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Eimerich encontró un siniestro rastro de sangre pisoteado por mil sandalias. Lo siguió con el corazón encogido hasta unas pilas de redes. Allí descubrió un charco de agua hedionda y teñida de rojo entre las baldosas. No había ni rastro de la dama.
Debía regresar y advertir a los guardias del justicia para que trataran de encontrarla. Antes de volverse algo le llamó la atención junto al charco. Se acercó intrigado y lo asaltó un escalofrío. Enseguida comprendió que eso era lo que debía de estar oculto junto al ajuar en el escondrijo de la capilla, lo que cogió micer Nicolau tras tirarlo de la escalera. Gostança lo había buscado durante años, pues, como afirmaba el abogado, era lo único que la alejaría de Valencia para acallar así el último susurro.
Irene y Tristán, desde el extremo de la pasarela, miraban la galera rebelde alejándose a boga de arrancada y los asaltó la incertidumbre del futuro. Permanecían abrazados, cada uno sumido en sus pensamientos. Tristán la amaba profundamente aunque una parte de su corazón yacía enterrado junto a la mezquita de Baza. La vida los había cambiado, eran más fuertes, pero la pérdida de la inocencia conllevaba sentimientos de nostalgia que jamás los abandonarían. Era el precio por vivir en libertad. Irene buscó con la mano el breviario oculto en un bolsillo de su falda y se sintió reconfortada. Como una más de tantas mujeres allí mencionadas, no había claudicado.
—¿Cuántos han escapado con Josep? —demandó con un hilo de voz.
—Una docena, tal vez más. Buscarán refugio en la Berbería. No pudieron embarcar todo lo que habían saqueado. Hemos recuperado parte del ajuar de tu madre.
Se aferró a él con fuerza, como si la hubiera alcanzado una fría racha de viento.
Se oyeron pasos sobre la pasarela y llegó Eimerich, desencajado por la carrera. Se reunió con ellos en el borde y contempló la galera rebelde en el momento en que desplegaba el velamen. Se puso la mano en el pecho; merecían saborear la sensación de que no todo había salido mal.
—En Creta…
—¿Cómo dices, Eimerich? —demandó Irene volviéndose hacia él.
Con una sonrisa que representaba el triunfo tras tantas pesquisas, le entregó una carta de papel amarillento. Irene se estremeció al reconocer el mensaje que había mostrado Gostança en las Atarazanas. De cerca pudo distinguir unos trazos en tinta azulada: «Elena de Mistra, día de Santa Tecla de MCDLXXXVI».*
—¡Es el relato de su viaje y la ubicación exacta de dónde halló refugio! —explicó el antiguo criado—. ¡Se encuentra en una bahía llamada Matala, al sur de la isla! Esto es lo que robó micer Nicolau de la capilla cuando me tiró de la escalera. Esperaba con ello alejar a Gostança, pero…
Entendieron lo ocurrido en su expresión. Irene regresó con emoción a la carta.
—¿Y dónde la has encontrado?
—En el lugar donde empieza el rastro de sangre de Gostança de Monreale. Ha desaparecido.
Irene tomó la carta de su madre con mano temblorosa. Lloraba mientras la leía. Una parte de ella se preguntaba dónde acabaría la estela sangrienta dejada por su hermana.