56

 

 

 

Tristán! —gritó Irene golpeando con insistencia la puerta de la celda.

Podía notar su presencia callada tras la gruesa madera que los separaba, como en las tres noches anteriores. No podía verlo, pero estaba allí, no tenía ninguna duda.

Aporreó por última vez la puerta remachada y en completa oscuridad palpó el tabique de ladrillos hasta llegar a su estera de esparto. Era inútil. Algo más que una cárcel los separaba. Pensó en el terrible impacto de la polea del barco y en la cicatriz que le había dejado en la sien. En el hospital había comprobado el abismo que podía abrirse en la mente tras un fuerte golpe en la cabeza; sin embargo, Alcanyís y Colteller sostenían que podía ser reversible con tratamientos y apelando a los recuerdos encerrados. Los dos primeros días, apoyada en la puerta, le habló del amor sin barreras que se profesaron, del fruto que Dios les regaló y que los esperaba en Cerdeña. Pero no sirvió de nada. El tiempo pasaba en las entrañas de la fortaleza sarracena e Irene comenzaba a exasperarse.

No esperaba ayuda de las tropas reales. No malgastarían recursos en el rescate de una mujer sin parentesco con nobles o hidalgos. El rey necesitaba a cada uno de sus soldados, incluso había prohibido los duelos e impuesto graves penas a los desertores. La tesorería no estaba mejor. Las bulas de cruzada y los impuestos no bastaban, y la reina había empeñado sus joyas para financiar el sustento de las mesnadas, hecho que en Baza también hicieron las sarracenas nobles. Su única oportunidad era que la incluyeran en un canje de prisioneros, pero para eso podían pasar semanas.

El hambre le retorcía el estómago y sabía que la ciudad estaba famélica. A las embajadas cristianas se les mostraba la alhóndiga rebosante de sacos de grano, aunque tan sólo los de encima contenían trigo. La ayuda del Zagal se agotaba. Los fosos y las empalizadas interrumpieron la llegada de víveres por los tortuosos caminos de las montañas. Baza pasaba hambre, y cada grano o semilla era vital para los sitiados. En cuanto sus captores descubrieran que a los cristianos no les importaba la suerte de aquella arrojada mujer no dudarían en matarla para no malgastar alimentos.

La culpa por tamaña insensatez la devoraba y cayó en un sopor poblado de imágenes horrendas entre las que aparecía su hija Elena llorando. La condesa de Quirra le daría futuro, educación y un buen marido, pero no una madre.

A la hora habitual la puerta se abrió. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz del pequeño candil vislumbró el manto andrajoso del esclavo que le llevaba una sopa de agua turbia con alguna miga de pan rancio. No hablaba más que árabe, y esa noche Irene no tenía ánimos de comunicarse con él mediante gestos y las palabras que conocía por Nemo. Tampoco le había sonsacado nada las veces anteriores.

El esclavo dejó la escudilla en el suelo, dándole la espalda como si se dispusiera a salir. Un movimiento imperceptible llamó la atención de Irene. Tora siempre le advertía que hiciera caso a su instinto. Se tensó justo cuando él se abalanzó y pudo esquivarlo rodando por el suelo. Desde el aislamiento en la isla cada día realizaba los estiramientos aprendidos del oriental y mantenía su cuerpo ágil. Se revolvió y saltó sobre la espalda del esclavo pasándole el brazo por el cuello. Estaba débil, pero tenía la ventaja de la posición y venció la resistencia inicial. Oyó un gemido y el tintineo de una daga curva sobre las lozas. Irene cogió el arma mientras la cólera la invadía.

—¿Ni siquiera merezco que el verdugo me muestre su faz?

La puerta se abrió de golpe y enseguida notó una dolorosa punzada en la espalda. Dos soldados con corazas y turbantes la apuntaban con sus sables. Uno de ellos gritó una seca palabra. El esclavo jadeó con voz de mujer. Irene, desconcertada, se apartó y soltó el puñal. No era el que solía llevarle la comida. A la luz del candil, atisbó bajo el manto un rostro femenino delicado, con ojos negros profundos y brillantes. Le calculó unos veinte años y por algún motivo se sintió desdichada.

—¿Quién eres?

Se miraron durante una eternidad, buscando en sus pupilas mucho más de lo que esperaban conocer con las palabras. La sarracena pronunció una larga frase en árabe y los dos soldados se retiraron. Irradiaba una fuerza extraña mezclada con odio.

—Mi nombre es Zahar —dijo al fin en castellano. Tenía el timbre dulce y melódico de quien domina las artes del canto y, aunque vestía con andrajos, su piel no era la de una criada—. Mohamad Hacen, el caudillo de las fortalezas de Baza, es mi hermano.

Irene frunció el ceño. Aumentaba su desazón y aguardó a escuchar lo que intuyó nada más ver el bello semblante de la sarracena.

—Soy la esposa de Ata, el guerrero que te capturó.

Irene se apoyó en el muro. El tajo de una daga habría sido menos doloroso. Zahar calló ante las lágrimas mudas de la cristiana. No se regodeó.

—Llamas Tristán a mi esposo, ¿por qué?

—Su nombre es Tristán de Malivern, doncel de una familia noble francesa.

Zahar se acercó para contemplarla bajo la exigua luz de la llama e Irene no hizo amago de retirarse.

—Algo has removido en su interior pues sé que cada noche acude y le susurras vivencias y amores que turban su sueño, pero tal vez sólo seas una hechicera malvada. —Levantó la daga recuperada por los soldados—. Él ha ordenado que estés sola en la celda y que no te falte comida, y nadie ha abusado de tan bella cautiva. —Entornó los ojos—. Háblame de él si de verdad lo conoces.

Irene, entre sollozos, esbozó el dramático periplo mientras la otra perdía la luz de su mirada. Ambas compartían el amor puro de dos hombres encerrados en un único cuerpo. Tras el relato, la sarracena deambuló pensativa por la estancia. El odio había cesado; una sensación expectante flotaba en el ambiente. Irene podía sentir que Zahar tenía una cualidad especial de transmitir sensaciones más allá de los gestos y las palabras. Su cambio de actitud denotaba que también percibía las de los demás.

—Ata significa «regalo» —comenzó conmovida, sin rastro de ira—. Sé que llegó a Almería como esclavo, fue capturado tras un naufragio con una brecha en la cabeza y sin recuerdos. Apenas hablaba, pero era diestro con la espada. El rey Fernando el año pasado conquistó Vera y quiso tomar Almería. El Zagal reclutó a un nutrido ejército y el propietario de Ata lo envió a la batalla. Después de varias incursiones los cristianos se retiraron humillados. Cuando Ata regresaba con la cimitarra goteando sangre de infieles las reticencias sobre su lealtad cesaron. No era un traidor, sólo alguien sin pasado, un regalo de Alá para la santa causa de defender nuestra tierra. Mi hermano lo compró y lo liberó al convertirse al islam. Pronto ganó honor y prestigio.

—¿Cuándo os casasteis?

—En primavera, antes de que vinierais a Baza a expulsarnos de nuestras casas.

—Llevo mucho tiempo llorando su muerte…

—Y amamantado a una hija… —Sus ojos refulgieron—. Eso es lo que gritas cada noche tras la puerta.

Irene inclinó el rostro. Zahar se acercó aún más.

—¿Lo amas?

Ella alzó la faz y vio inquietud en los ojos de la mora.

—Amo a Tristán con toda mi alma, como tú a Ata. Sin embargo, cuando me capturó pude asomarme un instante en su interior y no lo hallé.

—No recuerda nada, pero en sueños habla, grita, llora…

Irene estaba desgarrada bajo la mirada atenta de la otra.

—La Providencia se mofa al cruzar nuestros caminos de nuevo. Tristán sigue muerto para mí.

Zahar movió la cabeza, intrigada. Sin la presencia de los guardias se retiró el manto. Una larga melena negra se derramaba sobre su espalda hasta la cintura. Ambas tenían una ligera semejanza.

—Pensaba que te dejaste atrapar para reencontrarte con él.

—Lo creía muerto. Vine al campamento para obtener el indulto por mi delito de adulterio. Mi deseo es regresar a Valencia y recuperar el hospital de mis padres.

La sarracena tomó sus manos y las retuvo cuando Irene quiso retirarlas. Permaneció observándole la piel y las líneas como si pudiera confirmar la veracidad de sus palabras. Un ligero escalofrió la sacudió. Al levantar la cara tenía los ojos empañados.

—Veo tras de ti una larga procesión de mujeres; parecen fantasmas que velan…

—No te entiendo —musitó Irene, que se sentía desnuda frente a Zahar.

—Yo tampoco. —Se quedó pensativa, temblando—. Háblame de ellas.

Irene dudó, estaba cautiva en una celda ante la esposa del hombre al que había amado. Pero en las pupilas de Zahar descubrió deseo de conocer, el mismo que veía en las mujeres de Cáller por descubrir el plan de Dios para ellas.

Un suave calor envolvió a Irene y le habló sin recelos de su búsqueda y de su madre, plagada de dicha y pena, de vida y muerte. Zahar se estremecía bajo una intensa lucha entre deseo y voluntad.

—Quiero que me acompañes.

—¿Adónde?

—Vine a matarte para que dejaras en paz a Ata. Ahora sé que debes vivir, pero si sigues aquí derrumbarás el muro de olvido de mi esposo. Quiero que te alejes de nosotros para siempre. Por eso te ayudaré a escapar. —La miró con los ojos brillantes—. Antes conocerás a alguien a quien oí contar un relato similar, como si su vida hubiera transcurrido en paralelo a la de tu madre, pero bajo la mirada todopoderosa de Alá.

—Sabes que en cuanto pueda regresaré al campamento de los sitiadores.

Zahar asintió. Sus labios no mostraron miedo.

—En nuestra fe también hay damas que han visto la luz de la verdad. Tu búsqueda no estará completa si rechazas andar una parte del laberinto.

A Irene le extrañaron las solemnes palabras. A pesar del dolor sintió una oleada de afecto por la bella sarracena y comprendió que Tristán había encontrado en Zahar una gran mujer, en muchos aspectos parecida a ella.

A su llamada entró un hombre malcarado y con el rostro mugriento. Se presentó como Talal, el carcelero. Sus ojos brillaban al mirar con impudicia a ambas mujeres. La hermana del alcaide discutió durante largo tiempo en su lengua y al fin cerraron el precio. Talal sonrió con desdén y arrebató a Zahar la pequeña bolsa de doblas nazaríes de la ceca de Almería aprovechando para rozar la piel de sus manos.

Había vendido a la mujer a precio de oro. No gozaba de potestad, pero la suerte de Baza estaba sentenciada, pronto claudicaría y la lealtad valía menos que el dinero.

Mientras se sellaba el trato, a unos pasos de la celda un guerrero con turbante negro permanecía quieto y sin revelar su presencia. Se estremecía como si regueros de agua helada le recorrieran la espalda. Se frotó la cicatriz de la sien; le palpitaba dolorosamente mientras la bruma que velaba su pasado se agitaba por las palabras de la cristiana.

Había visto muchas veces su rostro en sueños y desde que sabía que era real algo se desmoronaba en su interior, por mucho que él se afanara en levantarlo. Temía asomarse a lo que pudiera ver más allá, a aceptar lo que ella gritaba en la celda. Luchaba contra su imagen y los sentimientos que pulsaban por brotar, pero cada noche la visitaba en secreto, sin poder evitarlo, para escuchar hechos semejantes a retazos de lejanas pesadillas.

Angustiado, se alejó por el corredor para no ser visto por Zahar.

 

 

En la fría madrugada dos mujeres cubiertas cruzaron en silencio la almedina por un oscuro callejón a los pies de la soberbia Alcazaba que dominaba Baza y pasaron por delante de la mezquita hacia la Puerta de Guadix. Irene seguía el paso furtivo de Zahar pensando en escapar. Podía ser escurridiza como las serpientes de la isla, y la facilidad con la que la mora la había sacado de las mazmorras denotaba el escaso interés de Cid Hiaya y Ben Hacen por custodiar a la cautiva.

Llamaron a una vieja casa que se alzaba junto a la muralla próxima al portal. Zahar habló en susurros con una anciana oculta tras un velo. Tras observar a Irene con disgusto les franqueó el paso y cerró de nuevo. Cruzaron estancias oscuras en las que se oía la respiración de hombres y mujeres que dormían. En la cocina, tras una cortina, descendieron por una estrecha escalera de peldaños inclinados. Los sótanos eran un entramado de pasillos y alacenas excavados donde apenas quedaban víveres.

En un cubículo desnudo la mujer descubrió una trampilla bajo la estera raída. Bajaron con una escalera de mano hasta un túnel cerrado con una cancela, que ella abrió con una llave pesada, y se arrastraron en completa oscuridad durante lo que a Irene le pareció una eternidad. Al fin notó el aire limpio en su cara. Estaba en el fondo de un barranco, fuera de Baza.

Mientras aspiraba aire limpio, memorizó la ubicación de la salida oculta por la maleza. Sería una información útil. No estaban lejos del real de Santa Cruz.

Salieron del angosto barranco y atravesaron campos de azafrán y vides hacia la sierra. Zahar sabía a qué lugar del cerco cristiano acudir y, tras la entrega de un pendiente de oro a un hosco castellano, cruzaron agachadas por un estrecho portón de troncos. A Irene le sorprendió la facilidad con la que sortearon la empalizada, pero dos mujeres, con seguridad meretrices, eran una escasa amenaza y el pago fue más que generoso para un simple peón encargado de la guardia. Bajo la luna creciente, rodearon el cerro artificial de las Bombardas y se alejaron de Baza por cañadas recónditas.

Después de caminar durante casi una hora Irene se detuvo.

—Zahar, ¿por qué haces esto? Te expones a ser acusada de traición. No creo que ser hermana del caudillo pueda evitar el castigo.

—Alejarte de mi esposo ya sería razón suficiente, ¿no te parece? Para los soldados de mi hermano esta noche has muerto. Una boca menos es un alivio en estos días… y hay otros problemas más importantes. —Entornó los ojos, enigmática—. Si no me sigues perderás la oportunidad de conocer a alguien que formará parte de tu búsqueda.

Irene deseó preguntarle si Tristán estaba bien, si era feliz, pero sabía que cualquiera que fuera la respuesta sólo le causaría mayor dolor.

—Creo que voy a marcharme.

Zahar se encogió de hombros cuando enfiló por una angosta garganta repleta de zarzales. Irene sintió el corazón palpitándole brioso. La sarracena leía en su alma y sabía que acabaría siguiéndola.

Suspiró y aceleró el paso para no perderla. Una hora más tarde llegaron a un páramo solitario oculto entre colinas arcillosas cubiertas de maleza. Irene observó asombrada puertas y ventanas excavadas en las laderas de los montículos, algunas protegidas con cortinas de lana. Parecían refugios bajo tierra. Atisbó incluso chimeneas surgiendo de las lomas. El silencio era absoluto.

—Todo este páramo está lleno de casas cueva. Las ocupaban pastores y campesinos, pero han huido a Baza o Guadix.

Llegaron a una aislada del resto por un barranco seco. Zahar le pidió que aguardara y entró sola apartando una raída alfombra. Poco después la invitó a pasar.

Irene admiró el interior compuesto de galerías y estancias excavadas con ángulos suaves, engullidas por la oscuridad. Llegó a una cámara amplia, encalada y cubierta con esteras de esparto, donde un hogar ardía alegre, flanqueado por un cubo de agua y una antorcha apagada. Zahar había colocado candiles, y una anciana sentada en el suelo aguardaba su llegada. Dos costras blancas cubrían sus ojos.

La mora se sentó al lado de la anciana y la miró con profundo respeto.

—Rabi’a de Málaga es al-hakawati, una narradora de historias y maestra de la senda sufí. Su nombre significa «la cuarta», y tiene noventa años.

—¡Y las cataratas velan mi vista! —replicó en castellano con fastidio.

—Pero mantiene la mente tan lúcida como cuando tenía treinta. Yo le traigo algo de comida y me llevo incalculables tesoros.

—Habla, hija, déjame escuchar el timbre de tu voz. Revela más que las palabras.

Por algún motivo aquella mujer recordó a Irene a aquel esclavo que la salvó en el hospital, llamado Altan, que había hecho mención de la senda sufí. Se sentía intrigada.

—Mi nombre es Irene Bellvent y procedo de Valencia.

Zahar se acercó al fuego y llevó una tetera humeante que olía a hierbabuena. Irene bebió reconfortada y con vergüenza vació el generoso cuenco de higos secos y almendras que se dispuso en la estera.

—Zahar me ha anticipado una curiosa historia. He vivido siempre de aprenderlas y narrarlas. En todas ellas hay secretos y verdades, ¿es así en tu caso?

Irene notó el calor que emanaba de las dos mujeres. Supo que no aguardaban oír sus desdichas, sino asomarse al manantial del que brotaban sus fuerzas. El bebedizo la incitó a hablar con franqueza, como si estuviera ante viejas amigas, y la comida le dio energías.

Al acabar su relato, tras un largo silencio Rabi’a mostró una sonrisa desdentada.

—Creo que Alá dispuso este encuentro hace eones. He soñado contigo incontables veces… o tal vez era tu madre.

La anciana hablaba con el rostro vuelto hacia la antorcha y el cubo de agua.

—¿Para qué los tenéis ahí? —demandó Irene con curiosidad.

—¡Para incendiar el paraíso y apagar el infierno!

Ante su desconcierto, Rabi’a profirió una cascada risotada.

—Rabi’a es Sháij, maestra sufí —musitó Zahar, reverente.

—Tu camino también es un Sulûk, un avance costoso donde no se inicia una nueva etapa sin superar la anterior. Mi senda transcurre por veredas distintas en busca del total abandono con Dios y el amor, pero todo el universo está en conexión. Has aprendido que la senda del conocimiento no está vedada a las mujeres y aquí descubrirás que tampoco lo está la mística que conduce a la plenitud. Cuando se unen sabiduría y ansia de buscar se diluyen las diferencias. La ignorancia y la ociosidad las alientan.

—Así es —indicó Irene, admirada—. No imaginaba que las mujeres árabes cultivaran esas prácticas.

Rabi’a mostró una risa burlona.

—Parir hijos y rezar, como las cristianas. —Su sonrisa se borró—. Pero igual que has hecho hasta ahora, rasca la superficie y descubrirás un mundo nuevo. El camino sufí ha contado siempre con grandes maestras como Shams de Marchena y Fátima de Córdoba, que formaron al gran místico Ibn Arabí; a Rabi’a al Adawiyya, de la que tomé mi nombre; a Fatima Nishapuri, de la que decían que conocía todas las casas de esta senda de amor y verdad, y muchas otras… Pero no quiero abrumarte. Unas decidieron aislarse en cuevas; otras, en cambio, estuvieron casadas, fueron madres.

Irene se sintió cautivada. Había descubierto un nuevo brillante perdido en la arena, un recodo del laberinto por explorar. La anciana prosiguió:

—Los seguidores del Nazareno se plantean la existencia del alma de las mujeres y el Corán es objeto de forzadas interpretaciones. —Cogió las manos de Irene como había hecho Zahar en la celda. Las de Rabi’a, sarmentosas, ardían casi hasta causar dolor y le recordaban a las de Peregrina—. Después de escuchar tu búsqueda deseo con el corazón que permanezcas unos días conmigo para explicarte la mía.

—Rabi’a, ésa no es mi senda.

—Hacen falta décadas para dejar de temer el infierno, despreciar el paraíso y así fundirse con la divinidad. Sé que no es ésa la razón de tu llegada. Pronto abandonaremos estas tierras y un mar separará nuestras culturas. Yo quiero hablarte de las fuentes clásicas de las que bebió tu madre, también estudiadas por los maestros sufís durante siglos: Aristóteles, Heráclito, Pitágoras y Platón, cuyos postulados sustentan la forma de pensamiento de los pueblos sucesores.

—Ahora todos ansían conocer a Platón, se traducen escritos por doquier.

—Los árabes nunca han sido ajenos a la filosofía griega. Durante siglos fueron comentados en nuestras bibliotecas hasta que los aires del fanatismo las hicieron arder. —Rabi’a sonrió y le agitó las manos—. ¿Te has preguntado cómo surgió la metafísica? ¿Quién sembró en los sabios griegos la forma de entender el mundo que aún pervive?

Irene se vio arrasada por la energía que manaba de aquel cuerpo enclenque y huesudo. Intuía una enseñanza como las del breviario. A su lado, Zahar permanecía en silencio.

—Controla tu miedo y el deseo de marchar, Irene. Te ofrezco una nueva lectio, una que tu madre tal vez también conocía; ella te hablará por mis labios.

Irene no pudo contener el llanto. Tras amargos días cautiva, oyendo mortificada la respiración de Tristán tras la puerta, la fuerza de Rabi’a era aire fresco y cargado de fragancias que le serenaban el alma.

—Estoy dispuesta.

—Sólo una cosa debes aceptar a cambio. Agradece la generosidad de Zahar; su alma es tan blanca y pura como la tuya. Ella te ha regalado la libertad, pero Tristán es ahora Ata. Ya lloraste su muerte y debes dejar atrás el pasado.

La llama de la sabiduría
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