ESCENA SÉPTIMA
La fuente de jade
Alfonso de Borbón fue la primera persona que
me habló de la fuente de Jade, pero entonces no logré comprender su
verdadero significado. Eran los tiempos de los primeros nubarrones
en nuestra intimidad y en mi confianza, que amenazaban con arreciar
vientos en contra y trombas de desengaños. El nueve de enero del
veintisiete me hizo saber que debía estar preparada a eso de las
seis de la tarde, hora en la que Anglada, su chófer, me recogería
para ir a Palacio. Hecho insólito sin duda.
Me condujeron directamente a la sala de
cine. El ministro de Gobernación, Martínez Anido, había confiscado
la película La malcasada y Alfonso
deseaba verla conmigo antes de que se exhibiera al público. Todas
las personas que la vieron, coincidían en celebrar su originalidad
por incluir en ella a personalidades de la vida nacional. Pero
Alfonso condicionaba su aprobación a la mía.
—Se estrenará mañana en el Teatro del Centro
—apostilló.
—¿Qué ha dicho el general? Supongo que
saldrá en la película bien acicalado y del brazo de alguna
pelandusca. No me gusta que me hayas llamado para ver algo que
sabes perfectamente que no será de mi agrado. Siempre me negué a
asistir a una representación teatral de esa obra. Y tú, ¿apareces
tú?, ¿con cuál de ellas?
—Por favor, Carmela...
—Por favor ni nada. Ordena que me devuelvan
a casa. Si quieres, podemos ir al estreno como dos tortolitos para
dar a esa película más realeza.
Propuso acompañarme a la avenida del Valle.
Lo que después pasó aún no me explico cómo pudo suceder. Lo cierto
es que mientras subíamos al torreón sentía que todo en mí irradiaba
una sensualidad extrema a la que él sería incapaz de resistirse.
Sin apresurarme desaté mis zapatos y le pedí que me desabotonara
por detrás el vestido. Él comenzó a quitarse la camisa, me atrajo
hacia sí y reclamó que terminara de desnudarle entre abrazo y
abrazo.
—¡El gramófono, querida, perdona!
En seguida volvió con más besos. Al piano
Bix Beiderbecke interpretaba In A Mist.
Recostado en el diván, su desnudez pálida le daba un aura
tremendamente atractiva; sabía que de inmediato subiría a
horcajadas sobre él. Y así fue. Enlazados por la voluntad de la
codicia, inmersa en una levedad a la deriva obedecía a cada
requerimiento suyo, ensordecía con aquel sutil acorde de alas,
entre gemidos me excitaban sus palabras.
Sabido es que en este mundo no existe amor
sin secretos, esos que por muy pequeños o insignificantes que
parezcan, estampillan en el diario íntimo de los amantes una
inviolable complicidad. El del rey, guardado celosamente, consiste
en fantasear mientras nos amamos sin límites, desvergonzadamente,
transgrediendo el código de los buenos modales. Una manera de
quebrar la rutina, solía excusarse antes de pretextar las
incomodidades restrictivas del matrimonio. O de una relación
prolongada, apostillaba por mi parte. Lo cierto es que hablaba sin
contención mientras lo hacíamos: que debíamos ver alguna de sus
última adquisiciones cinematográficas de mujeres en cueros, por
ejemplo, aquella en la que el cura impone a la joven entradita en
carnes la penitencia de acatar su mandamiento ente las piernas; que
imaginara esta o aquella escena entre sus brazos; que me gustaría
si alguien espiase nuestras sinvergoncerías de alcoba... El
monólogo terminaba llegado el momento de la consumación; si acaso,
cabía una brevísima exégesis epilogal acerca de lo ocurrido.
—Algo me pasa, Alfonso, ¿qué es esta saliva
que alguna vez me viene en gran caudal a la boca?
—La fuente de Jade, Carmela.
Fue la última vez que nos deseamos como
amantes noveles y con la osada confianza de dos cuerpos que se
conocen. Durante aquella velada de amores Alfonso quiso vendarme
los ojos e incluso atarme, sin embargo fue Juan quien mucho tiempo
después haría ambas cosas.
—Según las gacetillas de la Corte, la
guapísima actriz señora Ruiz Moragas ha sido invitada para su solaz
a una emboscada del destino y tras acuerdo unánime de los
impresentes se ha nombrado maestro de ceremonias al señor Chabás y
Martí, escritor de próxima fama internacional —escuché feliz la voz
iluminada de Juan al otro lado del teléfono. Después de llamarle
tonto pregunté quiénes eran los impresentes.
—Los que no vendrán. ¿Qué te parece una
vueltecita por el centro para despedir el otoño, unos churros de
media tarde en San Ginés y luego nos dejamos caer en algún
cinema?
—Habrás visto que el día ha salido
ventoso.
—Pues ya apaciguará. Ponte guapa, Carmen, de
escándalo. Que Madrid entero envidie mi ventura.
Juan vino a recogerme y fuimos andando hasta
Cuatro Caminos y desde allí, en el tranvía diecisiete, hasta Sol.
Había olvidado la lentitud placentera del paseo por el centro, el
gusto de confundirme entre la gente y de suscitar la duda de que si
acaso era o no La Moragas con quien se cruzaban; no parecía mío
aquel enorme agrado de pararme en todos los escaparates y ver
reflejada en sus lunas la indiscreción de miradas detenidas en mis
piernas y ser una cliente sin prisas de los almacenes Madrid-París
y no resistirme a un capricho en la perfumería Parera del edificio
Carrión y aprovechar cualquier ocurrencia para hacer la gansa. Me
encontraba animosa, pletórica de dicha, guapetona, con sandunga y
majeza.
Quería Juan que nos acercáramos a Casa Labra
para tomarnos unos bacalaos y garnachos con un amigo suyo, a quien
esperamos el tiempo suficiente como para marcharnos sin
remordimiento alguno. Desde Tetuán giramos hacia Sol y me indicó
que en aquel edificio de ladrillo frente a la calle Galdo,
estuvieron antaño Las Soleras, unas mancebías que tenían por
señuelo a una virgen con mucho colorete en las mejillas y ropas de
plebeya dentro de una hornacina. Ante mi gesto de sorpresa, Juan
aclaró que aquella argucia fue descubierta por algún párroco asiduo
al burdel y que sobraban razones para creer que a fin de erradicar
otras tentaciones se construyó en su lugar el actual convento.
Solté una carcajada y él aprovechó nuestro contento para tomarme de
la mano. Me colmó de satisfacción juvenil cruzar la Puerta del Sol
entrelazando nuestros dedos, así, tan sencillo, tan natural y a la
luz del día. Pasamos ante la fachada del Hotel París y del Nuevo
Café de la Montaña, en el que Valle-Inclán perdió un brazo por
culpa de la herida e infección que le produjo un gemelo tras un
bastonazo del periodista Manuel Bueno al haber sido tratado de
majadero por don Ramón. Desde la Carrera de San Jerónimo llegamos
por la acera del Lhardy al principio de la calle de la Cruz, por la
que subimos hasta la esquina con Espoz y Mina y donde, antes de
coger a la izquierda el Callejón del Gato, Juan me indicó un
mirador en el segundo piso del número veintiséis. Era el de La
Bañezana, una pensión en la que se citaban ministros y diplomáticos
con una rubia húngaro-mexicana que intentaba terciar su existencia
con el oficio de bailarina y el de meretriz selecta para mantener a
su madre, dipsómana de una embajada, que le mandaba clientes y
también a su hermana, una yeguota grande, perezosa empedernida sin
otra inclinación conocida que a los sahumerios, a las adormideras y
a los imbéciles que la mantuvieran a cambio de cama gratis. En la
calle de Álvarez Gato apareció otra vez Valle entre el recuerdo de
Max Estrella delante de los espejos deformadores de la ferretería
del número cuatro. Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son
absurdas, dije yo contemplándome y girando sobre mí, rápida como
una peonza; por eso tendremos que inventar un espejo que lleve la
imagen hacia dentro y nos refleje el alma, añadió Juan. Hay otros
semejantes en Barcelona, en el funicular del Tibidabo, en los que
sólo los niños se ven el alma. Le apreté la mano con ganas.
Alcanzamos la esquina con Núñez de Arce y sin pensarlo dos veces le
sugerí entrar a tomar un chato en el Villa Rosa. Escudriñé cada
milímetro de aquel colmado con arcadas de herradura y ventanales
moriscos, todo en escayola y azulejo, imitación burda del interior
de la Alhambra; busqué el posible reservado de Alfonso XIII en sus
nocturnas correrías flamencas, deduje que el patio con el cielo
acristalado y lleno de mil macetas sería el reservado de su
excelencia don Miguelito para divertirse con su querida La Caoba,
amigotes y otra ralea. Desde alguno de aquellos sillones de mimbre
rancio supuse que organizaría las juergas al por mayor con
cantaores de postín, guitarristas gitanos y señoritos escogidos que
venían de lejos para esperar hasta la borrachera y la inconsciencia
del general y, con ello, obtener pingües contratos y
recomendaciones. Para ser el final de la tarde había pocos
parroquianos anclados al vermú y a los vasos de manzanilla, pedí un
ABe al camarero, un viejo del lugar, Manolo, quien por la
efusividad del saludo debía conocer a Juan; fui derecha a la
sección de espectáculos, teatro y conciertos; miré el
reloj...
—Llévame al Eslava. Hoyes el último día que
ponen La malcasada y me apetece verla
contigo —Juan fue incapaz de disimular su extrañeza—. Mira,
domingo, veinte de marzo. Hoy.
—¿Estás segura de querer ir? También la
echan en el Royalty, vi anunciado el estreno hace dos días.
—Bueno, no prometo aguantar hasta el final.
Sí, la estrenaron al mismo tiempo en el Royalty yen el Eslava el
jueves pasado, por fin, después de varias semanas de tira y afloja
en Gobernación y hasta en Palacio.
—Pues vámonos. Apura la manzanilla.
Tomaremos algo yendo para allá.
Nos detuvimos en Casa Ciriaco, en la calle
Mayor, al lado mismo del lugar donde estalló la bomba que tiró
Mateo Morral a la carroza de los reyes el día de su boda. Bajamos a
Arenal por Coloreros. Si alguien pudo reconocerme entrando al cine
y calentarse la cabeza por hacerlo tan bien acompañada, en verdad
me importó un rábano.
Gómez Hidalgo fue un oportunista de mala
calaña.
El éxito que tuvo con la obra de teatro
sobre mi malogrado matrimonio con Rodolfo Gaona, unido a la
actualidad de las reivindicaciones feministas y, sobre todo, un
asunto como el del divorcio, envalentonaron su ánimo para hacer la
versión cinematográfica de La malcasada.
La cinta incluía a personas relevantes de la sociedad opinando
sobre el divorcio, desde Alejandro Lerroux, el conde Romanones,
Marcelino Domingo, los Franco o Millán Astray, hasta Valle Inclán,
Araquistáin, Concha Espina o mi padrino Natalio Rivas. Hoy,
deshojada la duda por el tiempo, sigo creyendo que es una obra de
gran mediocridad. Pero, en fin, ya puestos, los autores deberían
haber considerado que, contrariamente a la protagonista, yo no me
fui despechada a Marruecos, sino a los brazos del rey de España. El
hecho de que María no pudiera casarse con quien amaba por no estar
legalmente divorciada, sin duda pudo asemejarse con un caso, el
mío, que era conocido.
A la salida del cine decidimos bajar hasta
Cibeles comentando lo visto. Ni Juan ni yo conocíamos al productor,
Bienvenido Esteban, ni tampoco a José Gaspar, encargado de la
fotografía, verdaderamente destacable. Nos preguntamos qué parte de
cierto hubo en el rumor acerca de la prohibición gubernamental del
film horas antes de su estreno, anunciado a bombo y platillo en el
Teatro del Centro para después de Reyes.
—Me consta que Martínez Anido retuvo la
cinta y, por eso, no se proyectó en enero. Sin duda exigió que se
eliminaran algunas secuencias con personalidades políticas. Toda
ingenua, supuse que el rey se habría opuesto al estreno por
protegerme, pero penses tu! Vana
ilusión.
—O que se incluyera algún personaje que
inicialmente faltaba, va t’en savoir! Si
acaso andaba el dictador por detrás, seguro que no te equivocas. Es
verdaderamente un escándalo que nadie haya dicho ni pío. ¿Tú has
leído algo en la prensa? Es un melodrama de medio pelo a medida de
la controversia y, lo que es peor, a la bajura de los facinerosos
con celofán de conservadores. Y esto vende, Carmen.
—Se estarán forrando —me aventuré.
—El valor documental es indiscutible, pese
al coqueteo del autor con gentes que, quisiera equivocarme, pienso
que son un peligro para la patria. Ahí tienes a ese jovencito
general Franco asistiendo con don Miguelito a la boda... Merodeando
tuvo que estar Millán Astray. Está bien toda esa ristra de padres
de la patria y tanto Luca de Tena, pero ¿por qué no se entrevistó a
la gente de a pie, a personas que también son España, que sobre
todo son España, y tienen su opinión dignísima acerca del
divorcio?
—Me produce bilis ver en la biblioteca de mi
padrino la foto del brindis de Franco y Millán-Astray ya Sanjurjo
complacidos... Mis amigos Carmen Carbonell y Antonio Vico
estuvieron en el estreno del Royalty y me comentaron que al
aparecer Sánchez Guerra en la pantalla, se le ovacionó tanto que
Martínez Anido mandó interrumpir la proyección y echar al
público.
—Otro buen dato curricular del Sanguinario
de Melilla y cruel gobernador civil de Barcelona. Otra mala bestia.
Uno de los amiguitos del alma del dictador.
—Reconozcamos que con tanta batalla, no sabe
muy bien una si es película en defensa del divorcio o en busca del
escándalo por la separación de la amiga del rey. Servidora.
Tal vez no debí haberlo dicho así, pero eso
fue lo que dije. Metí la mano en el bolsillo del gabán de Juan en
busca de la suya. Estábamos muy cerca de Cibeles y vimos que
llegaba el tranvía cuarenta y cinco que nos llevaría a casa por Río
Rosas.
Resérvame una eternidad
desde el atardecer y confundiremos
nuestras ganas de vivir, con mucho cariño; leí y releí la
despedida de la nota que me hizo llegar bien de mañana con dos
rosas blancas y el ruego de que paseáramos Madrid. Estuve inquieta,
removí el armario desechando los vestidos lenguaraces del pasado,
me afané cada día en buscar frente al espejo mejor acomodo a la
belleza y salí de compras con Pepita Díaz (gran amiga desde que
fuimos meritorias con María Guerrero) para volver cargada con dos
trajes de chaqueta, unas preciosas botas de media caña color pardo,
arrugadas a la altura del tobillo, y un sombrero, una barra de
labios color cereza, sombra de ojos Max Factor y un perfume sin
marca con cierto aroma suave a la canela.
Merendamos chocolate con picatostes en Pombo
y al salir, en la misma esquina de la calle Carretas con el
callejón de san Ricardo, nos cruzamos con José Bergamín y Mauricio
Bacarisse, que se disponían a entrar al café-botillería. Eran
contertulios en distintos cenáculos y muy buenos amigos. Quiso Juan
describirlos con cuatro pinceladas.
—Mauricio escribe como se viste, con doble
aliño, a lo parisién con esa elegancia tan suya con traje y gabán o
a lo castizo arrebozado en su capa, como si quisiera conciliar en
público los influjos franceses a la tradición. Será uno de los
poetas o prosistas más completos e interesantes con rumbo cabal
hacia su propia personalidad.
Decidimos la Carrera de san Jerónimo. Me
interesé por Bergamín.
—Pepe bromea con que a él su vocación
literaria le vino en la cuna; es persona muy atenta, de pensamiento
buido e ingenioso. No falta a la tertulia de Gómez de la Serna.
Dicen que hace ocho o nueve años se compró una pistola para
suicidarse en el Retiro, pero unas niñas al verlo tan triste se
acercaron y él mirándolas cambió de idea... Se queja de que un
fulano francés, un tal Bustanláburu, arrogante hasta en su
calvicie, un don nadie siempre con disgusto, flaco favor le hizo al
hispanismo francés, pues no supo dar una a derechas en un pingajo
de estudio sobre su escritura para la revista Oc. Eso le afecta mucho, y que el fulano se
doctorara a su costa. Lo peor del necio es ser prepotente en su
ignorancia. Pepe tiene una chispa inigualable, aunque da el pego
con esa timidez que le baja la cabeza. Me molesta que a veces sea
un tanto sectario por su catolicismo. Sabe mucho de toros; no se
cansa de repetir que Joselito es más grande que Belmonte, la gracia
estética casi danzante contra la instintiva espontaneidad. Y tiene
en los altares a Sánchez Mejías.
Pude haber intervenido diciendo que traté a
Ignacio hace algunos años, durante mi noviazgo con Gaona, pero opté
por quedarme calladita, como esas imágenes de la Inmaculada en las
tarjetas que se reparten en las comuniones.
Decidimos acortar por Cedaceros. A la altura
del cabaret Picadilly Club, en la esquina con Los Madrazo, de
pronto se detuvo y sin mediar palabra me besó largamente. Fue una
aventurada cordura de labios, una súbita nerviosidad, un fogonazo
que me inflamaba. Aún abrazados miró hacia atrás, como si quisiera
cerciorarse de que el viejo de greñas mugrientas y gestos huidizos
con quien poco antes nos habíamos cruzado, desaparecía torciendo al
fondo de la calle hacia las Cortes. Llegábamos a Cibeles riéndonos
por cualquier cosa u ocurrencia y le llamé tonto y chalado y ganso
mil veces cuando se encaramó a una farola y a voz en grito reclamó
una declaración de amor y fidelidad eterna. Nos miraban atónitos y
al cabo todos sonreían. Y luego dio un brinco y desde lo alto de un
banco verde comenzó a declamar imitando a la Mariana Pineda de
Lorca:
—España entierra y pisa
su corazón antiguo, su herido corazón de península andante y hay
que salvarla pronto con manos y con dientes.
—¡Chabás!, te van a detener por escándalo
público y rebelión contra el general don Miguel. ¡Baja de ahí ahora
mismo!
Y le llamé teatrero. A la lotera que vendía
décimos para el sorteo del Niño a la puerta del Banco de España le
pidió uno que llevara la buena suerte de conquistarme. Remedios era
ciega, pero miraba a los ojos con descaro. Escogió un décimo y le
dijo sonriendo que no desesperase, pues si uno quiere, siempre
termina llegando a donde seguro que le esperan; sólo es cuestión de
tiempo. Esa locura de atar tan suya me fascinaba. Colgada de su
brazo entré por vez primera en la Cervecería de Correos.
—¿Quién era aquel hombre que se cruzó con
nosotros?, ¿tengo que deberle tu beso? —pregunté mientras me
desprendía del abrigo.
—Muchos le huimos como a la peste. Pedro
Luis Gálvez, un hampón anarquizante venido a menos. Si te descuidas
puede darte un buen sablazo. Se cuenta que fue capaz de ir pidiendo
durante meses limosna y ayuda a sus amistades para poder enterrar
en lugar sacro a su hija nacida muerta. Por injurias al ejército, y
antimonárquico, estuvo en la cárcel de Ocaña. Escribe sonetos como
churros y va dando tumbos hasta el amanecer. Frecuenta cafés
cantantes, tabernas con mujeres y prostíbulos, por sociabilidad
cultural, suele decir. Es un maleante olvidadizo, amigo de las
fieles pupilas de las mancebías más renombradas de Madrid e incluso
de provincias.
Juan se demoró en la que llamó biografía
carnal y haragana de Gálvez y yo le escuchaba medio abobada:
—Si algún amigo de este bribón iba a
Barcelona le recomendaba fervientemente evitar el Raval y acercarse
a la desembocadura de las Ramblas, donde, preguntando en el bar El
otro Liceo por Lolange reconocería a una americana escuálida con
brevas pochas por pechos, medio francesa por su pestilente perfume,
mezclado con olor a soledad de sótano ya sobaco, antigua religiosa
de las Esclavas del Santísimo Sacramento. Cualquiera podría
distinguirla por su cara de lechuza malhumorada, los cuernos que le
pone su marido y lo fácil que resulta arrancarle las palabras.
Salvo que el ciudadano dijese a la puerta del burdel que iba de
parte de Gálvez, el escritor y gerente malagueño; con este santo y
seña Madame Lolange se tornaba bravucona y el cliente tenía derecho
a una rebajita y a su consejo sobre la excelencia y particularidad
de cada una de sus vendedoras del amor, todas ellas educandas en
buena compostura y decencia, bautizadas con nombres franceses y
correspondientes apodos en español: Monique Martin La trepilla, celosa de Lolange y muy teatrera,
Christine La enajená, bien entrada en
años y kilos, distinguida por sus depresiones y pereza;
Mademoiselle Emmanuelle La canapé,
apodada así porque según sus enemigas aprobó los estudios por su
oficio en esquinas de renombre; una francesa fondona que mal se
entendía con sus clientes, Anne Marie Agnes, aficionada al teatro
de variedades y de mote La Pilastras por
hacer honor a sus piernas gruesas como columnas; y La Éboli, reconocible por su ojo revirado y su
altanería muy principesca...
—¡Menuda tropa!, ¡diríase que conoces bien
su historia!
—Todo el mundo la conoce de tanto como la
repite.
En Sevilla visitaba Gálvez el café
Novedades, apañaba allí maldades del hampa con señoritos de
cortijo, con tratantes de reses, con algún anónimo del obispado de
Córdoba, con militares o con el público en general. Si el poder
adquisitivo del que emprendía un viaje de amor a Citerea era
consecuente, lo mandaba a una casa de toda confianza en la trasera
de la calle Sierpes o a unos cuartos muy decentes del pasadizo de
la Pasión, ambos prostíbulos regentados por dos homosexuales
cobardones y lameculos, [ean Vía Cruces,
un pobre tirillas siempre con pajarita y bastón, esclavo del vino,
y el gallego anarquista e inútil Fragancias, ambos malas personas y muy cotillas.
Por oficiar como consejero y agente, Gálvez se beneficiaba a la
misma hija de la madama, una potrilla trianera sin domar que por
mucho que lo jurase no había cumplido los dieciocho años y que,
según Juan por boca del propio Pedro Luis, cuando se desceñía
totalmente el velo mostraba la maravillosa desnudez de lucifer
hecha lujuria entre un mareante aroma de jazmines y lavandas.
—Y ¿por qué ha venido a menos? —pregunté
mientras Juan encendía un cigarrillo.
—Aquí en Madrid dicen que se maneja de otro
modo, evita a toda costa a las carreristas y sólo frecuenta dos o
tres salones y privados. Negocia cuanto puede con las meretrices:
folgar gratis con la recién llegada o la mitad de un jornal, por
ejemplo, a cambio de resolverles inquietudes o buscar un apodo
apropiado a sus respectivos intelectos, talantes y figuras,
preferiblemente con antecedentes literarios, que les explica y
actualiza, incluidas unas biografías también puestas al día,
repletas de penas y pucheros para contar a los curiosos. En El
Jardín de las Magnolias oficiaba la mujer más célebre de Teruel,
Encarni Lagunilla y otra, fea como un demonio y picona a la que
decían La Gilibertina, siempre con medias
de rejilla y un perfume que tiraba para atrás. Las demás eran damas
de alcurnia literaria que juntas formaban medio Quijote y casi todas las ninfas de Garcilaso. Cada
una sabe perfectamente la razón de su bautizo y citan con soltura a
Cervantes, a Lope y a Gálvez, su fénix del ingenio. Pero nuestro
amigo haragán no se fía de nadie.
Juan siguió contándome un trozo de la
bohemia madrileña:
—Suele repetir que el exceso de confianza
pudo jugarle una mala pasada con guardia civil por medio, pues a la
gobernanta del lupanar le habló bien de un tipo que luego tuvo el
privilegio de ayuntar con Camila Lucinda, antes llamada La Jacosa por sus respingos de jaca alazana y piel
color canela. Aquel alabardero real la esperó a la salida y nada
más se supo de ella hasta dos semanas después, cuando apareció
arrojada a un meandro asqueroso del Jarama. Pero lo que más repite
es la historia de que cierto día recomendó a un militar que
visitara Las Moradas, un lugar discreto a orillas del Manzanares
con las mejores ninfas nacidas de la espuma del mar. Hasta allí fue
el del cuerpo de ingenieros y cuando se disponía a entrar y verse
con una mora de nombre Aixa, Fátima o Marién, según fuera el día y
el visitante, salió del cuarto un soldado de su compañía. Saludó a
su capitán, lo he pillao enfragantis, le
dijo sonriendo cómplice, pero la siguiente frase ya la dijo en el
calabozo del cuartel. A los pocos días el capitán tropezó con
Gálvez que, enterado del incidente, le sugirió extremar la
vigilancia en sus partes bajas porque a la mora le habían pegado
las purgaciones y llevaba mal una sífilis de caballo, por lo cual
estaba en el Hospital de san Juan de Dios. Era falso, pero el miedo
que le metió en el cuerpo al militar fue una manera de vengar la
injusticia y de ponerse del lado de los débiles.
—Al parecer tu amigo Gálvez es maestro de la
broma y del ingenio.
—Nuestro amigo tiene su olfato para detectar
potenciales consumidores —prosiguió diciéndome Juan—. Sabe muy bien
cuadrarlos, bajarles la testuz y alzarles el vicio. Cuando cree
tenerlos a su merced, saca del billetero una tarjeta donde dice ser
escritor y agente de adoratrices y, seguidamente, acuerda fecha y
hora para acompañarlos él mismo al lupanar que mejor convenga. Ya
ellas, sablazo tras sablazo, las chupa hasta la sangre.
—Curiosa manera de ganarse la vida
—apostillé—.
Agente de adoratrices...
—Dice mimarlas. La última vez que nos vimos
me confesó que suele ir con Emilio Carrere a un reputado prostíbulo
por Atocha o Legazpi, pero únicamente para entretener a las
jovencitas mientras aguardan que llegue la clientela. ¿Y sabes
cómo? Pues leyéndoles poemas de san Juan de la Cruz, que a todas
gusta especialmente por hablar de fuegos y pasiones encendidas, y
también monólogos dramáticos de Campoamor. y ellas le confían sus
secretos, de los que obtiene provecho para sus futuros sablazos.
Una que responde al nombre de Luisi, La
Cacharrito, suele contarle intimidades de Primo de Rivera, del
duque de Alba y, perdona, hasta del mismo rey.
—Un tipo singular ciertamente. No te
preocupes, nada hay que perdonar —fue la primera vez que aquella
información sobre Alfonso nada me importó.
—Gálvez se guarda muy bien de que sus
amistades conozcan estas andanzas suyas. Carmen de Burgos,
Colombine, le haría un escándalo si se
enterara. ¡Menuda es ella con su militancia feminista ante la que
considera abyección y repugnante esclavitud blanca! Yo procuro
evitarle porque nunca se sabe con él lo que te espera. Por eso
busqué cobijo en tu beso o, mejor, la sombra de Gálvez me sirvió de
inmejorable excusa para sablearte un beso con intención de
devolvértelo en cómodos plazos.
Llegamos al cincuenta y nueve de la calle de
Alcalá. Los parroquianos de otras tardes habían desertado del Lion.
—Ni un alma, ya ven, será por las navidades, —observó el camarero
sin que le hubiéramos preguntado—. Para usted, don Juan, lo de
siempre ¿y para la señora Moragas?
—Un anisete. —Me agradó mucho ser reconocida
y así se lo expresé.
—¿Qué fiel seguidor de don Jacinto Benavente
no la conoce, doña Carmen? —me interrogué en mis adentros si sería
sólo por Benavente—. Si les apetece, quizás estén más cómodos en la
cripta.
—¿Cómo se llama usted? —le pregunté.
—Si me pongo el don tengo un verso
alejandrino por nombre completo: don Cardenio José María Vivaldo
Expósito, una palabra por día de la semana, el sábado me llaman el
Vivillo, y el domingo libro, valga la asonancia.
Bajamos a La Ballena Alegre, una estrecha
sala en el sótano, decorada con murales, de graciosas ballenas
pintados por Hipólito Cavedes. Juan iba allí a la tertulia de
Antonio Obregón, Francisco Ayala, Guillermo de Torre y Rosa Chacel.
Volvimos a besarnos, aquella vez como adolescentes, llenos de
prisas. Sobre el banco corrido del café comprendí la auténtica
dimensión de los abrazos y me dejé hacer. Encima de mi rodilla
sentí su nervioso tacto, noté que se adentraba bajo la falda y me
sentí curiosa por saber hasta dónde llegaría su atrevimiento. Había
decidido escurrirse por la seda entre los muslos...
—Vámonos a mi casa. Está aquí al lado
—intentó ser convincente—. Subimos por Peligros, cogemos Hortaleza
y en un periquete nos ponemos en la glorieta de Santa Bárbara. Vivo
frente por frente del Royalti, en Génova tres.
Abiertas todavía las contraventanas, la
alcoba nos recibió con la intimidad de una penumbra alumbrada
intermitentemente de rojo por el eco luminoso de un neón de algún
comercio próximo. Entramos acariciándonos, medio desnudos,
apremiados; me levantó en vilo de las nalgas y asida a su cuello,
con las piernas enlazadas a su cintura, caímos sobre la cama. Su
arrogancia viril era un clamor de juventud. Festejaba con
fascinación los encantos de los que iba adueñándose, e iba marcando
sus nuevos territorios, pero a diferencia de otros hombres, él lo
hacía con la exquisitez de los sibaritas de la lujuria, con una
mezcla de contención y gula, de ternura libidinosa. Sus labios
desparramaban besos húmedos en las laderas breves de mis pechos, se
alzaron al encuentro de los míos. Con sus pulgares levantó
suavemente mis párpados y en ese preciso instante penetró hasta lo
más profundo el brillo de la noche iluminada de sus ojos, que
frente a los míos, rendidamente abiertos, vieron en medio de jadeos
entrecortados el tembloroso batir de las ganas. Nunca hasta
entonces había recibido placer igualable a aquel que tuve por vez
primera con los ojos de par en par mirando a Juan, encharcada por
la fuente de jade.
Por San Lorenzo supe que estaba embarazada.
Volví a echar cuentas en la consulta misma del doctor Carlos León,
quien confirmó que no había de qué preocuparse puesto que el
accidente ocurrió muy a primeros de julio del veintiocho. Cuando
por la mañana en mi propio automóvil me dirigía con mis compañeras
Eugenia Zúffoli, Carmen Sánchez y Blanca Jiménez al Retiro para
ultimar detalles de la verbena benéfica que preparaba el Montepío
de actores, al desembocar desde la calle Santiago Olózaga a la
Puerta de Alcalá, otro coche que venía en dirección contraria se
nos echó encima y se produjo un violento choque. Salimos ilesas de
milagro, con heridas leves, rasguños y contusiones. De ello se hizo
eco la prensa. Varios amigos se interesaron por mi estado, el
primero Juan Chabás, que incluso se acercó a casa al atardecer. En
cambio Alfonso ni siquiera se dignó a llamarme. En la fiesta del
Montepío se habló mucho de aquel accidente, exagerando los daños
hasta verme casi muerta por la mañana y por gracia divina
resucitada a media tarde, encargándome de la tómbola, rifando hasta
un coche que los Otamendi nos hicieron llegar como regalo.
A últimos de junio Alfonso fue a Barcelona
para presidir la final del campeonato de fútbol y entregar la copa.
A su regreso me vi con él varias veces, siempre en casa. La
primera, al día siguiente de mi modestísima participación en
La verbena de la Paloma, organizada por
la Asociación de la Prensa; luego, en un par de ocasiones en fechas
que no recuerdo y, la última, ya en julio, la misma tarde en la que
con AnitaAdamuz y Carola Fernández-Gómez debería haber presidido en
la plaza de Madrid la becerrada en beneficio de la viuda del
banderillero Victoriano Ontín, Zoquita, empitonado de muerte por el
toro Vinagre —recordaré siempre ese nombre—, apenas hacía dos
semanas. En uno de aquellos encuentros me quedé preñada, pues a
partir de entonces no hubo momento propicio para encontrarnos en la
intimidad, ni siquiera el día de su santo. Después desapareció,
hasta últimos de agosto, cuando recibí una carta suya desde el
Palacio de la Magdalena: Carmela mía: me he
castigado por estar sin ti. Las infantas han vuelto tostaditas del
Sardinero y ya no se quitan de mi lado, pero me he escabullido para
escribirte estas pocas líneas, reina mía y sólo mía. Ayer, día
25, salió mi madre para San Sebastián con
Isabel A/fonsa y yo pienso hacerlo en unos días. Tendré varios
compromisos. Di orden al jefe de la Casa para que prepare planes
seriamente y así poder escaparnos una semanita a Viena y Budapest
después del trasiego de las Navidades, como dijimos en Jai-Alai
tomándonos aquellas angulas de Bustingorri, ¿recuerdas? Sería
estupendo quedarme horas y horas entre tus brazos frente al
Danubio, sin pensar en mis labores y realeza. Estaré de vuelta el 2
de septiembre. Me contarás, monina, pues intentaremos vernos y
celebrar tu cumpleaños. Te mando un beso para Terete. Me matan tu
ausencia y los celos. Te quiero, Carmela, como nunca. Tu
soldadín.
Como siempre era mínimo su interés por mi
estado, si bien aún lo desconocía. En cuanto a lo demás, quien me
lea juzgará por sí mismo. Mi soldadín estaba convirtiéndose en un
celoso confeso. Premonitoriamente razón no le faltaba para estarlo
y serlo. A su vuelta a Madrid me cité con él en casa, no recuerdo
el día, a eso de las ocho u ocho y media de la tarde. Con su
habitual retraso y sin excusas ni disculpas entró inquieto hasta el
gabinete detrás de Filomena. Le ofrecí las dos mejillas. Lo primero
de todo era su inquietud por el desgaste del régimen primoriverista
y la fragilidad del gobierno.
—Preocúpate por los estudiantes y no te fíes
del clero, Alfonso. Ya te dije que lo de Jiménez Asúa el pasado
marzo no era tan grave como para desposeerle de su cátedra. No es
de recibo tapar la boca a alguien por opinar sobre la natalidad, o
sobre lo que fuera. A Primo le gusta echar a la gente al exilio,
como a Miguel de Unamuno. Estas cosas se pagan muy caro,
querido.
—No hace falta que me lo recuerdes. Sabes lo
mucho que me afligen los aguijonazos de Unamuno espoleado en
Hendaya por Eduardo Ortega y Gasset. Otra mosca cojonera como
Blasco Ibáñez. Primo tiene manía persecutoria a los profesores y a
los intelectuales.
—Será porque le faltó talento para terminar
el bachillerato. ¿Por qué no te desprendes de él? Es un recuero
inoperante. Ya cumplió su cometido. Temo que te arrastre en su
caída. Tal como está el ambiente no me extrañará que pronto haya
ruido de sables en los cuarteles.
Ante su interés, le hablé de mi nombramiento
al frente de la Comisión femenina de la Casa del Actor y mi
asistencia a la fiesta de la mantilla madrileña con María de
Maeztu, presidenta del Lyceum Club Femenino. Desde luego, omití
cualquier referencia al hecho de que tanto a la fiesta del sainete
como al banquete a Alejandro MacKinlay me hice acompañar por Juan
Chabás. De sopetón me salió la voluntad de comunicárselo:
—Será estupendo que María Teresa crezca con
un hermano o hermanita; estoy esperando un hijo tuyo. —Vaya,
estarás contenta, ¿no? —preguntó desdibujandosele una media sonrisa
muy forzada—. ¿Desde cuándo?
No escuchó mi respuesta, empeñado en afearme
que no le hubiera dicho nada antes. Esta fue toda nuestra
conversación aquella noche.
—Confío en que al menos sea niño, —bisbiseó
levantándose del diván para ponerse la chaqueta e irse.
Días más tarde invité a merendar a mis
mejores amigas en el Comercial. Catalina Bárcena estaba de viaje
por América, pero no faltaron mi duquesa preferida, Consuelo San
Juan, la fiel entre las fieles María Fernanda Ladrón de Guevara,
Pepita Gargallo que trajo el enésimo recorte de prensa sobre su
marido, el pintor Enrique Martínez-Cubells y Ruiz Diosayuda, y la
espectacular Daniella Fe, soltera de ascendencia mexicana y sin
compromiso, a quien atribuían las piernas más bonitas del reino.
Ninguna imaginaba que tan pronto como nos sentáramos les iba a
anunciar mi segundo embarazo.
—Del rey, supongo. ¿Ya lo sabe él? —me
interrumpió Consuelín.
—Guardadme el secreto, es del presidente de
la República francesa. Y él lo sabe .
—¿Y...?
—Il s’en fout
royalement, nunca mejor dicho. Vaya, que le importa un
bledo.
—Enhorabuena, Carmela. ¿Y el teatro...?
—algo así dijo María Fernanda, muy nerviosa—. Pero, ea, esto hay
que celebrarlo por todo lo alto. Pepita, pide un Codorniú con cinco
copas.
—Esperemos que sea buena ocasión para
solicitar la dispensa papal y llevarte al altar y que reconozca a
los dos hijos —todas disimulamos no haber oído a Daniella, yo miré
hacia arriba y vi mi mueca de despistada, como silbando, en los
espejos del techo.
—No olvides que sigo casada con Gaona.
Propuse que cambiáramos de conversación
porque quería pasar con ellas una tarde simpática. Anduvimos entre
dimes y diretes de los ambientes teatrales. En las despedidas
Consuelín me cogió aparte:
—Tenemos que hablar a solas, Carmela. ¿Tú
conoces a la Hoyuelos? —No, dime.
—Mañana en tu casa a la hora del té.
—Mujer, no me dejes así. ¿Quién es esa
Hoyuelos?
—Mañana en tu hotelito. Bueno, preciosas...
¡A cuidarse! Sobre todo tú, Carmela.
Al día siguiente Consuelo llegó a la avenida
del Valle refunfuñando como siempre contra el bueno de su marido,
Julio Quesada-Cañaveral, octavo duque de San Pedro de Galatino, muy
amigo de Alfonso XIII. Empezó disculpando su torpeza y que lo sabía
por Julio, aunque se exageran los hechos entre amigotes de toda la
vida. Que si fulanita tiene ojos claros, no muy grandes pero que
provocan apuestas y desafíos entre los hombres sobre su mirada
verde, gris o azul, que si es rubia de bote y con pechos chicos,
que si pone a los hombres en el disparadero y les saca hasta la
dignidad.
—Al grano, Consuelín, por dios.
—Pues eso. Que toda ella es pura lascivia.
Parece ser que de buen talle y graciosilla, vaya, que tiene su
arte, con un hoyuelo muy pronunciado en la barbilla que la hace aún
más atrayente y con piernas de bailarina como las de Daniella.
Según Pepita la vieron con el rey en la braserie del Hotel Nacional.
Poco hube de esforzarme para no errar en el
desenlace: Alfonso era experto en el entrene, asiduo de las salas
de baile donde ofrecían sus servicios de entrenadoras algunas
jovencitas, a las que llamaban —concluyó diciéndome Consuelo—
taxi-girls. Isabel Hoyos Peralta era una
de ellas.
—Déjalo, Consuelín. No me lo creo. Cambiemos
de tema —seguramente percibió mi tristeza. A los diez minutos,
pidió el chaquetón a Filomena y se marchó.
En la vida hay casualidades muy gratas que
vienen como anillo al dedo. El lunes diez de septiembre, San
Nicolás, los dos cumplíamos años. Juan Chabás veintiocho, yo cuatro
más. Pero por coquetería, o por querer negar un tiempo de mi
existencia, suelo quitarme un par de ellos. Decidimos festejarlo en
adelante llegando a la medianoche juntos. Cenamos en el Mesón del
segoviano, en la Cava Baja y después quisimos acercamos al bar
Pidoux. Allí, acodado en la barra americana, estaba Benito Perojo,
quien nos presentó a Pedro Chicote, un tipo amable, estirado, uno
de esos elegantones con pajarita y una mirada ansiosa de comerse el
mundo. Del brazo de Juan Chabás, aquel atento y guapo escritor
alicantino, que parecía conocer a medio Madrid y era mi mejor
crítico literario, seguía disfrutando el gusto de mostrarme en
público, liberada de una clandestinidad demasiado eterna —casi ocho
años—, y sin importarme para nada que mis salidas y amistades
llegaran a oídos del rey. Pletórica de contento, y a pesar de mi
estado, acepté subir al ático del número tres de la calle
Génova.
Estaba en otra alcoba, con otro hombre, con
otra vida, degustando uno a uno aquellos besos sin ruido,
intensamente tiernos, alados casi, que iba posando en mi nuca y
cuello arriba, que dejaban en la oreja un sonido ronco como el
soplo en las caracolas, que mezclaba con mordiscos frágiles en el
lóbulo, que eran un manojo de caricias en las sienes, que entre lo
alto de la nariz y el entrecejo aceleraban la urgencia, que se
hacían beso único, largo y muy húmedo en la boca.
Llegados al secreto del dormitorio, que
propiciaban los postigos entornados, juntamos más besos sin prisas,
arqueó las cejas y ladeó ligeramente la cabeza como gesto para que
me sentara encima de la cama. Se dispuso a desabotonar las
merceditas de lamé, se encaprichó del empeine arqueado y sonrió al
ver las uñas esmaltadas con el color de las cerezas picotas y quiso
detenerse en cada uno de los dedos hasta que fue abismándose en el
pie derecho, yendo desde lo alto del tendón al calcañar, desde el
tobogán del empeine a la atrevida prominencia del tobillo, para
luego resbalar los labios hasta la rodilla y detenerse en las
corvas y a poco seguir dirigiendo la delicadeza hacia el interior
de los muslos, mientras atolondraba tanta avidez saltando de un
seno a otro, liberados ya del corpiño, anidando en ellos su caricia
interminable, pellizcando delicadamente los pezones, mientras sentí
que bajo el triángulo de seda blanca los dedos rebuscaban a saltos
alocados entre el vello la línea exacta del sexo, sumiso,
desvergonzadamente mojado, antojadizo, acogedor más que nunca.
Desde hacía largo rato compartíamos el mismo vértigo.
Nunca hubiera llegado a creer lo que decidí
aquella madrugada, cuando asentí ligeramente con la cabeza y me
dejé llevar. Juan logró detener el tiempo como la primera vez,
durante la última navidad, a la vuelta de una excursión literaria a
Sevilla con sus amigos poetas, pero esta vez con el sosiego y la
terneza de los cuerpos que con el asombro del reencuentro se
reconocían sobre la colcha de gobelino. Luego, entre las sábanas
recién limpias fue donde me acordé que durante la cena se había
referido, no sé ahora a cuento de qué, al hecho de que los taoistas
llaman fuente de Jade a la saliva que producen las mujeres cuando
alcanzan la máxima excitación. Era la misma que en incontrolado
caudal me vino a la boca mientras amanecía.
Nos despertamos tarde y quiso prepararme un
desayuno de cumpleaños como los que se sirven en las lunas de miel
del paraíso, según anunció desde la cocina, y yo, modosamente, le
llamé tonto. Era una delicia hacerse un año más vieja festejándolo
de esta manera. Estábamos medio desnudos frente al balcón desde
donde se veía abajo, del otro lado de la calle, el teatro-cine
Royalty. Sin el más mínimo cuidado se me fue la mente y ya me veía
salir del camerino, que era el piso de Juan, cruzar de acera,
detenerme majestuosa unos segundos en el vestíbulo, subir al
escenario entre aplausos y, antes de dar la réplica a Ricardo
Calvo, comprobar que en el palco principal únicamente estaba
Juanito sonriéndome. Volvimos a la cama. Fue entonces, mientras se
enredaban mis dedos con los rizos que iba formando con el vello de
su pecho, cuando le anuncié que estaba embarazada del rey. La
sorpresa le contrajo el ceño. Parecía hablar con la tristeza de su
mirada. Se acercó a mi temblor y sin mediar palabra me besó en los
labios. Nadie antes lo había hecho con tanto penar y amor a la
vez.
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