28

 

 

 

A la mañana siguiente Irene, con una camisa blanca y un sencillo vestido verde de lino sin mangas, ayudaba a Joan Colteller y Pere Spich a entablillar una pierna en la sala de curas. Le fue imposible descansar y seguían sin tener noticias de Isabel.

Mientras se limpiaba en la jofaina entró Nemo, contrito.

—Acaba de llegar vuestro esposo.

Irene lo vio aparecer con las calzas cubiertas de barro y aspecto agotado. Miró sus manos como si esperara verlas manchadas de sangre.

—¿Dónde estabas, Hug? —inquirió ella recelosa—. Hacías falta en el hospital. Isabel ha desaparecido. ¿Has tenido algo que ver?

—Estuve con miembros de la Junta de Murs i Valls en el Portal Nuevo, mis criados te lo dirán —le espetó mordaz, harto de las formas de su esposa delante de terceros—. ¡Parece que tú, en cambio, desatendiste tus obligaciones en el hospital! ¿Quién te acompañaba en el puente del Mar? ¿Regresaste sola a casa?

Irene sintió un escalofrío. Podían haberlos estado espiando.

—¡Será mejor que nos calmemos! —indicó mestre Colteller, incómodo.

—No sé nada de esa criada, pero nos ha ahorrado el trabajo de tener que echarla —adujo Hug encogiéndose de hombros—. Encontraremos otra.

Irene miraba ansiosa la puerta. Tristán le había propuesto marcharse, y en ese instante lo anhelaba con toda el alma. Nada indicaba que Hug tuviera algo que ver en aquella nueva desgracia, pero la desconfianza entre ellos iba en aumento. Hizo un esfuerzo por serenarse. Si Hug sabía algo de su encuentro con Tristán y callaba era porque estaba tan interesado como ella en consumar el enlace para que desplegara todos sus efectos legales.

—Hay mucho que hacer aquí, Hug, y aunque el temporal amaina la ciudad no está fuera de peligro —adujo Irene con sequedad, sin mirarlo—. Si deseas esperar en el hospital, las estancias del administrador son ahora tuyas también. Además, quiero que exijas a Vesach que se lleve a los esclavos… —Cruzó por su mente un fugaz recuerdo—. Excepto al llamado Altan, al que desearía liberar y contratar para que ayude a Nemo.

Él se encogió de hombros y le acercó el dedo al rostro, pero al verla apartarse se contuvo, ofendido.

—Ya hablaremos de eso. Hoy será nuestra noche de bodas y el palacio Sorell está a nuestra disposición, Irene, y si bien comprendo tu dolor, recuerda que por fin lograrás legitimar tu cargo de spitalera. Sé que dudas de mí, pero te demostraré que estás en un error. Sólo espero que me seas fiel y que olvides a ese doncel parricida con el que sigues viéndote, según dicen.

Irene se estremeció. La acusación había sido ante los dos físicos. Hug saludó cortés y abandonó la casa. Joan Colteller tomó una banqueta y se sentó al lado de la joven.

—Ya sabéis que os tengo en gran estima, Irene, y aunque todos dudamos de la capacidad de vuestro esposo para administrar el hospital, no podéis rehuir la ley. En Sorell debe tener un varón al frente y una esposa leal y servicial apoyando la gestión. Admitidlo y aceptad a Hug, veréis como lentamente las brumas se disipan. Nadie os pide que lo améis, sólo respeto y mucha discreción.

No tuvo fuerzas para replicar. Se sentía más sola y desamparada que nunca.

Pasó la mañana de un lado a otro, acompañando a los médicos en sus rondas por las cuadras. Siempre que pasaba por el patio miraba el portón de la entrada, confiando en ver los ojos tiernos de Tristán tendiéndole la mano para escapar de aquella pesadilla. Temía la llegada de la noche y el próximo encuentro con Hug en el tálamo.

Pero el doncel no apareció. Romeu y Tora llegaron buscándolo tras el rezo del ángelus a mediodía, y la decepción se convirtió en inquietud. En la capilla, bajo la mirada hierática de santas y sibilas, aceptó su destino de mujer: unirse a un hombre que no amaba. A cambio vería cumplido su mayor deseo: dirigir En Sorell y seguir atenta hasta que apareciera alguna pista que la condujera a su madre.

 

 

Durante la tarde la lluvia cesó por fin y Valencia dio gracias al Ángel Custodio. El caudal del Turia descendía y aunque tenían que lamentar destrozos y muertes, la urbe había medrado durante siglos siempre enfrentada a un río amado y odiado, generoso y traicionero. La séptima riada quedaría registrada en los anales de la Historia y, como en las anteriores, enterrarían a los ahogados, limpiarían el fango de las casas y alzarían de nuevo los puentes con orgullo. Tampoco esa vez la capital del reino renunciaría a su paraíso de clima templado y fértiles huertas.

Arcisa penetró en las dependencias del administrador con aire solemne y despertó a Irene, que dormitaba junto al hogar.

—Señora, no podéis presentaros así ante vuestro esposo. —La miró de arriba abajo con disgusto. La melena le caía en mechones apelmazados, salpicada de fango. Su piel tenía una tonalidad grisácea, con restos de hollín y tierra—. Primero vais a comer y luego os prepararemos para la noche de bodas. Hemos subido la bañera y Vicencio, el apotecario, os ha traído un regalo muy especial: Agua de la Reina de Hungría.

—Pero ¡ese alcohol es carísimo!

—¡De cedro y romero! Dicen que cuando la reina tenía setenta años parecía una doncella gracias a ella. —Le guiñó un ojo con picardía—. Con esa esencia recuperaréis vuestro aspecto lozano de siempre para enloquecer a vuestro esposo.

Irene asintió en silencio simulando hallarse temerosa ante lo que se avecinaba en el tálamo nupcial. Conocía el amor y el placer, valiosos recuerdos a los que aferrarse. Se sometería a Hug y se convertiría en una oscura matrona, discreta y rígida, pero jamás olvidaría las veces que se sintió una mujer con Tristán.

La llama de la sabiduría
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