12
El día 23 de diciembre regresaron al despacho del notario Bernat de Sentfeliu. Irene se situó junto a los albaceas y consejeros Joan Dandrea y Lluís Alcanyís. Enfrente tenía a micer Nicolau y al procurador de Bernat Sorell II.
—Sólo falta micer Miquel Dalmau —indicó el notario, impaciente.
La joven se sentía inquieta. Sabía que la propuesta de casarse con el doncel había causado agitación en el consejo; aun así, hizo valer su condición de emancipada para mantenerse firme. Tristán le pidió que esperara, pero el tiempo se agotaba y sin contar con él convocó la reunión. Si el consejo aceptaba, su vida daría el ansiado giro.
Tras la decisión de ayudar a los heridos de la Lonja de la Seda quedó patente ante el gobierno de Valencia que aquella muchacha de rostro dulce tenía capacidad para ejercer de spitalera como sus padres. Esperaba que la orden de clausura temporal fuera revocada gracias al prestigio de Pere Comte. Ningún alguacil se había presentado y los picapedreros seguían las curas en En Sorell. Estaba a una firma de lograr su sueño.
En ese momento entró Miquel Dalmau vestido con una elegante gramalla encarnada y un bonete. Observó con atención a Irene.
—Lamento el retraso, pero quien me acompaña no podía venir antes.
Tras él entró un hombre que rondaría los treinta y cinco años, de rasgos angulosos, el pelo corto y una fina barba, que vestía con ricas sedas de tonos ocres. Regaló a Irene una sonrisa franca a la que ella correspondió, intrigada. Su extrema palidez y las bolsas oscuras bajo sus ojos le conferían un aspecto frágil y enfermizo. La manera de comportarse evidenciaba una esmerada educación.
Dalmau se situó a la cabecera de la mesa y la miró de nuevo. Un detalle la escamó: salvo ella, nadie parecía sorprendido.
—Querida Irene Bellvent, en primer lugar, debo elogiar la caridad cristiana que os mueve a casaros de una manera tan precipitada para mantener abierto En Sorell y os felicito por vuestra iniciativa tras el accidente en la Lonja. Como miembro también del Consell Secret, por mi condición de abogado de la ciudad, os comunico que se ha revocado la orden de cierre cautelar del hospital. Todos os presentan sus respetos y desean que permanezca abierto por muchos años para los necesitados, conforme a su acta fundacional.
Irene asintió emocionada, pero las buenas noticias y los halagos no disimulaban la tensión en la voz del micer. El letrado parecía acariciar a la víctima antes de asestarle el golpe.
—El consejo rector ha estudiado vuestra petición y acepta que prosigáis con vuestra labor; aun así, dado que la ley os obliga a estar casada para ser spitalera, os presento a Hug Gallach, a quien el consejo propone para desposaros.
Irene notó una punzada en el estómago y se levantó de la silla. Desde el otro extremo, Hug la observaba con atención.
—¿Es que no recibisteis mi carta? —demandó con voz atiplada.
—Cálmate, Irene —sugirió Nicolau frente a ella—. Si deseas conservar el cargo escucha con atención.
Se sintió acorralaba por una manada de fieras.
—El hombre con quien pretendíais uniros en matrimonio os ha mentido… o al menos no os ha dicho toda la verdad —prosiguió Miquel Dalmau—. Es cierto que su nombre es Tristán de Malivern, nacido en Prades, en el Rosellón, y que es doncel. Sin embargo, el entusiasmo de vuestra misiva evidencia que ignoráis que la justicia lo persigue por el asesinato de su padre.
La joven palideció y miró a Nicolau, quien asintió con semblante grave.
—Así es, Irene. Entre mis clientes figura el maestre de Nuestra Señora de Montesa don Felipe de Aragón, orden de la que Tristán es escudero. Hace unos años huyó del Rosellón, ahora en manos del rey francés, después de asesinar a Jean de Malivern con un golpe de espada. Tras un periplo delictivo acabó como escudero de Jacobo de Vic, que a pesar de todo lo admitió. Mientras sirva a la orden está protegido bajo su jurisdicción, pero si la abandona para casarse deberá ser prendido y llevado ante la Corte de Justicia de Prades para ser juzgado por el parricidio. Goza del favor de los caballeros y trata de hacer méritos a fin de lograr el indulto de nuestro rey don Fernando. El maestre no explicó qué hacía en En Sorell; imagino, no obstante, que mosén Jacobo lo obligaba a purgar por su pecado.
—¡Dios mío! —exclamó ella con los ojos enrojecidos.
—El indulto no ha sido firmado aún y la causa por parricidio no prescribe.
—¡No podéis desposaros con un asesino, Irene! —indicó Dalmau.
El dolor la arrasó como si fuera metal licuado descendiendo por su pecho. Avergonzada, se maldijo por arrojarse en los brazos de un desconocido sólo por lo que destilaba su mirada. Había desoído el ruego de Tristán de no desvelar su identidad; sin embargo, en ese momento era ella quien se sentía traicionada.
Derramó lágrimas en silencio. Hug habló por primera vez, con voz gastada.
—No tenéis por qué darlo todo por perdido.
A pesar de que sus ojos oscuros carecían de brillo, tenían una expresión afable.
—Si me aceptáis, quizá el futuro no sea tan amargo. Soy Hug Gallach, hijo de Pedro Gallach, jurista de Daroca y buen amigo de micer Miquel Dalmau. Enviudé hace unos años, pero no tengo hijos. Vos ansiáis proseguir la labor de vuestros padres y yo un poco de paz… —Tosió—. Tal vez podamos entendernos.
Irene lo miró con atención. Su aspecto cansado le despertaba cierta ternura.
El abogado Dalmau tomó la palabra.
—Lo siento, Irene. Hemos visto que estás decidida a seguir al frente del hospital, por eso en cuanto descubrimos el secreto de Tristán nos afanamos en hallar a alguien dispuesto a afrontar los graves problemas económicos que En Sorell atraviesa. Hug procede de una familia próspera que hará frente a las deudas.
—Así es —confirmó él—, pero ya os dije, micer Miquel, que sólo acepto si ella consiente.
Bernat Sorell reclamó la atención.
—Agradezco a Miquel y a Nicolau que hayan evitado que el apellido de mi familia se vincule al de un asesino. Si consentís, Irene, se abrirá una nueva etapa y contribuiré a la prosperidad de En Sorell con mejores censos y beneficios a su favor, como habría querido mi tío don Tomás. Dado que Hug deberá asumir cuanto antes su cargo de mayordomo, ofrezco que viva en mi palacio de Valencia durante el luto y hasta la boda. Suelo residir con mi familia en la casa de Albalat, donde el aire es más sano.
El propio Hug se sorprendió. A su lado micer Miquel Dalmau lo invitó a aceptar con una amplia sonrisa. Irene, apocada, se volvió hacia Lluís Alcanyís.
—Lamento lo ocurrido. Sentía un gran aprecio por Tristán, pero… ha sido mejor descubrirlo a tiempo. Ahora la decisión es vuestra.
—¿Cuáles son las condiciones? —demandó Irene con un hilo de voz.
El notario mostró un documento previamente redactado. Todo estaba previsto.
—Hug Gallach e Irene Bellvent se comprometen a casarse tras el primer año de luto. Ella aportará como dote el edificio con sus enseres; Hug, los muebles según el inventario que facilita y un depósito de setecientas libras, que será saldado por su padre tras la boda. Los censos para el hospital que aportará Bernat Sorell contribuirán a una renta de cien libras anuales.
»El documento se validará en el día de hoy, pero el ritual religioso de los esponsales, con intercambio de anillos y arras, será dentro de tres meses en la iglesia de Sant Berthomeu. Viviréis separados hasta celebrar la boda dentro de un año. Si firmáis, Hug será el mayordomo en funciones y ambos seréis spitalers, cargo que ejerceréis con honestidad y caridad cristiana. Se rendirán cuentas anuales según la costumbre. —Los ojos severos de Bernat de Sentfeliu se posaron en Irene—. Tales condiciones quedarían revocadas en el caso de que la desposada perdiera su honra antes de la consumación del matrimonio.
Irene mantuvo la mirada fija en la mesa para que nadie notara su desazón y quiso romper el silencio expectante.
—¿Cómo se mantendrá el hospital hasta la boda?
Bernat Sorell tomó la palabra.
—Sabéis que mi familia es una de las que financian a nuestro monarca. Por el loable servicio de En Sorell tras el accidente de la Lonja, he solicitado al lugarteniente del gobernador general del Reino de Valencia, Lluís Cabanyelles, una licència d’acaptes para recaudar alimentos y limosnas a beneficio del hospital, válida en todos los territorios de la Corona.
Irene sintió que el vello se le erizaba; esa licencia era la más cotizada por las casas de salud, pues garantizaba el sustento continuado. Incapaz de comprender cómo en un instante todo había cambiado, miró a Hug. No se notaba el pulso acelerado, pero no le disgustaba el aspecto frágil de quien le proponían por esposo. Sus manos se movían con delicadeza. El consejo no tenía dudas respecto de la resolución a adoptar, y ella sabía lo que su negativa implicaría: alejarse de En Sorell y perder la posibilidad de encontrar algún rastro de su madre.
En silencio asintió, y la felicitaron por su decisión. Hug sonrió, afable, y ella le correspondió con timidez. Esperaba que la tratara con respeto y tal vez, con el tiempo, llegaría a amarlo. La viabilidad del hospital quedaba garantizada durante años.
Cogió la pluma. El pulso le temblaba mientras plasmaba el nombre con letra firme al final del documento. Entró un criado con una jarra y varias copas de metal.
—Correcta decisión, Irene. Vuestro padre estaría complacido —indicó Miquel Dalmau levantando el licor—. Conozco a Hug desde hace años; con él podréis llevar adelante vuestro mayor anhelo. Sólo os pido que seáis fiel como esposa y spitalera. Bienvenida a una nueva vida.
—Una cosa más, señores —anunció Irene, aún incapaz de valorar la situación—. Creo que Hug tiene derecho a saber lo ocurrido en En Sorell.
La escucharon, incómodos, desgranar sus dos encuentros con Gostança, las veladas amenazas de ésta y las sospechas de que era responsable de al menos tres muertes: la de doña Angelina de Vilarig, esposa de don Felip de Vesach, la de sor Teresa de los Ángeles y tal vez la del propio Andreu Bellvent.
—Con todos mis respetos —comenzó Miquel con irritante condescendencia—, creo que vuestra juventud os hace proclive a la fantasía. Las meras sospechas y los rumores de criados arraigan en la imaginación femenina, pero no son prueba ante el justicia.
Irene frunció el ceño; sin embargo, contuvo su ira: esperaba tal reacción. Sin apostillar nada, de una pequeña bolsa sacó la máscara de cera. Los hombres la estudiaron en silencio.
—Irene —terció entonces Nicolau en tono paternal—, yo he vivido lo ocurrido y no niego que flota la sospecha de que tales muertes no fueran capricho de la Providencia. Pero nadie más que tú, que sea digno de crédito, ha visto a la dama en más de un año y este objeto, aunque siniestro, de poco nos sirve como prueba. Aun así, me comprometo a permanecer atento e investigar si surge alguna evidencia clara.
El resto asintió, conforme, y la tensión se diluyó. Irene estaba desolada y no quiso incidir más. Tenía un secreto que mantener oculto. Entonces reparó en mestre Lluís Alcanyís, que había permanecido callado. Estaba lívido, mirando fijamente la máscara sobre la mesa con expresión de temor. Sus labios murmuraban algún tipo de oración. Nadie más parecía haber apreciado el cambio operado en el médico.
—Guardadla o deshaceos de ella —insistió Miquel Dalmau mostrando una amplia sonrisa—. ¡Es hora de celebrar el futuro enlace!
De camino al hospital En Sorell cubrieron las formas. Irene iba delante acompañada de micer Nicolau y Hug detrás con el resto del consejo. La joven reparó un instante en el escudo de la dama sentada sobre el laberinto y se imaginó a sí misma. Desgarrada y extraviada. Amaba a Tristán y lo había perdido por su falta de sinceridad. Ahora estaba en manos de un desconocido de buenas maneras y comedido. Muchas amigas habían tomado esposo por acuerdos familiares, sin amor, pero en su caso se sentía más bien ofrecida a un único postor.
La puerta del hospital se hallaba abierta y se oía un jovial alboroto. Boquiabiertos, contemplaron en el patio un carro con varias jaulas. Nemo y Magdalena trataban con poco éxito de bajar un cerdo corpulento que se revolvía sin dejar de chillar. Se respiraba un ambiente festivo. En la balaustrada de la galería varios obreros ya recuperados reían y jaleaban a los dos esforzados criados.
—¡Señora, señora! —La joven Isabel se acercó alterada—. Han traído de todo… ¡Harina, vino, gallinas, conejos y hasta ese cerdo! Es un milagro, ¡un regalo de Dios!
Irene se volvió hacia Hug y Dalmau, que sonreían complacientes. Dos sirvientes de su prometido habían llegado casi una hora antes al hospital. Al parecer, nadie del consejo había dudado que firmaría, lo que aún la irritó más.
Con disimulo estudiaba a su futuro marido mientras le mostraba En Sorell. Tuvo palabras amables para cada uno de los ingresados. Asentía con una sonrisa a las explicaciones de Arcisa y Alcanyís, y propuso abrir algunas ventanas para mejorar la ventilación de las estancias inferiores. Esa mañana estaba presente Vicencio Darnizio, el apotecario, mezclando emplastos para los heridos de la Lonja. Hug se reconocía lego en materia médica, pero mostró un interés especial en el dispensario así como en el tratamiento usado para el dolor. Irene trataba de asumir la pena y convencerse de que era un hombre interesante; con todo, su alma destrozada seguía asida a Tristán.
Acabaron en la capilla, donde fray Ramón y el predicador Edwin iban a celebrar una misa de acción de gracias por el enlace. Eimerich se aproximó a Irene.
—Tristán está en el huerto —musitó con disimulo.
La joven se excusó un instante y salió por la puerta del fondo mientras el criado era reclamado por Lluís Alcanyís. Lo encontró en el corral. Tristán se acercó desolado y ella le propinó una bofetada justo antes de derramar las primeras lágrimas.
—¿Por qué me has mentido? ¡He contraído esponsales con alguien que no conozco!
—Te advertí que tuvieras paciencia. Hay muchas cosas que no sabes. ¡Déjame que te explique lo que ocurrió con mi padre!
—¡No sé quién eres ni qué ha sido verdad entre nosotros, pero prefiero ignorarlo para olvidarte cuanto antes! —Debía arrancarlo de su alma o no soportaría la compañía ni el contacto de Hug. Como muchas mujeres de su clase, aprendería a mantener ocultos sus auténticos sentimientos—. Me casaré con él y trataré de amarlo como…
—¡Espera! ¿No te parece una propuesta extraña? ¿Quién es Hug Gallach?
Ella se zafó con brusquedad de sus manos. No dejaba de preguntarse eso mismo. En cuanto anunció que se casaría con Tristán al consejo rector, éste le encontró otro candidato en sólo tres días.
—Adiós, Tristán —le dijo imprimiendo ira en su voz.
Él encajó el golpe con mirada funesta.
—Presiento que llegan nuevas sombras, Irene, no quiero dejarte.
En ese momento uno de los criados de Hug se asomó por la puerta.
—El justicia ordenó tu marcha. ¡Hazlo o te denunciaré! —gritó furiosa. Cada palabra era una daga en su pecho, pero tenía que hacerlo por ella y por el hospital. Si alguien sospechaba de su relación, todo acabaría en un instante—. Que Dios te ayude a limpiar tu terrible pecado, doncel Tristán de Malivern.
Ya en la capilla se cubrió con el velo, que disimuló el torrente de lágrimas.
Tristán se quedó mirando los árboles, desolado. Musitó una maldición y golpeó la tierra con el pie. No había calculado bien el ímpetu de Irene y la había perdido para siempre. Con una intensa sensación de fracaso enfiló hacia la puerta, pero entonces aparecieron Eimerich y Lluís Alcanyís.
—Mestre Lluís te estaba buscando —le dijo Eimerich.
El físico los apartó hasta un rincón tranquilo bajo un manzano.
—Ser médico exige una aguda intuición. Irene se precipitó contigo, Tristán, pero sé que no querías perjudicarla. Conozco a mosén Jacobo de Vic, tu señor, por eso me fío de ti y deseo que sigas protegiéndola. —Los miró a los dos—. Me consta que ambos estáis unidos a Irene y que compartís sus sospechas. Personalmente no daba crédito a las habladurías hasta hoy, cuando he visto esa máscara de cera… —Sus ojos centellearon—. Prefiero que ella no sepa nada por ahora, pero quiero mostraros algo. Esta noche uno de mis criados vendrá, y os pido que lo acompañéis.
Sin dar más detalles, Lluís Alcanyís regresó junto al resto del consejo, dejando a ambos criados tensos y expectantes.