y me acostumbré a viajar por la pendiente imparable del sueño despierto. Cogíamos el tren hasta París y llegábamos después de un siglo a la estación del Quai d’Orsay sin equipaje. Y el Hotel de France de la rue d’Antin, a un paso del Théátre Garnier, era el paraíso y Juan me compraba un ramo de camelias rojas y le puse una en el ojal y nos convertimos en Marguerite Gautier y Armand Duval, perdidos y abrazados bajo los puentes del Sena y deposité mi arrepentimiento en su pecho, nos vencía la noche, pero al alba tuvo que marcharse por prudencia, por si llegara temprano el rey...
Se me esfumaba la fantasía entre las ansias. Llevábamos demasiado tiempo sin vernos. Echaba de menos su cordial disposición para el diálogo, encauzado inteligentemente con sencillez, sus sutilezas en el apunte, sus digresiones bien enlazadas y aquella manera suya, sugestiva e irónica, de volver la vista hacia el anecdotario de sus vivencias y lecturas. Una precoz madurez intelectual. Si no hubiese sido mío, tal vez aun sentiría la sed que, según Emilio Carrere, calcinaba la carne, que hacía retorcerme de un deseo imposible en mis noches solitarias y sacaba de las cavernas los buitres de mis lujurias. Pensaba que la soledad nunca traiciona e ilumina el camino a los pensamientos erráticos, pero yo en ella me perdía a menudo con miedo cobarde.
Eché de menos las risas y la correspondencia de juanito durante varios meses, hasta que llegó aquel telegrama anunciando su retorno: Je voudrais bien arriver pour la premiére de «Triángulo». Después de leerlo por enésima vez lo dejé sobre el tocador, junto a un céntimo de peseta con el perfil del rey, joven, de cadete, que retenía mi mirada. Cerré los ojos para ver el resplandor diminuto del cobre elevándose por el aire: flotaba y se resistía a decidir el lado de la suerte. En ese mismo instante comprendí que cuando la moneda cayera al suelo..., perdón, cuando el amor tuviera que decantarse, tendría un signo que miraría al cielo, al aire, y otro, que se pegaría al suelo, oscuro y húmedo. Así debí echar el destino al aire sin darme cuenta. Porque lo cierto es que Alfonso ya no hablaba bajito como cuando íbamos al teatro para sobarme toda en los palcos, ni me embrujaban sus propósitos seductores, ni provocaba más deseos de hacerme amante libertina, ni tampoco ya me causaban pena sus gimoteos viéndole sufrir por haber puesto fin a la pesadilla de Miguel Primo de Rivera. La soledad ilumina los pensamientos, pero a veces nos perdemos en ella con miedo cobarde.
Pero.. ., he aquí que inesperadamente se presenta Diana, la primera ocupante, y su sorpresa es inaudita al ver la fragilidad de aquel amor que suponía eterno, frase que todos los enamorados aventuran, porque no son letras a la vista. Para Faustino, el problema es grave. Ninguna de las dos, que celosamente extreman sus mimos y sus solicitudes cerca de él, está dispuesta a ceder la posesión del bipartito esposo. Y como ambas litigantes lo reclaman para sí, y moralmente no aceptarían la solución por el procedimiento aritmético de uno más dos, igual a tres, el trance es difícil y aún lo es más porque para Faustino no se trata de un problema legal, ni siquiera de conciencia, sino de orden sensual y de elección, a la que no se decide, porque sus dos mujeres le gustan apasionadamente... Interrumpí la lectura del ABC para levantar la vista hacia el techo como si de él estuvieran colgadas las mil cavilaciones que caben en los recuerdos.
La noche anterior, cuatro de febrero de mil novecientos treinta, había asistido al estreno de Triángulo en el teatro Infanta Beatriz, invitada por mi gran amiga Catalina Bárcena quien, junto a Helena Cortesina y Manolo Collado, protagonizaba la obra de Gregorio Martínez Sierra. Había cosechado un gran éxito en Barcelona durante la temporada anterior. La comedia trata en clave de humor la situación de un marido que, creyendo que su esposa había muerto ahogada, contrae segundas nupcias, sin esperar jamás que de pronto apareciera su primera mujer. Desbordado por las disputas y los escándalos que ambas provocan, no encuentra otra solución que salir a telón corrido para sentarse en el patio de butacas y expresar al público que ante el problema creado, sólo le resta ocupar el lugar del espectador para resolver la situación. Gregorio se había basado en un suceso ocurrido en Inglaterra, aunque optó por cambiar el suicidio del protagonista, que en la realidad se arrojó al vacío desde el balcón de su casa, por el final de la versión escénica, en la cual el apuntador se vuelve hacia el público dentro de la concha.
Alfonso hizo que uno de sus chóferes me condujera a la calle Hermosilla. Cuando llegué a la entrada del teatro me pareció oír chascarrillos sobre el original desenlace de la comedia de Martínez Sierra y aún no se había levantado el telón. Extremadamente atentos se acercaron varios amigos a saludarme, interesándose por mis hijos y afanes cinematográficos, y algunos conocidos difíciles de identificar por culpa de mi memoria de pulga, porque soy pésima para retener caras. Después de interminables cortesías y ya dispuesta a dirigirme al patio de butacas, el corazón quiso salírseme por la boca, pues al otro lado del hall distinguí a Juan hablando con Carola Fernán-Córnez. Sabía que vendría al estreno, pero... El no me vio, sin embargo advertí que antes de tomar asiento un par de filas más adelante, buscaba inquieto a alguien con su mirada, hasta que tropezó con la mía. Nos sonreímos e hizo gestos con alborozo que me proponían encontrarnos a la salida. Su presencia perturbó mi sosiego gratamente durante toda la obra. Terminada la representación vino hacia mí para darme un par de besos.
—¡Qué alegría verte, Carmela!
—¿Cuándo llegaste, mi querido Chabás?, ¡menuda sorpresa!
No pude aguantarle la mirada. Estoy segura de que se notaba demasiado mi arrobamiento, puesto que él sonrió pícaramente. Para salir del paso añadí que era buena obra, pero no para tanto y que las modernas artimañas teatrales no acababan de convencerme.
—Perdona que te avisara con premuras.
—No te preocupes, ¿qué hacemos?, ¿te apetece tomar algo y charlamos?, Catalina y Gregorio me han invitado a celebrar el estreno en su nueva casa y podrías venir tú también, ahora viven en la avenida del Valle, casi enfrente de mi hotelito...
Juan seguía sonriendo y tomándome del brazo decidió que saliéramos a la calle. Hubiera dado una vida por besar sus labios.
Probablemente fue mucha mi osadía preguntándole si tenía inconveniente en acompañarme en el coche que me había enviado el rey. Pasaríamos primero por casa para tomarnos un tentempié y hacer un poco de tiempo antes de conocer el nuevo domicilio de Gregorio y Catalina. Tan pronto como llegamos me preguntó por los niños. Por mi nerviosismo no había caído en la cuenta de que aún no conocía a Leandro. Quiso verlos mientras dormían.
Cruzamos la calle. Nos esperaban los anfitriones en la puerta. Catalina lucía hermosísima uno de sus modelos de Jeanne Lavin de organza blanca con volantes y adornos de color rosa pálido y coral. Lo levantó ligeramente para mostrarme los zapatos de crema que se había comprado conmigo días antes en la tienda de Antonio Miranda de la calle Velázquez. Nos guiñamos cómplices. Comentamos la calidad de la obra y las afortunadísimas interpretaciones, querida, has estado de locura, dije esas cosas que se dicen en el umbral de la puerta de una celebración social. Catalina se alegró al vernos llegar juntos. Saludamos al matrimonio de escritores, Elena Fortún —mi querida Encarnación Aragoneses y Eusebio Gorbea. Juan sugirió que nos acercáramos a Zenobia Camprubí —que había sido la decoradora de la casa— y a Juan Ramón Jiménez, quien pidió a Chabás noticias de amigos comunes catalanes, interesándose especialmente por Garcés y su actividad al frente de la página catalana de La Gaceta Literaria. Enrique Ucelay felicitaba a Manolo Collado en presencia del crítico teatral de ABC, Floridor y Fresno. Por allí andaba Eduardo Marquina junto al matrimonio Artigas y no muy lejos, en animado grupo, parte de la compañía de Gregorio y algunos actores más. Mientras Juanito conversaba con Raquel Meller, yo comentaba con Blanquita Suárez y Eduardo Gómez la buena acogida de su revista musical en el Pavón. Volvimos a juntarnos para ir hacia el maestro Alonso, feliz por el éxito de su zarzuela La picarona en el Eslava, y luego a felicitar a Carlos Arniches. Seguro que algún invitado me dejo en el tintero.
Al agradecer a los invitantes tan agradable velada y hacer votos para volver a vernos pronto, Catalina me susurró al oído en la despedida:
—Querida, tenemos que matar juntas una tarde, o las que hagan falta, ahora somos vecinas. Esa aventura parisina es algo muy goloso y no hay duda de que, si aceptas la propuesta, no te arrepentirás. Gregorio conoce a alguien en los estudios de Joinville. Gracias por venir, Carmela. Y cuídame bien a nuestro crítico preferido.
Delante de la puerta de casa mientras nos despedíamos, comenté con Juan las palabras de Catalina y el miedo que me producía la posibilidad de que se repitiera el fracaso de mi primera experiencia cinematográfica en La madona de las rosas, aunque don Jacinto Benavente me hubiera convertido en la primera actriz del teatro español que protagonizaba una película..., allá por la primavera del diecinueve en el Teatro de la Comedia. Juanito, te he echado mucho de menos, le dije antes de dejarme besar sin alcanzar a llamarle canalla lindo.
Me viene a la memoria que la abuela Carmina Moragas solía decirme que quien desea fervientemente llegar a algún sitio logrará encontrar hasta un atajo; y que quien no persevera, tropezará con una disculpa al borde del camino. Alguna vez lograron herirme cuando mala gente rumoreaba que en mi actividad teatral ese atajo había sido el rey Alfonso XIII. Y he de confesar que durante algún tiempo tuve grandes dudas y cuestionaba interminablemente los éxitos que el público nos regalaba. Asimismo mis apariciones en el cinematógrafo no han sido como yo hubiera deseado. Pero esta inseguridad fue difuminándose a medida que Juan entraba en mi vida para quedarse.
De estas inquietudes mías estuve hablando una tarde entera con Carmen Larrabeiti, buena amiga bilbaína, educada para el teatro por doña María Guerrero y casada con su hijo pequeño el actor Carlos Díaz de Mendoza. Carmen era la protagonista de la película Doña Mentiras, que estábamos terminando. Le confesé que la vida familiar había condicionado mi trayectoria profesional y que no me costaba reconocer que truncó mi empeño por llegar a alcanzar distinción mayor en el teatro. Ahora bien, se equivocaron mis detractores cuando tiempo después se les llenaba la boca diciendo que desbordábamos los teatros porque la gente iba curiosa sólo para ver a la querida del rey. ¿Cómo puede ser la gente tan cretina aseverando esas tonterías? Llegó a decirse esto, por ejemplo, en el diecinueve cuando estrenamos en El Español La cenicienta, olvidando la excelente adaptación de don Jacinto Benavente del cuento de hadas en tres actos escrito por Perrault y despreciando, además, el elenco de actores que la interpretó. Su éxito en absoluto se debió a la curiosidad que yo suscitaba porque, siendo mujer, interpretase el papel del Príncipe Galante. Por entonces nada me unía al rey. Aquel año comencé la primavera recuperando el ánimo tras la sentencia del divorcio perpetuo de Rodolfo Gaona, pero se torció con mi primera experiencia cinematográfica en La madona de las rosas bajo la dirección de Benavente resultó un fracaso. Y así debo confesarlo ante el lector.
Producida por Madrid-Cines y dirigida por Benavente y Fernando Delgado, se estrenó en la Comedia el once de abril de mil novecientos veinte. El reparto lo componíamos Hortensia Gelabert, Emilio Thuiller, Mariano Asquerino, Carmen Carbonell, Francisco Fuentes, María Milanes, Avelina Torres y yo misma. El público nos reservó un clamoroso desinterés, lo cual supuso el descalabro de su productora. Desde que hablé con Catalina no ha dejado de ilusionarme la posibilidad de trabajar en los estudios de cine californianos. Yeso que me acuerdo quejosa de las durísimas e inacabables sesiones de rodaje en horas intempestivas y tediosas. Me daba coraje que en el celuloide perdiera mis mejores recursos escénicos. Pese a todo, la idea de conquistar nombradía en el mundo cinematográfico me seducía, me atraía, me dominaba...
La primavera irrumpió en mil novecientos treinta con premuras y extraordinario descaro. A principios de febrero di carpetazo a la actividad social del invierno acudiendo como miembro del jurado al certamen organizado por la revista Atlántico en el teatro Gran Metropolitano para la elección de Miss España. El lector nunca podría imaginar que compartiera yo un tal jurado con el novelista Benjamín Jarnés, el músico Moreno Torroba, el escultor Barral y un pintor. Un verdadero jurado intelectual. En mayo vino Juan a Madrid desde Sevilla. Aprovechaba cualquier excusa para escaparse de sus muchas obligaciones en Barcelona como secretario de la Fundación Bernat Metge y director de la colección de traducciones de obras catalanas para la Compañía Iberoamericana de Publicaciones. No faltaba a la cita del Diario de Barcelona cada semana. Después del verano leí en algún periódico que precisamente la CIAP anunciaba entre las novedades editoriales Agor sin fin, la tercera novela de Juanito. El crítico López Prudencio en su columna de ABC le hizo una espléndida crítica.
Creía yo que para quien sabe dónde va, o a dónde quiere ir, todos los vientos son favorables. Pero en realidad no siempre ocurre así. El veintiuno de noviembre se estrenó en el cine Callao Doña Mentiras sin pena ni gloria, al igual que en el cine Bilbao y en Valencia un mes más tarde y después en Los Ángeles y Buenos Aires. Inicialmente iba a titularse Las morenas. Estuve en Joinville-le-Pont, localidad separada de París únicamente por el bosque de Vincennes, para rodar en los recientes estudios Des Reservoirs de la Paramount. El guión seguía la traducción de la escritora gallega María Luz Morales de la película The Lady Lies, rodada por Hobart Henley meses antes. Pensé si acaso llegaba yo tarde a mi cita con el cine sonoro, ese arte estigmatizado por muy frescos y bellos rostros juveniles. La Libertad se hizo eco de la película y publicó una foto horrible de Carmen Larrabeiti y mía.
Ese mismo mes de noviembre se celebró en el teatro Español el festival del Montepío de Actores, en el que tuve una modesta intervención recitando poemas. El día catorce acudí al estreno de La calle en ese mismo teatro, la adaptación de Juan de un drama de celos ambientado en una calleja de un suburbio neoyorquino, un sainete trágico del estadounidense Elmer L. Rice, dirigido por Cipriano Rivas Cherif y Margarita Xirgú.
—En este país nuestro siempre tenemos que dar la nota —se apresuró a decirme Juan a la salida—. Ya verás cómo nadie valorará el trabajo de Cipriano. Ni que trajera un premio Pulitzer, que obtuvo un gran éxito en The Playhouse de Nueva York.
Me parecía verdaderamente original que el asesinato de una mujer a manos de su marido fuera la excusa y punto de partida para reflejar la degradación social que ejemplifica la vida y convivencia de los moradores de una casa vecinal, diferenciados por sus creencias religiosas y procedencia. Aludimos al trasfondo crítico ante la injusticia, la intransigencia religiosa, el racismo o la explotación...
—Rezuma una fuerte apuesta ideológica, inconformista —concluyó—. Para mí es una logradísima pieza de realismo social.
Cogimos en Sol el tranvía quince, o tal vez el diecisiete, pero a la tercera parada quisimos caminar. Fuimos improvisando atajos hasta su casa. Íbamos abrazados, me atraía hacia él resguardándome del frío. En la plaza de Alonso Martínez se detuvo de pronto y me dirigió de espaldas contra una farola. Cerré los ojos bajo la oblea de luz y sentía humedad de besos en el cuello. Me dijo al oído que le dejase hacerme lo que el alto otoño hace a las granadas... Tras nosotros dejábamos un reguero de urgencias... Las sábanas de lino estaban glaciales.
—Chabás, dime de nuevo aquello que me dijiste bajo el farol...
—Laisse moi te foire ce que l’automne flamboyant foit aux grenades.. .