20
Tras una larga espera, un tañido singular de la Caterina se expandió por Valencia esa noche, e Irene sonrió agradecida en el patio. Pere Comte había cumplido. El ritmo lento semejaba a los latidos de un gigantesco corazón; el que palpitaba en su pecho. Sentía miedo, pues de nuevo en aquellas circunstancias estaba sola frente al problema, pero aspiró con fuerza y entró en la capilla. Pasó ante los reunidos y tomó una cruz alta de madera usada para los cortejos.
El rezo enmudeció ante su postura erguida. Cuando habló, su voz temblaba:
—Los que podáis andar acompañadme en esta noche de penitencia para que todos contemplen los estragos del hambre y se dignen ayudarnos. —Entonces se dirigió a los frailes que flanqueaban a fray Ramón—. Lo que oís es El latido de la sibila, una llamada a los corazones de buena voluntad de todas aquellas mujeres que una vez pasaron por esta casa. Hace mucho tiempo de eso, y no sé si nos escucharán. —Señaló la mortaja del pequeño—. Pero por él despertaremos a las damas.
Se extendió un murmullo. Algunos se santiguaron como si hubieran oído una sacrílega salmodia y otros la observaban en silencio, juzgando su valor.
—Señora, no tenemos autorización para acaptar en la ciudad —indicó fray Ramón mirándola con inquietud. Los miembros del consejo lo refrendaron.
Por única respuesta Irene inició un canto cadencioso. Al principio apenas era audible, pero luego elevó el tono y resonó hasta en el patio. Durante una eternidad cantó en soledad erguida junto al cuerpo del niño. La angustia se apoderó de su alma y su voz se tornó ronca. Cuando estaba a punto de desistir, avergonzada, otra voz se sumó. Era Isabel, llorosa. El eco de su timbre suave pero dominante hacía meses que no se oía en la casa y conmovió a los presentes. Arcisa la siguió junto con dos ancianas. Una extraña sensación de serenidad impregnó los ánimos de los presentes.
—Es El cant de la Sibil·la —explicó fray Ramón con los ojos vidriosos—. Es el que entona el niño que la representa en los misterios durante la vigilia de Navidad.
—¿Por qué ése? —preguntó Eimerich anonadado. Eran los versos susurrados por Andreu Bellvent en su lecho de muerte y que figuraban en la tumba de Elena.
—Era el himno de las damas —comentó el fraile.
Irene comenzó a derramar lágrimas cuando casi una docena de voces coreaban las antiguas estrofas. En el exterior, la Caterina llamaba colándose a través de los postigos de fastuosos palacios y de decrépitas casas.
Cedió la cruz a Eimerich y avanzó hacia la puerta con paso solemne. Una vez en el exterior se convertirían en la esperanza de algunos y en un problema para otros, pero tenía que hacerlo. Nemo cargó el féretro en la carreta y el cortejo fúnebre abandonó En Sorell hacia las oscuras y tortuosas calles del centro de la ciudad cantando con sentimiento las terribles profecías de la sibila. Sobre ellos la cúspide del Miquelet brillaba con una hoguera que ardía día y noche, señalando que eran tiempos de paz para la ciudad; dos fuegos significaban peligro de asedio o asalto. Esa noche su tañido indicaba que Valencia también debía velar por sus habitantes hambrientos.
Tristán se dejó caer en la arena teñida de sangre, exhausto, sin prestar oído a la mezcla de palabras de aliento e insultos. El ambiente se había caldeado en el Trinquet con altercados violentos y amenazas entre la agitada concurrencia. Un hombre se acercó y le echó un cubo de agua fría. Con las manos doloridas y los nudillos descarnados se frotó el rostro para limpiarse la sangre que le dificultaba la visión. Tenía partido el labio, una brecha en la frente y la cara hinchada, pero al fondo yacían inconscientes los dos primeros adversarios. Respiraba con dificultad y escupía babas sanguinolentas, pero había vencido.
Entre el público que jaleaba le pareció atisbar a Hug Gallach mordiéndose las uñas, aunque inmediatamente se perdió entre el gentío. Una turbia sospecha se le alojó en el pecho. Arlot era un miserable, si bien tenía un particular sentido del honor con los que le hacían ganar dinero y, a juzgar por su faz exultante, la noche resultaba propicia. Confiaba en que cumpliría su palabra.
Cuando se levantó apoyándose en la valla lo asaltaron agudos dolores en el pecho y el costado. Había llevado al límite su cuerpo y era una locura seguir adelante. Pensó en Irene, en zambullirse en el estanque gris y cálido de sus pupilas. Apretó los dientes y extendió el brazo hacia la puerta del granero; la señal convenida para retar a un nuevo contendiente.
Estalló una algarabía jubilosa y las apuestas corrieron tanto como el vino. Al momento se formó un pasillo por el que se acercó un hombre de unos cuarenta años, bajo y recio, de piel pálida y ojos rasgados. La ovación inicial se convirtió en un rumor de desconcierto y alguna carcajada. Tristán no recordaba haber visto a nadie con ese aspecto. Por doquier se oía decir «oriental» y «ruta de la seda». Comenzaron a cambiar las apuestas; no lo creían rival para aquel joven que ya había tumbado a dos fornidos luchadores.
Sin embargo, Tristán sabía que Arlot siempre dejaba lo mejor para el final. El extranjero lo estudió con disgusto al verlo tan maltrecho. Parecía no desear combatir con un adversario debilitado y discutió en una lengua extraña con un mallorquín que hacía de intérprete. Éste negó y lo instó a entrar en la arena.
El oriental se descalzó y, tras un nuevo cruce de miradas, efectuó una extraña reverencia con las manos juntas ante el pecho. Tristán no halló ira ni ansia en sus negras pupilas como en la mayoría de los luchadores, sino serenidad y atención. Su actitud le recordó a Jacobo de Vic y empezó a inquietarse.
El doncel atacó primero, pero sus puños descarnados sólo hendieron el aire. El otro anticipaba cada golpe limitándose a esquivarlo. Imprimió más vigor a los puñetazos, pero el oriental los interceptó todos con los antebrazos mediante movimientos precisos y rápidos como destellos. El silencio descendió sobre el granero; nadie había visto antes aquella manera de luchar. El extranjero era más peligroso de lo que aparentaba.
Sin previo aviso contraatacó profiriendo un potente grito gutural, pero no lo hizo con los puños; su pierna derecha trazó una curva en el aire elevándose hasta la oreja y Tristán salió despedido hacia la valla. Aturdido por el dolor y con un intenso pitido en los oídos, notó que la boca se le llenaba de sangre y escupió un trozo de muela. Observó de soslayo al adversario, inmóvil, concediéndole tiempo para que se recuperara. Ni una sola vez logró golpearlo y ya no le quedaban fuerzas para resistir más ataques como aquél. Una siniestra evidencia se abrió camino en su mente embotada: iba a morir en la arena.
Irene caminaba con la mirada puesta en la mortaja, guiando la procesión por las calles oscuras que conducían hasta la plaza de los Apóstoles y la de la Llenya. Cuatro hombres con velas iluminaban el cadáver del pequeño Gaspar. A las criadas y los pacientes se sumaron vecinos, y el clamor resonó en la noche. Temían que la guayta o la propia Inquisición hicieran su aparición, pero no se arredraron.
El ritmo regular y sereno de la campana precedía la comitiva. Las ventanas y los postigos se abrían al paso del cortejo fúnebre. Algunos se santiguaban y otros los recriminaban por interrumpir su descanso. Irene era el centro de atención y cantaba con fuerza, confiada en lo descrito por su madre. Se acercaron canónigos de la seo para rogarles que regresaran al hospital y velaran allí al niño. No sería ni el primero ni el último que moriría de hambre.
Pasaba el tiempo, y el entusiasmo menguó. Algunos abandonaron el cortejo mientras otros comenzaban a mirarla incómodos. A la joven le dolía la garganta, y las voces fueron languideciendo. No había ocurrido nada.
—Deberíamos regresar —musitó Arcisa a su lado.
Irene la miró avergonzada. La sensación de fracaso le llegó como un duro golpe y asintió sofocada. Estaban junto al edificio del Almodí, el granero de la ciudad, cuando hizo un gesto a Nemo para regresar. La procesión enmudeció, pero ella, sumida en la angustia, no captó el murmullo a su alrededor.
—Señora… —musitó Ana, sobrecogida.
Levantó el rostro y vislumbró escurridizas sombras en la noche. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Amparadas en la oscuridad y ocultas bajo sus mantos aparecían, dejaban algo en el suelo y se alejaban en silencio. Sin hablar ni descubrir su rostro. Así se describía en el breviario.
Llúcia se acercó a Irene con lágrimas en los ojos.
—¡Mirad! —Abrió un viejo pañuelo—. ¡Son acelgas!
—¡Han dejado cebollas, ajos y calabazas! —dijo Caterina, que ya había corrido para curiosear una cesta.
El murmullo se convirtió en un rumor agitado de alabanzas. La joven lloró de alegría y alivio al contemplar cómo se operaba el milagro. Siguieron la marcha recogiendo cestos, sacos o pañuelos. Como si esperaran que la joven bendijera aquel maná, le presentaban pan de centeno y alfalfa, legumbres, quesos, tiras de tocino, pescado y frutos secos. Pequeños fragmentos de vida para los hambrientos de En Sorell surgían en las esquinas, los portales y los rincones. Vio la gratitud dibujada en cada semblante de los pacientes que iban con ella.
Una de las escurridizas damas se acercó a Irene acompañada por dos criadas. Caterina, siempre atenta, le musitó al oído:
—¡Es doña Eironis de Montpalau! Es amiga personal del rey.
—Hace muchos años Peregrina la curó de lombrices —explicó Arcisa—. Fue generosa con el hospital y solía acudir a las reuniones de Elena.
—Eres muy valiente, Irene, al igual que tu madre —afirmó la dama con la mirada brillante—. Si conservas El latido de la sibila es porque la verdad no ha desaparecido. Acepta nuestra ofrenda, pero a cambio debes conservar lo que ella te legó.
Sin dejar que Irene pudiera decir nada se escabulló.
El tañido de la Caterina cesó de manera abrupta. Irene tuvo un presentimiento y apremió al cortejo para regresar cuanto antes a En Sorell. Iban cargados de víveres y exultantes, pero en la plaza de les Mosques un grupo con antorchas les impidió el avance. Con paso decidido llegaba el caballero Francesc Amalrich, el justicia criminal de ese año, y una docena de soldados. Lo seguían un clérigo y dos hombres a los que conocía: Johan Català y Pere Çapota, los mayordomos de los hospitales En Clàpers y De la Reina, respectivamente. Cuchicheando entre ellos observaban ávidos las casi dos docenas de sacos, cestos y pañuelos mandaderos.
—Irene Bellvent —comenzó mosén Francesc—, esta procesión no es conforme a costumbre ni está autorizada. ¿Podéis explicarme a qué se debe?
—Señor —respondió ella conteniendo el miedo—, acompañamos el féretro de un niño fallecido por falta de comida. Como manda nuestro Redentor: «Pedid y se os dará». —Señaló las viandas recogidas—. La ciudad ha cumplido el mandato divino.
—No es propio de una dama sin permiso de su esposo emprender una iniciativa semejante —replicó un monje con el hábito de los Predicadores—. Y aún me escandaliza más que nuestros hermanos franciscanos la secunden.
—Puede que al convento de los dominicos no, pero a En Sorell ha llegado el hambre, hermano —replicó fray Ramón con acritud.
—La seo ha tañido de un modo singular. Tal vez la Inquisición debiera investigar qué ha inspirado a la hija de Elena Bellvent a comportarse así…
—¡Será mejor que nos calmemos! —exigió el justicia a los monjes.
Pere Çapota, el administrador de De la Reina, se acercó. Había sido amigo de Andreu Bellvent, pero no parecía acordarse de los favores prestados.
—El conjunto de los hospitales está pasando por la misma situación, Irene. Los recursos son escasos para todos, y no podéis recoger limosna en Valencia si no contáis con la licència d’acaptes que concede el rey.
—Señor, En Sorell no cuenta con ayudas de la ciudad.
—Pedir para un hospital sin el privilegio es desobedecer directamente la voluntad del monarca. —Çapota miró directamente al justicia—. Si la han perdido por su negligencia y se le permite, lo pondremos en conocimiento de nuestro soberano.
—¿Qué sugerís entonces?
—Estas viandas deben ser para los que están en posesión de las licencias.
Irene notó que las piernas le flaqueaban.
Tristán luchó con desesperación, pero jamás se había enfrentado a un adversario con ese extraño estilo. El extranjero podía concentrar toda su fuerza en dos nudillos, en la base de la mano o convertir sus pies en potentes arietes.
Sangrando por la nariz, la boca y un oído, jadeaba encorvado, ya incapaz de erguir la espalda. El oriental lo rondaba como un felino; a pesar de su semblante frío, también parecía sorprendido de que aún se tuviera en pie. Tristán hizo un último intento desesperado; la única posibilidad era tirarlo al suelo, y así, con su último aliento, saltó sobre él. El extranjero lo esquivó y con los nudillos de las falanges le golpeó un punto preciso en la base del omóplato. El joven abrió los ojos por un súbito dolor insoportable y cayó arrodillado, con la espalda arqueada e incapaz de moverse.
Todos los reunidos quedaron en silencio al ver al famoso Tristán paralizado, a merced del oriental. El otro, como si supiera cuánto tiempo duraría el efecto de aquel singular golpe, se acercó a la valla para hablar con el mallorquín. La muchedumbre se enardeció, y Arlot llegó gesticulando. Tradujeron las explicaciones del rufián al luchador y éste permaneció pensativo, observando con interés al maltrecho doncel.
Regresó frente al joven, que ya comenzaba a poder moverse. Mirándolo a los ojos, el extranjero levantó el brazo con la mano apuntando al cuello, como el hacha del morro de vaques.* Los presentes contuvieron el aliento. Todos habían visto la potencia de aquellos golpes. Tristán supo cómo iba a morir; se encogió de manera instintiva, pero su cuerpo aún no lo regía la voluntad.
El oriental profirió un terrible grito y descargó. Tristán pudo sentir una oleada de energía sin dolor atravesándole la garganta, pero aun así seguía vivo. Aterrado, alzó la mirada. La mano se había detenido en seco junto a su cuello. Los ojos negros y rasgados brillaban.
—Honor —pronunció su adversario con un extraño acento.
El extranjero se dio la vuelta y saltó con agilidad la valla de madera, caminando hacia la puerta del granero. Un estruendo de voces hizo temblar el local. Si abandonaba el combate antes de que el otro cayera inconsciente o muerto se lo consideraría derrotado, y varios se acercaron recriminándole al ver peligrar sus jugosas apuestas. Un individuo ebrio quiso detenerlo con malos modos y salió volando de un golpe, con la nariz rota.
En ese momento Arlot se acercó hasta Tristán. Al joven, con la mirada borrosa, le pareció ver algo de compasión en sus ojos.
—¡Jamás habíamos visto nada semejante! —Observó su maltrecho cuerpo y chasqueó la lengua—. No sé si sobrevivirás, muchacho… Sea como sea, te prometo que la licencia es para el hospital y me aseguraré de que esta misma noche se entregue.
Tristán trató de asentir, pero la oscuridad lo engulló y se desplomó sobre la arena empapada con su sangre.
Hug se aproximó sobrecogido. El pisano le entregó el documento.
—Espero que tengas una mínima parte del valor de este joven y que devuelvas la licencia a su dueña. —Mientras le tendía la licència d’acaptes levantó un dedo a modo de advertencia—. Cásate cuanto antes y págame las setecientas libras que me debes. Que no se te ablande ese corazón podrido.
El otro asintió con una sonrisa siniestra, tratando de disimular el miedo.
—Una vez celebrado el enlace, ni Irene ni el hospital necesitarán ya esos fondos.
Pere Çapota y Johan Català, los mayordomos de En Clàpers y De la Reina, discutían con micer Nicolau, el abogado de En Sorell. Irene trataba de intervenir, pero ninguno se avenía a escucharla. Finalmente habló el justicia. Aunque lo hastiaba la actitud de rapiña de aquellos dos, debía acatar la ley.
—Las viandas quedan confiscadas y a disposición de los hospitales que sí han acreditado la tenencia del privilegio.
Estalló un clamor disconforme entre los congregados, y los soldados se acercaron dispuestos a intervenir con las armas. Irene hizo un gesto a sus criados para que dejaran las cestas en el suelo. La última esperanza se había desvanecido, y más que nunca echó de menos a su padre.
—Me temo que no será necesario proceder a ninguna confiscación, honorables caballeros —dijo una voz jadeante mientras se acercaba al grupo.
Hug Gallach apareció ante ellos con uno de sus criados, sudoroso por la carrera.
—Me han informado de que estabais aquí. Traigo la licència d’acaptes de En Sorell —afirmó solemne mientras sonreía a su prometida.
Un rumor se extendió entre los presentes. Irene no salía de su asombro. El justicia y los mayordomos revisaron el documento a la luz de una antorcha.
—Es auténtico, no cabe duda.
—Este documento fue robado hace unas semanas del interior del palacio Sorell, falto de vigilancia y sirvientes por estar desocupado en esta época. —Miró a su prometida—. Lo lamento, Irene, no quería preocuparte. Llevo mucho tiempo corroído por la angustia, pero al fin supe por mis criados que estaba en posesión de un rufián del Partit llamado Arlot. El doncel acusado de parricidio, Tristán de Malivern, ha luchado para recuperarla, hecho que lo honra; no obstante he tenido que ser yo quien convenciera a Caroli para que devolviera la licencia. —Al ver que el rostro de Irene perdía el color, asintió funesto—. Rezaremos por ese joven… Me temo que no sobrevivirá. Sin duda os aprecia mucho, Irene.
Las miradas convergieron en ella, ausente. Sólo pensaba en Tristán.
El justicia corroboró públicamente la validez del documento y una gran ovación estalló en la plaza mientras se afanaban en recuperar las cestas. Irene se acercó a Hug. No entendía la extraña manera de su proceder, pero se sentía avergonzada.
—He cumplido mi parte, Irene —musitó él, extrañamente frío—. Ahora tú debes cumplir la tuya. Ansío unirme a ti en esta lucha.
No percibió sinceridad en sus palabras y la asaltaban serias dudas sobre el papel de Hug en la cuestión de la licencia; sin embargo, lo que habían recogido esa noche duraría apenas tres semanas, no más. La licencia garantizaba el flujo de víveres y además necesitaban la donación prometida para cubrir las deudas pendientes.
—Nos casaremos el 28 de octubre, día de San Judas —indicó a su prometido a la vez que lo observaba con intensidad—, dentro de dos semanas.
El hombre asintió, curiosamente aliviado. La noticia corrió de boca en boca. Fue cuestionada por algunos a causa del luto, pero la situación era dramática y nadie dudaba ya que Irene quebraría cualquier frontera física o moral por su hospital.
Mientras el cortejo, protegido por la guayta, regresaba a la plaza de En Borràs, Caterina se escabulló del brazo de su padre y alcanzó a Eimerich, que portaba la cruz.
—Hug miente —le musitó con disimulo.
El joven sonrió. Nada escapaba a la intuición de la hija del jurista.
—Yo también lo creo. Tenemos que averiguar qué esconde.
Caterina miró de soslayo al prometido de Irene caminando en silencio junto a ella.
—Más bien debemos indagar quién es en realidad Hug Gallach.