17

 

 

 

Garsía Coblliure tampoco ha venido hoy, Eimerich? Espero que esté estudiando y no en alguna de sus algazaras.

El aludido dio un respingo, y la banqueta que compartía con otros cuatro criados al fondo del aula crujió. Agarró la tabla para escribir que apoyaba en sus rodillas.

—Hoy se encontraba indispuesto, mestre Antoni —balbució atropellado—. Ya sabéis que su salud es delicada.

Los escasos alumnos soplaron conteniendo la risa. La escuela de Antoni Tristany era la mejor de la ciudad en gramática y aritmética. Impartía lecciones a hijos de honrats, notarios y comerciantes de holgada economía, aunque el recelo por su condición de converso había disminuido el número de asistentes.

El aula era una estancia espaciosa de la planta superior de la casa, bien iluminada por tres grandes ventanales que miraban hacia la calle del Mar, cerca de la judería. Los bancos para una veintena de discípulos acogían ya sólo a siete. Aparte se contaban los cinco criados, que ocupaban la banqueta del fondo; una incomodidad que nunca fue problema para Eimerich. El olor a papel, tinta y libros viejos le parecía el más exquisito de los perfumes, aunque la escasa higiene de los alumnos se acabara imponiendo.

Mestre Antoni deambulaba esgrimiendo su regla de madera.

—No conozco a nadie tan brioso y con los humores tan desequilibrados. ¡Hasta el sabio Galeno se asombraría! Suerte que su criado compensa tan delicada salud.

Se expandió una risotada general mientras Eimerich rehuía la mirada suspicaz del avezado maestro. La convivencia con Garsía no había sido fácil. Nicolau exigía a su hijo que mostrara respeto con su asistente, pero fuera de la casa el muchacho era cruel con Eimerich.

—No obstante, Garsía te habrá trasladado la respuesta a la cuestión retórica planteada ayer sobre el derecho natural —prosiguió Antoni con cinismo. Miró con interés a Eimerich—. ¿Serías tan amable de transmitirnos el fruto de su esmerado estudio?

—Desde Platón hasta santo Tomás, la concepción de lo que es justo se descubre observando los fenómenos naturales. La Creación muestra los principios inmutables que la rigen; justos por necesidad. Eso nos lleva a las leyes universales como «debe hacerse el bien y evitarse el mal» o «la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo».

Los ojos de Antoni brillaron de admiración. El aula se quedó en silencio.

—Excelente, felicita a Garsía —adujo irónico.

—Sin embargo, Garsía no está totalmente de acuerdo —continuó Eimerich con cierta sorna—. No hay autor que interprete el concepto «natural» del mismo modo, ni tampoco hay correlación clara con lo «justo». Por ejemplo, para autores como Aristóteles o Cicerón la esclavitud es natural por existir desde la remota Antigüedad y, por tanto, es justa. En cambio Sócrates y algunos estoicos la repudiaban. Los intereses particulares pervierten la interpretación de la realidad, por eso no hay leyes totalmente justas en ningún lugar del orbe.

—Una cuestión interesante —apuntó Antoni admirado—. Sin duda Garsía habría hecho las delicias de mi maestro de retórica, el monje Armand de San Gimignano, en la Universidad de Bolonia. El viejo profesor habría propuesto una interesante disputatio para debatir el tema.

Eimerich sufrió una conmoción al oír ese nombre después de tanto tiempo. No podía creer que aquella pista surgiera de un modo tan casual, pero así era. Le parecía que habían pasado siglos desde que una noche en el hospital Dels Ignoscents, Lluís Alcanyís lo mencionara al repetir las palabras de mestre Simón de Calella al borde de la muerte. El misterio regresaba en el momento más inesperado.

—¿Te ocurre algo, Eimerich?

—Disculpad, mestre Antoni. Oí hace tiempo ese nombre.

—Muchos valencianos han estudiado en Bolonia, una de las mejores universidades del orbe, y el benedictino Armand fue un gran maestro de retórica.

A Eimerich el pecho le palpitaba con fuerza, pero Antoni retomó la lectio.

La clase fue interrumpida varias veces por gritos y carreras en la calle. A pesar de los golpes con la regla, los estudiantes se abalanzaban a las ventanas. Grupos de desarrapados insultaban y huían de la guayta enviada por el justicia criminal.

—¿A qué se deben los disturbios? —preguntó un alumno llamado Jacme Vives.

—Es por la falta de ocupación y el impago de los censos —respondió otro, Simón Salvador—. Valencia tiene hambre y se culpa al racional por su corrupción.

Eimerich se situó entre ambos. Eran hijos de médico y notario, respectivamente, pero tenían la misma edad y se habían hecho buenos amigos a pesar de la diferencia social.

El maestro no desaprovechó la circunstancia.

—Los clásicos ya afirmaban que no se puede practicar la virtud con el estómago vacío. —Ordenó que regresaran a los bancos y siguió—. Algunos de vosotros tomaréis las riendas de la ciudad, por eso no es malo que reflexionéis sobre la honestidad que debe regir a los gobernantes, algo en lo que Platón incidía en su República.

Simón habló de nuevo:

—Mi padre dice que la guerra contra Granada engrandecerá Castilla a costa de Aragón y que está siendo especialmente gravosa para el leal Reino de Valencia, de donde el monarca está sacando buena parte del dinero para costear sus mesnadas.

—¿Tú qué opinas, Eimerich?

Todos se sorprendieron de que el maestro preguntara a un mero asistente.

—Creo que si las calamidades proceden de Dios no hay más remedio que asumirlas, pero cuando proceden de los hombres son crímenes, y muchos los cometen quienes gobiernan con impunidad. Su codicia trae la desesperación.

—¿Apruebas los disturbios?

Amargos recuerdos de la infancia se agolparon en su mente.

—Cuando se te retuerce el estómago piensas en comer, y de qué manera lo consigas poco importa. Entonces la sangre mancha las calles y la ciudad llora. Esa gente no es más criminal que quienes han causado el hambre por su vileza. El rey lo tolera, pues los necesita para financiarse. Sólo tiene ojos para su gloriosa empresa, la que lo cubrirá de honor ante toda la cristiandad.

—¡Todos estamos llamados a esa gran campaña! —afirmó vehemente Joan de Próxita, el único joven de sangre noble que asistía a la escuela, visiblemente molesto por tener que oír la opinión de un criado—. Nobles y caballeros a luchar con honor en el campo de batalla, y los de tu condición a pasar hambre si es necesario para costear la guerra. ¡Tus palabras son injuriosas! —Miró al resto al tiempo que señalaba a Eimerich—. ¡Esto es lo que ocurre cuando el vulgo empieza a leer y a pensar!

Eimerich se volvió furioso ante la sorpresa general.

—Si tuviera una mínima oportunidad…

Era la primera vez que hablaba sin el permiso de mestre Antoni. Golpeó el banco con la regla antes de que estallara una disputa.

—¡Está bien por hoy, alumnos! Mañana seguiremos.

Mientras se formaba una algarabía para abandonar el aula, el maestro llamó a Eimerich a la tarima y esperó para hablar a que todos se hubieran marchado.

—Mi padre era un modesto sastre que llegó de Xàtiva con su joven esposa. Los primeros años a duras penas lográbamos sobrevivir. También yo conozco la dentellada del hambre, pero las refriegas con un noble no solucionan nada.

—Algún día eso cambiará, mestre Antoni.

El hombre señaló el aula y le puso una mano en el hombro.

—Si eso ocurre, no será por la espada sino por el estudio.

El joven sonrió. Antoni sentía verdadero aprecio por aquel criado aunque lo disimulaba para no ofender al resto del alumnado.

—¿Crees que acompañarás a Garsía cuando marche a la universidad?

Su actitud rebelde había alentado a micer Nicolau a enviarlo a algún Studio General alejado de Valencia, a pesar de haber comenzado el curso el mes anterior.

—¡Nada desearía más! —afirmó enfático, si bien desde hacía dos meses no era ya del todo cierto—. Pero los Coblliure también son conversos, y algunos clientes han prescindido de sus servicios por esa causa. Es posible que lo mande al Studi General de Lleida, que goza de prestigio y está más cerca.

—Aprenderías mucho sólo con asistir a las lecturas.

Tras un breve silencio, Eimerich decidió arriesgarse. Aún sentía la comezón en el estómago.

Mestre Antoni, ese fraile, Armand de San Gimignano, ¿sigue en Bolonia?

—Fue un gran profesor, vivía en el monasterio de Santo Stefano de la ciudad. Hace unos años tuvo un accidente y dejó de impartir la lectio de prima de retórica. No sé si aún vive. —Lo observó con curiosidad—. ¿Por qué te interesa tanto?

Eimerich no respondió; permaneció pensativo, con el ceño fruncido. Al final volvió a mirar al maestro.

—Sé que es absurdo y, disculpadme, pero ¿sabéis si existe alguna relación entre ese hombre y unas máscaras llamadas «larvas»?

Antoni Tristany abrió los ojos sorprendido. Eimerich buscó una excusa.

—Lo oí mencionar a un médico hace tiempo… y siento curiosidad.

El maestro asintió, no muy convencido, pero le gustaba hablar de aquellos tiempos felices de estudiante.

—En el Studio de Bolonia los alumnos se juntan por naciones, según su origen, pero la convivencia genera otros intereses y algunos se agrupan para profundizar en determinadas materias o simplemente para organizar memorables algazaras. Hace ya al menos tres décadas existió una de esas hermandades, llamada las Larvas.

—Espectros…

—Forma parte ya de las historias truculentas que tanto gustan a los estudiantes. Cuentan que se reunían por las noches en la bodega de la Taberna del Cuervo. Vestían raídas capas negras y una máscara de cera, pues estaba prohibido que se reconocieran… Ya me entiendes, algunos temas podían ser sospechosos de herejía. Cada miembro estaba autorizado a llevar a un nuevo alumno, de modo que sólo conocían la identidad del que lo había invitado y la de quien a su vez él aportaba. Con los años, se iban renovando sus miembros.

Eimerich recordó las últimas palabras de Simón de Calella: «Armand de San Gimignano me traicionó y yo he hecho lo mismo con el siguiente…».

—Una cadena… —musitó sobrecogido.

—Así es. Al parecer, siguiendo la moda neoplatónica de los florentinos, debatían sobre antiguos mitos y les fascinaban los estudios de Marsilio Ficino de la Academia de los Medici. Se cuenta que fue larva nuestro paisano el cardenal Rodrigo de Borja, obispo de Valencia y vicecanciller del Vaticano. Sin embargo, ocurrió algo luctuoso y las reuniones cesaron. Lo que pudo ocurrir es fruto de leyendas, pero sin duda hubo de ser terrible. Puede que fray Armand fuera miembro ya que aquello pasó cuando debería de ser estudiante aún. En cualquier caso, lo ignoro.

Eimerich asintió pensativo. Había encontrado una senda tortuosa y olvidada pero que, tal vez, podía ser transitable todavía.

Mestre Antoni, dicen que Bolonia posee el mejor estudio de derecho.

—¡De ambos! Canónico y decretos.

—Tal vez deberíais sugerir a micer Nicolau que envíe allí a su hijo. —Sonrió con malicia—. Si he de elegir, prefiero tomar notas de los mejores maestros.

Tristany lo miró intrigado. Iba a interrogarlo, pero en ese momento apareció Irene por la puerta. Ni siquiera su aspecto agotado mermaba la dulzura en las bellas facciones y la fuerza expresiva de sus pupilas grises.

—¡Irene! —la saludó Antoni—. ¡Qué grata sorpresa!

Eimerich la conocía bien y percibió la angustia en su gesto descompuesto.

—¿Ha ocurrido algo?

De pronto ella se echó a llorar. Antoni miró a Eimerich con gravedad.

—Necesitamos ayuda urgente —balbució—. Ya no sé adónde acudir… y pensé en vuestros alumnos.

El mestre la contempló circunspecto. Reconocía el esfuerzo de la joven dama humillándose hasta el extremo de mendigar.

—Mañana les pediré que traigan comida. La caridad también se aprende.

Eimerich trató de animarla:

—En Sorell ya ha pasado por momentos críticos y ha salido adelante. Si vuestra madre pudo, también vos podréis, Irene.

—Acompáñame con Nemo y Llúcia a las cofradías; tal vez nos den algo.

Eimerich asintió. La spitalera le pedía ayuda con frecuencia, pues gracias a su aguda memoria ni siquiera necesitaba consultar los registros del hospital para saber a quién se había prestado asistencia en el pasado o tenía un deber de gratitud con la casa. Micer Nicolau y Caterina colaboraban en todo lo que podían, y tenía permiso del abogado para ayudar al hospital.

Eimerich miró a Antoni y éste asintió conforme.

—Si me esperáis, llamaré a mis hijos e iremos con vosotros.

 

 

Cuando llegaron al hospital y descargaron la exigua colecta del día, Irene miró sobrecogida dos cadáveres envueltos en mortajas sobre la carreta. Fray Ramón Solivella rezaba un responso.

—Son los ancianos Tomás e Isabel Salat —susurró Arcisa situándose a su lado.

—Que descansen en paz —musitó desolada. Los conocía como al resto de los internados. Habían llegado hacía tres días famélicos y con fiebres.

Mestre Joan Colteller aguarda en la sala de curas. Ha hecho la ronda y desea hablaros.

El médico sonrió con tristeza al verla. En ese momento se quitaba el delantal y lo colgaba de un clavo de la pared.

—Os he traído esto.

Irene se acercó a la mesa y apartó el pañuelo que cubría un pequeño cuenco.

—¡Jalea real!

—La mayoría de los pacientes se encuentran muy débiles. De hecho, creo que el fresco de la noche ha matado a los dos que habéis encontrado en el patio.

Mestre Lluís Alcanyís desaconsejó acostarlos en las mismas camas de los que tienen fiebre, como suele hacerse para que aprovechen el calor.

—Estoy de acuerdo; hemos observado que muchos enferman por contagio. Lo que casi todos los ingresados necesitan es alimento, y si se enfrían hay que darles friegas con alcohol. —Señaló el tarro de jalea—. Distribuidla a los menos fuertes en fragmentos del tamaño de granos de arroz poniéndoselos bajo la lengua. He traído también higos secos y pasas. Son alimentos que revitalizan.

—Que Dios os lo page —dijo avergonzada.

Colteller asintió. Fue el primero en poner en duda la capacidad de una mujer al frente del hospital, pero en aquellos duros meses su opinión había cambiado.

—Lo estáis haciendo muy bien, Irene. Andreu y Elena estarían orgullosos. Sólo espero que Hug Gallach esté a la altura.

—Yo también —musitó ella desolada mientras veía al médico salir de la sala.

Pasó el resto de la mañana recorriendo las cuadras. Su corazón bombeaba con fuerza al ver los rostros macilentos y huesudos, pero el dolor más lacerante se lo provocaban las miradas vacías, sin esperanza.

Se acercó a la estancia de los pequeños. Gaspar, el menor de los tres, tenía fiebre y tiritaba bajo la áspera manta. El niño sonrió y levantó la mano pidiendo una caricia. A su lado María y Francés permanecían silenciosos. Les administró la jalea mientras luchaba por contener las lágrimas. Al besarles la frente antes de marcharse susurró:

—Saldréis de ésta los tres. Empeño mi vida en ello.

 

 

A media tarde fue a la capilla. Dos ancianas rezaban arrodilladas frente al altar rogando por sus hijos. La saludaron afectuosas, pero prefirió estar sola y se retiró a un rincón. Rezó a las santas del retablo recordando su valor y su resistencia. Luego observó a las sibilas, hieráticas y misteriosas ante sus libros de secretos y profecías. Todas señalaban con el dedo a los cielos, de donde procedía la Revelación. Veían lo que estaba por venir, e Irene imploró una señal, un camino al que dirigirse en plena oscuridad.

Tras una hora de lucha contra el desaliento, distraída, admiró los frescos del techo abovedado, también pintados por el artista Francesco Pagano. La capilla permanecía en penumbras y apenas se apreciaba la maestría de los trazos. Entonces algo le llamó la atención y volvió a contemplar a las sibilas. Cada una tenía el brazo levantado con una inclinación concreta, de tal modo que, en realidad, parecían señalar todas el mismo punto en la bóveda. Ese gesto no debía de ser azaroso.

Intrigada, encendió tres gruesas velas de cera blanca que sólo se usaban en las vigilias de Navidad y Pascua. Las ancianas se extrañaron ante tal despilfarro, pero Irene deambuló absorta en las pinturas. La trémula llama le permitió comprobar que las sibilas indicaban exactamente uno de los frescos de la parte derecha de la bóveda, donde un grupo de mujeres vestidas de blanco salía de una villa amurallada hacia una gruta situada en la costa frente a un mar azul.

Lo había visto incontables veces, pero nunca a la luz de las enseñanzas plasmadas en el breviario de Elena de Mistra. De las casas les arrojaban cosas. Al principio pensó que huían de ser lapidadas; no obstante, al fijarse vio que no eran piedras, sino panes y fruta. La última mujer vestida de blanco tenía pintado un corazón rojo en el pecho del que salía un hilo dorado hasta el afilado campanario de la ciudad de forma octogonal; su semejanza con el de la seo de Valencia, el Miquelet, la intrigó. La alegoría le resultaba familiar, pues se mencionaba en el breviario. Entonces dio un respingo.

—¡El latido de la sibila!

Su grito sobresaltó a las ancianas. Irene se excusó y salió rauda hacia los aposentos en busca de intimidad para releer las notas de su madre.

 

 

Micer Nicolau Coblliure estaba invitado a una cena y tardaría en regresar. Eimerich, en su despacho, como cada tarde comenzó a guardar documentos en sus legajos y a ordenar los tinteros. El abogado había confiado en él desde que se instaló en la casa, y el criado lo ayudaba a transcribir clams y alegatos, además de adecentar el despacho. Trabajó de manera mecánica sumido en oscuras cavilaciones.

—¡Aquí estás! —exclamó una voz desde la puerta.

Eimerich dio un respingo. Caterina lo miraba suspicaz, con una maliciosa sonrisa. Su belleza le cortó el aliento. Había cumplido dieciocho años, como él, pero cada vez era más patente que pertenecía a otro mundo.

Lucía un vestido de terciopelo marrón con pedrería que resaltaba el rubio de su melena adornada con pequeñas flores de papel. Poseía el aspecto de la hija núbil de un próspero jurista, discreta y recatada, si bien sus pupilas azules destilaban vitalidad. Eimerich pensó en cuán diferente era de Irene. Ambas luchaban para no ceder a otros las riendas de sus vidas; con todo, los ojos de Caterina no brillaban con dulzura ni su voz destilaba bondad. Era incisiva y siempre permanecía alerta, sin disimular la frustración que le provocaba no poder seguir la profesión de su padre por ser una mujer.

Bajo la atenta vigilancia de su aya, se aplicaba en labores que detestaba como coser, bordar y conocer los remedios naturales que toda buena matriarca necesitaba para velar por la salud de su prole, sin descuidar el rezo y las visitas a las iglesias y los conventos.

Se acercó a él. Sostenía su bastidor con un bordado de flores que era incapaz de concluir. Contempló con envidia los armarios atestados de tratados jurídicos, complejos procedimientos y perquisiciones que ella jamás podría encabezar.

En Eimerich había hallado el modo de aplacar su frustración. En secreto, tres noches a la semana se encontraban en el fondo del establo y él le explicaba las lecciones de gramática de mestre Antoni. El tiempo pasó entre discusiones y notas, y a la luz tenue de una vela como testigo se produjo el primer silencio entre largas miradas, luego un halago, un ligero roce de manos y, al final, besos fugaces que siempre nacían de ella.

Tan sólo era un juego de juventud, ambos lo sabían. El próspero Coblliure ya había recibido alguna petición de mano para su hija.

Caterina se cercioró de que el aya María aún no había notado su ausencia de la sala de costura y se plantó ante Eimerich.

—Pareces pensativo.

Era difícil mentir bajo la mirada escrutadora de la joven. Hacía mucho que había compartido con ella su secreto.

—Sé quién es Armand y dónde reside. —Le explicó la conversación con Tristany—. Tal vez pueda escribirle.

—¿Aún crees que las palabras de ese médico no fueron un delirio? En Sorell tiene ahora otros problemas, y tú estás en esta casa.

—Se lo debo a los Bellvent. De no ser por ellos, no sé qué habría sido de mí… —En ese momento la miró—. Por cierto, ¿dónde estudió vuestro padre?

—En Lleida. —Caterina rebuscó en un armario y le mostró el título de Legum Doctor con el sello del obispo de aquella diócesis en nombre del Santo Padre—. Es el bien más preciado de esta familia y no entiendo por qué no lo guarda en la hornacina oculta en el zócalo donde protege la documentación más delicada.

Él asintió distraído y decidió intentar lo que llevaba barruntando todo el día.

—El Studio de Bolonia es mejor. Sabéis influir en vuestro padre, tal vez podríais sugerirle que mandara a Garsía a…

Ella, con su habitual espontaneidad, le selló los labios con los suyos. Aprovecharon la soledad del despacho, y a ese primer beso siguió otro, largo, húmedo y ardiente, que a ambos les costó concluir. Caterina se apartó con las mejillas ruborizadas.

—Si existe alguien en el orbe capaz de resolver el enigma, ése eres tú. Te ayudaré, aunque sea lo último que haga en libertad. Mi padre se está impacientando y pronto empezarán las visitas de pretendientes.

La llama de la sabiduría
titlepage.xhtml
part0000_split_000.html
part0000_split_001.html
part0001.html
part0002.html
part0003.html
part0004.html
part0005.html
part0006.html
part0007.html
part0008.html
part0009.html
part0010.html
part0011.html
part0012.html
part0013.html
part0014.html
part0015.html
part0016.html
part0017.html
part0018.html
part0019.html
part0020.html
part0021.html
part0022.html
part0023.html
part0024.html
part0025.html
part0026.html
part0027.html
part0028.html
part0029.html
part0030.html
part0031.html
part0032.html
part0033.html
part0034.html
part0035.html
part0036.html
part0037.html
part0038.html
part0039.html
part0040.html
part0041.html
part0042.html
part0043.html
part0044.html
part0045.html
part0046.html
part0047.html
part0048.html
part0049.html
part0050.html
part0051.html
part0052.html
part0053.html
part0054.html
part0055.html
part0056.html
part0057.html
part0058.html
part0059.html
part0060.html
part0061.html
part0062.html
part0063.html
part0064.html
part0065.html
part0066.html
part0067.html
part0068.html
part0069.html
part0070.html
part0071.html
part0072.html
part0073.html
part0074.html
part0075.html
part0076.html
part0077.html
part0078.html
part0079.html
part0080.html
part0081.html
part0082.html
part0083.html
part0084.html
part0085.html
part0086.html
part0087.html
part0088.html
part0089.html
part0090.html
part0091.html
part0092.html
part0093.html
part0094.html
part0095.html
part0096.html
part0097.html
part0098_split_000.html
part0098_split_001.html
part0098_split_002.html
part0098_split_003.html
part0098_split_004.html
part0098_split_005.html
part0098_split_006.html
part0098_split_007.html
part0098_split_008.html
part0098_split_009.html
part0099.html
part0100.html
part0101.html