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Con paso furtivo entraron en el vestíbulo desnudo y austero del convento de Santa María Magdalena. Caterina tiró de la cuerda que hacía sonar la campana de aviso tras el torno. Los cuatro se miraron tensos; tras ellos Nemo permanecía en silencio, pensativo. Tora y Romeu se habían marchado a la ermita para recoger sus cosas, y al día siguiente comenzarían a armar la Santa Coloma mientras urdían alguna treta para poder sacarlos de la ciudad. El oriental deseaba ayudarlos como si quisiera saldar una antigua deuda y Romeu no dudaba en complacer a su singular amigo.
Caterina se presentó a la portera del convento como la hija de micer Nicolau Coblliure y requirió la presencia de la abadesa, sor Ángela Marrades, para tratar un asunto de extrema urgencia. Eimerich insistía en que debía regresar con su padre, que ya estaría fuera de sí, pero ella se mantuvo inflexible. A ambos iba a costarles cara aquella correría. Tras una angustiosa espera se descorrió el cerrojo del portón que daba acceso al convento. Una monja con toca y hábito pardos se asomó por el vano.
—Ave María Purísima —musitó Caterina.
—Concepit sine peccatum —respondió la monja, recelosa, y observó a los cinco.
—Mi nombre es Irene Bellvent.
Sor Ángela la miró sorprendida y la puerta osciló en sus manos.
—¡Madre! —le rogó antes de que cerrara—. He sido víctima de una trampa terrible que mañana conocerá toda la ciudad. Os imploro cobijo y la posibilidad de explicarme. —Sin dudar, le mostró el breviario—. Sé de este lugar por mi madre, Elena de Mistra. Tenía en gran estima a sor Teresa de los Ángeles…
Se oyeron voces, y la monja los apremió para entrar. Cerró de un golpe y echó un pestillo más grueso que su propia muñeca.
Sor Ángela precedía la marcha bajo la arcada del claustro que rodeaba un patio totalmente anegado por la lluvia, con un antiguo pozo en el centro.
—Este convento no tiene una clausura rígida pues vivimos de la caridad y el trabajo manual —susurró de manera casi inaudible—. Os refugio porque En Sorell siempre ha atendido a nuestra congregación. Sólo exijo silencio y discreción para no turbar el descanso de las hermanas. Falta poco para el rezo de maitines.
El cenobio era antiguo y austero. Pasaron por delante de la sala capitular de paredes encaladas, sin apenas mobiliario ni bellas imágenes. Llegaron a la cocina, y la madre cerró con pestillo. Les ofreció unos mendrugos de pan, higos y queso viejo, antes de escuchar una minuciosa versión de lo ocurrido.
—Veo en vuestra mirada la verdad, pero no la inocencia —indicó mirando alternativamente a Irene y a Tristán—. Sin embargo, por el amor y la ayuda que tu madre siempre nos brindó me hallo en la tesitura de convertirme en cómplice de este turbio asunto. Éste es un convento pobre donde la falta de un puñado de nueces se nota. Las que pagan la dote para entrar aquí no son hijas de la nobleza, pero entre las hermanas hay parientes de miembros del Consejo de la Ciudad y no puedo responder por su silencio.
—Yo costearía su sustento, sor Ángela —indicó Caterina—. Mis criados traerán comida a diario mientras estén ocultos aquí.
Sor Ángela negó, visiblemente incómoda.
—Es imposible que se queden en el convento, pero tenemos un pequeño alberch en la calle de la Acequia Podrida. No está lejos, y cubiertos con unos viejos hábitos no os costará llegar. Traed aquí la comida y una hermana de confianza la llevará. Es cuanto puedo ofreceros.
Irene miró a Tristán y ambos asintieron.
—Todo lo ocurrido me resulta estremecedor —musitó sor Ángela, pensativa—, primero aquellas terribles muertes y ahora esto. —Observó a Irene—. Es como si tu familia estuviera maldecida.
—El origen de tanta penuria está en esa misteriosa mujer, Gostança de Monreale, que pretende acabar con todo lo que mi madre creó.
La monja bajó el rostro y jugueteó nerviosa con el crucifijo de madera.
—Fuiste valerosa en el accidente de la Lonja y en la riada. Elena fue una mujer notable, pero tú te has convertido en una heroína. Lamento el modo en que ha terminado todo.
La joven negó levemente. Más bien se sentía zarandeada por la Providencia. La hermana siguió estudiándola y Eimerich aprovechó la oportunidad.
—Madre Ángela, habéis acogido a la hija de Elena de Mistra por la amistad que mantenía con sor Teresa, pero nunca habéis querido hacer público las circunstancias de su muerte. Saberlo ayudaría a entender eso que llamáis «maldición».
—¡Murió de una infección! —afirmó la abadesa con demasiada vehemencia.
Eimerich, sin replicar, se acercó al fogón y tomó un pequeño carbón.
—¿Os suena esto? —Sobre la mesa dibujó el contorno de una máscara.
La monja abrió los ojos y se santiguó.
—¿Cómo lo sabes? ¿Quién…?
—Aparecieron con la muerte de doña Angelina Vilarig, del mestre Simón de Calella y de Andreu Bellvent. Aunque se lo negasteis a Joan de Ripassaltis cuando acudió a preguntaros al respecto hace unos meses, sospecho que aquí también. Es la marca de Gostança.
La hermana negaba, pero la seguridad de Eimerich acabó derrumbándola.
—¡Dios mío! No sabemos qué ocurrió. Tal vez entró por el huerto o haciéndose pasar por una feligresa. Hallamos a sor Teresa en la capilla… ¡con la lengua amputada! Se había ahogado en su propia sangre. Aterradas, quemamos la máscara en fuego bendecido e impuse absoluto silencio a la comunidad bajo pena de azotes y expulsión.
—¿Por qué sor Teresa? Muchas otras mujeres también acudían a En Sorell.
—¿No lo sabéis? —dijo la monja, alterada—. Sor Teresa, doña Angelina y Elena llegaron juntas a Valencia desde Cáller, en Cerdeña. Creo que les costeó el viaje la condesa de Quirra. Puede que con ellas viajara alguien más, pero no lo recuerdo. Teresa fue el nombre que ella eligió para entrar en las dominicas. En realidad, se llamaba Sofía y era criada de Elena de Mistra ya en Constantinopla.
Todos se volvieron hacia Irene, quien se encogió de hombros, desolada.
—Ni siquiera sabía que había estado en esa isla —musitó—. Mis padres jamás hablaban del pasado, y mi madre no ha dejado nada escrito sobre ese lugar.
—Llegaron de Càller huyendo de una tragedia —explicó sor Ángela—. Nunca me explicaron qué pasó. Elena estaba recién casada con Andreu, y la noble Angelina lo hizo a su vez con Felip de Vesach algún tiempo después. Sofía sintió la vocación de monja dominica, o simplemente prefirió el refugio de unos muros más gruesos.
—En el breviario mi madre sólo indica de sor Teresa de los Ángeles que escogió este convento porque es especial. Además, cuenta con una nutrida biblioteca.
—¿Mencionaba a las Magdalenas? —demandó la monja, un tanto inquieta.
—Dice que poseéis una prueba que demuestra la pervivencia de una vieja tradición que era importante para las damas de su… academia.
Sor Ángela abrió los ojos, pero no dijo nada. Todos comprendieron que sabía a qué se refería. Suspiró lentamente.
—Me llamáis «heroína», cuando sólo soy una mujer más —prosiguió Irene—, indefensa y humillada. Lo he perdido todo. Os pido que antes de marcharme me dejéis contemplar lo que mi madre consideraba tan importante, para avanzar en sus lecciones. Prometo respetar vuestro silencio.
El lamento de la joven quebró las reticencias de la religiosa.
—Es algo que pronto se perderá para siempre. Tal vez convenga que otros ojos ajenos al convento la contemplen… Acompañadme a la capilla de la Trinidad.
Iluminados con un candil, salieron a un huerto embarrado tras el edificio y llegaron a una pequeña ermita de aspecto ruinoso adosada al muro de tapial.
—La tradición cuenta que las Magdalenas se fundó en tiempos de Jaime I alrededor de una celda donde una condesa acusada públicamente de vida licenciosa fue emparedada de por vida. El despiadado marido, para que fuera conocida la vileza de su conducta, obtuvo permiso del rey y alzó este convento al lado de la mazmorra, que sería refugio para mujeres arrepentidas y lugar para expiar sus pecados carnales. La condesa acabó sus días rodeada de otras damas que abrazaron la rigidez de aquella vida, hasta que en 1287 acogieron el hábito de la Tercera Orden de Santo Domingo.
»Se dice que en esta ermita estaba la mazmorra, y ha sido durante siglos lugar de peregrinación para mujeres que buscaban impregnarse de la fortaleza de aquella primera dama que prefirió la celda antes que una penosa vida con un marido cruel. Las dominicas actuales nada tenemos que ver con sus primeras moradoras, pero conservamos la tradición y esta extraordinaria capilla por ser alimento espiritual y muestra de que son los hombres y no Dios quien desprecia a las mujeres.
»Durante generaciones, muchas oraron aquí y las damas de esa academia solían acudir a menudo. Aquí está la prueba que tanto apreciaban…
Entraron y los cuatro se miraron, decepcionados. Era un cubículo minúsculo y polvoriento de planta cuadrada. La humedad había dejado oscuros regueros en los muros de piedra. Una antigua imagen de la Virgen con el Niño, con restos de policromía en los pliegues, presidía el altar sin adornos.
—En los lugares más humildes es donde se pueden encontrar los mayores tesoros. Esta capilla es para nosotras la piedra del Arquitecto desechada.
Tomó una banqueta para situarla en una esquina y cedió el candil a Tristán, al que hizo subir para que iluminara la bóveda. El doncel alzó la vela y apareció un fresco mal conservado y con manchas de humedad.
—Observad la pechina orientada al este.
En el espacio triangular apareció una imagen de la Trinidad representada en tres figuras humanas que brotaban del mismo cuerpo. Rodeados de una aureola dorada, el Padre aparecía a la derecha, con barba blanca, y el Hijo a la izquierda, con barba cobriza, de aspecto joven. Entre ambas estaba la imagen del Espíritu Santo, con una larga melena y facciones delicadas; compartía la misma aureola divina y brotaba del mismo cuerpo, pero se había representado claramente en forma de mujer.