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Anochecía cuando Caterina entró sigilosa en la oscura iglesia de Santa Catalina. Era un templo gótico con naves de crucería, erigida sobre una antigua mezquita tras la conquista de Valencia por Jaime I. La tenue luz que penetraba por los esbeltos ventanales de alabastro le confería una atmósfera de sereno recogimiento. Su aya, como cada día que acudían, se acercó a la capilla de San Lorenzo, cerrada con una verja, donde se enterraban los Coblliure, y rezó hacia la tumba de Beatriu, la madre de Caterina. La joven, sintiéndose culpable, se encaminó al trasagrario, formado por una pequeña cripta bajo el altar mayor. Con su padre asistía a vigilias en aquel recogido espacio y sintió nostalgia. La niña huérfana que rezaba con fervor por la memoria de su madre ya no existía. Con los ojos enrojecidos, se arrodilló para orar y meditar sobre su futuro inmediato.

Acababa de llegar del Grao, donde toda la familia y los criados despidieron al primogénito Garsía y a Eimerich, que partían hacia Livorno, el puerto en el que desembarcarían en su viaje hasta Bolonia. Por si no volvía hasta finalizados los estudios, micer Nicolau entregó a su hijo varias letras de cambio para costear primero el bachillerato en artes y luego el doctorado en decretos y cánones. Garsía las tomó sin disimular su alegría, pensando en las algazaras de estudiantes tan mencionadas en la escuela de Antoni Tristany.

Caterina compartió con Eimerich una intensa mirada cargada de cálidos recuerdos y un comedido deseo de que Dios lo guardara. Él sonreía mientras acariciaba el humilde anillo que llevaba en su dedo.

El día siguiente era su turno para partir. En la alcoba estaba dispuesto el arcón con los vestidos más recatados y austeros para la vida en el convento. Había decidido dejar en la casa el bastidor de bordar; jamás terminaría aquellas deformadas flores.

En la intimidad del trasagrario sacó la breve nota que un lacayo de don Felipe le había entregado con disimulo. La propuesta de fuga era una locura que sólo se vivía en los libros de caballerías. La emocionaba y la aterraba. Tenía presente las advertencias de su padre y de Eimerich, pero sus labios aún retenían el recuerdo del beso ardiente que tanto la turbó. La decisión que tomara marcaría el resto de su vida.

Lentamente el trasagrario se vació y el silencio la envolvió. Oyó un crujido a su espalda. Gostança, cubierta con el velo, la miraba sonriente. El corazón se le desbocó.

—Has sido astuta, Caterina. Un ardid impecable, he de reconocerlo. —Levantó su cepillo de plata y le mostró cómo brotaba el estilete del mango—. Eres inteligente y sin escrúpulos. Habría sido interesante tenerte como aliada y no de adversaria.

Caterina se levantó y retrocedió lentamente.

—¿Qué queréis de mí?

—Para eliminar la ponzoña que envilece mi alma he tenido que hacer grandes renuncias y sufrir penalidades —siseó la otra mientras se desvanecía su sardónica sonrisa—. Ayudaste a Irene a escapar… y mi agonía se prolonga, pero no será por mucho tiempo. Morirá en el mar y con ella todo lo que enseñó su maldita madre. Sólo quedará Elena por encontrar, y espero que En Sorell me desvele dónde se oculta.

—¡Dejadme marchar! —jadeó Caterina.

—Te marchas para ocultarte, pero los Coblliure merecen un castigo. —Con la daga señaló la salida del trasagrario, donde se ubicaba la capilla de San Lorenzo, la tumba de su madre—. Tú y tu entrometido criado acabaréis juntos en ese sepulcro.

Gostança se aproximaba lentamente. Tenía el manto desplazado y un mechón de su oscura melena se le derramaba sobre un hombro. Nunca la había visto tan de cerca. Sus facciones eran las de una diosa; bella y distante.

Caterina retrocedió hasta que su espalda chocó con una talla de la Virgen de los Inocentes. Cuando la enlutada llegó hasta ella, empujó el pedestal de mármol. La pesada columna basculó y la imagen cayó sobre la agresora con un sonoro estruendo. Gostança profirió un alarido de dolor y renqueando se escabulló por el acceso antes de que los fieles entraran alarmados.

—¡Caterina! ¡Virgen santa!—exclamó el aya María, jadeante.

La joven, aún tratando de calmarse, advirtió un destello entre los restos destrozados de la escultura. Con disimulo se apoderó del cepillo de plata y se lo guardó bajo el cinturón de seda. Dos clérigos la ayudaron a ponerse en pie y se atusó el vestido mientras la criada le recomponía la mantilla.

—¡No sé qué ha pasado! —se excusó, simulando estar compungida y aterrada—. Creo que tropecé. ¡Dios mío! —Tomó del suelo la cabeza coronada de la Virgen y se la entregó a uno de los clérigos—. Mi padre entregará diez libras para novenas y misas.

—Ha sido un accidente, gentil dama —adujo el clérigo, pesaroso.

Cuando abandonaron la parroquia aún temblaba. Sabían que Gostança no estaba sola en aquella mascarada, sino aliada con los Dalmau y tal vez con Josep de Vesach, del que decían usaba En Sorell para su negocio de esclavos como si fuera suyo, con la aprobación de Hug Gallach. Pero esa noche la dama había hablado con palabras extrañas y opresivas como si lidiara a su vez una lucha personal y solitaria. Sólo sabía de un anhelo potente y desgarrador que justificara tanta crueldad: la venganza.

Antes de llegar a la calle dels Juristes pasaron por delante de un taller de cuero y correajes para caballerías en la calle de la Corretgeria. En la puerta, dos aprendices se enfrentaban al ajedrez con toscas piezas de madera. El antiguo juego causaba furor en Valencia, y desde hacía décadas en la urbe se practicaba con nuevas reglas que dotaban de mayor dinamismo y variedad a la lid.

Curiosamente, pensó Caterina, una de las novedades fue conceder a una de las piezas libertad de movimiento, convirtiéndola en la más poderosa y letal sobre el campo cuadriculado. Gostança la había calificado de «digna adversaria». En el ajedrez se enfrentaban dos de esas piezas singulares: las damas.

La llama de la sabiduría
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