7

 

 

 

Era una fría mañana con nubes dispersas y molestas rachas de viento. En los portales de los talleres los aprendices iban disponiendo aparadores, mesas y bancos. Algunos ambulantes ya voceaban por las calles, pero Eimerich avanzaba pensativo y agotado. Los criados tuvieron que permanecer despiertos hasta que fray Ramón ofició el funeral y enterraron a los ladrones en una fosa con cal viva.

La ciudad despertaba con su habitual actividad. Pasó ante grupos de oficiales camino de la Diputación y la Casa de la Ciudad con sus gramallas y emblemas, clérigos abrigados con capote y consejeros. Un ambiente que contrastaba con la miseria en la que había vivido hasta ser acogido en En Sorell.

Se sentía frustrado por lo ocurrido. Valencia poseía otras murallas invisibles; las de las clases sociales y la riqueza. Los tiempos cambiaban con rapidez. Los fueros permitían a la alta burguesía amasar fortunas con el comercio, la banca o la artesanía mientras los nobles, altivos y ociosos, se agostaban celebrando justas con cualquier excusa, o se enredaban en interminables pleitos y ajustes de cuentas. Pero buena parte de la población vivía sumida en la precariedad, ajena al disipado ambiente caballeresco de la nobleza y los prohombres que la prosperidad granjeaba. La ciudad no podía prescindir de uno de sus hospitales. En los retazos de conversación que el viento arrastraba Eimerich oyó el apellido Vesach, así como versiones deformadas de lo ocurrido. A nadie complacía el cierre de En Sorell; no obstante, lo veían como una consecuencia natural siendo su propietaria una mujer joven y sin tutela de varón.

Enfiló hacia la calle dels Juristes, una estrecha vía que nacía en la de Caballeros, y el pecho comenzó a latirle con fuerza. Casi al fondo estaba la casa de micer Nicolau Coblliure, de fachada encarnada, con ventanas de doble ojiva y una puerta arqueada que permitía la entrada de carruajes. Un criado de avanzada edad que se presentó como Guillem lo condujo a un patio central con una primorosa arcada de piedra alrededor y una amplia escalinata. Jamás había estado en una morada así.

Eimerich sabía poco de aquella próspera familia. Micer Nicolau era viudo desde hacía cuatro años y tenía dos hijos: Garsía, un joven díscolo, con tendencia a las malas compañías y que a menudo se veía envuelto en altercados y riñas, y la bella Caterina, de la que no había olvidado su sonrisa ni sus ojos.

Allí estaba ella. Le sorprendió que, a pesar del frío, estuviera leyendo en un banco de madera frente a la escalera. Vestía una saya ajustada de seda azul, sujeta a la cintura con un ceñidor de orfebrería ligeramente caído sobre una falda con amplios pliegues. De vez en cuando se atusaba la larga melena rubia, trenzada y cubierta con una redecilla de seda y perlas. La halló especialmente hermosa; incluso parecía haberse coloreado los labios con pétalos de geranio como recomendaba el apotecario Darnizio.

Jugó con la absurda idea de que aquel aspecto era debido a su visita y la observó con disimulo, estudiando cada gesto y movimiento de la joven.

—¿Te gustaría saber qué leo?

Eimerich dio un respingo. Su gesto mordaz lo azoró. Tragó saliva.

—Leéis poesía.

—¿Cómo lo sabes? —demandó sorprendida—. Lo que sostengo es un breviario, y ni siquiera te has acercado.

El muchacho se encogió de hombros y trató de escabullirse.

—Mi padre dice que eres inteligente y despierto, ¡demuéstramelo!

Una infranqueable barrera social los separaba. Ante el silencio de Eimerich, ella se encogió de hombros perdiendo el interés.

—Son cartas que os han dado esta mañana, puede que en la iglesia —comenzó él al fin, si bien con timidez—. Una lectura inadecuada, a juzgar por el modo en que la escondéis entre las páginas del breviario. —Al ver el desconcierto de Caterina, ganó seguridad y se paseó ante la muchacha un tanto vanidoso—. Podría ser la correspondencia de dos amantes. Ella es una joven llena de sueños, pero lucha contra la pasión y le recuerda al amante que se debe a su marido, un anciano que la hace infeliz. Él le habla de una vida juntos en tierras lejanas, pero ante la negativa siente celos y amenaza con liberarla de su cárcel de un modo cruento. Se debaten entre el deseo y el remordimiento.

Caterina, con las mejillas encendidas, lo miró espantada.

—¡Por Dios! ¿Practicas brujería?

Él se encogió de hombros.

—He visto el borde de una de las cartas…

—¿Y su contenido? —demandó sin aliento.

—Vuestra cara se sonroja y palidece, compartís los sentimientos que se transmiten los amantes. Atenta al drama, suspirabais y maldecíais en susurros. Tal vez no he sido exacto, pero creo que me he acercado al dilema que os mantiene en vilo.

Ella estalló de pronto en una carcajada sonora y descarada. Tuvo que disculparse cuando su aya de compañía se asomó por una puerta con gesto severo para contener aquel exceso.

—Tenéis razón en buena parte —reconoció fascinada—. Son dos cartas de juventud de una dama valenciana, Isabel Suaris. La conocí en una tertulia a la que mi padre me dejó ir tras la última Cuaresma. Estaba casada con un hombre quince años mayor que ella y la cortejó un clérigo, Bernat Fenollar. Éstas son las misivas que se escribían en bellos versos.

El joven criado asintió. Aunque le resultaba un mundo lejano, sabía que Valencia vivía su esplendor también en las letras. El taller del impresor alemán Jacobo Vizlant, junto a la antigua puerta árabe llamada el Portal de Valldigna, era el primero en toda la Corona de Aragón, y probablemente también en los reinos hispanos, que proporcionaba libros impresos con tipos móviles. Entre los caballeros y la alta burguesía con ínfulas de nobleza la afición a la lectura medraba, si bien en algunos casos se trataba simplemente de acumular libros para guardar las apariencias. Además de circular novelas caballerescas y versos de loados poetas como Ausiàs March, se organizaban en los palacios lecturas de composiciones y debates sobre el amor cortés. En ellas, los relatos caballerescos, con aires de trovador, y los poemas cortesanos ganaban terreno a los textos píos.

Caterina lo miró con los párpados entornados; seguía poniéndolo a prueba.

—¿No te escandaliza que una mujer lea letras de amor?

—En realidad sí. —Sonrió malicioso—. Pero me sorprende más que escudriñéis a escondidas libros de vuestro padre. Ese tomo oculto bajo vuestra falda valdrá una fortuna. No me extraña que supierais el nombre de la argucia jurídica que ayer salvó a Tristán.

Los grandes ojos azules de la joven Caterina refulgieron de cólera mientras se arreglaba la falda para disimular la forma del grueso volumen. Eimerich se apartó con la sensación de haberse excedido.

—Los elogios de Irene no eran exagerados. Me has impresionado, criado.

Se abrió la puerta principal y Garsía, el hermano mayor de Caterina, entró en el patio, ojeroso y desaliñado. Rondaría los veinte años, espigado y con el mismo cabello rubio de la muchacha. Lucía un jubón pardo, bien entallado pero manchado de vino. Los excesos nocturnos le estaban pasando factura. Al ver a Eimerich lo señaló airado.

—¡Tú! ¿Qué haces tan cerca de mi hermana?

—Lo ha citado padre —intervino ella, incómoda—. Vete a dormir, Garsía.

Se acercó a Eimerich con los ojos enrojecidos.

—¿Eres el criado que perjudicó ayer a Josep de Vesach? —Su gesto se retorció de rabia—. ¡Lo han desterrado, pero lo conozco bien y sé que no lo olvidará!

Lo agarró por la camisa. Su aliento hedía a vino agrio y lo miraba furioso.

—Di a tu señora, Irene Bellvent, que algún día pagará la afrenta con creces.

—¡Garsía! —gritó Caterina, fuera de sí.

Él tiró al suelo de un empujón a Eimerich.

—¡Apártate de mi hermana!

Rezongando, desapareció por las cocinas. Caterina se acercó avergonzada.

—Desde que madre murió no es el mismo. Se junta con jóvenes de la nobleza y les sirve de bufón. Su pena se ha convertido en ira.

En ese momento Eimerich la vio mirar la escalera y ruborizarse. Un hombre apuesto y elegante, de unos treinta años, descendía con pose erguida. Se cubría con un sombrero de ala ancha con tres plumas verdes y vestía un jubón de terciopelo negro forrado a la moda para realzar el torso, unas calzas y una capa púrpura. El criado sospechó entonces para quién se había acicalado Caterina.

—¡Sólo por el regalo de contemplaros vale la pena el penoso viaje desde tierras andaluzas! —exclamó el noble con sonrisa seductora.

Caterina recibió el halago como una caricia y desvió el rostro, azorada.

—Me alegro de veros, don Felipe. Espero que la guerra contra Granada acabe pronto.

—Esos infieles son valerosos y defienden su tierra con arrojo, pero la victoria será nuestra. —Señaló al cielo—. Los clérigos dicen que mi tío el rey don Fernando es el encubierto, elegido por Dios para acabar con los enemigos de la cruz. Tal vez sea cierto.

—¿Cuándo os marcháis?

—En unos días. Vuestro padre está arreglando unas censales para reclutar a más peones. Se avecina una campaña encarnizada; el objetivo de nuestros reyes es tomar Málaga a los infieles. —Sonrió seductor—. Me ha propuesto unir a mi soldada al generós que protagonizó ayer el lamentable suceso en En Sorell. He sabido que hicisteis gala de vuestra inteligencia, mi bella dama. —Contempló complacido su sonrojo y añadió—: Cumplirá el destierro en la guerra. Espero que los rigores del asedio le hagan recuperar el juicio y el honor de los Vesach. De momento dejará de ser un problema de orden para Valencia.

Caterina miró fugazmente a Eimerich. Micer Nicolau había logrado no sólo alejar a Josep del reino, sino que estuviera bajo disciplina militar. Una maniobra hábil.

—Que Dios os dé ventura y podáis regresar sano y salvo.

El noble se acercó y le besó la mano con suavidad; Eimerich la vio estremecerse. Pasó junto a él sin reparar en la presencia del muchacho.

Caterina tardó un tiempo en recuperar el aliento, con la mirada fija en la puerta.

—Es don Felipe de Aragón, hijo natural del príncipe de Viana, don Carlos de Aragón, y sobrino del rey. Es conde de Beaufort y arzobispo de Palermo, pero renunció cuando su tío le ofreció convertirse en maestre de la Orden de Nuestra Señora de Montesa.

—Entonces ha profesado los votos como clérigo —indicó él, asombrado.

—Sí —musitó ella con disgusto—. Pero es un caballero gentil, y dicen que no hay batalla en la que no destaque por su valor y su destreza.

Cuando Eimerich fue llamado para entrar, Caterina le dirigió un gesto, distraída, y regresó a la lectura. Él, decepcionado, maldijo su ingenuidad. Para la hija del reputado abogado, él no era más que una de las hojas secas del patio mecidas por el viento.

 

 

En la antesala del despacho, el joven vio a varios escribientes con legajos y libros. Admiró los techos altos y los sobrios muebles. Presidía la estancia un cuadro de la Virgen de los Desamparados. Al igual que las casas de la mayoría de los conversos, aquélla tenía numerosas imágenes religiosas para alejar la sospecha de que sus moradores no fueran verdaderos cristianos.

Luego pasó a un despacho amplio, con zócalo de azulejos y un ventanal de doble ojiva. Un armario de nogal entreabierto guardaba libros semejantes al que escondía Caterina. En el centro, sobre una alfombra de bellos arabescos, una enorme mesa disponía de plumas, tinteros y papel de calidad. Al momento entró el dueño. Su sobrio aspecto, como el de la vivienda, difería del lujo excéntrico que mostraban casi todos los prohombres semejantes a Nicolau en oficio y recursos.

Alto y enjuto, el abogado vestía su habitual gramalla negra sin mangas sobre una camisa de lino, blanca e impoluta. De pelo plateado y abundante, su mirada era severa y lo estudió con detenimiento.

—Bien, muchacho. ¿Has pensado en mi propuesta?

Eimerich recordó la amenaza de Garsía. Podía ser duro vivir allí, pero no tenía adónde ir en cuanto cerraran En Sorell.

—Sería un honor serviros. He visto a vuestros ayudantes…

—Podrías ser uno de ellos con el tiempo. Yo provengo de una familia humilde que ha prosperado con esfuerzo y sacrificio. No me importan tus orígenes si eres leal y discreto. Ya has visto la clase de clientes que atiendo…

Eimerich asintió con la cabeza, impresionado.

—Trasládate cuando lo desees. Si cumples, asistirás a Garsía en las clases de gramática de la escuela de Antoni Tristany. Necesita de alguien que tome notas de las lecciones y lo ayude con la mnemotecnia. Tendrás contrato de afermament como cualquier aprendiz, pues quiero que tus derechos y obligaciones estén claros y asumidos. Vivirás con los criados, con su mismo sustento, calzado y ropa durante cinco años.

El joven no podía creer tanta generosidad. Sin saber qué decir, optó por retirarse.

—Una cosa más… —Los ojos oscuros del jurista lo miraban incisivos—. He lamentado profundamente la muerte de Andreu, éramos buenos amigos y me siento responsable de su hija. ¿Va todo bien en el hospital?

—Flota una amenaza, mi señor, pero nadie entiende su naturaleza. —En ese momento recordó un detalle que seguía intrigándolo—. Micer Nicolau, don Andreu antes de morir pronunció unas frases en latín que aparecen en la tumba de su esposa.

—Las escuché. Son versos de El cant de la Sibil·la. Es un canto muy antiguo que se representa en la seo la víspera de Navidad por un niño ataviado como una antigua sibila pagana sosteniendo una espada. Profetiza la próxima llegada del Redentor y los signos que acontecerán en la tierra antes del Juicio Final. Pensé que era un delirio, como aquello de la caja blanca, ¿no lo crees así?

Eimerich estaba cohibido por el escrutinio.

—Supongo que sí.

Nicolau lo miró con atención.

—Sé que eres un joven despierto. Es importante que me transmitas cualquier sospecha. Los misterios de En Sorell siguen allí, acechando. Quiero que te mantengas en contacto con Irene, atento a cualquier peligro. Es lo que desearía Andreu.

Eimerich asintió y se retiró en silencio. Abandonó la casa con el corazón desbocado de dicha y con las últimas palabras de micer Nicolau revoloteando en desbandada. Esperaba llegar a tiempo para despedir a los enfermos durante el desalojo de En Sorell. Quería estar junto a su señora y amiga en aquel momento tan triste.

La llama de la sabiduría
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