32
Tristán e Irene corrían por la calle de Aluders. Resultaba difícil avanzar sin ser advertidos por las partidas de guaytas; además, a la caza se habían sumado jóvenes de la nobleza y la burguesía deseosos de acción y de la posible recompensa.
Tristán mostraba síntomas de agotamiento y la angustia crecía en ambos. Se hallaban cerca del convento de San Francisco, pero Irene ya no sabía en quién confiar y no quería perjudicar a los frailes que tanto habían ayudado al hospital.
Doblaron por la calle de les Flors y con el agua hasta casi las rodillas se ocultaron bajo una arcada.
—La ermita de San Miguel está demasiado lejos —musitó ella apocada.
Tristán quiso transmitirle ánimos, pero oyeron nuevos gritos:
—¡Allí, allí están!
Sin apenas tiempo de valorar las opciones volvieron a alejarse. Entonces oyeron el ulular de una rapaz sobre los tejados.
—¡Es la lechuza de Tora! —indicó Tristán, esperanzado—. Debemos seguirla, su dueño estará cerca.
Tratando de orientarse se internaron por un estrecho callejón cubierto de estiércol y desperdicios que doblaba varios recodos hasta terminar en una tapia mohosa.
—¡Es un atzucac sin salida! —exclamó Irene.
Tristán se detuvo maldiciendo. El callejón ciego, vestigio del tiempo de los árabes, era una ratonera. Oyeron a sus perseguidores adentrándose con cautela.
—Nos ocultaremos entre los restos.
Se cubrieron con fango, ladrillos y maderos podridos. Los perseguidores aparecieron con palos y cuchillos. Con temor, Irene y Tristán advirtieron que eran cinco.
—¡No han podido salir de aquí! —exclamó uno que parecía estar ebrio.
Registraron con los palos la basura que en las esquinas superaba la cintura. Las ratas saltaban chillando en busca de refugio. Irene, con los párpados cerrados, trataba de controlar el pánico y las arcadas ante aquel hedor insoportable. Notó que alguna alimaña reptaba por su pierna y apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. Entonces sintió un dolor fuerte en el cuero cabelludo y tuvo que levantarse para que no le arrancaran la melena.
—¡Ya tenemos a la furcia!
Tristán emergió de la inmundicia y de un único golpe lanzó al hombre contra la pared. Los otros se acercaron con sus palos en alto. El primero que atacó hendió el aire. Tristán le arrebató el madero y de un solo golpe lo dejó tendido en el suelo. Pero no estaba en condiciones y los otros atacaron juntos, reduciéndolo.
Sangrando por la nariz y la boca, lo obligaron a arrodillarse. Miró de soslayo a Irene con una pena inabarcable. Ella quiso acercarse, pero se lo impidieron manoseándola sin pudicia.
—¡La hija de Bellvent! ¡Una diosa! —exclamó uno haciendo una mueca lobuna—. ¡No tendremos otra oportunidad de hacerlo con una mujer así!
La arrinconaron contra el muro mientras otro individuo la agarraba por detrás para impedir que se moviera. Ella pataleó, pero un puñetazo en el vientre la dejó sin aliento. Ajenos a sus lágrimas, le levantaron el vestido entre risas y comentarios lascivos.
El ulular suave de una lechuza los sorprendió y detuvieron la agresión. Tras ellos, un hombre solitario llegaba al final del atzucac con paso firme. El ave blanca, posada en su brazo, remontó el vuelo y se apostó sobre el voladizo de una de las casas.
—¿Quién es este diablo? —comentó uno, desdeñoso—. Esta fiesta no es para ti. ¡Si deseas una mujer págala en otro sitio!
La respuesta sonó como un gruñido y uno de ellos se acercó.
—¡Dios mío!¿Le habéis visto la cara? ¡Sus ojos parecen dos cortes!
—¡Tora, huye! —gimió Irene al verlo sin ninguna arma en las manos.
El agresor se plantó ante el oriental para impedir que avanzara.
—¡Venga! —le imprecaron los demás—. Dale una tunda y sigamos antes de que lleguen otros y quieran compartir este regalo del cielo.
Tora separó las piernas y su cuerpo pareció vibrar. La mano derecha oscilaba como el movimiento de una serpiente erguida antes de atacar. La extraña posición desató la hilaridad de los tres.
El agresor levantó la maza aprovechando aquella absurda danza y Tora le lanzó un potente golpe en la cara con el borde inferior de la mano. El hombre salió despedido hacia atrás y cayó, inconsciente, junto a Tristán. Tenía la nariz aplastada y la sangre manaba de ella con profusión.
—Pero ¿qué…?
Otro se acercó con el garrote asido con ambas manos. El oriental, como si exhibiera su arma, alzó el dedo índice rodeando la falange con el pulgar. Formaba un ángulo recto con el resto de la mano, como si fuera un carnoso aguijón.
Antes de que su adversario lo alcanzara con el madero, Tora lanzó un potente grito y le golpeó el costado con el dedo. El hombre ahogó un jadeo y cayó fulminado. Los dos que quedaban en pie, aterrados, huyeron sin decir nada. Pasaron lo más alejados posible del extranjero, que permanecía inmóvil, con la mirada puesta en Irene y Tristán. Ella corrió hasta el doncel y le miró las heridas de la cara.
—¡Dios mío! ¿Estás bien?
—Gracias, Tora —musitó Tristán, asombrado por el ataque.
Cuando se puso en pie, la curiosidad lo llevó a acercarse al que había caído bajo el golpe de un solo dedo. Le apartó la capa y le levantó la camisa. Vio un oscuro hematoma no más grande que un ducado de plata entre dos costillas, que se notaban al tacto más separadas de lo normal.
—¿Qué le ha hecho? —musitó Irene, todavía con la voz temblorosa.
—Le ha parado el corazón con el índice —explicó Romeu de Sóller, que se acercaba a ellos por el callejón, acompañado de Caterina, Eimerich y Nemo—. Vi hacérselo a un bandido que nos asaltó en el puerto de Alejandría. Es una técnica muy complicada pero absolutamente letal.
—¿Está muerto?
—Sí.
Tristán miró a Tora y tragó saliva. Él conocía la contundencia de sus golpes, pero no había visto aún el verdadero poder letal de aquellas técnicas. Pasaron ante el otro hombre con la cara hundida como si lo hubieran golpeado con una barra de hierro y, sobrecogidos, abandonaron el infecto callejón.
Irene se abrazó a Caterina y lloró desconsolada. A pesar del hedor adherido al vestido de su amiga, la hija del jurista le acarició el pelo húmedo y cubierto de inmundicias.
Se pusieron al corriente de los acontecimientos. Las dudas sobre la identidad de Hug Gallach fueron un nuevo varapalo para el ánimo de Irene. Por desgracia, el testimonio de la pobre Guiomar no sería tenido en cuenta y en cambio el justicia criminal en persona la había sorprendido con un amante.
—Ha sido una trampa, querida, creo que desde el principio habían previsto que todo acabara así. —Caterina la miró con determinación—. Debes esconderte hasta que podamos aclararlo. Juro por Dios que encontraré pruebas.
Perder En Sorell le había desgarrado el alma, pero no deseaba morir vilipendiada por la ciudad que la vio nacer. Amaba a Tristán y se sentía inocente ante los ojos de Dios; sin embargo, un miedo atroz la atenazaba y le impedía pensar con claridad.
Eimerich veía los labios de Irene temblando, sus ojos vagando entre ellos, pidiendo ayuda. Jamás la había visto así y lo arrolló una inmensa tristeza. Se le acercó y le ofreció una pequeña bolsa de cuero encerada y bien atada.
—Me temo que no podréis volver al hospital; por eso he buscado en vuestra alcoba el breviario de Elena. —Un ligero destello de emoción apareció en los ojos de la joven. Eimerich notó un escozor en la garganta—. Sé que de estas páginas habéis extraído el valor demostrado en estos meses. Ahora más que nunca lo necesitaréis.
Irene lo abrazó sin poder contener el llanto. Cuando se separaron, sacó de entre las páginas una carta y le susurró al oído:
—Es la que me dejó mi padre en la caja. Por si me detienen, prefiero que la guardes tú, Eimerich. No abandones la búsqueda de mi madre. —Esbozó una triste sonrisa rozando la mejilla del afectado criado—. Que algún día pueda saber que lo intenté, que quise seguir sus pasos. Hazlo por mí.
—Hay rondas de guaytas en la ermita de San Miguel —musitó Romeu, consciente de que estaban perdiendo un tiempo precioso—. Debéis buscar otro refugio.
—Hay una opción —adujo Nemo con su rostro oscuro contraído—. El convento de las Magdalenas. Por la memoria de la fallecida sor Teresa de los Ángeles no le negarán refugio a la hija de Elena de Mistra.
Todos se volvieron hacia el criado; parecía tener dificultades para expresar lo que durante tanto tiempo había callado.
—Yo solía acompañarla en sus visitas al hospital y cuando las damas acudían al convento. Había algo allí que ellas reverenciaban, creo que era una pintura que también se encuentra en otros lugares del orbe.
—Es cierto —afirmó Irene levantando el pequeño libro. Miró a Eimerich, pero poco le importaba ya que los demás escucharan sus secretos—. Mi madre afirma que ese lugar es importante para la Academia de las Sibilas.
—Tampoco nos quedan muchas más opciones —adujo Tristán con un brillo de esperanza—. No aceptarán a un varón, pero yo buscaré refugio en cualquier agujero.
Amparados en la oscuridad alcanzaron la plaza del Mercado, donde se alzaba el antiguo convento frente a la Lonja en obras. Al fondo podía atisbarse en las tinieblas el contorno del cadalso, el lugar de las ejecuciones públicas. Irene se encogió, inquieta.
—Hay alguien en la plaza —musitó Nemo asomándose por la esquina.
Un individuo parecía vigilar la confluencia de calles, tal vez con la esperanza de que los adúlteros pasaran por allí. A medida que la noche transcurría, más y más se unían a la búsqueda, azuzados por la generosa recompensa prometida por el justicia.
Estaba a una treintena de pasos en medio del fango. No era un hombre de armas pues lucía ropas de artesano, pero era imposible acercarse sin ser descubiertos.
—Romeu —murmuró Tora con voz gutural.
Todos se volvieron sorprendidos. El mallorquín asintió y se adelantó. Del cinto sacó una larga tripa de cabra unida a una cazoleta de cuero.
—Honda… —volvió a gruñir Tora con un malicioso brillo en sus ojos rasgados.
Los habitantes de las Pitiusas tenían fama de grandes honderos desde antiguo. Las viejas historias hablaban de cohortes enteras en tiempos de los romanos y su puntería era legendaria.
—Mi abuelo era pastor, él me enseñó de niño —explicó Romeu.
Sacó del zurrón un canto redondo de río. Lo colocó en la cazoleta y asió los dos extremos de la tira. Se equilibró y comenzó a voltear la piedra hasta que el zumbido quebró el silencio de la plaza. El sujeto se volvió, intrigado, justo cuando Romeu lanzaba. El impacto en el hombro le hizo proferir un leve grito y se arrodilló encogido. Tora corrió hasta él y con un seco golpe lo dejó sin sentido.
Los demás miraron anonadados al sonriente Romeu.
—No se puede cruzar medio orbe si no se tienen algunos recursos.
Ocultaron el cuerpo del artesano bajo las sombras de un portal y se guarecieron en el pórtico del convento. Irene cogió la mano de Tristán y lo atrajo hacia sí. Su mirada había recuperado en parte el fulgor al sentir el afecto de sus aliados, pero era realista.
—No he estado a la altura y lo he perdido todo salvo el escrito de mi madre.
—Puede que con eso sea suficiente —dijo Tristán con convencimiento, de la misma forma con la que se había ganado su corazón—. Saldremos de ésta y refundarás la Academia de las Sibilas.
Sólo eran vanas esperanzas, pero con los ojos empañados Irene lo besó, ignorando que estaban en compañía. Eimerich lanzó una fugaz mirada a Caterina, que observaba a Irene admirada. Su gesto, libre y espontáneo, parecía haberla impresionado.
En la planta superior de la Casa de la Ciudad, dos grandes ventanas de triple ojiva cubiertas con papel encerado derramaban su resplandor sobre los grandes charcos de la calle de Caballeros. En la magnífica estancia del Consell Secret, se celebraba una intempestiva reunión convocada por el justicia criminal.
Al fondo de la cámara, Hug Gallach yacía arrodillado ante el altar consagrado a san Miguel, bajo el portentoso artesonado de casetones con florones encarnados. Por toda la madera policromada aparecían motivos fantásticos y escudos del Reino en bandas bermellones sobre campo de oro. Los tapices representaban el Juicio Final, el Paraíso, el Infierno y el Ángel Custodio. Se estremeció ante la advertencia de aquellas obras maestras: sin duda él tendría un juicio difícil cuando compareciera ante el Altísimo.
Sentados en sus recargadas sedes pero sin las gramallas rojas, las gorgueras ni los bonetes, los seis jurados se miraban con el semblante grave, acompañados por el racional, un escriba y Miquel Dalmau como abogado de la ciudad y miembro también del consejo del hospital de En Sorell. Escuchaban el relato del justicia.
—Me resulta difícil concebir que la hija de Andreu Bellvent, a la que vimos luchar a brazo partido en el puente del Mar, haya podido cometer tan abyecto delito —dijo Joan de Vilarrasa, uno de los jurados elegido del brazo militar.
—La vi desnuda junto al doncel Tristán de Malivern, un escudero protegido hasta ahora por los caballeros de la Orden de Nuestra Señora de Montesa —alegó el justicia con disgusto—, pero ahora el delito lo ha cometido en Valencia.
—Es el hombre que ella propuso como esposo, lo que revela que la relación pecaminosa es anterior al momento de desposarse —terció Miquel Dalmau con gesto torcido.
—¿Creéis que debería intervenir la Santa Inquisición? —demandó circunspecto el jurado Jaime Pelegrí.
Bernat Català, el racional, negó vehemente. Al igual que otros miembros del consejo era converso y no quería ni oír hablar de esa institución.
Hug se acercó a las cátedras y se inclinó cortés.
—Nadie hay en Valencia más avergonzado y humillado que este que presenta sus respetos a los honorables miembros del Consell Secret. Bajo la mirada de nuestro Ángel Custodio, sólo pido justicia, no crueldad con mi esposa ni su amante.
—Eso ya no os compete, Hug Gallach —adujo el justicia—. La ofensa es también contra Dios y su grey.
—Habrá que determinar qué hacer con el hospital —musitó Bernat Català.
—Nuestros Fueros son claros al respecto —indicó el abogado Miquel Dalmau—. Este vergonzoso crimen será el fin de los donativos que se recibían para su sustento. Dudo que los Sorell deseen seguir manteniendo esa casa abierta y que su apellido quede unido a la vergüenza; aunque, sea como sea, la decisión corresponde a Hug en exclusiva.
—En Sorell está totalmente impregnado del recuerdo de la mujer que me ha humillado. Lamento confesarlo, pero no me siento con ánimos de proseguir su labor por el momento. La única ayuda que pido a los jurados es que se autorice el traslado de los acogidos a otros hospitales, si puede ser esta misma noche, sin bando ni pregón. Me gustaría evitar las habladurías.
—Así se hará, a costa del erario público —concluyó el racional, sorprendido ante la premura de Hug por cerrar el hospital—. ¿Qué haréis con los criados?
Hug siguió hablando, apocado.
—Intuyo que Irene no habría podido mantener el engaño sin su connivencia.
—¿Deseáis que los detengamos por cómplices?
—Es gente humilde que ha hecho mucho bien a la ciudad. Son leales a su señora, algo que todos los que tenemos criados deseamos. No sería de buen cristiano hacerles pagar por este pecado, así que me limitaré a expulsarlos. Ruego a sus señorías que no se los considere dignos de crédito ante cualquier acusación que realicen contra mi persona, pues sin duda será falsa y manipulada por su dueña.
La cuestión fue zanjada con un asentimiento unánime de los presentes.
—Sois un buen cristiano y de corazón generoso —musitó Joan de Vilarrasa—. Yo jamás habría aceptado tal afrenta sin hacer pagar con la vida a todos los que pudieran estar relacionados con el adulterio.
Nadie replicó. Era una actitud habitual de la nobleza, que solía derivar en violentas bandosidades por la ciudad.
Mosén Francesc Amalrich tomó la palabra de nuevo.
—Ya se han dado órdenes para que una vez abiertas las puertas nadie salga de Valencia si no es a cara descubierta. Carruajes de todo tipo, mercancías sólidas y líquidas serán revisadas a conciencia, y he anunciado una recompensa de cuarenta libras a quien los capture vivos.
—¿No creéis que es un importe excesivo? —inquirió el caballero.
Francesc asintió.
—El necesario para quebrar lealtades.