ESCENA TERCERA
De Montmartre a Deauville
No había olvidado sus ojos enormes,
excesivos y nocturnos, la fragilidad que esculpió su cuello, los
labios carnosos, jugosos, esparciendo sonrisas del color de las
picotas. Le estaba esperando en la guingete con su larga melena rojiza recogida en
alto moño y un mechón desordenado sobre la frente. Antes de
acercarse la observó, quiso memorizar sus gestos. Pudo reparar en
la dimensión profunda de su mirada medio ausente, clavada en un
infinito sin fondo, esplendorosamente perdida en la tristeza. O en
la abulia. Vestía una blusa de seda granate y falda crema, corta
como un suspiro, y un fular negro de lanilla. Su mano acariciaba la
copa de ajenjo, la otra, la derecha, lacia sobre la rodilla,
sujetaba entre dos dedos un habano. Le calculó treinta y muy pocos
años. Le hizo un besamanos con mayor reverencia que a las
princesas.
El marqués los vio levantarse y confundirse
con más parejas en el lugar del baile, a él cogiéndola
indiscretamente por la cintura, a ella doblarse como un junco.
Llevaban el silencio al ritmo del baile. El rey la atrajo hacia sí
para sentir la firme altivez de los senos excitados de Mademoiselle
Boisguillaume y perderse en el deleite con los ojos cerrados y
caricias a tientas en su nuca. Los vio regresar y sentados, decirse
promesas al oído. El marqués los vio salir al patio y caminar hacia
el obelisco Mire du nord. A ella, apoyada
la espalda sobre el monumento, parecía presa entre los brazos
extendidos del rey por encima de sus hombros; a él, dejándose
rodear el cuello por un fular, que arrastraba su boca hasta la boca
impúdicamente abierta de Madelaine.
Poco después de la media noche, al pie aún
del obelisco y levantando la vista, el rey se lamentó quejoso
porque en su remate hubiera una punta de lanza donde hubo una flor
de lis. Hizo luego una señal al marqués de Viana. Hasta la misma
entrada del Moulin de la Gallette llegó
un automóvil para conducirles al hotel. Durante el trayecto el rey
recordó la historia de aquel obelisco y anduvo sembrando de besos
los ojos y las violetas que oscurecían las cumbres de los pechos de
la pelirroja, diosa única de cada noche en Montmartre.
Alfonso XIII compaginaba los estrenos
teatrales con los concursos de tiro de pichón y las carreras
automovilísticas. Disfrutaba sobremanera en los torneos y práctica
del polo —en compañía frecuente de su gran amigo Jimmy Alba, Jacobo
Fitz-james Stuart y Falcó, XVII duque de Alba— y en los hipódromos,
o durante jornadas cinegéticas en los montes de El Pardo o en los
segovianos de Valsaín, en Doñana, en el Castillo toledano de
Malpica, en el Campo de Montiel..., incluso en el condado inglés de
Surrey. Se sentía cómodo en París; hacía escapadas furtivas a
Escocia, a Inglaterra, a Burdeos, a Biarritz...
Un francés buen amigo suyo, Eugene Cornuché,
propietario del Maxims de París y del
casino de Deauville, se puso en contacto con el marqués de Viana
para organizar una visita privada del rey a aquella localidad de la
región francesa de Calvados, de moda entre aristócratas y gentes
adineradas. El viaje real dio mucho que hablar, pues se le reprobó
que, al poco de la derrota de Annual, esquinara sus obligaciones
flirteando en el café La potiniére,
comprando perfume de Ernest Beaux para una dama o haciendo tratos
con André Citroen en el Hotel Normandy. Se dijo que en París
conoció a un tal monsieur Lamy, de
extraordinario parecido físico al suyo, a quien suplantaba para
evitar ser reconocido.
Un cronista se hizo eco de un suceso que en
el mes de agosto de 1921 tuvo lugar en Deauville y como
protagonistas al monarca y a su tía la infanta Eulalia, separada de
su primo hermano Antonio de Orleans, duquesa de Gallier, a quien se
le atribuían varios amantes, entre ellos, el rey Carlos 1 de
Portugal. Al margen de ese supuesto porte libertino, Eulalia fue
una mujer culta adelantada a su época por su talante mundano,
cosmopolitismo e ideas progresistas. Vecina del poeta Paul Claudel
y la cantante Edith Piaf en el Boulevard Lannes del distrito
dieciséis de París, frecuentaba por igual tertulias literarias,
salones aristocráticos cortes europeas o círculos republicanos.
Eterna viajera, iconoclasta e irredenta, fue una interminable
pesadilla para la corona por sus heterodoxias y posiciones
contestatarias. Bajo el seudónimo de Comtesse d’Ávila publicó
Au Jil de la vie, libro que al publicarse
en 1911 desagradó sobremanera en Palacio por las críticas a la
monarquía. Fue prohibido y se vetó a la autora la entrada en el
país, tachándola de republicana. Aquel verano ambos, tía y sobrino,
hubieron de superar una situación embarazosa, de ser cierta. Y no
tanto por su encuentro un final de tarde en el boulevard Cornuché, sino por lo sucedido de
madrugada en una localidad muy próxima a Deauville.
Don Alfonso reparó en el desparpajo de una
mujer de unos cuarenta y pocos años, rubia, desenfadadamente
vestida a lo Gabrielle Chanel, rodeada de tres jóvenes. Ella le
reconoció de inmediato.
—Encantada de saludarle en tierra de exilio,
Majestad. ¿Cómo llevas los asuntos del reino, querido sobrino?
—Eulalia notó en él cierto nerviosismo ante su ligera reverencia y
seguidamente le presentó a sus acompañantes como Monsieur Lamy, autrement dit le Roi
d’Espagne.
—¡Qué alegría verte después de tanto tiempo,
mi querida Eulalia!
—Ya ves, sobrino, dedicada por entero al
baile, a la lectura y a otros vicios.
—¿Has dejado de escribir? Pelillos a la mar.
Me encantaría recibirte en Palacio. Podríamos desayunar pasado
mañana en La potiniére. Déjame una nota
en la recepción del Normandy.
Tenía los mismos ojos habladores de siempre,
más azules que nunca. Esta conversación abriría las puertas de su
país a la infanta rebelde. O quizás influyó también otro encuentro,
del que sólo se supo a través de las modulaciones que los
testimonios orales producen con el paso de los años y de la
memoria. Se produjo cerca del puerto de Honfleur, en la casa en la
que, al parecer, había nacido el compositor Erik Satie, pianista de
éxito en los cabarets de principios de
siglo con Je te veux. Sin saberlo, el rey
y la infanta habían sido invitados por separado a una velada de
disfraces con una muy anunciada sorpresa final, un entrañable
bal masqué. La fiesta transcurrió entre
galanteos y atrevidas proposiciones al dictado del alcohol, entre
modales envalentonados por la penumbra. No resultaba difícil
aventurarse en reconocer identidades por los gestos y la voz,
aunque era vana la voluntad si alguien encarecía expresamente el
anonimato detrás de la máscara. Ya en la alta madrugada, cuando los
invitados eran pocos, apenas una veintena, el anfitrión, adinerado
pintor con casa en Montmartre, desveló la sorpresa apagando luces y
cirios. Conforme dijo, se trataba de que los presentes se
descubrieran entre sí el alma tanteando, yendo a tientas de un lado
a otro. De lo que ocurrió allí únicamente podría ser testigo la
imaginación; pero la conjetura verosímil es que cayeran los
sofisticados vestidos con flecos y volantes, los corpiños y
bustiers, las camisolas, las ligeras
sedas y los encajes más íntimos de última moda; y que ellos fueran
despojándose de las chaquetas brillantes de noche, de los trajes de
algodón, de sus union suit sin mangas; y
que entonces, en medio de un silencio apenas violentado por los
susurros y el roce de la piel en cueros, todo resultara un choque
de generosa dádiva, propiedades en préstamo, voluptuosidad,
perfumes y libertinaje. Bien mediada la noche, mientras esperaban
los coches para el regreso, don Alfonso y doña Eulalia, ya sin
disfraz, casi tropiezan en el vestíbulo. Esa vez tan sólo se
mantuvieron la mirada sin reserva e intercambiaron una gran sonrisa
cómplice, como la de los secretos callados al alimón.
En círculos restringidos de la alta sociedad
se refería a media voz el desmedido gusto de don Alfonso por el
género sicalíptico en todas sus manifestaciones. Le atraía el juego
erótico, el frote lúbrico, la pícara lujuria, la cópula, los
deleites carnales.
Alguna compañía de alcoba dejó correr
maliciosamente que leía a sus queridas fragmentos de justine, la novela del Marqués de Sade, para
alcanzar un estado progresivo de excitación. Se había procurado
varios escritos de Pierre Louys, Les onze
mille verges, de Apollinaire, y La
garçonne, de Victor Margueritte, a cuyo gran éxito contribuyó
por un comentario suyo a propósito de preferencias literarias que
reprodujo la prensa. Citaba entusiasta a Emilio Carrere por
Las sirenas de la lujuria y le anteponía
al popular El caballero audaz. Esto era sin duda todo el peso de
sus alforjas literarias. Se declaraba admirador de los dibujos y
cuadros de Tamara Lempicka y de las mujeres desnudas de Ramón Casas
i Garbó, coleccionaba estampas y grabados que reproducían escenas,
más o menos obscenas. La reproducción fotográfica mereció su
interés; sin embargo, su mayor devoción fue el cine pornográfico,
cuyo consumo estaba acotado a un público selecto con suficiencia
económica o relevancia política. De modo que, así las cosas, los
caprichos pornográficos eran tenidos por signo de refinamiento y
modernidad.
La alta sociedad acudía en grupo selecto a
la proyección de películas censuradas, filmadas en cabarés con
bellas bailarinas, vedettes insinuantes y
atractivas flappers a lo Clara Gordon Bow
y Mary Nolan, y a otras cintas propensas al desnudo femenino y a la
escenificación de actos sexuales. El rey, Primo de Rivera y el
conde de Romanones contribuyeron a la producción y difusión de esas
cintas de cine mudo, especialmente el monarca. Según se supone sin
ligereza, fue él quien llegó a sugerir tramas argumentales y
escenas lujuriosas a la casa productora barcelonesa Royal Films,
fundada en 1915 por los hermanos Ricardo y Ramón de Baños, director
y operador de fotografía respectivamente. En 1910 Ricardo había
realizado con Albert Marro una versión cinematográfica de
Don Juan Tenorio en la productora Hispano
Films y otra rodada con su hermano autores en 1922 en la Galería de
Studio Films. Con anterioridad, en 1920, los hermanos filmaron una
de las primeras obras sicalípticas del cine español, Los polvos de la madre Celestina, a la que
siguieron otros rodajes clandestinos. Por vía de Romanones
atendieron el encargo real de realizar un catálogo de filmaciones a
cambio de unas 6.000 pesetas por cinta.
Después de una cita bíblica sobre el pecado,
en los veinte minutos de El confesor
caben los ardores de un sacerdote satisfechos con su criada y luego
con las feligresas que acuden a la casa parroquial para expiar sus
pecados. Despojadas de su pacatería inicial, obedecen los
requerimientos del cura. La delgadez del párroco —interpretado por
Helge Nissen— contrasta con la opulencia en carnes de las
penitentes, sacadas de El Raval barcelonés. La filmación, sin
excederse en primeros planos, pero desde luego más próximos y
dinámicos que los habituales del cine francés, se recrea en la
sátira religiosa y la crítica paródica social sin quitar un ápice
al efecto erótico. Despojado del recato de las ropas, reducida la
desnudez a las medias ligeramente por encima de la rodilla,
comienzan los rituales consabidos de la pornografía. No menos
rollizas son la sirvienta y la esposa de un médico entrado en años
en Consultorio de señoras. Si la hora de
película arranca con las licencias carnales del doctor con su
sirvienta, el argumento se alarga cuando ésta atiende por igual las
necesidades lésbicas de la mujer del médico y los de un mayordomo
tremendamente escuálido. En cada meandro de la historia se remansan
las escenas libertinas, que crecen de manera progresiva con
intensidad concupiscente. Al consultorio llegan una madre y su hija
núbil; de inmediato la consulta se convierte en iniciación a la
lascivia de la joven, con la complicidad de su progenitora, que
bordea el estupro.
Mientras esto ocurre, la esposa espía a
través de la cerradura de la puerta y, a modo de venganza, hace lo
propio en el baño con la sirvienta y el mayordomo. Idas la madre y
la hija, será el doctor quien contemple el trío en sus improvisadas
posturas y apetito inmoderado, al tiempo que se complace en su
onanismo hasta que parece desvanecerse. La misma poco agraciada,
oronda y picona sirvienta del doctor es en la película El ministro la mujer de un funcionario a punto de
suicidarse por haber sido cesado. La fiel esposa logra reconducir a
su marido hacia el camino de la cordura y se ofrece a interceder
ante el ministro del ramo, papel desempeñado por el doctor de
Consultorio de señoras. Concedida
audiencia, consigue que el ministro acceda a su solicitud no sin
antes, como muestra de gratitud, acomodar libidinosamente sus
respectivos placeres encima de un diván, sobre el suelo ya
horcajadas en una silla frente a un enorme espejo. El marido
tranquilizará su impaciencia al regresar su esposa con el documento
de reintegración en el puesto y cuando ella, ya libre de toda
sospecha por el retraso, le convence de la facilidad del
trámite.
La vida oculta se cobijaba desnuda en los
burdeles.
Allí habitaba la doble moral de los
respetuosos padres de familia y políticos de primera fila, aquellos
que alternaban las misas dominicales con sus visitas a elegantes
prostíbulos entresemana. En alguno se proyectaba la pornografía
muda del cine español ante la buena y católica sociedad de los
maridos y solterones. El rey prefería, no obstante, las sesiones
privadas en la sala de cine del Palacio de Oriente,
o después de sus entretenimientos
cinegéticos, rodeado de sus amigos más próximos. Detrás de los
viajes, diversiones mundanas e íntimas privacidades reales estaba
casi siempre el cuidado organizador del marqués de Viana, su más
allegado confidente, servidor de exquisita lealtad, fiel encubridor
y habilísimo cómplice en cuestiones de amoríos. Era quien recordaba
a don Alfonso lo oportuno de la prudencia, que debía contener sus
comentarios sobre escarceos y aventuras para evitar dar pábulo a
oídos curiosos. Pero poco parecían importarle los consejos del
marqués.
—¿Recuerdas, Pepe, aquella pelirroja que
conocimos durante la recepción en tu casa de Deauville?, ¿de dónde
salió?, ¿quién contó que del Moulin
rouge? —dicen que preguntó el rey a José de Saavedra durante
el almuerzo de una jornada de caza menor en Malpica, allá por
1914.
—Tengamos prudencia, Alfonso, mucha
prudencia —acercándose, el marqués le hablaba quedo y con disimulo
acerca del beneficio de tal conducta.
—Sería perfecta para una de las películas
que deberían rodar los hermanos Baños, si acaso quieren ganarse
bien la vida cuando echemos hacia adelante la productora. Me
imagino aquel bombón pelirrojo lamentándose por tener que matar la
tarde con su amiga, a la que confiesa estar quejosa porque teme que
su futuro marido le esté poniendo los cuernos a dos meses de la
boda. La pelirroja le enjugaría las lágrimas y trataría de calmarla
con sus caricias. Le diría que no fuera de los tiempos de andavete,
que era una rancia.
—Eso es, el tronera de su marido no vuelve
antes del amanecer, y mientras las dos amigas se lían bien
liadas... —intervino Joaquín de Arteaga.
—De momento no, aunque apunten ya
maneras.
Aproximaciones. Insinuaciones. Toqueteos
consentidos. El lenguaje de los deseos. En fin, que de regreso a
casa, consolada por la amiga, la pelirroja de Deauville decide
tomar una copa en un bar nocturno y allí tropieza con el marido se
su amiga. Beben. La toma por la cintura. Besos con sabor a ginebra.
Bailan entre sudores. Por los gestos veremos que ella se resiste
por ser amiga de su mujer.
—Cela foit des siécles
que j’envie de toi.
Pas ici, s‘il te
plait, pas ici. Je suis copine de ta
femme.. . — Ton étre tout entier retourne
mes sens, viens, partons.
Pero en una especie de reservado se dejará
acariciar y ella se lanza con premuras al sexo despreocupándose de
las miradas curiosas. La escena deberá rodarse con planos cortos
que provoquen, recreándose en la belleza de la pelirroja.
—Estoy seguro de que al día siguiente la
pelirroja no llamaría a su amiga para contárselo —volvió a terciar
el duque del Infantado.
—A ver cómo se arreglan los Baños. Cuando se
encuentren le dirá que había visto de lejos a su marido con una
jovencita con pinta de extranjera —le corrigió el rey—. Les
propondré que en distintos planos veamos a la pelirroja en cueros,
bañándose, cómo luego se viste con provocativa ropa interior ante
un espejo..., y poco después en el mismo bar de la noche anterior
dejándose conducir por un galán hasta el mismo reservado. Esto
ahorrará decorados y el espectador apreciará la coincidencia
espacial.
Advertido por el anfitrión, Joaquín
Fernández de Córdova y Osma, duque de Arión, don Alfonso hubo de
interrumpir el curso de su imaginación para recibir al duque de
Alba, recién llegado desde Madrid al lugar donde los ayudantes se
apresuraban a alinear sobre la tierra conejos, liebres y perdices.
En la sobremesa de la comida, preparada en un salón de la torre del
homenaje, se evocaron superficialmente rutinarios asuntos de Estado
y hubo tiempo para conocer la preocupación del rey por causa de la
frágil salud del Príncipe de Asturias.
El marqués de Viana quiso cambiar de tema
elogiando la privilegiada ubicación del castillo al borde del Tajo
antes de que llegaran con el café las toledanas flores fritas y la
miel sobre hojuelas. Pero don Alfonso volvió a la incontinencia
verbal para engallarse sobre lo benéfico de la vida disipada y los
modales libertinos.
—Aquí me tenéis, padre de seis hijos
supuestamente legítimos, que nunca se sabe, y todos en seis años
—dijo empavonado entre carcajadas— y esperando que la reina alumbre
en breve el séptimo. Y algún otro andará buscando seguramente su
corona por otros reinos. Pero aquí están siempre bien puestas mis
insignias y bien izada mi bandera. Y aún no hay quien las desdore
ni hay puta que la baje.
Al monarca le gustaba monologar, hacerse
escuchar y que le rieran las ocurrencias. Los caballeros allí
reunidos no se atrevían a interrumpirle, ni siquiera para mostrar
mayor interés por algún punto deshilvanado del discurso,
simplemente sonreían como cretinos prestándole oídos con veneración
por sus gracietas. En reuniones como aquella se enteraban de la
agenda lúdica del monarca y de su estricto cumplimiento: el lugar
de la próxima montería; la gratitud debida a la marquesa de
Argüelles por su nueva invitación para volver a participar en un
concurso de tiro de pichón en Ribadesella en julio, durante la
estancia veraniega en Santander; su interés por una comedia en El
Español y el cartel de San Isidro; un partido de polo con el
ministro de marina británico Winston Churchill durante su visita a
Madrid; los escarceos con desconocidas y la preferencia suya por
las mujeres de pelo rojo con bucles o color de miel muy
acaracolada. Las bromas solían ser el disfraz de las veras.
—La prudente discreción es buena consejera,
ya sabes que hay quien parece no mostrar el más mínimo interés por
tus cosas ni darse por enterado, pero luego va contando el cuento a
quien no debe —quiso Pepe Viana de nuevo prevenirle en el viaje de
vuelta a Madrid.
—No exageres, Pepe, ¿por quién lo
dices?
—Mientras hablabas, he visto medio ausente a
nuestro querido Jimmy Alba. Últimamente suele tener audiencia a
menudo con la reina. Pero a buen seguro que será para interesarse
por la toma de almohada de la hija de los duques de Aliaga.
—¿María del Rosario, la hija de Alfonso de
Silva? ¡Déjate de bobadas! Jimmy es leal a la corona, con
principios más duros que el bronce.
—Sí, sí, de bronce, pero repica. Por cierto,
¿cómo termina la historia de la pelirroja?
—Pues al igual que siempre, en planos de
arriba abajo, o viceversa, de sexo explícito. No sé, déjame pensar.
Pues seguramente seguiría casada, descubriendo fuera otros placeres
que en el lecho conyugal antes no existían y que ahora alegraban a
su marido, quien a su vez compartía con un colega a la pelirroja.
La trama podría cerrarse con las dos amigas durante una larga tarde
entre arrumacos y esos abrazos que más calientan, suprimiendo
distancias, tocándose y tocándose. Gozando desnudas, la feliz
esposa propone entonces a su nueva amante invitar a un rato de
solaz ameno al marido, que en ese preciso instante entra al salón y
se pone ciego.