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Mientras en Bolonia Eimerich se daba de bruces con el pasado, en Cáller, la capital de Cerdeña, la noche se pobló de fantasmas… o eso corría de boca en boca por las estrechas calles de la ciudad. El miedo contagiaba los cuatro distritos, pero las miradas de los sardos se dirigían siempre hacia el barrio más alto de la ciudad, Castello, donde residían los nobles y los oficiales, catalanes y valencianos, que desde hacía más de un siglo gobernaban la isla como parte de la Corona de Aragón. Ellos habían traído las sombras en forma de mujer.
Tras varios días de lluvia la brisa marina quebró el manto de nubes y la luna pudo mostrarse plena, iluminando con reflejos oníricos la urbe y el puerto. Algunos soldados que oteaban sobre la muralla del barrio de Stampace señalaron las extrañas luminarias que se deslizaban entre los árboles hacia campo abierto, alejándose. Las autoridades y el obispo estaban advertidos, pero aún no se había actuado. Todos comenzaban a temer la cólera de Dios.
Las luces se movían por viejas cañadas evitando las aldeas y las casas dispersas. Llegaron otras de poblaciones cercanas y convergieron en una antigua nuraga, una torre troncocónica de grandes bloques levantada hacía incontables siglos. Miles de ellas salpicaban la orografía de la isla. Se decía que pertenecieron a un pueblo llegado tras el Diluvio y que los romanos ya las encontraron abandonadas. Cerdeña era una tierra antigua, llena de secretos.
Las luces se apagaron, pero quienes las portaban siguieron silentes hasta un páramo rocoso situado en medio de una arboleda donde había antiguas tumbas labradas en la roca. Dos antorchas iluminaban un hipogeo esculpido en una ladera. En el dintel aparecían cinceladas dos serpientes que a la luz trémula parecían reptar como si ansiaran encontrarse en el centro. Un viaje que les llevaría toda la eternidad.
Se retiraron los mantos oscuros. Todas eran mujeres, bien ancianas, bien jóvenes, aunque algunas prefirieron mantener oculto el rostro tras un velo. Se saludaron con leves inclinaciones sin hablar, respetando el silencio sobrecogedor del vetusto cementerio. Bajo el sepulcro de las serpientes aguardaba una joven de cabellos cobrizos derramados sobre su espalda en suaves hondas, con los ojos cerrados. Estaba sentada en una extraña postura erguida que, decían, aprendió de un hombre venido del otro extremo del mundo.
Sobre ella pasó una lechuza blanca y ululó antes de posarse en la rama de un pino cercano para observarlas con sus ojos grandes y curiosos. Cuando la joven levantó los párpados a todas les pareció que el lugar cobraba un nuevo matiz cromático. Su mirada gris, tierna y profunda, irradiaba una luz intensa.
Un nombre corrió de boca en boca: Irene. Para unas pocas era la primera vez que veían a la escurridiza joven de la que tanto se hablaba, otras habían estado en reuniones anteriores.
—Aunque muchas ya lo sabéis, esta tumba es conocida como la gruta de la Víbora —musitó en la lengua de los conquistadores aragoneses. Algunas eran sardas, pero allí sólo importaba su propio camino personal—. Este lugar es fruto del amor. Aquí yacen las cenizas de Atilia Pomptilla, que ofreció la vida a los dioses a cambio de la curación de su esposo, Lucio Cassio Filippo, enfermo de malaria. Las plegarias fueron atendidas, y cuando ella murió él mandó excavar este mausoleo para que la posteridad recordara el valor de su esposa, su heroico sacrificio. —Se levantó y se acercó a las mujeres—. La cuestión es: ¿quién de entre los mortales puede amar hasta tal extremo? ¿Quién posee tal fuerza y, sobre todo, de dónde procede?
Las damas la miraban extasiadas; a pesar de su juventud, tenía un halo hechizante y su pasado era un misterio. Sostenía un pequeño libro del que parecía extraer la inspiración.
—Durante años estudié en Barcelona con una mujer muy culta. Sabía latín y griego y tenía una especial afición por la mitología clásica, pero fue cuando me vi desahuciada en una remota isla, ante un espejo dorado de aguas tranquilas, cuando comencé a entender el enigma que otras antes ya habían descifrado. Ahora observad.
Dos jóvenes situadas al fondo de la gruta, casi unas niñas, comenzaron a tocar el laúd con notas templadas al ritmo de un pandero. Algunas temieron que el sonido las delatara, pues no estaban lejos de la ciudad. La mayoría de ellas acudían a los encuentros de manera furtiva y a las más pudientes las esperaban sus criados en la nuraga. A pesar de todo, al final se dejaron arrastrar por la suave melodía.
Una muchacha con humildes ropas masculinas y una corona vegetal corrió hacia el centro del coro. Saludó a las mujeres mientras danzaba con una mano alzada y la otra hacia el suelo al compás cálido del instrumento. Entonces apareció otra completamente desnuda y se oyeron exclamaciones de sorpresa. Su cuerpo aceitado brillaba y olía a espliego. Simuló buscar al «rey» y al encontrarse se fundieron en un abrazo. Susurrándose palabras siguieron danzando, girando con sus cuerpos en contacto en un baile lleno de sensualidad hasta desaparecer en el interior de la tumba.
Las damas de menor edad se miraban fascinadas, debatiéndose entre el remordimiento y el deseo de entender la escena. La música se tiñó de matices lóbregos y apareció la «reina», que ahora cubría su desnudez con un manto de plumas de ganso. Se desplazaba temerosa, como si fuera perseguida. Al pasar dejó caer una piel de liebre, un pez seco, abejas muertas y un puñado de granos de trigo. De pronto de la tumba surgió el rey. Lucía la misma corona y el manto de plumas blancas de cisne. Su gesto era iracundo y al hallar a la aterrada reina gritó de júbilo. La atrapó y juntos rodaron en una escena de violencia sexual. Al retirarse dejaron en el suelo dos óvalos de jacinto.
La música cesó de repente y un silencio tenso dominó la necrópolis. Irene agradeció a las jóvenes la representación y se dirigió a las damas, aún sobrecogidas.
—¿Alguna sabría explicar qué hemos visto? Como siempre, os ruego que abráis la mente y que toméis esto como una enseñanza.
—La segunda parte me ha recordado al drama de Leda —indicó una muchacha tímida—. Cuando Júpiter, convertido en cisne, persigue y toma por la fuerza a la diosa Némesis. Ella, en su huida, adopta diversas formas, de ahí la piel de liebre, las abejas y el resto. Leí que de los huevos nacieron las divinidades Cástor y Pólux, la concordia, y las mortales Clitemnestra y Helena de Troya, la mujer que tanto sufrimiento causó debido a su belleza, llamadas discordia.
Los ojos de Irene refulgieron mientras las reunidas murmuraban.
—¡Así es, querida! El drama de Leda ha fascinado desde antiguo a los artistas. Hay infinidad de pinturas y de esculturas de Júpiter en forma de cisne besando los labios de Némesis. En el palacio real de Castello vi una.
—Creo que los cambios de aspecto de la diosa representaban el paso de las estaciones y el encuentro con el poder fecundador del padre de los dioses —indicó, tímida, una de las más ancianas.
—Los platónicos de la Academia de Florencia ven en el drama el amor arrollador que fluye entre la divinidad y los hombres —siguió Irene al tiempo que miraba con orgullo a la mujer—. Veo que has leído a Plutarco y a Eratóstenes. Sin embargo, ¿cómo explicar la primera parte de la danza?
—Reinaba la armonía entre ellos. Ella parecía llevar la iniciativa…
—En la primera parte son los mismos personajes, aunque es la reina quien persigue al rey —terció dubitativa una mujer de edad con un fuerte acento castellano.
—¿Y qué pensáis?
—Parece el mismo mito pero alterado —apuntó la muchacha.
Irene asintió con una sonrisa enigmática.
—La primera danza nos habla de antiquísimas leyendas que permanecen aún vivas en la isla griega de Creta, donde nació el dios Júpiter. —Levantó el breviario como si contuviera la respuesta—. Efectivamente es el mismo mito, si bien invertido. La primera parte procede de un tiempo ya olvidado, en el que «ellas los miraban a los ojos». Una mujer sabia llamada Elena de Mistra decía que relatos como ése son brillantes perdidos entre la arena abundante de los mitos griegos.
—¿Por qué fue sustituido por el drama de Leda? —quiso saber la joven.
—Ahí radica el misterio, aunque serán otros en el futuro quienes tal vez descubran la causa histórica. —Señaló las serpientes del dintel de la tumba y los poemas griegos grabados en el fondo—. Los filósofos elogian el sacrificio de nuestra anfitriona Atilia, pues su vida no valía tanto como la de su esposo, pero yo os digo que no fue así en el pasado. Mucho antes, hombres y mujeres compartían la misma esencia divina y todos los ámbitos de la vida, incluso la pública. La capacidad de procrear era el legado más valioso y el aspecto femenino impregnaba el mundo. De esa época procede la primera parte de la danza, una leyenda casi olvidada en la que la reina no es forzada.
—¿Fue antes del Diluvio?
—La respuesta nos es esquiva en eso, querida. Sólo restan fragmentos dispersos de esa edad de oro y debidamente alterados. Desde Aristóteles, una mujer es un varón que nació defectuoso, pero yo cuestiono esa verdad.
—¡Eso es oponerse al orden del Creador! —estalló una mujer, escandalizada, desde el otro extremo del corro.
Mey ululó y agitó las alas, espantada. Irene sonrió y se le acercó.
—Sé que me llaman bruja, también lo decían de mi madre, pero no os reúno para adorar al diablo ni para hacer ofrendas a diosas paganas como se me acusa desde los púlpitos. Mi cometido es distinto: desde hace siglos, existe una Querella con posturas que parecen irreconciliables. Desde Hildegarda de Bingen, hace tres siglos, hasta Christine de Pizán las mujeres luchan por su dignidad sagrada. Muchas prefieren alejarse de su destino profesando votos o recluyéndose en casas como las beguinas, siempre cuestionadas, demostrando poder regirse sin el yugo marital; no obstante, las puellae doctae han llevado la Querella al terreno intelectual, pero sus razones son mucho más antiguas y profundas, y algún día los principios patriarcales se tambalearán, pues no tienen un fundamento divino sino humano.
—Pero la Biblia dice que fuimos creadas para que el hombre no estuviera solo, para ayudarlo y cuidarlo.
Irene asintió.
—A eso te respondo con las palabras de la religiosa Teresa de Cartagena, una de las mejores abogadas de la Querella: «Si ése fue el motivo de nuestra creación, ¿quién de los dos goza de mayor vigor, el ayudado o el ayudador?».
Todas sonrieron, e Irene le cogió una mano a la mujer.
—Meditadlo, señora, con la libertad que Dios os concedió por medio de Sophia.
Las jóvenes comenzaron a tocar una música animada mientras Irene saludaba a cada una con alegría. La tensión se diluyó. Las mujeres se reunían en grupos charlando. En algunos rincones algunas se aplicaban aceites a heridas y rozaduras. Otras se examinaban entre ellas lunares o bultos o se cedían herramientas del campo.
—Es maravilloso lo que haces, Irene —le susurró una dama de unos treinta y cinco años con porte elegante y un valioso vestido de seda negra.
—Todo es gracias a vos, condesa —indicó mirando los corros de mujeres.
—Mi madre acogió a la tuya y yo a ti. En estos días he comprendido el profundo respeto que mis padres sentían por Elena de Mistra.
Irene miró con afecto a su preceptora, doña Violant Carròs y de Centelles, la condesa de Quirra. Era la noble con más señoríos y títulos de toda Cerdeña, aunque había tenido una existencia desdichada.
—Aún me queda mucho que comprender de las enseñanzas de mi madre.
—A mí me ha bastado para recuperar la luz que perdí hace muchos años. —La trataba con afecto maternal aunque sólo se llevaran trece años—. Tengo algo importante que decirte esta noche. Han llegado noticias de Valencia. Al parecer tu esposo, Hug Gallach, ha fallecido a causa de la peste que asola la ciudad desde principios de año, aunque ese tal Josep de Vesach sigue con su negocio de esclavos en el hospital y, además, ha sido nombrado lloctinent del justicia criminal por ausencia del elegido. La mayoría de los consejeros, jurados y cargos se han ausentado huyendo de la epidemia.
Irene se estremeció. Desde hacía tiempo presentía que en un día cercano todo daría un nuevo vuelco, pero pensaba que su retiro en Cerdeña sería más prolongado.
Su mente voló hacia un soleado día de marzo en el que apareció una pequeña vela navegando hacia la isla donde quedó abandonada. Sin las técnicas que le enseñó Tora para pescar, no habría superado el terrible invierno en el archipiélago llamado Columbretes, pero finalmente llegaron los primeros buscadores de coral rojo, procedentes de Peñíscola. Tras la sorpresa inicial, al confundirla éstos con un espíritu femenino del agua que decían habitaba en esas islas, se quedaron asombrados. Que una mujer joven, náufraga, hubiera podido sobrevivir tanto tiempo era un milagro, una bendición de Dios, y aceptaron llevarla a Barcelona, donde doña Estefanía Carròs y de Mur la acogió con alegría y recompensó con generosidad el rescate. Se recuperó gracias a los esmerados cuidados de la noble, si bien no era la misma mujer que se había marchado de Barcelona para visitar en Valencia a su padre enfermo un año y medio antes.
Irene había cambiado. Todas las damas bajo la tutela de doña Estefanía pudieron comprobarlo. Sus ojos grises brillaban con el fuego de quien había conocido el amor y el odio, la lealtad y la traición, pero sobre todo de quien había visto la muerte muy de cerca.
El silencio y la soledad de la Illa Grossa le habían brindado la oportunidad no sólo de meditar sobre las reflexiones de su madre y la Academia de las Sibilas, sino sobre lo fútil que era la vida y la necesidad de perseguir sus anhelos sin miedo, con valor.
Sin la menor pista sobre el paradero de Elena, sintió la necesidad de recorrer su mismo periplo. Recordaba que sor Ángela, la superiora del convento de las Magdalenas, le aseguró que su madre había llegado a Valencia procedente de Cerdeña. Así se lo confesó a doña Estefanía, y la noble contactó con su cuñada, la actual condesa de Quirra, quien además de confirmar que Elena de Mistra había estado en Cáller tres décadas atrás mandó una de sus galeras a Barcelona con el deseo de conducir a Irene a sus dominios en Cerdeña.
Pero no viajó sola…
Con las heridas del alma restañadas y la protección de la condesa se había rodeado de mujeres que deseaban iniciar un camino de descubrimiento personal.
Había encontrado serenidad. Pero esa noche, al oír las novedades que provenían de Valencia, se despertaron en ella anhelos aletargados.
—¿Te gustaría regresar? —inquirió la condesa, un tanto apenada—. Piensa que aunque tu esposo ha muerto pesa sobre ti el delito por adulterio. Tu protector, el maestre don Felipe de Aragón, murió en la guerra el año pasado.
No respondió. Junto a ellas las damas comenzaron la segunda parte del encuentro. Como de costumbre, las más acomodadas habían llevado cestas con viandas y ropa usada para las demás. En pago, recibían pequeñas ampollas de fango con aceite hipérico, hierbas y mixturas cuyas fórmulas conocían de sus ancestros. En la iglesia ocupaban lugares alejados y en los festejos unas lucirían largos vestidos y sombrillas mientras las otras acarreaban cántaros de agua camino de la fuente, pero allí, en la tumba de Atilia, Irene pudo lograr en parte lo que su madre consiguió en En Sorell: aprovechar las diferencias para crear un vínculo de solidaridad.
Levantó el brazo. Mey pasó planeando sobre las cabezas de las damas, espantando a algunas, algo que hacía a menudo como si le divirtiera, y se posó sobre la manga del vestido añil, ansiosa por recibir caricias.
—En Valencia quedaron muchas cuentas pendientes y un hospital que atender. Aquí los rumores sobre mí infestan la ciudad y temo poneros en peligro.
—Aunque tu vil marido ha muerto, ¿en qué ha cambiado todo?
—En que ya no tengo miedo, doña Violant. Llegué a la Illa Grossa perdida y aterrada, pero cuando me rescataron comprendí que mi camino no concluía aún. Doña Estefanía lo percibió, y por eso estoy aquí con vos.
—Mi cuñada siempre ha velado por mí —adujo la condesa—. Enterrar a un marido amado y a dos hijos en tan sólo dos años pocos corazones lo resisten; tu fuerza es ahora la mía. Sería egoísta si tratara de retenerte. Tienes mi bendición y toda mi ayuda.
—Tristán murió a causa de algo oscuro e intrincado que sigue latente. —Irene frunció el ceño—. En parte deseo recuperar el hospital por él, para saber por qué me lo arrebató Hug. Además, creo que allí sigue oculto el camino que podría llevarme hasta mi madre. Sin mi esposo, todo será más fácil.
—Sin embargo, ahora tienes algo muy valioso que proteger.
Dejó marchar a Mey y se acercaron a la entrada del mausoleo de Atilia. La muchacha que había hecho de rey permanecía junto a una niña de algo más de un año que dormía envuelta en mantas de lana. Irene se inclinó y le besó la frente. Una lágrima quedó brillando en la mejilla sonrosada. En sus rasgos suaves veía la faz de Tristán. Era lo único que le quedaba de su amado. Aquella vida se había aferrado a su vientre en los peores momentos y la ayudó a no dejarse vencer por el desánimo en la isla. Aún recordaba con una sonrisa la cara anonadada de los pescadores de Peñíscola cuando vieron su abultado abdomen. La niña había nacido ya en Cáller, en el castillo de San Miguel, propiedad de la condesa, quien fue su madrina de bautismo.
—Tu hija quedará bajo mi protección —indicó doña Violant, tratando de sosegar su tribulación—. Dispongo de nodrizas. La cuidaré y educaré como si fuera mía. Sé que será un calvario para ti separarte de la pequeña Elena, pero el viaje puede ser peligroso… —La dama entornó la mirada—. Sobre todo al lugar al que te dirigirás primero.
—No os entiendo.
Doña Violant la contempló ceñuda. Irene dedujo que desde que había recibido la noticia de la muerte de Hug la condesa meditaba las posibilidades de su protegida.
—Debes ser astuta, como te aconsejaba aquel hombre, Tora. Ir directa a Valencia es un suicidio y nada conseguirás. La ciudad es un caos a causa de la peste. Acudirás primero al rey para rogar un indulto bajo la justa razón de que el matrimonio es nulo conforme al derecho canónico y reclamarás la propiedad de En Sorell, que te corresponde por herencia. Conozco muy bien a don Fernando y redactaré una carta abogando por tu causa. —Observó con gravedad a Irene—. Desde el verano se encuentra con su ejército sitiando la ciudad de Baza, cerca de Almería. La tenaza contra los moros de Granada se estrecha y la guerra se acerca a su fin, pero el asedio está siendo penoso, han muerto miles a causa de las heridas sufridas en combate y de las epidemias.
Ella comprendió.
—Con mi experiencia seré bien acogida en algún hospital de campaña.
—Los atienden clérigos y religiosas. El rey es generoso con todos los que ayudan en su empresa.
Irene asintió. Aunque no le resultaría fácil recuperar su sueño, lo lograría. Abrazó a la niña dormida; confiaba en que la separación fuera breve.
Dos jóvenes entraron y entre risas se la llevaron al exterior. Las damas se habían animado a danzar al son de la música. Cogidas de las manos, daban vueltas y reían. Comenzaron a saltar y a cantar mientras se pasaban un pellejo de vino de pasas, dulce y espeso. Acaloradas, más de una se desprendió de la capa y el corpiño mientras otras giraban levantando sus vestidos entre carcajadas y bromas.
Las damas de Cáller no adoraban a Satán, ni los muslos desnudos eran el inicio de una pecaminosa orgía, pero una mirada fanática bien podía ver todo aquello y el tormento durante el interrogatorio daría alas al delirio. Muchas mujeres ardían en piras obligadas a confesar horribles crímenes de dudosa realidad.
Con el peso de la inminente marcha, Irene se dejó contagiar por la alegría. Danzó con el resto de las mujeres para que las penurias quedaran cautivas en las viejas tumbas.