ESCENA PRIMERA
Sevilla con alamares
Ni en el Gran Café Gijón ni en el Café de
Platerías estaba permitido pronunciar su nombre o apellidos.
Tampoco convenía aventurarse a acometer en su compañía cualquier
iniciativa sin previo aviso. Se recurría al circunloquio ya las más
inusitadas volteretas de la imaginación para designar a quien se
reprobaba atraer hacia sí las desgracias y causar mala sombra a los
demás. Si durante una reunión alguien le mencionaba sin ninguna
prevención, se hacían a toda prisa mil conjuros y no pocas preces;
si se anunciaba su presencia podía producirse una desbandada de
cuantos de inmediato improvisaban una excusa, un olvido, una tarea
ineludible, cualquier cosa para marcharse inmediatamente del lugar;
y si alguien quería desembarazarse de incómodas compañías bastaba
con anunciar que el aguafiestas llegaría de un momento a
otro.
El país es especialmente proclive a los
bulos y exageraciones de este tipo, a colgar a alguien un sambenito
del que jamás podrá desembarazarse, que llevará de por vida y de
por muerte a modo de epitafio redactado por el común de la gente.
Bastaba con aseverarlo y difundirlo: fulanito era gafe. Y al antojo
de muchos, Juan Chabás lo era por antonomasia.
De él se dijo todo y algo más. Con
truculencia y maldad, taimada y zafiamente. Se daba por probado e
irrefutable un variopinto anecdotario en torno a su persona. Unas
veces sugiriendo mediante supuestas coincidencias lo pésima que era
su suerte, otras atribuyéndole, sin más, el origen de un
infortunio. Y hasta en alguna ocasión llegó a imputársele
malintencionadamente una desgracia de grandes proporciones. A todo
aquel que manifestara una mínima objeción a los rumores, que iban
convirtiéndose con el tiempo en certitudes, enseguida se le
recordaba que apenas aparecido Espejos,
su primer libro de poemas, quebró el editor, lo cual supuso que
dejara inédito otro titulado Ondas. No
había editorial dispuesta a imprimirlo sin recelos. Y cuando
salieron de la imprenta un largo ensayo sobre la literatura y la
política fascista italiana y un par de novelas, Puerto de sombra y Agor sin
fin, llegó a oírse que se publicaron milagrosamente y que
apenas se vendieron. Todo esto abría el abanico de las
exageraciones y maledicencias. Que el día que nació hubo eclipse de
luna. Que lo echaron de Italia porque en la universidad de Génova
se vio implicado en varias desgracias. Que la revista Horizonte, por él alentada, desfalleció al cabo de
su primer número. Que estuvo en la última función del Teatro
Novedades, en la calle Toledo, la víspera del incendio que provocó
casi un centenar de muertos. Que ya de madrugada asistió en el Café
de Platerías, al decir de unos, o en el Café Lion d’Or, según
otros, a una gran porfía entre dos amigos dramaturgos de cierto
éxito, chulos y adictos a la golfería bohemia, Luis Antón de Olmet
y Alfonso Vidal y Planas, a causa de una prostituta bravía que
asentaba sus reales en el callejón del Perro, esquina con la calle
de Ceres. Se entendía con Olmet y la empleó como taquimecanógrafa
Vidal mucho antes de hacerla esposa. Chabás fue testigo de aquella
disputa precisamente la noche anterior al día en el que Vidal con
las sedas lucientes de su hermosa locura —como escribió el poeta
murciano Vicente Medina— pegara un tiro en la axila izquierda,
mortal de necesidad, a su socio y compañero de jaranas nocturnas.
Eran las tres y media de la tarde en el saloncillo del Eslava,
donde Olmet iba a estrenar el drama El capitán
sin alma. Se lo pegó por algo más que haber mentado a Vidal su
novia, Elena Manzanares. Conforme publicó La
voz el 2 de marzo de 1923, el mismo día del crimen, Olmet
murió en la casa de socorro del Centro acompañado por Pedro Luis
Gálvez. Otros informantes consideraban contaminada esta versión y
daban por cierto un breve idilio de Chabás con Concha Robles meses
antes de ser asesinada. La actriz, crecida artísticamente bajo el
magisterio de María Guerrero, al salir al escenario del Teatro
Cervantes de Almería recibió un disparo a quemarropa de su
exmarido, un militar apellidado Verdugo. Se estrenaba Santa Isabel de Ceres, obra de Vidal y
Planas.
Así las cosas, si había que mencionar a Juan
Chabás, no era de otro modo que mediante apelativos con más o menos
cola: el tenorio de Denia, el pupilo malhadado de Miró, el cenizo
de Levante y, a lo sumo, con rodeos, el crítico de La Libertad, el innombrable colaborador de las
revistas La Gaceta Literaria y Revista de Occidente, por ejemplo. Ante todo se
procuraba evitar traerle a las mientes, por si acaso.
De este imán de Chabás a la mala suerte nada
sabía Carmen Ruiz Moragas. Como tampoco que se ganara parte de su
juventud componiendo cuplés, que luego malvendía a empresarios de
vodeviles. Carmen nunca observó desconsideración o desaires de
nadie hacia Juan, hasta que él mismo comentó un encontronazo
provocado por Federico García Lorca al censurarle en público y de
mala manera su fama de mal fario. Desde luego, en algunos
desagradables momentos Juan Chabás tenía la impresión de cargar
todo el tremendismo español y la mala leche nacional a sus
espaldas.
Mediando el mes de diciembre 1927, invitados
por el Ateneo de Sevilla siete amigos escritores al borde de los
treinta —año más, año menos— viajaron en tren de Madrid a la ciudad
del Betis para inaugurar, bajo el signo de Góngora, la sección de
Literatura de aquella institución y participar en dos veladas los
días 16 y 17, viernes y sábado, organizadas en los locales de la
Sociedad Económica de Amigos del País, en la calle Rioja, al lado
del convento del Santo Ángel, pues el Ateneo se encontraba ocupado
con motivo de la preparación de la Cabalgata de Reyes.
El santanderino Gerardo Diego fue el primero
en bajar al andén. Detrás de él salieron Federico García Lorca y
Rafael Alberti, que saludaron efusivos a Ignacio Sánchez Mejías.
Luego asomó su rostro buido y curioso José Bergamín; bajaba con
Jorge Guillén, un vallisoletano catedrático en Murcia. Dámaso
Alonso, poeta, erudito miope, de calva prematura y nervio a flor de
piel, precedía en la salida a Mauricio Bacarisse y Juan
Chabás.
Al parecer la idea de hacer algo con ocasión
del tricentenario de la muerte de Luis de Góngora vino como agua de
mayo a la reunión que en torno a una de las mesas rectangulares del
Café de Platerías, rodeados de espejos, mantuvieron Melchor
Fernández Almagro, Rafael Alberti, que se marchó pronto del brazo
de Maruja Mallo, Pedro Salinas, Juan Chabás, de paso fugaz por
Madrid y camino de Génova, y Gerardo Diego. Era el mes de abril del
año anterior. Ante la indiferencia e inoperancia institucional,
allí se convino trazar las líneas rectoras de un proyecto de
trabajo con quienes decidieran adherirse al homenaje. Comenzó a
desplegarse el tafetán de don Luis sobre docena y media de leales.
Todo aquello armó una gran polvareda, pero lo importante fue que en
la prensa se escribiera sobre los jóvenes gongorinos. Pocas semanas
más tarde el propio Chabás habló en la prensa de una nueva
generación literaria, la del Veintisiete, acuñándola así para el
futuro por la fecha de su nacencia, coincidente con la de la muerte
del poeta cordobés trescientos años antes. Habían sido promotores
del encuentro el poeta y ganadero Fernando Villalón, siempre recién
huido de la adolescencia, y el torero Ignacio Sánchez Mejías. No
deja de ser curioso que hombres del toro y del toreo fuesen los
iniciadores de aquel festival barroco, ya la vez contemporáneo,
organizado por los anfitriones, el doctor José María Romero,
encargado de la sección literaria del Ateneo, y el abogado Manuel
Blasco Garzón, presidente de la institución y del Sevilla Club de
Fútbol.
De la llegada a Sevilla y de cuanto dio de
sí su primer día andaluz dejó constancia Juan Chabás en la carta
que remitió a Carmen Ruiz Moragas: Muy querida
Carmen: por fin Sevilla, después de un viaje que parecía a
Constantinopla. El tren renqueó a medio camino. Da gusto venir
pagados y que te esperen en el andén. Toda la jornada de traqueteo,
hasta casi las once de la noche, yeso que cogimos el atajo de la
conversación amena. Pero agradecidos con nuestros anfitriones.
Fernando es un tipo excelente. Pone imaginación y empeño en
conseguir que sus reses tengan los ojos verdes y en ello anda
embarcado, convencido frente a una legión de incrédulos. E Ignacio,
cultisimo, todo entrega ante los toros y con los amigos, ofrece un
corazón entrañable. Anoche entre saludos hablaba con Lorca, le
decía que sólo la poesía le echaría de las plazas, y Federico a lo
suyo, a vueltas con su último poema, que deseaba leerle. El Sr.
Romero, médico de la beneficencia y escritor que también se ocupa
de nosotros por ser de la Junta del Ateneo, dejó recado que hoy
después de comer a toda costa fuéramos en auto al manicomio, del
que es subdirector, donde él nos recibiría..., porque estaba allí
de guardia médica. Puedes imaginar las bromas de los más guasones,
Lorca y Alberti, que no paran de llamarse primos.
Te reirás a mi vuelta.
La tarde la inauguramos con comilona en Pino Montano, el cortijo de
Sánchez Mejías, y a los postres recitados, la guitarra del Niño de
Huelva y el cante de un prodigio de Jerez. En fin, que fuimos bien
entrenados a la primera velada en la Sociedad de Amigos del País. A
Dámaso y a mí nos tocó abrir fuego; mañana será el turno de la
poesía y de todos los demás.
Estamos hospedados en
el Hotel París, en la plaza del Pacífico; tiene un airecillo
decimonónico que sin duda te agradaría, pulcro, con patios de
columnas y mucho mimbre por doquier. El ambiente entre nosotros
verdaderamente cordial. Me temo que dormiremos muy poco.
¿Y tú?, ¿restablecida
completamente de aquellos caprichosos achaques de la semana pasada?
Seguramente habrás vuelto a la tertulia de tus amigas del Lyceum
—¿dejasteis títere con cabeza?—y supongo que Teresilla estará
descubriendo con gozo la llegada de la navidad. Dale un besito en
mi nombre.
Tan pronto como regrese
a Madrid volveré a preparar la maleta para irme a Denia, pero
después de Nochebuena seré otra vez capitalino, probablemente el
veintisiete, que es uno de tus números. Resérvame una eternidad a
partir de nuestro próximo atardecer. Con inmensas ganas de verte,
con deseo y cariño, Juan
El pelo negro como el tizón, el rostro color
de oliva y las hechuras tan únicamente suyas, de talle estrecho y
maneras de danzarín. Todas estas trazas daban a Federico García
Lorca un aura que tenía mucho de gitano y más todavía de señorito
de Granada; de provinciano rico y caprichosín, con cierto toque de
maleducado vehemente e insultón, que le afeaba, y siempre con una
arrogancia muy sutil porque sabía perfectamente que su gracia,
ingenio y arte eran dones que muy pronto le encumbraron. Pero
exasperaba su irredenta actitud por ser el centro de atención, a
veces impertinentemente, en todo lugar y momento. Fue festejando la
ida al manicomio:
—Fíjate, hoy me llevan al loquero. Me
dejarán allí sacándole secretillos de desamor a la luna y me
nombrarán príncipe de la imaginación, virrey de los mariquitas
redimidos.
Excepto Jorge Guillén, que excusó su
ausencia, los demás llegaron al manicomio Miraflores en varios
coches al mediodía y, tras los saludos, el subdirector les propuso
un recorrido por las instalaciones del Centro. Al fondo del largo
corredor que conducía a la biblioteca, bajo una ventana que daba
luz y vista a la huerta de la institución, había un pupitre de
madera muy castigado por el tiempo. En él se sentaba,
milagrosamente entreverado, la silueta de un anciano cuyo rostro,
observado de cerca, superaba por poco la cuarentena. Decía ser el
cancerbero del silencio y de la abrumadora soledad.
—Federico me llaman —se adelantó a la
esperada pregunta de alguno de los visitantes—. García por parte de
padre y Lorca por mi madre. Hoy está cerrado el Parnaso y mañana lo
estará Alejandría, lo siento. Vuelvan a probar en el avenir.
Perplejidad es poco para definir la sorpresa
de los huéspedes. El viejecillo tenía parado en la mirada el
fogonazo de una alucinación. Dicha su identidad se le antojó
ignorarles volviendo a sus afanes de escritura.
—¡Increíble, Rafael! Vine de visita y, mira
por dónde, ya estaba aquí —apostilló el otro Federico, el recién
llegado.
—Pero, ¿qué hace usted aquí? —Alberti se
adentró en una curiosidad irremediable.
—Pues lo que no hago allí, ya ve. Me trajo
una mujer desenamorada porque según su lengua viperina me volví
cuerdo de atar.
—Tonto no es. Y ya quisieran muchos
mortales...
—dijo Lorca como en los apartes del teatro—.
¿Qué esta—
rá escribiendo?
—Soy poeta —se avanzó a cualquier otra
conjetura—. Poeta del amor oscuro. El canto
quiere ser luz. En lo oscuro, el canto tiene hilo de fósforo y
luna. La luz no sabe qué quiere.
—¡Son versos míos!, ¡Vámonos, esto es
demasiado!
Una broma pesada que me da mal fario.
— Tiene recias cadenas
mi recuerdo, y está cautiva el ave que dibuja con trinos la
tarde... —continuó recitando el guardián.
El García Lorca asustadizo dio tres pasos
atrás —eso es una estrofa de mi «Veleta», alcanzó a gimotear—
mientras Dámaso Alonso, sin duda por su inquietud erudita, quiso
espiar por encima de su espalda lo que escribía aquel hombre en una
hoja de papel de estraza cosida a otras por un cordel. Un minuto
después se fue hacia su amigo Federico y le repitió en voz
queda:
¿Quién mira dentro la torre enjaezada de
Sevilla? Cinco voces contestaban redondas como sortijas.
—Oiga buen amigo, yo soy García Lorca,
Federico.
Poeta y dramaturgo. De Fuente Vaqueros.
—Oiga mal amigo, usted es un impostor.
Hubo de terciar José María Romero. Primero
convenciendo al vigilante para que dejase paso franco a sus
invitados, después presentándoles a Narciso Sindiós, un gran
admirador de Miguel Mañara. Muy temprano obtuvo a título
excepcional la gracia del portero poeta y consiguientemente la
entrada en la biblioteca, que no el derecho a la llave que abría la
llamada vitrina real.
—¡Ni que fuera la reencarnación de un
difunto redivivo! —exclamó por lo bajinis Pepe Bergamín buscando el
estilete de un aforismo.
Narciso carecía del suficiente esfuerzo para
leer; acostumbraba a elegir al azar un volumen de las estanterías
reservadas al teatro español y europeo, a abrirlo por la mitad y a
leer muy lentamente unas páginas, un par de ellas como mucho, o al
menos las necesarias para encallar en el techo yen la imaginación y
vestir con minucia a cada personaje, suponiendo lo que el autor
había tramado hasta entonces e inventando el desarrollo de la
tragedia hasta el final, como si soltara amarras hacia el mar
abierto de la escritura en su cerebro. Estaba dormido con los ojos
abiertos en la penumbra de un rincón.
—No cesa de solicitarnos dramas de los
Machado. En sus días luminosos, convencido de encontrarse en el
mismo lugar que Mañara, intenta convencer a sus compañeros de la
conveniencia de respetar las normas del eremitorio e ir descalzos
como él, o, a lo sumo, calzar sandalias de hebilla.
—Para la orden carmelitana el retiro
estricto es un desierto. Al morir su esposa don Miguel Mañara
Vicentelo de Leca se dedicó varios meses a la contemplación en la
serranía de Ronda, en el convento de Nuestra Señora de las Nieves
—apuntó Dámaso, incapaz de contener para sí la precisión
erudita.
—y dio su vida a la Santa Caridad —añadió
Narciso—. Le debieron la suya expósitos, indigentes, enfermos,
presos, hospicianos, dementes pobres y hasta el vagabundaje.
Enterraba a los menesterosos y a los suicidas del
Guadalquivir.
En verdad, parecía la reencarnación de un
difunto cuya vida sólo probaban las llagas sin cicatriz y media
docena de ennegrecidas pústulas en su cuero cabelludo. Cuando todo
el grupo iba por indicación del subdirector camino del refectorio,
Narciso les seguía desde lejos ocultándose detrás de esquinas
imaginarias que moldeaba con manos torpes en el aire.
Dos mujeres con delantales almidonados
apresuraban sus gestos llevando desde la cocina dos fuentes de
cerámica con lonchas finas de jamón serrano y los platitos para las
pieles de los embutidos y los huesos de aceituna. García Lorca
reconoció la cerámica del Tío Sartenes, el de Lucena, y tuvo
pública confirmación cuando el doctor José María Romero dijo que la
vajilla era regalo de un colega suyo, don Manolito Arjona,
lucentino...
—Compadre de mi gran amigo Eloy Castilla
Palma, el de Santaella, que hizo sus primeras armas de maestro en
San Clemente. Un hombre de corazón tan grande que no cabría en un
capacho. Manuel es un gran galeno coleccionista de plumas
estilográficas y criador de gorriones. ¡Vaya, para que no digamos
que el mundo es un pañuelo! —concluyó feliz Federico.
En un extremo del salón, como un juego impar
de cariátides, hieráticas y casi sin pestañear, estaban enfilados
el administrador del Centro, señor González, el psiquiatra de
guardia, don Moisés Sanz, y cinco residentes, cuyos ojos se les
salían en vuelo raso hasta el jabugo y se quedaban allí
revoloteando como los tábanos a la hora de la siesta de agosto.
Hechas las presentaciones, a un gesto del subdirector tomó la
palabra una tal Castelar para darles la bienvenida. María Jacinta
era de cortísima estatura —los más crueles se mofaban de ella
llamándola la Dos cuartas—, envuelta en
faralaes, asomada al vértigo de unos zapatos de tacón, rojos con
lunares blancos, recién peinada con moño y bucles de textura y
color de mermelada de membrillo, mofletuda y fondona como las
muñecas bien alimentadas, con una sonrisa que amenazaba con romper
su cutis de pergamino. Aplaudieron mucho. De aquel discurso poco
sabemos, pues su manuscrito desapareció del archivo del sanatorio
mental y de él tan sólo nos queda el testimonio de Juan Chabás.
Seguidamente, se acercó al atril un joven que parecía esconder su
timidez detrás de una pajarita de fieltro, negro como el traje de
terciopelo raído en el que debieron haberle embutido por la mañana,
pues las medidas parecía habérselas tomado antes del último
crecimiento de adolescente. Al ritmo de su baile de san vito recitó
el hermoso cierre de la primera de las Soledades gongorinas, aquel en el que los pastores,
ya esposos, regresan al lecho nupcial:
Llegó todo el lugar, y despedido, casta
Venus, que el lecho ha prevenido de las plumas que baten más suaves
en su volante carro blancas aves, los novios entra en dura no
estacada; que, siendo Amor una deidad alada, bien previno la hija
de la espuma a batallas de amor campo de pluma.
Y repitiendo para sí el último verso salió
escapado para dar consuelo a sus urgencias pasionales. Acabado el
acto protocolario los cinco representantes de los residentes
rompieron filas y se arremolinaron, empujándose, insultándose
alrededor de la mesa. Excepto Marcial Miguel, que seguía junto al
atril como un ciprés de incomprensión y soledad.
La camisa negra de Marcial Migue! Moneros
tenía dos lamparones de sardinas en escabeche sobre un escudo al
revés verde, blanco y rojo con una segur inserta en un haz
cilíndrico de varas, zurcido con prisas en el bolsillo izquierdo.
Exageraba los ademanes, que cuadraban perfectamente con su nombre,
que sólo descomponía retorciéndose, escupiendo, tartamudeando sus
frases e incluso el saludo fascista, estirando el brazo poco a
poco, perezoso y sin coraje, como si estuviera cogiendo peras.
Juraba que le habían pegado la sífilis en los Pizarrales de
Salamanca, junto al río, en una casa que pensaba encontrar un día
en El lazarillo de Tormes. Pero se hacía
pasar por francés especialista de El
Quijote, que nunca había abierto. Se chuleaba por haber estado
practicando el tiro de pistola en Gredos con el mismo José Antonio
Primo de Rivera, y recordaba que a Sevilla llegó siempre el
invierno pasado. Era íntimo enemigo de Marquitos Vit Seco, maestro
mamporrero en el Palacio de Oriente hasta que se le cruzaron los
vientos por encima de la cotorina una aciaga tarde de agosto y
perdió a los amigos. Se abobaba leyendo a poetas soldados y se dice
que de joven buscaba comunistas en los autos sacramentales de
Calderón. Era un cacique vengativo.
Los dos Federicos comenzaban a ser buenos
amigos recitando al alimón. El granadino había provocado al
guardián de la biblioteca:
La granada es como un seno
viejo y apergaminado,
cuyo pezón se hizo estrella
para iluminar el campo.
Y el Federico cancerbero respondía al
Federico visitante continuando el poema:
Es colmena diminuta
con panal ensangrentado,
pues con bocas de mujeres
sus abejas la formaron.
Por eso al estallar, ríe
con púrpuras de mil labios...
María Jacinta, abejilla de flor en flor
desnortada, iba mendigando noticias de don Isaac a cada invitado y
únicamente tuvo respuestas sin sentido que le daban la razón, hasta
que llegó a Bergamín, quien le hizo un respetuoso besamanos al que
ella respondió con un fogoso par de besos restallantes y
ensalivados. El tal Isaac estuvo residiendo en el manicomio
Miraflores durante una larga temporada. De ello hacía unos cinco u
ocho años, el tiempo suficiente para cortejarla prometiéndole el
lado oculto de la luna, meterle mano en el confesionario de don
Julián y hacerle una barriga que, considerada como octavo pecado
capital, no llegó a término por consejo del mismo don Julián y en
virtud de las relaciones de Vando y los dineros ganados en su
tienda de antigüedades. Según afirmaba María Jacinta, creó una
colección de poesía que, como su barriga, no alcanzó puerto, y
quien contagió un gusto desmedido por la literatura a medio
Miraflores:
—Mi Isaac nos metió en la cabeza que por
encantamiento podíamos sacar de los libros sífiles que nos protegen de las pesadillas y nos
dan sano juicio. Quizás conozcan ustedes a sus amigos: Pérez de la
Serna, Tróncora de Algete, Cansino. Venía a visitarle Adrián del
Valle, uno muy guarro que me bizqueaba con lujuria, que me tocó
aquí, en los pezones, aunque no se lo dije a Isaac, porque me
gustaba. Luego cerró un comercio de cosas viejas, de esas que
tienen ángel y paciencia en el existir, y se marchó lejos a
trabajar con un profeta, el Cansino de marras, a un lugar de bombo
y platillo para dedicarme versos en las revistas gráficas. No era
muy amigo de la luna. Si le ven, díganle que esperando y esperando
me estoy volviendo loca. Mire que guapo está en esta estampa.
Bergamín creyó reconocerlo. Y fue atando
cabos. Dueño de una tienda de saldos de segunda mano y de mentiras
al por mayor en Sevilla, poeta devoto de Rafael Cansinos Asséns y
Ramón Gómez de la Serna, contertulio circunstancial de Pombo.
Adrián sería Adriano del Valle... No podía ser otro que Isaac del
Vando Villar, asiduo de manicomios al igual que su hermana Beatriz.
Pepe Bergamín le conocía muy bien y así se lo hizo saber a María
Jacinta. Después se subió a un coche y regresó con los demás al
Hotel París.
Durante el viaje de vuelta alguien comentó
extrañado la rara tristeza de la joven que en el ágape permaneció
de pie en la esquina de la mesa sin hablar con nadie. A Gerardo
Diego le dijeron que Fortunata fue novia del herrero de Utrera,
Prudencio Fraguas, el Fierros, que un
atardecer de octubre, hacía exactamente dos meses, se fue para las
oficinas con ella y sin mediar palabra asestó un martillazo en la
coronilla a un empleado dejándole de inmediato tieso, disecado en
esa postura de la sorpresa ante el espanto, con una mueca cínica en
el recibidor de la muerte. A Diego le aseguraron que las razones
del martillazo sólo las conoce Fortu, de quien se ignora si
enmudeció por presenciar el crimen o si acaso se hace la muda desde
entonces, exactamente desde que testificara que su Pruden se
equivocó de persona con el martillo de carpintero.
Hacia la una de la tarde Sánchez Mejías
esperaba a los invitados junto a la alberca de su cortijo con
chilabas festeras de colores chillones, amarillo limón y granate
con bordados dorados, y babuchas de cuero repujado. El palacete
almenado de Pino Montano estaba recién encalado y los jardines
expandían un exquisito toque de distinción burguesa. José Bergamín
se convirtió en espantapájaros moro, Lorca emitía gemidos exaltados
embutiéndose en una estrecha túnica rosa pálido, Dámaso Alonso se
proclamó muladí antes de reclamar un harem de cristianas, Villalón
quiso llamarse esa tarde Boabdil Al-Zugabi, el califa Alberti voceó
que Federico parecía la sultana Aixa, Juan Chabás era el de mayor
apostura de morería. No hubo disfraces para los demás, que rápido
se mofaron del calor que estaba pasando aquella tropa mora. Durante
el almuerzo corrió con generosidad el mosto del Aljarafe y la
manzanilla de Sanlúcar de Barrameda. Se dijeron excelencias, por
turno, sobre las papas aliñás y el cazón en adobo. Llegadas para el
postre las yemas de san Leandro, aparecieron el cantaor jerezano
Manuel Torre, y el guitarrista Manuel Huelva. Federico reconoció al
maestro y acudió a saludarle. Recordó que le vio cantar con la Niña
de los Peines hacía cuatro años, en el Palacio de Carlos V Es
cierto que el suelo temblaba cuando, como rabiando, se arrancó por
seguiriyas para seguir por unas soleares que anduvieron
martilleando las cabezas de los huéspedes toda la tarde y noche.
Sánchez Mejías le pidió una saeta, y aunque no era el tiempo, por
tratarse de don Ignacio, cantó una que dolía mucho y profundo.
Después miró el reloj, agradeció los aplausos y dijo casi como si
quisiera excusarse:
—Es la hora de decirse pa dentro que to lo que
tiene alma con sonios negros tiene
duende.
Después de cenar el torero propuso volver al
manicomio, pues quería leerles espacialmente contextualizado su
pieza Sinrazón. Resultaba difícil negarse
a la voluntad del anfitrión. Pero Guillén confesó sentirse cansado
Diego se excusó con algo que nadie entendió, Dámaso Alonso y Juan
Chabás pretextaron con guiño cómplice un compromiso ineludible en
la calle Sierpes. De lo que hiciera en Miraflores el cuarteto
formado por Sánchez Mejías, Lorca, Alberti y Bergamín nada se supo,
excepto que a su vuelta, casi vencida la madrugada, unos duendes
burlones les ofrecieron a la puerta del hotel un surtido de nubes
grises que amenazaban lluvia. Los grandes amigos Dámaso y Chabás
igualmente nada dijeron de su trance de armas en el pasadizo de la
Pasión, excepto que una conocida suya francesa, Madame Duplaisir,
había sufrido unas semanas atrás un derrame y la habían ingresado
descerebrada en Miraflores. A Dámaso se le escuchó bisbisar un
romance gongorino: Quered cuando sois
queridas, amad cuando sois amadas, mirad, bobas, que detrás se
pinta la ocasión calva. Que se nos va la pascua, mozas, que se nos
va la pascua.
La segunda noche el salón de actos estaba a
rebosar.
De lo allí ocurrido Juan Chabás iba tomando
buena nota para sus columnas de La
Libertad.
—Primo, lleno hasta la bandera. Esto es por
ti —dijo Alberti a Lorca al tiempo que le daba un codazo a la
altura del hígado justo a la entrada del salón de actos.
—Mira que eres exagerado, Rafael, —encajando
el golpe con muecas de desagrado contestó encogido Federico, aunque
en seguida se recuperó presuntuoso.
Abrió la velada Bergamín, que trazó con
línea precisa el mapa de la lírica de la joven literatura y la
influencia de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Gerardo Diego
hizo una apasionada defensa de la poesía antes de las recitaciones.
Leyéronse poemas de los ausentes (Salinas, Espina... ), luego
tomaron el estrado versos andaluces, desde los de Villalón a los de
Luis Cernuda. Hasta que les llegó el turno a los expedicionarios.
Lorca maravilló con composiciones del que anunció como Romancero gitano. Al arrebato de uno de sus
romances, Adriano del Valle dio una sorpresa mágica más a la noche
quedándose entre el público en paños menores. Rafael Alberti cerró
la velada recitando poemas señalados de su Marinero en tierra y otros de un libro
venidero.
—Es digno de reconocer el entusiasmo
inexhausto del público. Inolvidable. Han aguantado que le
llenáramos la cabeza con dos horas largas de poesía. Quizás
faltaron algunos nombres... —observó Chabás.
—Y habríamos terminado como el rosario de la
aurora —sentenció concluyente Federico.
Cuando Pepín Bello buscó a Luis Cernuda para
que saliera en la fotografía del grupo, ya se había marchado con
sus mohines lastimeros. Detrás de una mesa se prepararon para el
retrato de los huéspedes. El fotógrafo Serrano, del diario
La Unión, propuso otra instantánea con el
grupo de Mediodía. En sillas de enea
delante de la mesa se sentaron Manuel Halcón y Fernando Villalón y
a ambos lados suyos, en cuclillas, encontraron acomodo Juan Sierra,
Rafael Porlán, Manolo Halcón y Joaquín Romero Murube. Sánchez
Mejías quiso colocarse entre Alberti y Lorca, cogiéndolos del
brazo. Volvieron a preguntar por Cernuda.
Para celebrar el éxito decidieron tabernar
(según el neologismo de Bergamín, que tanto molestaba a Dámaso) por
el barrio de Triana, del otro lado del río. Se les echó encima la
noche entre tapeo, pescaitos fritos, vinos, cervezas y
aguardientes. Y de pronto, cuando habían iniciado la vuelta al
hotel, tropezaron con el Guadalquivir. Venía crecido, verde de
aceite antiguo y con reflejos de luna rotos. Fue Alberti quien
sugirió atravesarlo en una barca que unía las dos orillas merced a
una gruesa maroma que servía de guía. De inmediato se opuso Lorca.
Vehementemente y con mal gusto advirtió que embarcaría a condición
de que uno se quedara en tierra, al tiempo que reiterativamente
desaconsejaba la travesía por mal fario, dando por seguro el
naufragio si subía a la barca el gafe de Chabás. Unos no le
hicieron el menor caso, otros le conminaron su actitud. Lo cierto
es que, a medida que se hacía más brusca la corriente y más
rechinaba dolorida la maroma y más parecía alejarse la Torre del
Oro, a García Lorca se le iba aceitunando el rostro hasta ser casi
el de un difunto. Pero esta vez hasta su color parecía oler a
terror y no era simulado como cuando se hacía el muerto en la
Residencia de Estudiantes.
—Amarrado al duro banco
de una galera turquesca, ambas manos en el remo y ambos ojos en la
tierra...
—No nos jodas más, Dámaso —le afeó Pepe
Bergamín, que parecía desenterrado.
De proa a popa se habían acabado las bromas
y las carcajadas beodas. Se trataba de disimular lo mejor posible
el susto. Federico, desencajado y fuera de sí, de pronto comenzó a
gritar como un poseso:
—Os lo dije, os lo advertí, ¡nos
hundiremos!
—Deja de tonterías y agárrate si no quieres
terminar en Sanlúcar —le recriminó Alberti.
Pero Federico continuaba aferrado al pánico,
histérico, señalando a Chabás, culpándole con miedo amujerado.
Hasta que el incriminado se levantó, se fue hacia él y agarrándole
por las sisas de su ajustada camiseta de marinero dijo que ya era
demasiado, que estaba harto de sus mariconadas y que si no se
quedaba calladito y tranquilo le daría cuatro hostias para
calmarlo. Un brusco vaivén de la barca casi echó a ambos al
Guadalquivir, pero Sánchez Mejías, diligente y con buenos reflejos,
logró sujetarlos a tiempo. Después de los despueses desembarcaron
como una cofradía del silencio en el muelle Marqués del Contadero,
al contraluz de luna limonera.
El domingo, temprano, Villalón mandó una
nota a Diego Antúnez para que acudiera a la Venta de Antequera para
almorzar con los amigos llegados de Madrid. Es probable que éste le
contestara que por supuesto allí estaría para darle un poco de sal
y picante y lo que hiciera falta. La venta, un cortijo urbano
distinguible por su color ocre con ribetes colorados en las aristas
y tejas de reluciente cerámica, fue fundada en el barrio de La
salud, camino de Jerez, por un mozo de espadas retirado, Carlos
Antequera. Se decía que ya no era el lugar de citas taurinas,
negocios, comilonas y zambras que antaño fue para feriantes,
ganaderos, gentes adineradas y clandestinidades promiscuas, pero
aún conservaba, además de los placeres gastronómicos (rabo de toro,
huevos a la flamenca, solomillo), su empaque señoritingo y una
propensión a la fiesta improvisada. Diego Antúnez se incorporó al
almuerzo con ligero retraso acompañado de un guitarrista, fue
repartiendo saludos y disculpas con su espontaneidad e
ingenio
—Ustedes perdonarán, Sevilla está llena de
bellezas trianeras que nos detienen la vista; estos calores de
invierno aletargan el paso, —se disculpó y con altivez tomó asiento
entre Villalón y Lorca.
Al cabo de un buen rato Ignacio se ausentó
del comedor y regresó con unas ramas de laurel.
—Coronemos al Sr. Alonso por su excelente
estudio sobre Góngora que, como no ignora el ilustre auditorio, ha
premiado la Real Academia Española.
y Dámaso, patricio coronado, cogió un mantel
de la mesa vecina y colocándoselo a modo de toga senatorial dio las
gracias. Entonces, Federico se puso en pie dispuesto a dedicarle el
romance «Preciosa y el aire», seguido de otro que refería los
ardores de un gitano legítimo con una casada que le dijo ser
mozuela cuando la llevaba al río. Indudablemente le contrarió que
Antúnez cortara el vuelo de otros poemas simplemente para
apostillar que el rey, a quien él conocía bien, se pirraba por las
gitanillas y más aún por las jóvenes malcasadas:
—Tiene un especial olfato para intuir
infidelidades y es muy mañoso desabrochando corpiños. A mí me contó
en una fiesta privadísima en Los Gabrieles que suele regalar a sus
amantes abanicos o costureros. Además, así no provoca sospechas en
el cornudo.
—Juanito, dinos uno de esos cuplés
clandestinos tuyos —pidió Alberti con acento estentóreo logrando
que, después de dejarse querer unos minutos y ante tanta
insistencia, Chabás accediera a declamar con la voz más tostada que
nunca «La desdicha del Borbón»:
Cuenta Alfonso tu desdicha
¿estás así, tan tristón,
porque le falta el pistón
a ese motor de tu... dicha?
Si no arranca cuando quieres,
si se detiene de pronto
o llega antes que debe
y pones cara de tonto,
ay, mi Alfonso, te me pierdes.
Curaré tanta desdicha,
los émbolos de tu... dicha
a golpe de manivela
hasta que ruja y se avenga
ese motor a razones
entre manos y empujones.
Mete por aquí tu coche,
en esta dulce cochera,
pondré a punto sus bemoles
y su motor de primera.
Acelera, acelera
muy bribón,
tan borbón,
que vas bien y sin reproche.
Hubo carcajadas a granel. La tarde fue breve
e íntima como una pequeña plaza para Bacarisse y Diego, que tenían
que tomar el expreso de retorno a Madrid, los demás prolongaron la
estancia dos días, aunque la razón económica les impuso mudarse a
las habitaciones abuhardilladas del hotel, menos costosas.
Villalón, caballero de las marismas, poeta
devoto de la torería, vivía en un palacete de la calle San
Bartolomé y allí deseó agasajar a sus amigos gongorinos. Les
esperaba en la puerta con Gregorio Corrochano Ortega, crítico
taurino de esmero en el vestir, peinado con raya en medio y gomina
hasta las cejas y con aquel bigote que daba más prestancia y
serenidad a su criterio. Durante la velada recordaron faenas
taurinas imperecederas, el apaño de alguna damisela con el torero
de turno, gracietas y avatares de los tres últimos días en Sevilla.
Cenaban y trasnochaban bebiendo al arrimo de la amistad.
Antes de volver al hotel, Dámaso sugirió
acercarse a la Puerta de la Carne, a un par de bocacalles. Rafael
tomó del brazo a Chabás buscando adormecer al tiempo detrás del
grupo. Después de algún rodeo quería saber si podría prestarle
alguna tarde su piso en caso de necesidad, por comprensible
impedimento del suyo del número 101 de la calle Lagasca. La
necesidad no precisaba identificarse, pero aún así, Juan preguntó
quién sería la afortunada. Y Alberti, proclive a estrenar íntimas
amistades en lugares ajenos a su rutina, no dudó en responder que
se trataba de Maruja. En asuntos inaplazables de alcoba Maruja
Mallo era terriblemente exquisita con el espacio y los pequeños
detalles de la voluptuosidad. Alguien la tildó como glotona de
hombres. Juan Chabás la había tratado después de presentársela
María Zambrano en una de las primeras tertulias de la Revista de
Occidente y conocía su deleite por encontrar, como en sus cuadros
de verbenas, el variado colorido de la concupiscencia. Por
supuesto, un restringido grupo de amigos no ignoraba el escaso
escrúpulo de Alberti para cortejar a María Teresa León, al mismo
tiempo que a aquel ser excepcional de melena alicorta, nariz
aguileña y mirada de lumbre que fue la pintora. Al hablar de ella
le relucían fogosos sus ojos pardos.
Chabás entabló amistad primero con Federico
en la Residencia de Estudiantes, cuando trajo de Granada su todavía
aniñado rostro cobrizo, hondo de mirada oscura, que de repente
mudaba de la carcajada al gesto grave de la seriedad. Entonces ya
era la suya una personalidad magnética, complaciente con el afecto
a sus compañeros de afanes literarios, propensa al trato con
artistas, toreros, gitanos, cantantes y otras gentes. A sus amigos
los consideraba, a la vez, pueblo y público, sin desdén para las
preferencias más personales. Y entre los íntimos, destacado, Rafael
Alberti. Se lo presentó Chabás cuando acababa la primavera de 1924,
en la Resi. Rafael le llevó dedicado un cuadro suyo sobre la
aparición de una Virgen a Alfonso X el Sabio. Allí, encaramados a
la que Juan Ramón Jiménez llamaba colina de los chopos, pasaban el
tiempo inventando travesuras de veinteañeros con Dalí y Buñuel, que
eran residentes.
De Alberti recordaba Juan nítidos su
atlética figura y aires italianos, la melena negra desteñida a
fuerza de sol y salitre, la frente con el color amarfilado de los
pianos rotos, la nariz recta, fina, aguda y en punta sobre unos
labios que cuando reían o hablaban dejaban pasar, pulidos, acentos
casi fríos, siseados. Recordaba sobre todo su voz, que volvía a
escuchar yendo a su lado, recitando los monólogos, la voz de un
coplero que hubiese tratado de cerca a Paul Verlaine y Gil Vicente.
Su verso sabía a menta y a mar. Por el barrio de la Guindalera se
le vería luego caminando con un balanceo de banderillero citando al
toro.
Como si quisiera agradecer un eterno favor,
Rafael Alberti, muy comprometedor, con la ligereza ágil y
chispeante de su gracia gaditana se esforzó en ponderar el don
natural de su amigo, cuya mirada entusiasta, llena de lisonjas,
decían las mujeres que imantaba.
—Mira, Juanito, mientras recitabas en la
Venta de Antequera el cuplé del Borbón estuve pensando invertir en
una apuesta. Me preguntaba si serías capaz de quitarle la amante al
rey. No hay dama que se te resista y La Moragas no será la
excepción, estoy seguro de ello:
—No jodas, Rafael. Y no me tientes, que voy
bastante cargadito y puede que el vino de Villalón me impida
aprobar con buena cara el envite. Pero, ¿por qué la interesada
tiene que ser Carmen Ruiz Moragas?
—Si lo consigues, pago yo... dos putas de
Chicote a la vez; o, si prefieres, la edición princeps de las Soledades.
—El amor es un pájaro
silvestre al que nadie puede enjaular y es completamente en vano
llamarlo si no quiere contestar. Ya sabes, es lo que dijo la
Carmen de Bizet.
—Nadie podrá poner en tela de juicio tu
virtuosismo si tu armada es capaz de mojar la pólvora real.
Recuerda que, como dice tu cuplé, es mucha la dicha del Borbón. Lo
habitual es el que el rey incluya entre sus cacerías a meritorias
del Teatro de la Comedia y a mujeres agradecidas, incluso siendo
más feo que hecho de encargo, pero, que se sepa, nadie le ha
birlado una amante hasta el día de hoy. ¡Que al menos lo intente un
republicano! ¿No es verdad, señor comentarista de Góngora, don José
Pellicer de Salas y Tovar?, preguntó a Dámaso, que se había
retrasado para unirse a ellos. Aunque propenso a pendencias de
faldas, les escuchaba haciéndose el desinteresado. Alberti buscó su
complicidad para que Chabás recogiera el guante y tuvo como
respuesta una sonrisa bravucona. Aireando el brazo y con la mano
derecha prendida al pecho del corazón, comenzó a recitar a
Góngora:
Amantes, no toquéis, si queréis vida, porque
entre un labio y otro colorado Amor está, de su veneno armado, cual
entre flor y flor sierpe escondida.
A Madrid llegaron como regueros de
madrugadas insomnes entre los ecos andaluces de aquella excursión
literaria. Lorca y Alberti se quedaron en su tierra para celebrar
en familia las navidades. En la Estación del Mediodía un bulto de
mujer desperezaba su indigencia.
—No olvides la apuesta con Rafael. Tú,
Juanito, eres muy capaz de hacerte con La Moragas —se despidió
Dámaso Alonso. Ni él ni el gaditano podían intuir que Juan Chabás
jugaba con ventaja, que ya tenía las cartas marcadas.