39

 

 

 

Tristán abrió las piernas cuando la puerta se quedó hecha pedazos al primer golpe. Sin aguardar a que el polvo se asentara, cargó contra el hombre que se asomó y lo noqueó de un mandoble con el pomo del arma. En el exterior de la vieja barraca tres individuos lo azuzaron con sus horcas, pero al ver la espada retrocedieron inquietos.

Tristán se fijó en sus camisas raídas y sus alpargatas de cáñamo. Eran campesinos.

—¡Será mejor que os entreguéis! —dijo uno con un ligero temblor en la voz.

—Manteneos a distancia, seguro que tenéis familias que alimentar.

—¡Por eso vamos a atraparte!

El más joven trató de saltar sobre él. Tristán partió con facilidad el fuste de la horca y con una zancadilla lo hizo rodar por el suelo. Antes de que pudiera levantarse le dio una fuerte patada en el vientre para que desistiera. Los otros gritaron desaforados y las antorchas aún lejanas comenzaron a aproximarse. Estaban cercados, sin escapatoria.

—Vete… —musitó Tristán, permitiendo que el muchacho se escabullese gateando.

—Prefiero que sean ellos quienes se lleven la recompensa —musitó Irene.

—¡Señora! —exclamó un hombre joven sin dientes y con el rostro picado.

—Daniel Sicar —lo reconoció, apenada—. ¿Cómo está vuestro pequeño? ¿Han remitido los dolores de vientre?

—En Sorell ha cerrado y no puedo pagar las hierbas —respondió casi avergonzado—. Estoy aquí por eso… Lo lamento, señora, pero tenéis que entenderme.

—¡No, Irene! —gritó Tristán desesperado viéndola moverse.

Ella se acercó al hombre con los brazos bajados, consciente de que no les quedaba ningún resquicio de esperanza. La atraparon enseguida.

—Sólo te ruego que compartas con éstos el pago por mi cabeza. Seguro que también tienen sus propios problemas.

Tristán bajó la espada con los ojos húmedos. En el aciago instante en el que la derrota se cebaba con ellos la amó más que nunca. Entonces llegaron varios soldados y los rodearon apartando a empujones a los campesinos.

—¡Ven aquí, maldita bruja! —ordenó uno señalando a Irene con su espada.

—¡No! —se opuso ella—. Estos hombres me han capturado, de ellos es la recompensa.

El soldado se le acercó y la asió sin miramientos por el brazo.

—¡Te digo que vengas, ramera!

Hubo un destello, y salió despedido con una brecha en el hombro.

—¡Que rece antes quien ose rozar a esta mujer antes de que llegue el justicia! —gritó Tristán volteando la espada con habilidad. La ira comenzaba a dominarlo.

Dos soldados atacaron. La recompensa era demasiado jugosa y ellos sí tenían armas de verdad. Tristán saltó hacia delante protegiendo tanto a la joven como a los aterrados campesinos. Las espadas chocaron, pero los soldados empezaron a intuir que no podrían domeñarlo. Sólo la debilidad y los dolores que aún arrastraba mantuvieron la lid en equilibrio. Tristán evocó a Jacobo de Vic. Si iba a ser el último combate, lo libraría conforme a los dictados del viejo caballero. Se serenó para contener las estocadas con movimientos precisos y comedidos. Estudiando el estilo de los adversarios. Casi disfrutó del duelo, dejando, vanidoso, que admiraran su pericia.

La táctica impacientó a los soldados. Ya eran media docena los que rodeaban a los adúlteros, increpando, temiendo ver la recompensa comprometida. El primero en lanzar un ataque definitivo buscó el borde inferior del jubón. Tristán fintó y su hoja trazó un arco. El soldado profirió un alarido y la espada salió despedida con la mano aún aferrada al pomo. El guardia se alejó gimiendo y apretándose el muñón sangrante. Otro sonrió creyendo que no tendría que repartir el premio, y la distracción le costó un tajo profundo en el muslo. Cayó a tierra con un alarido, tratando de contener la hemorragia con las manos.

—¡Basta! —rogó Irene a Tristán, implorante—. Basta de sangre…

Tristán la miró. En sus pupilas grises sólo había vida, no muerte, y con furia clavó la espada profundamente en el suelo. Todo había acabado.

—¡Cuarenta libras! —exclamó uno de los soldados, exultante.

Los rodearon como alimañas ante una presa indefensa. A ninguno parecía conmoverlo el gesto de Irene que, sin duda, había salvado más de una vida deteniendo el estoque certero de Tristán. Él se acercó a ella.

—Te amo, Irene.

Los soldados se abalanzaron sobre el doncel y en el suelo comenzaron a patearlo, ignorando los gritos desesperados de la joven.

Entonces el trote de unos caballos hizo temblar la tierra y todos se volvieron.

—¡Guarda tu espada, soldado! —ordenó una voz imperiosa aún lejana—. Estos dos están bajo la protección de la Orden de Nuestra Señora de Montesa.

Reconocieron sobre un corcel negro a mosén Francesc Amalrich, el justicia criminal, pero la atención convergió en el caballero de jubón negro y en la dama de cabellos dorados y sugerente corpiño que iba a lomos de una montura blanca de guerra.

—Don Felipe de Aragón —musitaron algunos guardias.

Un par de caballeros jóvenes de Montesa ayudaron al juez a desmontar y éste se aproximó con paso brioso.

—He sido informado de que este hombre y esta mujer no son los fugitivos que buscamos.

Los presentes se miraron desconcertados; aquello no tenía sentido.

—Pero, señor…

—¡Silencio! ¡Ya me habéis oído! No son ellos.

Tristán se levantó del suelo y observó a Irene, que se acercaba temblorosa. Don Felipe de Aragón descabalgó ágil y, con prestancia, ayudó a Caterina. El noble se llevó a los detenidos aparte.

—Se os permite abandonar la ciudad —susurró sin disimular la impresión que todavía sentía—. Agradecédselo a una leal amiga que esta noche ha hecho que los prohombres de la ciudad se postren a sus pies.

Irene miró desconcertada al apuesto caballero, y al reconocer a Caterina se abrazó a ella con fuerza. La hija del jurista les explicó lo ocurrido y el secreto de la verdadera identidad de su marido.

—Señor, ¿sabéis algo del caballero Jacobo de Vic? —demandó Tristán.

—Aún no, y me temo que ha caído víctima de este turbio asunto. En cuanto a ti, como tu superior te ordeno que acompañes y protejas a Irene en su exilio para evitar una venganza de los poderosos Dalmau.

—¿Y qué ocurre con En Sorell? ¡Si Hug no es quien dice ser, ese matrimonio es nulo, mi señor!

El noble negó circunspecto.

—Puede ser, pero el trámite ante el tribunal eclesiástico sacaría a relucir secretos luctuosos de la ciudad que esta noche han quedado sepultados para siempre.

Tristán apretó los puños; sin embargo, no quiso contrariar al maestre de la orden, seguía bajo su autoridad. Miró a la lejanía y musitó una oración por el alma del viejo caballero mosén Jacobo de Vic, al que ya no esperaba ver con vida.

Don Felipe se volvió hacia las damas.

—Irene Bellvent —comenzó con gravedad—, considerad esta oportunidad como un milagro. Caterina y su familia se han granjeado poderosos enemigos y les debéis gratitud. Se ha pactado silencio por silencio, lo que supone que la acusación de adulterio, aunque sea falsa, permanece y que vuestro esposo mantiene la propiedad del hospital. Se ha aceptado para impedir que se ahonde más en el asunto y evitar represalias de los Dalmau contra todos los que estuvieron presentes en la reunión, pero si no os desterráis estará en peligro vuestra vida y la de los Coblliure.

Ella asintió sin decir nada. La noche despejada permitía vislumbrar el contorno irregular de Valencia. Perdido entre viviendas, palacios e iglesias, se hallaba el hospital por el que tanto había luchado. Con todo, aún le resultaba más doloroso pensar que no tenía ninguna pista sobre el paradero de su madre. Desterrada de la ciudad, intentaría buscarla de algún modo.

—Mi consejo es poner agua de por medio —recomendó el noble—, eso encarecerá buscaros y urdir una venganza.

A una señal del maestre cuatro caballeros silenciosos se acercaron. Al contrario que él, vestían la túnica y la capa blanca de la orden.

—Los jurados han mandado a la guayta que se abra con discreción el portillo del Portal Nuevo. Dos de mis lacayos os acompañarán hasta las afueras de la ciudad y seguiréis solos. —Besó la mano de Irene—. Que Dios os guarde. —Luego se volvió hacia Tristán—. Sé fiel y honorable, Tristán de Malivern. Todavía estás bajo la jurisdicción de Montesa… pero ya no podremos protegerte.

Un criado de don Felipe repartió monedas a la guayta y a los voluntarios para dispersarlos. Irene y Tristán se despidieron de Caterina con lágrimas y le encomendaron despedirlos ante Eimerich. Los caballeros insistieron en emprender la marcha cuanto antes.

—Que tengáis ventura en este nuevo periplo y rezad para que Dios os permita a ambos redimir vuestros delitos algún día. De momento, conviene dejar pasar el tiempo.

Con la despedida de don Felipe resonando funesta, Irene y Tristán abandonaron la ciudad en plena noche. Atrás quedaban muchas preguntas y enigmas, y otros tantos enemigos. A pesar de los deseos del noble, los fantasmas del pasado eran demasiados para poder eludirlos.

La llama de la sabiduría
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