ESCENA SEXTA

 

Las emboscadas del destino
El tiempo acaba con las ilusiones si tardan en llegar, primero quiebra sus quimeras, después las desvanece. Carmen Ruiz Moragas apilaba grandes proyectos para su compañía teatral sobre el escenario del Fontalba. Los atesoraba con celo. Sus allegados percibían la felicidad y la ilusión con la que hablaba de sus nuevos planes, convencida de tener el reconocimiento del público al alcance de la mano, a merced de su constancia, mimo y firmeza. Tan sólo lamentaba el desinterés del monarca ante sus comentarios sobre perspectivas de trabajo. Le dolían sus desdenes, pero se resistía a ser una actriz frustrada. Las desavenencias entre ellos estaban al cabo de la calle, la sentencia popular entendió que el interés del rey por el teatro no era otro que enredar por los rincones en penumbra de los camerinos y levantar las enaguas a las jóvenes meritorias. Alguna voz más osada quiso añadir que La Moragas le servía de señuelo.
En tertulias y mentideros de la capital se interpretaba la escasa actividad teatral de la actriz como una imposición de Palacio. Desde las representaciones de la compañía en Logroño durante el mes de marzo de 1923 poco se había prodigado por los escenarios de la capital o de provincias.
El éxito llegó en tierras riojanas de la mano de Benavente, de los hermanos Quintero y con la inevitable La dama de las camelias de Alejandro Dumas. En el repertorio de la compañía no podían faltar dos obras favoritas de Carmen: Reinar después de morir, de Vélez de Guevara, y El vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina. Junto a Rafael Calvo y Pepe Monteagudo las volvió a representar con ocasión de una gira iniciada en Valladolid y Salamanca, finalizada en el Teatro Juan Bravo de Segovia. Meses después, el 23 de febrero de 1924, el diario ABC titulaba «La Moragas en Zaragoza» la noticia del estreno de Marta la piadosa en el Teatro Principal. El rey se mostraba cada vez más reacio a la presencia de su amante en los escenarios y ella un día evitaba contrariar su voluntad y al siguiente ponía todas las fuerzas en convencerle de lo absurdo de su testarudez.
Temía Carmen que reaparecieran los tiempos infelices que sufrió por semejantes motivos siendo esposa de Gaona, precisamente cuando debido a los azares de la vida su marido volvía a la prensa madrileña avivando ingratos recuerdos. Quien entonces se opuso a su trabajo de actriz, alimentaba su ilusión de ser un gran actor después de realizar un film corto que había suscitado el interés de un cineasta norteamericano. Al menos era lo que estaba leyendo a su madre el sábado diez de enero de 1925 en La Libertad, que reproducía a su vez la noticia de El Universal de México:
—Mr. Hall es uno de los jóvenes directores de prestigio. Su última película fue La danza del Nilo, con la perturbadora Carmel Myers. Ahora se propone crear una serie de películas de asuntos eminentemente taurinos. Hace poco vino a México, para estudiar a Rodolfo, ya la fecha ha obtenido ya varios miles de pies de película, en los cuales se ve a Rodolfo en su casa de campo entregado a las dulzuras de su vida de hogar, a la equitación, la natación y, naturalmente, a sus labores profesionales. Lo ha seguido por las plazas del Estado tomando detalles, atisbos artísticos, gestos y desplantes del lidiador.
Continuaba leyendo para sí que Rodolfo había sufrido hasta la tortura con el make-up y le costaba imaginar su actuación frente a las cámaras. Gaona creía haber descubierto sus dotes cinematográficas en La gitana blanca, de Ricardo Baños, interpretada magistralmente por la aragonesa Raquel Meller, en la que se veía con rara perfección una corrida suya con el Gallo y joselito. Desde luego, si fue un diestro muy artista, fino y elegante con el capote y la muleta, verdaderamente admirable como banderillero y no tan afortunado en la suerte del estoque, su orgullo y su inquietud le empujaban en osadía extrema a ser actor de cine.
La sorpresa de Carmen fue mayúscula cuando, una semana después, el mismo diario hablaba de nuevo sobre Gaona para censurar su vanidad y la obsesión de provocar cualquier noticia con tal de salir en la prensa. La Libertad mencionaba la separación judicial y su voluntad de contraer nuevas nupcias y de dedicarse al arte cinematográfico. La novia era Enriqueta Gómez, diestra en el deporte de la pelota y a quien el torero había conocido en el mismo vapor que le condujo de retorno a México. Y de pronto, Carmen retuvo el aliento. Según El Universal azteca la boda podría celebrarse una vez que se declarase que el divorcio entre Rodolfo Gaona y ella, más allá de la separación de los cónyuges y subsistencia del vínculo conforme las leyes españolas, en México suponía la disolución de ese vínculo y dejaba a los interesados la posibilidad de contraer nuevo matrimonio. La noticia era generosa en detalles, pues explicitaba que con tal propósito el licenciado Escoto, en nombre del torero, había recurrido invocando ante el juzgado décimo de lo Civil, cuyo titular era Alfonso Cruz, la ley de Relaciones familiares de la República mexicana. Merced a ella, todo divorcio en México de simple separación de cuerpos tenía consigo la disolución del vínculo. La sentencia favorable causó ejecutoria a los tres días de pronunciarse. Carmen dedujo que desde el 20 de diciembre de 1924 podía casarse de nuevo, pero únicamente en México. Entonces contrajo los labios, encogió los hombros y un rictus de resignación mudó transitoriamente su rostro mientras cerraba el periódico hablándose entre dientes:
—Vaya, Carmela, no eres ni estás soltera, ni casada, ni viuda... ¡ni tampoco divorciada!
Todo un folletín. Y lo aprovecharon Francisco Gómez Hidalgo y José Luis de Lucio para idear La malcasada, una comedia en tres actos estrenada el 27 de junio de 1925 en el Teatro de los Campos Elíseos, de Bilbao, por la compañía de Gómez Hidalgo. Tuvo enorme éxito por basarse en un asunto real con personajes fácilmente reconocibles. A nadie se le escapaba que Félix Celaya, torero mexicano de Veracruz llegado a España, era el trasunto de Rodolfo Gaona. La intriga arranca cuando Agustín de Figueroa, hijo de Romanones, le presenta a María Escobar, condesa de Villanueva, y de inmediato decide casarse con ella. Mas los continuos escándalos del torero provocan que la esposa le abandone, pese a la oposición de los padres en virtud de la sumisión debida al marido. Entretanto, Celaya se reencuentra en Madrid con Carmen, su antigua novia mexicana, recién llegada a la capital con su padre y la hija que tuvo con el diestro y que éste aún no conoce. Deseoso de rehacer su vida, consulta a expertos juristas, que le remiten a la fuerza vinculante del derecho canónico. La única solución para deshacer el matrimonio será la vuelta de Félix Celaya a su país, si bien dejaría en situación de difícil clasificación ante las leyes españolas a su primera mujer, que termina marchándose de enfermera a la guerra de Marruecos ante la imposibilidad de casarse con Alberto, su nuevo amor.
Carmen Ruiz Moragas encajó mal el estreno a pocas semanas antes del parto. Se sentía traicionada. Pero no le causaba tanto daño que se manosearan sus heridas, que reabiertas supuraban pesadillas y rencor, como el hecho de que los autores de la comedia callaran la continuación feliz que tuvo la historia en la realidad: sus amores con Alfonso XIII. Paco Gómez Hidalgo sabía que el rey no lo hubiera consentido. Por ello también dejó sin final feliz dieciocho meses después, cuando la adaptó al cine a partir de la versión novelesca de la obra del joven José Luis Salado, lujosamente editada e ilustrada como número extraordinario de La Novela Cine.
Si el embarazo y nacimiento de María Teresa mantuvieron a Carmen alejada del escenario, el contrato firmado con el Teatro Fontalba facilitó su regreso a las tablas con renovado entusiasmo. La primera temporada fue un remanso de satisfacciones, que tuvo como broche una deliciosa pieza titulada Poderoso caballero..., con vueltas de fino vaudeville de Armón y Gerbidou. A su estreno acudió Alfonso XIII, quien pudo apreciar el fondo amargo de una sociedad que le era familiar, e incluso reconocerse en alguna de sus escenas, en medio de aquel enjambre de muchachitas frívolas asiduas a fiestas, tes y comidas danzantes de los palaces internacionales. Desde luego es lo que pensaría Carmen, de quien la crítica resaltó su dicción, naturalidad y prestancia en la obra, su buen hacer al lado de Ricardo Puga, Peña y la joven actriz Pilar Calvo. Pero al pie de la primavera de 1926, decidió retirarse de la escena tras haber representado la comedia en tres actos, original de Claudio de la Torre, Un héroe contemporáneo. Era el 14 de mayo. Sólo entonces el rey creyó ganada la partida.
Entre bambalinas Carmen Moragas veía pasar el futuro. Recordaba. Recordaba que para el periodista Arturo Mori era como el quince de las loterías, la niña bonita; la actriz de la voz musical y femenina, la que si perdiera sus grandes facultades artísticas seguiría triunfando con sus vestidos... En el salón comenzaba a trastabillar su hija y siguiéndola en su vagar desnortado, como si quisiera atrapar el aire, volvía ella a la niñez y al ensueño. María Teresa era la única razón que justificaba su circunstancial anclaje a las renuncias prometiéndose que pronto soltaría amarras con rumbo a la celebridad. Cuando eso llegase nadie se lo impediría.
Acostumbraba a escuchar los diarios hablados, que habían comenzado a emitirse en los primeros días de 1926. Ramón Franco acababa de llegar a la Argentina con otros compañeros a bordo del hidroavión Plus Ultra y su hermano Francisco había sido nombrado general, el más joven de la patria. Especial placer le produjo oír una mañana que se estaba celebrando la primera fiesta nacional del libro, inaugurada por el rey por sugerencia suya; que se habían acuñado en plata de ley las monedas de cincuenta céntimos con la efigie de Alfonso XIII y, en la cruz, el escudo ovalado coronado de España con volutas alrededor; que Primo de Rivera atravesaba horas bajas; que Josephine Baker triunfaba en el Folies Bergere... Fue el año en el que murieron el poeta checo Rainer María Rilke, Rodolfo Valentino y el limpiabotas más cotilla de la botillería-café Pombo, Carlos Méndez; el mismo año en el que un tranvía arrolló a Antonio Gaudí en la Gran Vía de les Corts Catalanes y Dalí conoció a Picasso en París. Eran tiempos de decadencia para el charlestón y los primeros movimientos poéticos de vanguardia, cuando los buenos modales eran la contención hipócrita del arte y alguien escribió que enamorarse es una imperdonable falta de amor propio.
Una mañana de septiembre, poco antes del mediodía, cuando la fiel Filomena salía bien abrigada hacia Cuatro Caminos a por El Heraldo y La Esfera, el cartero le entregó un sobre azul que llevaba al dorso escrito Juan Chabás y la dirección Fuencarral149, principal A, Madrid. Al cabo de un rato Carmen recordó haber visto ese nombre en la página cultural de La Libertad firmando cosas sobre teatro y cinematógrafo.
Regresaron a la avenida del Valle, después de haber asistido a la función nocturna del Fontalba para ver a Margarita Xirgú en La princesa Bebé, de Benavente. Mientras Alfonso XIII servía dos copas de champán en el gabinete, Carmen reparó en que encima del recibidor estaba el sobre azul que llevó el cartero.
—¡Qué calamidad soy, aún no lo he abierto! Es de un periodista. Algo querrá.
Lo abrió con diligencia y, apenas leída la carta, dijo al rey que el tal Chabás, recién llegado de Italia, se decía amigo de Gregorio Martínez Sierra. Es para una cita de trabajo.
Transcurrieron desde entonces varios meses hasta que en el entreacto de una lectura poética en el Teatro Español su amiga y vecina Catalina Bárcena se acercó a ella cogida del brazo de un joven apuesto.
—Carmela, mira, este es mi nuevo galán, pues a Pepe Crespo ya no hay quien se le acerque desde que rueda su primera película en el mismo Hollywood. Juan. Juan Chabás. Poeta y novelista.
Le observó sonriendo. Era de mediana estatura, muy mediterráneo, de tez morena y cabellera peinada hacia atrás, muy pobladas las cejas, pestañas enormes a lo María Félix y ojos, negros y lucientes, como culata de revólver, muy capaces de cruzar indiferentes al pasmo de señoras acomodadas y al de todas las niñeras. Quizás tuviera la misma edad que el siglo.
—Ah, es usted quien me envió una carta. Por lo que le hicieron en Roma. He leído alguna crónica suya de La Libertad. Una vez aparecimos los dos en la misma página.
—Carta que nunca contestó. Fue en Génova, no en Roma —a Carmen le agradó su voz tostada, con cierta inclinación al engolamiento de los barítonos, pero nada petulante.
—Perdóneme, no tengo excusas. ¿Por qué le expulsaron?
—Pedí su mediación para conocer la respuesta del rey a una carta que le remití, pero ya aquel desagradable asunto carece de importancia.
—Tendría mucho gusto en recibirle a la hora del té en casa.
—Mejor, ¿se atreve a aceptarme una cena? En Lhardy.
Carmen esbozó una sonrisa, mitad pícara, mitad cómplice, al tiempo que agradecía la invitación. Hablaron de amigos comunes, se observaban, iban de un asunto a otro atropelladamente. Juan se interesó por su compañía de teatro, sin saber que era lo que a ella más le gratificaba, le habló de su Denia natal, de sus colaboraciones en la prensa, de proyectos y aficiones marineras. Cualquiera podía notar que Carmen se sentía a gusto antes de verle marchar con firmes andares, embutido en la elegancia de la chaqueta cruzada, el pantalón de talle alto, la camisa Samaral impolutamente blanca y su corbatín. Rezumaba un sugestivo encanto con el fedora borsalino piamontés de pelo de conejo. Debía ser un tipo propenso a la bondad, a las mujeres de carácter y a la escritura.
—No olvides lo de Lhardy... —había susurrado Juan a la actriz, tuteándola, al mismo tiempo que dejaba un par de besos en sus mejillas.
—Nunca olvido lo que la curiosidad persigue, mi querido don Juan.
Convinieron asistir al estreno de la película La bohéme en el teatro Princesa y acercarse luego al restaurante de la hija de Agustín Lhardy. Carmen tomó todas las precauciones para que no se enterara el rey.
Al cabo de unos días, estaba aferrada al sosiego morboso de la siesta en la parte más fresca del salón. En la mecedora, con los ojos cerrados todo sucedía muy deprisa confundiéndose en torno a ella. En su mente se entremezclaban imágenes nebulosas con el recuerdo de la cena con Juan Chabás.
Una tarde del otoño le vio dispuesto a recorrer la distancia que separa la estación Piazza Principe del Hotel Genes, apenas a un centenar de metros de la Universidad. Entraba con el andar pausado de los cantantes de ópera e hizo repicar el timbre mientras dejaba su sombrero flexible, gris perla, de ala delantera caída, sobre el mostrador de la recepción. Un viejo de figura abreviada y color aceituna le asignó una habitación sin número en el primer piso, con una ventana a la Via Balbi. La habitación tapizada de rojo era de dimensiones extremadamente reducidas, con una cama canónica, de caoba, de altas patas, bajo la que había un orinal esmaltado, rojo con borde azul. Completaban la estancia un perchero cojo, una silla de enea, un armario siempre abierto con olor a naftalina, y un velador cubierto con mantelillo de paño morado. Se sentó sobre la colcha de damasco verdeoscuro e hizo inventario de cuanto pendía de las paredes: la página de septiembre del calendario Pirelli de 1924, la virgen de escayola ahorcada de una alcayata y un retrato de Mussolini gritando en la plaza del Caricamento. Se apresuró a descolgar al dictador y a la virgen.
—Porque me ocupé de los discursos grotescos de Farinacci y de las comparsas del dictador, de Ferderzoni, de las escuadras con camisas negras y pistolas —Carmen le escuchaba—. Porque tildé como uno de los más repugnantes crímenes revolucionarios el rapto asesino del diputado socialista Giacomo Matteotti. Porque denuncié las noches fascistas de Florencia y las soflamas del Duce, o los escritos de Malaparte.
—¿Sólo por eso te expulsaron de lector en Génova?
—y porque les dije que tenía necesidad de conocerte.
—Comprenderás que esto último era una justa reivindicación que te condenaba. También yo hubiera firmado esa expulsión por vía de urgencia.
A Carmen se le iba el santo al cielo recordando lo que Juan llamaba sucesivas emboscadas del destino. Se resistía a aceptar que Gina existiera más allá del sueño. Aún dormitando se agolpaban de nuevo las imágenes. La reconoció y se le vinieron encima los celos por su belleza en Portofino, desnuda en el lago Como, estrechada por la cintura en un pueblecito de Lombardía, sonriente en la fuente Navona, recostada en unas ruinas del Pincio, cruzando el puente de Sant Angelo del brazo de Juan. Sobresaltada, no atinaba a diferenciar entre la curiosidad y lo que no deseaba saber.
—El rector Moresco me expulsó del país sin contemplaciones y sin cobrar las seis mil liras anuales del contrato, sospeso, pese a haberlo reconducido. Chabás Giovanni: cessato 1927. Ni siquiera incoaron el correspondiente expediente administrativo por mis colaboraciones en la prensa española y, según aquella panda de vendidos, carecer del mínimo respeto debido a la hospitalidad institucional italiana. Pero no hay mal que por bien no venga. Los artículos me sirvieron para el libro Italia fascista (política y cultura) y pude asistir en Valencia a la boda del bueno de Max Aub con Peua Barjau. Lo celebramos en al playa de Las Arenas, tan tierna de rubia belleza ella, Max con su mofletuda gravedad de mocetón maduro.
Carmen parecía adherida al silencio. Recordó por un instante la reverencial admiración que sentía Alfonso XIII hacia Mussolini y la parafernalia fascista. En uno de sus viajes a Italia le sorprendió gratamente el orden, los principios inalienables de autoridad, la perseverancia organizadora, el alarde y la voluntad recia, las fábricas y la industria del automóvil. Todo aquello que a su parecer debería importarse y de lo que el presidente de gobierno tenía que tomar buena nota. Juan leyó su pensamiento:
—Un día vi pronunciar a Mussolini un discurso en una plaza pública. Iba vestido de chaqué negro y llevaba un cuello alto, de pajarita. Tenía un cuerpo muy recortado, compacto y brioso, esforzadamente erguido; la cabeza desnuda, un poco calva, morena y reluciente, de rasgos duros, gruesos, tenía un vigor de aldeano romano. Hablaba con voz mate, aguda, casi de cabeza, intuitivamente, y accionaba con el brazo derecho recogiéndolo hacia el pecho y desplegándolo luego con violencia, cerrando el puño, con la convicción de que era el hombre para dominar. Un tipo despreciable.
—A Génova puedes ir, que es un jardín en la tierra.
Desde los rincones más humildes hasta los más ricos nos ofrecen una larga delicia, a veces próxima a la delicia de una mujer hermosísima.
Carmen veía que sus pies la llevaban aventureros por los vicoli hasta la estatua negra de Vittorio Emanuele II, en la plaza ancha y sola del Corvetto. Pero enseguida volvió al tiempo comprimido en una tarde de vagancias, piensa que te piensa, obsesionada por recomponer el pasado de su nuevo amigo a fuerza de imaginación, incapaz de discernir entre lo oído en la mesa del Lhardy y lo soñado.
A las diez y media del 15 de octubre de 1926 los reyes y las infantas Cristina y Beatriz llegaron en visita oficial al apeadero del Paseo de Gracia. La jornada se presentó espléndida, con un descarado sol de otoño. En su lectura de la prensa, se detuvo en los detalles que andaba buscando. El rey vestía uniforme kaki y ella, la reina, bajó del tren con traje color café y cuello de piel; la seguían las infantitas con sombreros sencillos y abrigos azul marino y, detrás, el aya, la condesa de Campo Alegre. El marqués de Viana se había quedado en Madrid y en su lugar viajaba el mayordomo mayor Luis María de Silva y Carvajal, duque de Miranda. Después de los actos protocolarios el coche de los reyes enfiló la Diagonal hacia el Palacio Real de Pedralbes. Que no se hubieran producido manifestaciones catalanistas tranquilizó a la actriz, cuya satisfacción fue grande al leer que el rey había salido de paseo en coche hasta Tarrasa y la reina, por su lado, a Mataró con las infantas. Mucho la sorprendió, en cambio, que el rey recibiera en domingo al embajador de España en París, Quiñones de León, llegado en el rápido de Madrid la noche anterior, lo cual le hizo pensar inevitablemente en la hija bastarda que le atribuían con Beatrix Noon y llevaba el apellido del embajador. Con él y el duque de Miranda fue el rey de improviso por la tarde a Montserrat, mientras la reina acudía a un festejo taurino en la Monumental. Desde el monasterio se desplazaron a algún lugar que silenciaba la prensa y en el que se entretuvieron hasta el anochecer, lo cual produjo que se retrasara hasta pasadas las diez y media el concierto de gala en el Liceo. Esto contrarió a Carmen al tiempo que le entraron unas ganas locas de salir de nuevo con Juan Chabás.
A media mañana del día 26, martes, se recibió en la avenida del Valle la carta que Alfonso XIII había remitido desde Pedralbes el viernes anterior; breve, apenas una docena de líneas, en la que confirmaba las muestras de cariño y las muchas ovaciones recibidas durante su visita a Cataluña, en aumento como las amabilidades redobladas después de la salida de la reina hacia París; todo ello contrariamente a lo que algunos habían augurado por estar el problema catalán tan latente. Si puedo te veré el miércoles, decía el rey, pues el jueves me voy de caza para cuatro días a descansar. Esta vida es dura y tengo un resfriado que ya voy dominando. Te quiero de veras y te beso y abraza, tu soldadín. Y la querida tan de veras debió pensar que otra en su lugar trataría cuando menos de caradura al autor de aquellas líneas. Como era de esperar, el miércoles no pudo verla porque por la tarde se fue a cazar rebecos a los Picos de Europa.
Precisamente el mismo día que el rey le escribió desde Barcelona, aquel mismo viernes, Carmen propuso a Juan acercarse a la tertulia de Jacinto Benavente en El Gato Negro, de la calle del Príncipe. Quería darle un recado de Catalina Bárcena y, si acaso luego, pasar a la función del Teatro de la Comedia. Estaba don Jacinto con su sombrero negro sentado en los divanes rojos del fondo a la izquierda, entre cinco contertulios rodeados por las siluetas de gatos pintadas por Enrique Martín. Se levantó tan pronto como vio a Carmen y procedió a las presentaciones lamentando ante los presentes que la señora Ruiz Moragas estuviera retirada de los escenarios por reales razones de madre. Tuvieron un aparte y, seguidamente, Carmen pidió a Juan el abrigo para marcharse. Estuvieron de pinchitos y raciones por la plaza de Santa Ana. En la cervecería decretaron que deberían dejar que se sucedieran las emboscadas del destino.
En una de aquellas citas, fijada a media tarde en el café Comercial, Juan cumplió la promesa de llevarle Sin velas, desvelada. Primero hablaron de sus vacaciones. La segunda quincena de agosto había sido reparadora para ella y su hija en una casa baja frente a la playa de Zurriola en San Sebastián. En cambio, Juan pasó en Denia todo el verano queriendo terminar su segunda novela y echándose al mar a bordo de su chalana Pepita con el bueno de Pedro Ivars.
—Tendrás que venir a mis amaneceres de pesca al curricán de fondo alrededor del Cabo de San Vicente en el barco del viejo Huitón. E iremos a Polop de la Marina a visitar a Gabriel Miró ya Valencia para comer una paellita en el Cabañal o en la playa de la Malvarrosa con mis íntimos Max Aub y Genaro Lahuerta. Le pediré a Genaro que te pinte un cuadro y nos acercaremos a Gata de Gorgos, verás las cestas de palma y caña que hace una mujer amiga mía. Son mis dominios.
El Comercial fue llenándose con los asiduos del atardecer. Carmen juzgó todavía prematuro confiarle sus pésimas relaciones con Alfonso XIII y; desde luego, se guardaría mucho de comentarle el enfriamiento de su amor y las frecuentes desavenencias... Le hubiera encantado decirle que había sabido por los diarios que el 3 de junio el rey inauguró la conferencia arrocera en el Paraninfo de la Universidad valenciana, y que se sirvió de ese viaje para verse con Francesca Bertini, la Vitiello, la célebre diva del cine mudo. Alguien debió decirle que habían visto a Alfonso XIII en la alta madrugada de una fiesta que preparó la actriz en su casa de Nápoles la víspera de la boda del duque delle Puglie con la princesa Ana de Francia. Contuvo las ganas de expresar el daño que producen las pesadillas de los recuerdos y de las evidencias, mas prefirió escuchar a Chabás.
Se quejaba Juan de la fatiga que le causaban sus colaboraciones en la sección «Resumen literario» de La Libertad. Aunque era de pluma fácil, los artículos le exigían el esfuerzo de lecturas previas y cuidado en el análisis. Se propuso dar a conocer la obra de sus amigos. Mencionó de corrido a Rafael Alberti, Manolo Altolaguirre, Pepe Bergamín, Vicente Aleixandre, Pedro Salinas, Pedro Garfias, Benjamín Jarnés y a Lorca con su Mariana Pineda. Algo en sus palabras debió recordarle el homenaje que algunos jóvenes escritores pensaban tributar el mes de diciembre en Sevilla al poeta barroco Luis de Góngora con motivo del tercer centenario de su muerte. Según le dijo Alberti una tarde en la tertulia de Ortega y Gasset en La Granja El Henar, en el número 40 de la calle Alcalá, les invitaba el torero Ignacio Sánchez Mejías a unas veladas literarias en el Ateneo:
—Juan, anímate, allí estaremos casi todos: Gerardo Diego, Bacarisse, Lorca, Pepín Bello, Guillén, Bergamín y Dámaso Alonso. Antonio Espina, Marichalar y Melchor Fernández Almagro parece difícil que asistan, pero se lo están pensando.
Según dijo a Carmen Moragas, Chabás preguntó curioso si estaría allí Luis Cernuda, que sin duda aún afligido por la reseña que le hizo de su Perfil del aire.
—Irá con el grupo de la revista Mediodía. Anímate, de verdad, Juanito, será una inmejorable oportunidad para reivindicar nuestras voces —le respondió Alberti.
Carmen calculaba el tiempo por el último turno de los camareros, ya casi anocheciendo, y se resistía a abandonar aquella amenidad de emboscadas reiteradas del destino. De vuelta a casa, fue a dar un beso a María Teresa, que ya dormía, y sin probar bocado de la cena que le había preparado Filomena decidió leer en la cama Sin velas, desvelada. En lo alto del margen derecho de la página Juan había escrito: «Para Carmen, a cambio del primer beso de un inagotable racimo. Enero y 1927». Sonrió mientras releía la dedicatoria premonitoria, pues aquella misma noche, ante la puerta de entrada, Juan se había atrevido a besarla en los labios al despedirse. Un vuelo de ansia apenas de dos segundos.