49

 

 

 

Quince días más tarde Florencia vivía una noche especialmente gélida para ser mediados de octubre, pero el desapacible tiempo no había desalentado a los invitados de Lorenzo de Medici, deseosos de asistir a una de sus memorables fiestas. Pasada la medianoche los grandes pebeteros todavía iluminaban la fachada del Palazzo della Signoria y las esculturas expuestas en la loggia. Lorenzo el Magnífico, el ciudadano más poderoso e influyente, agasajaba a los aliados y los clientes de su banca con un legendario banquete tras casi año y medio de celebraciones discretas por el respeto debido a su esposa fallecida, Clarice Orsini.

En el salón de los Doscientos, engalanado para la ocasión, cincuenta pendones con los seis roeles de gules de los Medici colgaban del artesonado. El suelo estaba cubierto con pétalos de flores. Las lámparas cubiertas con conos de papel irradiaban una luz atenuada y cálida; la atmósfera propicia para el baile y los encuentros furtivos.

Los pajes, con sobrevestes de color rojo, deambulaban entre los invitados haciendo verdaderos esfuerzos por mantener en alto las bandejas mientras ofrecían licores y vino. El ambiente resultaba sofocante, hedía a sudor y a perfumes florales. Como exigía la invitación del excéntrico Lorenzo, todos se ocultaban tras máscaras de infinidad de estilos, desde sencillas Bauta blancas hasta extraños animales o recargadas obras maestras con perlas y gemas. Los tocados y los trajes siempre provocativos señalaban la opulencia y la excentricidad de la persona oculta tras el antifaz, artistas y eruditos acogidos en la fastuosa corte del Magnífico.

La música de cámara sonaba desde el fondo del salón, pero ya eran pocos los que aún guardaban las formas. En una pequeña tarima forrada de sedas, una joven de rostro aniñado y larga melena dorada danzaba desnuda sobre una enorme concha dorada. A su alrededor varios individuos ebrios filosofaban con voces arrastradas sobre el nacimiento de Venus conforme a la tradición de Ovidio.

La dama se mezcló, elegante, entre la concurrencia con un escotado brial carmesí y una máscara de igual color con forma picuda. Amparados en el anonimato, hombres y mujeres se acercaban sin pudor, dando pábulo a sus inclinaciones sin ambages. Simuló distraerse con la escena mitológica y notó unas manos rozando sus nalgas, pero se limitó a sonreír artera antes de escabullirse. Otros buscaron su talle susurrando inconfesables deseos. En el extremo del salón simuló ajustarse el tocado de dos picos que dejaba caer largas trenzas negras. Parejas enmascaradas entraban o salían por las grandes puertas ansiando perderse en las estancias que el Magnífico dejaba accesibles para los escarceos.

—Un cisne rojo —susurró una voz junto a ella—. La belleza altiva del ave y el color de la pasión. ¿Puede hallarse mejor combinación?

—Mucho más reserva el ave para quien merezca tales encantos.

El hombre, con una brillante capa negra de raso y una máscara de gato, mostró una sonrisa blanca. Eran las palabras convenidas y, tomándola de la mano, la arrastró fuera del salón. Rió cándida al cruzarse con otras parejas cómplices de aquel juego al tiempo que se dejaba guiar por una estrecha escalera secundaria hasta la planta superior, que parecía desierta. Entonces la sonrisa se borró de sus labios. El amplio pasillo estaba iluminado por una palmatoria en una hornacina. Tomaron la luz y se acercaron a una de las puertas para presionar el picaporte.

—Está cerrada.

Mientras él vigilaba, la dama palpó el aparatoso tocado y extrajo una lámina de metal flexible pero resistente. La insertó en el vano y manipuló hasta oír un chasquido. Su compañero la miró admirado y se colaron en silencio en un pequeño estudio lleno de armarios.

—¿Y bien? —demandó ella.

—Recuerdo dónde está. Me los enseñó el propio Lorenzo.

Fue directo al tercer armario, sacó una pequeña caja alargada y la dejó sobre la mesa. Contenía varios rollos envejecidos de piel de ternero atados con tiras de cuero.

—¿Son éstos?

El hombre extendió el primero.

—En 1428 el infante don Pedro de Portugal, tras visitar varias cortes en un largo periplo, arribó a la República de Venecia con trescientos caballeros y agasajó al dux con regalos y prebendas. Además de establecer lazos de amistad y comerciales, su hermano el rey Enrique le había encomendado adquirir mapas y cartas de navegación fiables de las cosas orientales. Este mapa es una copia del veneciano, adquirido en secreto a un miembro de aquella expedición por el florentino Paolo dal Pozzo.

—Toscanelli.

—Gracias al avezado matemático, el Magnífico dispone de una de las mejores colecciones de cartas náuticas pues, como sagaz banquero, le gusta conocer qué rutas y negocios son más arriesgados. Podrás comprobar que se basa en cartografías antiguas y en el Libro de las maravillas del mundo de Marco Polo.

Extendió otro mapa más detallado.

—Éste lo elaboró Toscanelli en la década de 1470, basado en el veneciano y en otros más antiguos. Es el que andabais buscando, ¿verdad?

Pudo atisbar el brillo en la mirada de la mujer a través de los huecos de la máscara. Aquella carta en varias tintas definía las costas occidentales de Europa y de África. A la izquierda se detallaba el contorno asiático y varias islas.

—Según Toscanelli, la anchura del océano Atlántico es inferior a lo establecido en la tradición ptolemaica. —Señaló la parte del océano más cercana a Europa—. Estos archipiélagos son las Azores, Madeira, Canarias y Cabo Verde. En el otro extremo del mar está China y aquí Catay, Mangi y Cipango.

—Entonces ¿lo que asegura Cristóbal Colón ante la corte española podría ser cierto?

Él se encogió de hombros.

—Se dice que el genovés mantuvo una relación epistolar con Toscanelli. Puede que contengan errores en las distancias, pero tal vez la ruta atlántica hasta las Indias es factible realizando dos o tres escalas, en Madeira, Canarias o en la mítica San Brandán, y finalmente en Cipango. —Al ver el gesto de la joven se atrevió a rozarle la mano—. Veo que haberlo encontrado os produce alivio más que otra cosa…

Ella, en silencio, sacó una bolsa de cuero que tintineó al cambiar de manos.

—Así es, y esto es lo convenido.

Ajena a la ansiosa mirada del hombre se alzó la falda y se ató los mapas a un muslo con cintas de seda. En el tobillo brilló un delicado cepillo de plata.

—Ahora hay que salir de aquí.

El otro levantó la mano al oír unos pasos que se acercaban.

—¡Están revisando todas las cámaras!

La puerta se abrió. Él reaccionó y posó sus labios sobre los de ella. Ante el sorprendido guardia, la dama se apartó simulando avergonzarse.

El soldado frunció el ceño, receloso.

—¡Se terminó la intimidad, querida! —musitó el fingido amante visiblemente molesto—. ¡Me quejaré a nuestro anfitrión!

—Lo siento, señor, pero este estudio no está disponible para la fiesta.

—¡Pues cerradlo como el resto! ¿Queréis buscarme problemas con mi banquero?

El guardia vaciló ante el tono ofendido.

—Mi señor, será mejor que regresemos al salón —sugirió ella, comedida.

—Buscaremos otro sitio para estar tranquilos.

Cruzaron la puerta de la mano, y el enmascarado aún guiñó un ojo con desfachatez al soldado.

—Querida, prepárate para correr —musitó entre dientes ya en el corredor.

—¡Deteneos! —oyeron a su espalda—. Necesito que me acompañen.

Se lanzaron escalera abajo para perderse por oscuros corredores. Los guardias no podían interrumpir la fiesta y se dividieron para registrar con discreción cada rincón del palacio. En la huida interrumpieron escarceos amorosos, pero hallaron refugio en un angosto trastero bajo la escalinata principal donde se hacinaban búcaros y pedestales. Juntos por la falta de espacio escudriñaron por la celosía de la puerta.

Dos guardias se detuvieron para inspeccionar, pero se oyeron los gritos lejanos de algún invitado importunado por el registro.

—Esto acabará en un escándalo —indicó uno de los soldados.

—Será mejor ir a ver qué ocurre.

Al comprobar que se alejaban, suspiraron aliviados.

—La próxima vez no tendremos tanta suerte —indicó él—. Soy buen amigo de Lorenzo. Si me quito la capa y la máscara nadie sospechará, pero vos…

—Ya imaginaba que no iba a ser tan sencillo salir de la guarida de los Medici —alegó ella con seguridad—. Los dos ladrones deben desvanecerse. Ayudadme.

Sin apenas espacio logró quitarse el vestido y el corsé. El hombre no pudo evitar admirar su cuerpo bajo la fina camisa abierta por delante. Ambos notaban el aliento del otro, conscientes de la proximidad y los roces. Le dio la vuelta al brial.

—¡Extraordinario! —exclamó él.

La prenda era reversible y ahora veía un vestido verde de seda inglesa. La ayudó a ponérselo notando la piel cálida y erizada de la joven. Luego ella se desprendió del aparatoso tocado, le quitó las dos protuberancias y el postizo de cabellos negros. Al retirarse el antifaz, él admiró su belleza embelesado. Ella arrancó el pico y el forro carmesí. El otro quedó asombrado ante la transformación: tenía delante a una joven esbelta de frondosa melena rubia, oculta tras una sencilla máscara blanca. También él se apartó la careta felina.

—El trato era no vernos las caras —indicó ella. Era muy apuesto.

—Por mi parte no lo lamento en absoluto.

Sonrió, un tanto ruborizada.

—Gracias por vuestra ayuda.

Él rozó su semblante sin que ella se apartara.

—Decid a vuestro señor que me complace hacer negocios con su bella agente. Aunque tengo la sensación de que hay algo personal en esta arriesgada empresa y creo que no es dinero lo que os mueve. Sé que jamás lo sabré, pero os deseo ventura.

Ella bajó el rostro, halagada. Nuevos gritos los devolvieron a la realidad.

—¡Tomad mi capa, os resguardará del frío cortante!

Salieron con sigilo y él la guió hasta un corredor.

—Atravesad la galería hasta la puerta Dogana —le indicó—. Lorenzo la mantiene abierta para que los amantes escapen hacia los hostales.

Ella asintió sin apartar la mirada de sus ojos penetrantes y se alejó. El pecho le palpitaba con fuerza. Notaba la áspera textura de los mapas rozándole la piel.

 

 

La guardia examinó con interés a la elegante mujer rubia. No se correspondía con la descripción y los soldados se limitaron a admirarla bromeando mientras se alejaba con paso sereno hacia las calles adyacentes a la piazza de la Signoria, sin lacayos.

Echando de menos su grueso manto siguió hacia el borgo de San Jacobo en el margen del río Arno. Divisaba ya el cartel de la posada de San Giorgio cuando la recorrió un escalofrío. Siguiendo su instinto pasó de largo y se detuvo tras la primera esquina, en la vía que conducía al ponte Vecchio.

Se asomó con discreción; una sombra la seguía.

Enfiló hacia el puente y la envolvió un hedor inmundo. Pasó ante las desvencijadas casas de los carniceros y los pescadores construidas sobre el puente para evitar impuestos. Todas las puertas y los postigos estaban cerrados a esas horas.

Quien la perseguía se movía con paso vacilante, por eso se había delatado. Ella echó a correr. Sus zuecos resonaban sobre el empedrado irregular. Ganó distancia, aunque la amplia falda le impedía ver dónde pisaba y se torció el pie. El estallido de dolor fue intenso, pero evitó rodar por el suelo infecto. Maldiciendo, se refugió en un portal pegajoso y calculó que estaba en la mitad del puente. Había perdido la ventaja y si gritaba todo acabaría ante la guardia de la ciudad. Estudió los movimientos de la sombra. No era un rastreador experto.

Se acurrucó y comenzó a gemir, con las manos protegiéndose el pecho.

—¡Os lo ruego, no me hagáis daño! —suplicó cuando la figura se detuvo con el rostro ensombrecido bajo una capucha—. ¡Soy vuestra, pero no me matéis!

Cuando lo tenía delante se lanzó sobre él. El encapuchado se echó atrás por instinto, esquivando de milagro una cuchillada dirigida al cuello; aun así, perdió el equilibrio y ella aprovechó para atacar de nuevo.

—¡Caterina!

El cepillo de plata, con la hoja afilada fuera del mango, tembló antes de abatirlo.

—¿Eimerich?

Se retiró la cogulla y ella lo contempló atónita, aún apuntando a su garganta.

—¿Qué haces tú aquí?

—Me dijeron que ibas a asistir a la fiesta de Lorenzo de Medici.

—¿Quién? —Notó que el criado no le hablaba con el tono cortés de siempre.

—¿Te acuerdas de Armand de San Gimignano? Resulta que es íntimo amigo del hombre a quien sirves, el poderoso cardenal Rodrigo de Borja.

Caterina se estremeció. Había jurado la regla: nadie en los estados itálicos que conociera su secreto debía seguir vivo. Vaciló. Era Eimerich… y no podía hacerlo sin más. El corazón no le había fraguado lo suficiente y apartó la daga.

—¡Márchate antes de que me arrepienta!

Eimerich la miró con intensidad.

—Has cambiado, Caterina. En unos días he sabido de ti más que en todo este tiempo.

Ella esbozó una sonrisa taimada. Habían pasado cerca de dos intensos años desde que lo despidió en el puerto.

—No soy la única. —Señaló la túnica negra bajo la capa—. ¿Has tomado los votos?

—Es el hábito estudiantil. Curso el segundo año de artes.

—Es lo que siempre quisiste.

Caterina lo veía distinto. Ya no era el despierto criado que había llegado del hospital, sino un apuesto joven de mirada intensa y curiosa. Lucía una barba recortada que le otorgaba solemnidad. La asaltó una oleada de nostalgia y se volvió para que no lo advirtiera; no quería generarle ilusiones vanas.

—Nada queda de aquella joven, Eimerich.

—¿Ni siquiera afecto?

Se sentían extraños, conscientes del abismo que los separaba.

—Sé que no ha pasado tanto tiempo, pero para mí son recuerdos de la niñez.

—Estoy de acuerdo —siguió él—. A las pocas semanas de marchar al convento te fugaste con don Felipe de Aragón, pero en Valencia creen que de Gandía pasaste al convento de Santa Isabel de los Reyes, en Toledo. Tu padre gastó una fortuna para ocultarlo, aunque te ha desheredado.

Caterina bajó el rostro, avergonzada. Sin embargo, le intrigaba saber cuánto había averiguado el antiguo criado y dejó que hablara con un matiz de reproche.

—En una torre de Bellreguard propiedad del hijo del cardenal, don Pedro Luis de Borja, entre plantaciones de canyamel, vuestro idilio fue tan apasionado como breve, pues en primavera el maestre de la Orden de Nuestra Señora de Montesa regresó con sus huestes a la guerra de Granada bajo las órdenes directas de su tío el rey. Por desgracia, en julio de ese mismo año encontró la muerte tras caer herido en una escaramuza cerca de Baza.

Caterina sintió cólera y vergüenza ante un relato que no reflejaba la pasión, la felicidad y la profunda pena que la arrasaron entonces.

—Eso es pasado.

—Tu padre te repudió en secreto. No podías regresar y aborreces la vida que él puede ofrecerte, por eso gracias a Pedro Luis de Borja, que murió a primeros de septiembre de ese año viajaste a Roma. Su padre, el cardenal, mantiene una tupida red de informadores y cuenta con agentes infiltrados en cortes y palacios. El prelado vio que la última amante de su amigo don Felipe tenía aptitudes y arrojo, de modo que te propuso lo que tanto ansiabas: vivir al margen del corsé que ciñe a las mujeres honradas.

Eimerich fue incisivo como un cirujano. Nada quedaba del sirviente dócil al que Caterina jamás mandó una carta. Sentía deseos de abofetearle.

—Sé que te instruye una enigmática mujer francesa a la que todos llaman Selena. Con sus mil personalidades ha sido durante décadas los ojos y los oídos del astuto cardenal que lleva tres papas sin perder el importante cargo de vicecanciller. Pero Selena ya es mayor y necesitaba una sustituta…

Caterina sabía que debía matarlo allí mismo, a su primer amor, y comunicar al cardenal que alguien filtraba información de los agentes.

—Armand conoce bien vuestras consignas y me indicó que antes de dejar que me degollaras te mostrase esto.

Le enseñó un anillo de oro con un toro de gules terrasado. Era el emblema de los Borja. Caterina lo tomó en la mano. Se había entrenado para advertir si el interlocutor mentía, pero con Eimerich no hacía falta.

—Aún no has respondido a mi primera pregunta. —Lo miró molesta—. ¿Qué haces aquí? ¿Fue el monje quien te contó que estaba en Florencia? Tú y yo ya no tenemos nada que ver.

—No fue eso lo que nos prometimos la última noche en el establo —repuso él con sequedad—. Creo que Armand y don Rodrigo desean que unamos nuestras fuerzas. Ha sido tu señor el que nos ha revelado tu pasado oculto. Tengo mucho que contarte, Caterina.

Ella asintió levemente. Si eran ciertas sus palabras, debía escucharlo.

—Me temo que hemos acumulado secretos inconfesables, Eimerich. —Guardó la daga y lo cogió del brazo para ayudarse—. Terminemos esta conversación en un lugar más agradable.

La llama de la sabiduría
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